Una política amorosa El cine importante sigue viviendo lejos de las carteleras comerciales cordobesas: septiembre será un mes cinéfilo gracias a la amplia oferta que ofrece el circuito de exhibición alternativo de la ciudad, cada vez más firme, exigente y heterogéneo. Una de las citas imperdibles ocurrirá de hoy al domingo, ya que el Cine Teatro Córdoba (27 de abril 275) volverá a estrenar “El chico de la bicicleta”, triunfal regreso de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne a la actividad (distinguido con el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes 2011), que sin dudas está entre las mejores películas del año. Filme social y político por naturaleza, como las mejores obras de los directores belgas, “El chico de la bicicleta” constituye una síntesis virtuosa de su cine, una película que reelabora y actualiza sus formas y temas clásicos, como si fuera otro capítulo de una misma pieza en continua elaboración. El desamparo volverá a tener aquí rostro de niño: el prometedor Thomas Doret interpreta a Cyril, motor incombustible del filme (emulo sin duda del Antoine Doinel de “Los 400 golpes”), que protagonizará una verdadera odisea de maduración y autoconocimiento. El primer signo semántico será sonoro: en fondo negro, mientras pasan los títulos, se escuchan las voces de niños jugando. Cuando se abra el plano veremos empero a Cyril aferrado obstinadamente a un teléfono en el que sólo se escucha el aviso de que la línea está desconectada, mientras sus tutores lo intentan convencer de que nadie lo atenderá. Ocurre que Cyril quiere contactar a su padre, que aparentemente se ha mudado sin dar aviso ni devolverle su bicicleta: no se trata de un capricho de niño, es su desesperación natural por evitar el abandono. Como suele suceder con los personajes de los hermanos belgas, Cyril tiene una voluntad de hierro que lo llevará a escaparse cuantas veces sea necesario para encontrar a su padre, aunque antes se topará con una peluquera llamada Samantha (la bella Cécile De France) que primero intentará ayudarlo y luego se convertirá en su tutora, una posible madre sustituta. Pero ni Cyril ni su vida son sencillas: como a los desplazados del sistema, el mundo suele recibirlo con violencia y agresiones; y a sus jóvenes once años ha aprendido a contestar de la misma manera. Cuando encuentre a su padre (interpretado por el actor fetiche de los Dardenne: Jérémie Renier, con lo que se puede establecer un lazo con las películas anteriores de los directores, sobre todo “El niño”), confirmará sus peores miedos, aunque esta vez tendrá a Samantha para ayudarlo. Aparecerá empero un riesgo frecuente en su estrato social, un malhechor del barrio que intentará tentarlo para trabajar a sus órdenes, y Cyril en su entusiasmo juvenil no sabrá distinguir los peligros que implica el convite. Epica de aprendizaje y aceptación, “El chico de la bicicleta” tiene al fin un optimismo moderado que implica una pequeña novedad en el cine de los Dardenne, aunque tampoco es que hayan renunciado a su rigurosidad: sólo ocurre que esta vez, la relación amorosa que suelen establecer con sus personajes se trasladará de forma lúcida a la trama (habrá una redención legítima y justificada en un cierre excepcional). No debe ser casual tampoco que aparezcan también aquí los primeros insertos musicales de su cine, unos breves fragmentos del segundo movimiento del Concierto para piano número 5 de Beethoven. Y es que ése afecto estuvo siempre presente en el cine de los hermanos, ya que el mismo dispositivo formal de sus películas lo implica: la cámara en mano y los planos secuencias pegados a sus protagonistas dominan nuevamente aquí el esquema narrativo, en una disposición formal que invita a relacionarnos con su mundo de un modo amoroso aún en la crudeza y la rispidez. Sólo desde ése lugar se puede narrar la vida de los desplazados, y aquí está la verdadera dimensión política de su cine, hecho de esperanza aún en el desencanto. Por otro lado, vale dedicar unas líneas a un estreno que presentará desde hoy el Cineclub Municipal Hugo del Carril: Gabi on the roof in july es un buen ejemplo de un género prolífico aunque poco estrenado en nuestro país, el “mumblecore” (que viene de “mumbling”: musitar, farfullar, balbucear), que reúne a películas hechas por jóvenes norteamericanos con escaso presupuesto, narrando también la siempre problemática inserción en el mundo adulto. En el extremo opuesto de las películas de Larry Clark (Billy, Kids), lo que propone el mumblecore es una extrema honestidad en los medios y fines, sin ningún tipo de aditivo cool: aquí, el director Lawrence Michael Levine (también protagonista), narra las peripecias que vivirá un artista plástico en el agitado mundo cultural neoyorquino, cuando su hermana veinteañera (Sophia Takal, también productora y editora) llegue a su departamento para pasar el verano. Ocurre que la muchacha no quiere una vida ordinaria: rebelde y anarquista, además de proclamarse “antiartista”, Gabi se la pasa agitando y seduciendo al entorno social más próximo de su hermano. El resultado será una espiral de tensión ascendente que involucrará al propio protagonista, que también carga con sus dilemas y sus propias fantasías. Filmada con una urgencia y una frescura dignas de su género, “Gabi on the roof in july” es una comedia de maduración con la suficiente lucidez como para no hacer de los excesos una estética vacía: un filme provocador que trata a la juventud con altura y estima; algo que no es poco en los días que vivimos. Por Martín Iparraguirre
Una política amorosa El cine importante sigue viviendo lejos de las carteleras comerciales cordobesas: septiembre será un mes cinéfilo gracias a la amplia oferta que ofrece el circuito de exhibición alternativo de la ciudad, cada vez más firme, exigente y heterogéneo. Una de las citas imperdibles ocurrirá de hoy al domingo, ya que el Cine Teatro Córdoba (27 de abril 275) volverá a estrenar “El chico de la bicicleta”, triunfal regreso de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne a la actividad (distinguido con el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes 2011), que sin dudas está entre las mejores películas del año. Filme social y político por naturaleza, como las mejores obras de los directores belgas, “El chico de la bicicleta” constituye una síntesis virtuosa de su cine, una película que reelabora y actualiza sus formas y temas clásicos, como si fuera otro capítulo de una misma pieza en continua elaboración. El desamparo volverá a tener aquí rostro de niño: el prometedor Thomas Doret interpreta a Cyril, motor incombustible del filme (emulo sin duda del Antoine Doinel de “Los 400 golpes”), que protagonizará una verdadera odisea de maduración y autoconocimiento. El primer signo semántico será sonoro: en fondo negro, mientras pasan los títulos, se escuchan las voces de niños jugando. Cuando se abra el plano veremos empero a Cyril aferrado obstinadamente a un teléfono en el que sólo se escucha el aviso de que la línea está desconectada, mientras sus tutores lo intentan convencer de que nadie lo atenderá. Ocurre que Cyril quiere contactar a su padre, que aparentemente se ha mudado sin dar aviso ni devolverle su bicicleta: no se trata de un capricho de niño, es su desesperación natural por evitar el abandono. Como suele suceder con los personajes de los hermanos belgas, Cyril tiene una voluntad de hierro que lo llevará a escaparse cuantas veces sea necesario para encontrar a su padre, aunque antes se topará con una peluquera llamada Samantha (la bella Cécile De France) que primero intentará ayudarlo y luego se convertirá en su tutora, una posible madre sustituta. Pero ni Cyril ni su vida son sencillas: como a los desplazados del sistema, el mundo suele recibirlo con violencia y agresiones; y a sus jóvenes once años ha aprendido a contestar de la misma manera. Cuando encuentre a su padre (interpretado por el actor fetiche de los Dardenne: Jérémie Renier, con lo que se puede establecer un lazo con las películas anteriores de los directores, sobre todo “El niño”), confirmará sus peores miedos, aunque esta vez tendrá a Samantha para ayudarlo. Aparecerá empero un riesgo frecuente en su estrato social, un malhechor del barrio que intentará tentarlo para trabajar a sus órdenes, y Cyril en su entusiasmo juvenil no sabrá distinguir los peligros que implica el convite. Epica de aprendizaje y aceptación, “El chico de la bicicleta” tiene al fin un optimismo moderado que implica una pequeña novedad en el cine de los Dardenne, aunque tampoco es que hayan renunciado a su rigurosidad: sólo ocurre que esta vez, la relación amorosa que suelen establecer con sus personajes se trasladará de forma lúcida a la trama (habrá una redención legítima y justificada en un cierre excepcional). No debe ser casual tampoco que aparezcan también aquí los primeros insertos musicales de su cine, unos breves fragmentos del segundo movimiento del Concierto para piano número 5 de Beethoven. Y es que ése afecto estuvo siempre presente en el cine de los hermanos, ya que el mismo dispositivo formal de sus películas lo implica: la cámara en mano y los planos secuencias pegados a sus protagonistas dominan nuevamente aquí el esquema narrativo, en una disposición formal que invita a relacionarnos con su mundo de un modo amoroso aún en la crudeza y la rispidez. Sólo desde ése lugar se puede narrar la vida de los desplazados, y aquí está la verdadera dimensión política de su cine, hecho de esperanza aún en el desencanto. Por otro lado, vale dedicar unas líneas a un estreno que presentará desde hoy el Cineclub Municipal Hugo del Carril: Gabi on the roof in july es un buen ejemplo de un género prolífico aunque poco estrenado en nuestro país, el “mumblecore” (que viene de “mumbling”: musitar, farfullar, balbucear), que reúne a películas hechas por jóvenes norteamericanos con escaso presupuesto, narrando también la siempre problemática inserción en el mundo adulto. En el extremo opuesto de las películas de Larry Clark (Billy, Kids), lo que propone el mumblecore es una extrema honestidad en los medios y fines, sin ningún tipo de aditivo cool: aquí, el director Lawrence Michael Levine (también protagonista), narra las peripecias que vivirá un artista plástico en el agitado mundo cultural neoyorquino, cuando su hermana veinteañera (Sophia Takal, también productora y editora) llegue a su departamento para pasar el verano. Ocurre que la muchacha no quiere una vida ordinaria: rebelde y anarquista, además de proclamarse “antiartista”, Gabi se la pasa agitando y seduciendo al entorno social más próximo de su hermano. El resultado será una espiral de tensión ascendente que involucrará al propio protagonista, que también carga con sus dilemas y sus propias fantasías. Filmada con una urgencia y una frescura dignas de su género, “Gabi on the roof in july” es una comedia de maduración con la suficiente lucidez como para no hacer de los excesos una estética vacía: un filme provocador que trata a la juventud con altura y estima; algo que no es poco en los días que vivimos. Por Martín Iparraguirre
El cine de lo incierto El cine de Bruno Dumont estará nuevamente entre nosotros gracias al vigoroso circuito de exhibición independiente que ostenta la ciudad, pues el Cine Teatro Córdoba (27 de abril 275) estrenará desde hoy (y hasta el domingo) la última película del filósofo francés (y el mes próximo se repondrá en el Cineclub Municipal Hugo del Carril), una noticia para celebrar pues se trata de una obra particularísima, digna de un autor fundamental de nuestro tiempo. Dumont ha hecho del extrañamiento una posición (est)ética, una forma de entender el mundo que guía su entera cinematografía: el autor por excelencia de la religión (o de la experiencia mística) plantea en cada nueva película una metafísica construida con la más cruda materialidad, como si el desafío fuera buscar la divinidad en el barro del mundo. Ateo confeso, provocador lúcido y polemista irredimible, Dumont suele trabajar desde la incertidumbre, abrazando aquello que el resto teme o rechaza: será porque justamente busca problematizar certezas, crear inestabilidades donde hay seguridad, creencias compartidas, tradiciones interiorizadas, estéticas naturalizadas. De allí que el resultado de su cine sea, invariablemente, la incomodidad, aunque después vendrán también la fascinación, el deslumbramiento, la sorpresa y, ¿por qué no?, el redescubrimiento del mundo. Fuera de Satán es además una especie de síntesis de su cine, un filme donde el autor ha conseguido refinar las formas hasta adaptarlas perfectamente a su objeto, en este caso una indagación sobre la figura del enviado. Su protagonista sin nombre (David Dewaele en su primer protagónico) es una especie de redentor, un vagabundo desclasado que vive en las praderas de un pequeño pueblo francés ayudando a su gente, posiblemente la continuación de un personaje que ya aparecía en el anterior filme de Dumont (Hadewijch, entre la fe y la pasión). Claro que aquí no habrá un ápice de la pureza iconográfica del cristianismo, que es el referente más claro de la película: ya en la tercera escena del filme, el tipo buscará una escopeta y, en plano general, disparará a quemarropa a un hombre que trabaja en un galpón. La razón, que el asesinado abusaba de su mejor amiga, una adolescente de fisonomía frágil y estética gótica (Alexandra Lemâtre), que se hace cargo de su alimentación y está enamorada de él, aunque no le corresponda. La reacción de ambos será mínima, y continuarán con su vida como si nada: caminando por los montes y bosques del lugar, manteniendo diálogos mínimos, rezando cada tanto con la mirada puesta en el atardecer. Pero la parsimonia de la campiña francesa se verá interrumpida por nuevos incidentes: nuestro protagonista intentará exorcizar a otra adolescente, y en otro pasaje atacará salvajemente a un guardabosque que quiso cortejar a su amiga. ¿Se trata acaso de un psicópata violento que cree ser Jesús? ¿O es efectivamente un enviado, una especie de curandero milagroso? La respuesta no será sencilla, no sólo porque Dumont apueste a la ambigüedad sino porque no habrá ningún psicologismo que auxilie: en algún pasaje, el hombre “sanará” mediante sexo violento a una mujer pervertida, y luego realizará un verdadero milagro; aunque la violencia estará siempre allí, latente, esperando a surgir para destruir toda certeza. Elegante y precisa en su forma, Fuera de Satán podría mejor ser entendida como una gran pieza de suspenso: la “no actuación” de sus protagonistas potencia la precisión de su puesta en escena, que ostenta una coherencia inusual en el planteamiento formal a través de planos generales del campo (que le otorgan un sentido dramático a los escenarios), planos medios que se convierten en generales (por el uso de la profundidad de campo) y planos detalle de sus personajes (que reinventan el primer plano del rostro, gracias a las heterogéneas fisonomías de sus intérpretes, casi siempre inexpugnables). Se intuye que la clarividencia formal de Dumont es importante: cada plano tiene su razón de ser y su justificación dramática; aunque pocos directores son capaces de utilizar como él la profundidad de campo y los diversos espacios internos de un mismo plano (basta ver la escena del asesinato, con la irrupción del justiciero en primer plano), para sacar el máximo provecho a una puesta tan austera como rigurosa y precisa en sus efectos. El uso de la luz es, por momentos, un verdadero prodigio (ver el tercer plano del filme, un amanecer con el protagonista en contraluz), así como también el sonido, que consigue atrapar la vida en su devenir sonoro. El resultado, en todo caso, es un filme capaz de redescubrir el mundo pero no para mistificarlo o convertirlo en su opuesto, la más pura e incrédula materialidad, sino para restituir su misterio insondable, acaso su estado original, a través de la magia del cinematógrafo. Algo similar hacen Win Wenders y Nicholas Ray en Relámpago sobre el agua, gran filme que el crítico Fernando Pujato programó en el ciclo sobre la mejor película de los años ´80 que se presenta los viernes en El Cinéfilo Bar (Bv. San Juan esq. Mariano Moreno). Aunque en un orden inverso: aquí, mediante la ficcionalización explícita de los últimos días de Ray (director convaleciente que literalmente propone a su amigo filmar su muerte), ambos directores restituyen el valor del cine como un modo lúdico de reflexionar sobre el hombre, la vida y sus intermedios. Por Martín Iparraguirre
El futuro en cuestión El fin del mundo estará nuevamente de moda entre nosotros: un estreno reciente en las salas comerciales y un ciclo que comienza la semana próxima en El Cinéfilo Bar actualizan el estado de un subgénero que siempre sirvió para pensar el tiempo histórico que a sus hacedores les tocó vivir, así como también la naturaleza ideológica del cine, aún en sus peores versiones. Una especie cinematográfica que suele ser injustamente desvalorizada, pues sus películas deben al menos proponer una lectura del presente del mundo para imaginar su final. Hay que recordar al filósofo Slavoj Zizek para comprobar cierta complejidad escondida en dichas obras: “Hoy nos resulta más fácil pensar -por lo menos desde el cine- el fin del mundo que un cambio en el sistema económico capitalista”, afirma con lucidez sin par en el documental “Žižek, The Elvis of Cultural Theory”. Una tesis que, cada una a su modo, comprueban tanto la comedia Buscando un amigo para el fin del mundo, debut como realizadora de Lorene Scafaria, como el drama distópico 4:44 El último día en la tierra, del gran Abel Ferrara, que el miércoles próximo abrirá el muy recomendable ciclo sobre el tema en El Cinéfilo Bar, programado por el crítico José Fuentes Navarro. La comparación se impone no tanto por el género, sino porque ambas comparten una estructura original, acaso también un mismo espíritu del tiempo que vivimos: aquí, los hombres saben el momento exacto en que se acabará la vida en la tierra, y el dilema pasa por cómo transcurrir esos últimos días u horas que les quedan hasta un final inexorable, que ninguna fuerza podrá detener. ¿Qué hacer si conocemos el momento exacto de nuestra muerte? ¿Cómo reaccionaría la humanidad? El filme de Scafaria (guionista de la lograda Nick y Norah) intenta hacer de semejante escenario una comedia romántica, lo que constituye casi una contradicción. Su protagonista es Dodge (Steve Carell, efectivo como siempre), un hombre al que su oficio define con absoluta precisión, es vendedor de seguros. En la primera escena, cuando anuncien que ha fracaso la última misión enviada al espacio para detener al gran meteorito que se dirige a nuestro planeta, su esposa se escapará inmediatamente de él. Ocurre que ahora sí sólo quedan 21 días de vida en la tierra, y no es cuestión de desaprovecharlos, aunque al estructurado Dodge le costará romper la rutina: el tipo volverá al otro día a su trabajo, aún cuando allí mismo le caiga un cuerpo en el parabrisas de su auto. E incluso rechazará las fiestas de sus amigos, que ante la noticia se han entregado a los excesos prohibidos y a una liberación sexual absoluta (con el sexo estará fuera de campo). Pero será hasta que aparezca su contrapunto exacto, la despistada Penny (Keira Knightley, un tanto descontrolada), una vecina inglesa con la que terminará compartiendo un viaje en busca del último sueño: reencontrarse con un amor de la secundaria para Dodge, mientras ella ansía ir a Londres con su familia. Formalmente convencional, con primacía del guión en su construcción, Buscando un amigo… postula una continuidad del sistema aún en el apocalipsis: sus protagonistas pueden seguir yendo al súper en medio del desastre, aunque también habrá saqueos, furia, suicidios y cierto descontrol en las calles de la gran ciudad. Las falencias, empero, se encuentran en la construcción del filme, que cuando encuentre su veta romántica abandonará toda aspiración por retratar el mundo a pesar de ser una road movie, y su afición por el absurdo quedará reducida a algunos personajes que aparezcan por el camino, en leves cuotas para no alterar a la audiencia. Distinta aún en sus semejanzas es la visión del filme de Ferrara. Aquí también hay un tiempo establecido para el desastre: a las 4:44 de día siguiente se acabará toda la vida en la tierra. Es, como explicita el protagonista en un escrito, a causa del velocísimo achicamiento de la capa de ozono, que a esa hora de la madrugada dejará de existir. También aquí sigue funcionando el sistema socioeconómico, aunque sólo queden 14 horas de vida: los protagonistas recibirán incluso comida en su confortable loft, llevada por un inmigrante asiático. Pero aunque el filme transcurra casi totalmente en el departamento, Ferrara sí especulará sobre las reacciones en el mundo: las noticas que llegan por las diferentes pantallas muestran a la religión y el misticismo como último refugio por parte de grandes masas de personas. También habrá respuestas espirituales individuales, particularmente de la pareja de Cisco (William Defoe), la bella Sky (Shanyn Leigh, esposa de Ferrara), quien practica el budismo y a través de su tablet sigue a un guía espiritual que llama a desentenderse del plano material del mundo. El problema es que Cisco no cree en tales concepciones: lo explicitará en algún monólogo decididamente pesimista, bordeando la solemnidad. E intentará volver a la droga para buscar sosiego. Al final, la respuesta de Ferrara también será materialista: los últimos planos muestran hasta qué punto el cine puede especular con realidades invisibles (lo que acaso no implica despreciar la espiritualidad, sino reconocer los límites de nuestro mundo sensible).Pero la gran diferencia con el filme de Scafaria reside en la forma: la cámara de Ferrara es una entidad viva, que se mueve entre las cosas y los seres logrando habitar el espacio, para que los espectadores podamos habitarlo a través de ella, como destaca Fuentes Navarro. El resultado es un filme sin concesiones, que en su perspicacia filosófica y en el virtuosismo de su puesta en escena, mínima pero elocuente, no dejará tranquilo a ningún espectador. Por Martín Iparraguirre
La dimensión íntima Como tantas veces en su existencia, el cine ha comenzado a alumbrar los costados oscuros de nuestra historia: la militancia política en organizaciones de izquierda durante los años ´70 y ´80 se ha convertido este año en tema de exploración predilecto del cine nacional, particularmente el cordobés. Ya a principios de 2012 se estrenó Cuentas del Alma, de Mario Bomheker, que hace foco en el testimonio de una emblemática guerrillera argentina que, a tantos años vista, revisa críticamente su militancia en el ERP. Y esta semana confluyen dos películas que también aspiran a explorar un tema considerado tabú en la política nacional, acaso por estar demasiada maniatada aún por la antinomia kirchnerismo-antikirchnerismo, sin dudas la disputa que definirá el modo en que se leerán los acontecimientos en los años venideros. En las sociedades modernas, el poder no se encuentra meramente cristalizado en las instituciones públicas o los núcleos ocultos de lobby político-económico, sino que se define en la interpretación de los acontecimientos: si el manierismo se impone en la disputa mediática por el sentido, clausurando ángulos de discusión, el cine puede liberar la mirada y oxigenar los debates, aún cuando lo acechen los mismos fantasmas (pero por su propia naturaleza dual -ser una mirada pero también una ventana al mundo- el cine posibilita mayor libertad interpretativa, ya que la primacía de la imagen permite introducir el azar e incluso trascender las cargas ideológicas que arrastran las palabras). Ocurre también que esa inquisición del pasado suele surgir de una auténtica voluntad por comprenderlo, acaso porque la misma identidad de los directores está en juego. Al menos así ocurre con Teresa Arredondo, realizadora que en Sibila interpela su propio pasado familiar para entender un agujero negro en su historia: la militancia de su tía Sybila en Sendero Luminoso, y su ausencia desde que fuera atrapada y condenada a 15 años de prisión. Esposa (y viuda) del famoso escritor peruano José María Arguedas, Sybila se convirtió en un caso emblemático de la supuesta “restauración” democrática de Alberto Fujimori en Perú: las primeras imágenes del documental así lo atestiguan, con insertos de noticieros que registraron su liberación en 2002, y luego con los registros de los diarios que siguieron su derrotero. Coherentemente, el acercamiento que propone Arredondo será subjetivo, y comenzará por cuestionar a su entorno más próximo siempre desde fuera de campo, interrogando a su padre, madre, abuela e hijos de Sybila sobre esa figura que supo alumbrar su niñez y que se convirtió en una incógnita mayúscula a partir de su encierro tras un juicio sumario que no respetó las más mínimas garantías procesales. El dispositivo formal elegido también es pertinente, ya que los entrevistados son filmados con cámara en mano guiada por la propia directora, replicando de esta manera su mirada. Pero lo cierto es que ya se podrán vislumbrar aquí las complejidades que esconde la propuesta: se trata de una familia cruzada por la historia, atravesada por sus contradicciones ideológicas, que invariablemente se cuelan en la construcción que cada uno hace de la protagonista oculta del filme. Una figura se repetirá en los relatos y las preguntas, cierto reproche por las consecuencias de la militancia de Sybila en el núcleo familiar, que tendrán su desenlace cuando Teresa viaje a Francia para entrevistar a la propia protagonista, y la cuestione por su responsabilidad: será un choque de visiones, dos subjetividades históricas diferentes que revelarán sus incompatibilidades conceptuales. Sybila defenderá no sólo su militancia en Sendero Luminoso sino también al propio movimiento guerrillero, así como las consecuencias que tuvo para su familia: “Vivió intensamente la vida de su país y la vida de su familia, lo que es más honorífico”, dirá en referencia a su hija, y disputará el sentido de las palabras con que Teresa quieren describir su militancia. La conclusión no será reconfortante: “Hemos charlado de todo pero aún no puedo entenderte”, responderá la directora, aunque la película sí habrá permitido alumbrar un pasado que aún atraviesa nuestro presente. Así como también lo hace, en menor medida, Infancia clandestina, de Benjamín Avila, que reconstruye la propia historia del director en un relato ficcional sobre su infancia con padres militantes de Montoneros y su regreso a la Argentina en 1979 para participar de la Contraofensiva. El fantasma que acecha al filme de Avila (y que por momentos no sortea del todo) es otro: cierta fetichización de la militancia política, cierta idealización que el director intenta salvar a partir de la construcción de la mirada infantil de su alter ego, Juan/Ernesto (Teo Gutiérrez Moreno), testigo obligado de las actividades políticas de su padre Horacio (César Troncoso) y su madre Cristina (Natalia Oreiro) en el marco de los actos de la organización guerrillera. Sus convicciones comenzarán a cambiar cuando descubra el amor con una compañera del colegio, y entonces su vida íntima entrará en contradicción con la lucha de sus progenitores, que encima cada vez se torna más peligrosa. El filme de Avila tiene un mérito indiscutible: introducirnos en la interioridad de una figura aún tabú en el cine argentino, y hacerlo con una posición equidistante que evita la condena o la glorificación. Pero los problemas comienzan con la propuesta formal de la película, que a partir de cierta predilección por el plano detalle y la imposición del guión propone guiar la mirada y los sentidos de la narración, acotando la libertad interpretativa del espectador. Por Martín Iparraguirre
La dimensión íntima Como tantas veces en su existencia, el cine ha comenzado a alumbrar los costados oscuros de nuestra historia: la militancia política en organizaciones de izquierda durante los años ´70 y ´80 se ha convertido este año en tema de exploración predilecto del cine nacional, particularmente el cordobés. Ya a principios de 2012 se estrenó Cuentas del Alma, de Mario Bomheker, que hace foco en el testimonio de una emblemática guerrillera argentina que, a tantos años vista, revisa críticamente su militancia en el ERP. Y esta semana confluyen dos películas que también aspiran a explorar un tema considerado tabú en la política nacional, acaso por estar demasiada maniatada aún por la antinomia kirchnerismo-antikirchnerismo, sin dudas la disputa que definirá el modo en que se leerán los acontecimientos en los años venideros. En las sociedades modernas, el poder no se encuentra meramente cristalizado en las instituciones públicas o los núcleos ocultos de lobby político-económico, sino que se define en la interpretación de los acontecimientos: si el manierismo se impone en la disputa mediática por el sentido, clausurando ángulos de discusión, el cine puede liberar la mirada y oxigenar los debates, aún cuando lo acechen los mismos fantasmas (pero por su propia naturaleza dual -ser una mirada pero también una ventana al mundo- el cine posibilita mayor libertad interpretativa, ya que la primacía de la imagen permite introducir el azar e incluso trascender las cargas ideológicas que arrastran las palabras). Ocurre también que esa inquisición del pasado suele surgir de una auténtica voluntad por comprenderlo, acaso porque la misma identidad de los directores está en juego. Al menos así ocurre con Teresa Arredondo, realizadora que en Sibila interpela su propio pasado familiar para entender un agujero negro en su historia: la militancia de su tía Sybila en Sendero Luminoso, y su ausencia desde que fuera atrapada y condenada a 15 años de prisión. Esposa (y viuda) del famoso escritor peruano José María Arguedas, Sybila se convirtió en un caso emblemático de la supuesta “restauración” democrática de Alberto Fujimori en Perú: las primeras imágenes del documental así lo atestiguan, con insertos de noticieros que registraron su liberación en 2002, y luego con los registros de los diarios que siguieron su derrotero. Coherentemente, el acercamiento que propone Arredondo será subjetivo, y comenzará por cuestionar a su entorno más próximo siempre desde fuera de campo, interrogando a su padre, madre, abuela e hijos de Sybila sobre esa figura que supo alumbrar su niñez y que se convirtió en una incógnita mayúscula a partir de su encierro tras un juicio sumario que no respetó las más mínimas garantías procesales. El dispositivo formal elegido también es pertinente, ya que los entrevistados son filmados con cámara en mano guiada por la propia directora, replicando de esta manera su mirada. Pero lo cierto es que ya se podrán vislumbrar aquí las complejidades que esconde la propuesta: se trata de una familia cruzada por la historia, atravesada por sus contradicciones ideológicas, que invariablemente se cuelan en la construcción que cada uno hace de la protagonista oculta del filme. Una figura se repetirá en los relatos y las preguntas, cierto reproche por las consecuencias de la militancia de Sybila en el núcleo familiar, que tendrán su desenlace cuando Teresa viaje a Francia para entrevistar a la propia protagonista, y la cuestione por su responsabilidad: será un choque de visiones, dos subjetividades históricas diferentes que revelarán sus incompatibilidades conceptuales. Sybila defenderá no sólo su militancia en Sendero Luminoso sino también al propio movimiento guerrillero, así como las consecuencias que tuvo para su familia: “Vivió intensamente la vida de su país y la vida de su familia, lo que es más honorífico”, dirá en referencia a su hija, y disputará el sentido de las palabras con que Teresa quieren describir su militancia. La conclusión no será reconfortante: “Hemos charlado de todo pero aún no puedo entenderte”, responderá la directora, aunque la película sí habrá permitido alumbrar un pasado que aún atraviesa nuestro presente. Así como también lo hace, en menor medida, Infancia clandestina, de Benjamín Avila, que reconstruye la propia historia del director en un relato ficcional sobre su infancia con padres militantes de Montoneros y su regreso a la Argentina en 1979 para participar de la Contraofensiva. El fantasma que acecha al filme de Avila (y que por momentos no sortea del todo) es otro: cierta fetichización de la militancia política, cierta idealización que el director intenta salvar a partir de la construcción de la mirada infantil de su alter ego, Juan/Ernesto (Teo Gutiérrez Moreno), testigo obligado de las actividades políticas de su padre Horacio (César Troncoso) y su madre Cristina (Natalia Oreiro) en el marco de los actos de la organización guerrillera. Sus convicciones comenzarán a cambiar cuando descubra el amor con una compañera del colegio, y entonces su vida íntima entrará en contradicción con la lucha de sus progenitores, que encima cada vez se torna más peligrosa. El filme de Avila tiene un mérito indiscutible: introducirnos en la interioridad de una figura aún tabú en el cine argentino, y hacerlo con una posición equidistante que evita la condena o la glorificación. Pero los problemas comienzan con la propuesta formal de la película, que a partir de cierta predilección por el plano detalle y la imposición del guión propone guiar la mirada y los sentidos de la narración, acotando la libertad interpretativa del espectador. Por Martín Iparraguirre
El Futuro ya está aquí La ciencia ficción y el cine apocalíptico han tenido un año prolífico en 2012, no sólo en el imperio del norte, aunque lógicamente allí se concentró la mayoría de las producciones. ¿Será acaso la traducción cinematográfica de una crisis económica que parece no tener fin? O mejor, ¿cómo hace Hollywood para representar aquello que vivimos en su universo simbólico? Al autor se le ocurre que un buen filme para desplegar estas especulaciones es Looper: asesinos del futuro, fulgurante promesa del mainstream hollywoodense para una temporada donde si bien hubo cantidad, en general estuvo reñida con la calidad (y también con la originalidad, ya que las remakes volvieron a ser mayoría). Firmada por la otrora promesa del cine norteamericano Rian Johnson, muy recordado por su opera prima Brick (2005), Looper es un típico producto de nuestro tiempo: un híbrido de estéticas, temas y referencias múltiples, que construye su poética en una intersección lúdica de influencias diversas (que van de Terminator a los X-Men o Niños del hombre) aunque inscriptas en una fuerte tradición genérica. La diferencia con las meras copias que nos suelen llegar cada semana, es que esta vez detrás de todo hay una idea, o al menos una dirección de la puesta en escena con la suficiente pericia como para orquestar un filme con cierto vuelo propio, aunque no alcance para construir una mirada personal (autoral) del mundo. El primer plano es preciso: un reloj antiguo marca el tiempo, que será uno de los temas del filme. El segundo plano ya será general, y allí nuestro protagonista llamado Joe (Joseph Gordon-Levitt/Bruce Willis) asesinará a otro hombre que aparecerá de repente en la imagen, sobre una tela ya preparada previamente para envolver el cuerpo. Ocurre que Joe es un “looper” (que viene de “loop”, término que utilizan los DJ para calificar secuencias musicales que se repiten), un asesino a sueldo que trabaja para una mafia del futuro, que le envía sus víctimas desde el año 2074. El presente del filme es 2044, y constituye por supuesto una extensión distópica del momento actual: la anarquía domina el espacio público, que se rige por la ley del más fuerte, como en las peores épocas del far west. Pero la influencia más evidente en Looper no es el western sino el policial negro, como lo atestigua la estética retro de los escenarios y las vestimentas, o la iluminación de tonos oscuros, que oficia de tenebrosa premonición. Porque pronto las cosas se complicarán para Joe y compañía, ya que un líder del futuro comenzará a liquidarlos mediante el simple operativo de enviarles su propio yo, con la última paga, para que ellos se asesinen, sin saberlo, a sí mismos (o a su versión madura: desde entonces tendrán 30 años para disfrutar del dinero). Pero el Joe de 2074 (Bruce Willis) se logrará escabullir de su versión juvenil, y allí comenzará una triple persecución: de los mafiosos a los dos Joe, del protagonista a su versión madura y de éste a tres niños que podrían ser aquel líder del futuro (apodado caricaturescamente el “Maestro de la destrucción”) para asesinarlos. Una madre desesperada (Emily Blunt), un posible romance y un niño de tintes malévolos con poderes de telekinesis completarán el combo. Formalmente elegante, Looper ostenta un aliento clásico en su narración: el relato en off de Gordon-Levitt organiza la historia y simplifica sus supuestas complejidades (un buen diálogo llama a desentenderse de las especulaciones espaciotemporales), Rian Johnson construye una dialéctica fluida entre planos detalles (siempre funcionales, utilizados para dar información), planos medios y planos generales (que suelen usarse para las escenas de violencia), que reniega del golpe de efecto fácil. Por ello, es revelador el modo en que se filma y se narra la violencia: no sólo por el uso del plano general en los asesinatos, sino por la apuesta al fuera de campo o incluso a la abstracción (es decir, la no representación) de momentos álgidos de la acción (donde otros harían lo contrario: engolosinarse con la sangre), lo que no le quita contundencia al filme, más bien al contrario. El gran despliegue visual de la película está subordinado así al relato, casi nunca se pone por encima de él, aunque no resigna (el relativo) riesgo ni personalidad. También es clásica, y pertinente, su lectura del mundo: la moral ha muerto y de lo que se trata, en definitiva, es de reponerla, o en otras palabras sigue el clásico formato del antihéroe que busca redimirse por amor. Pero como dijimos Looper es un filme de muchas caras, por lo que Johnson caerá progresivamente en lugares comunes, tanto temáticos como formales, que comenzarán a contradecir los valores nombrados: la irrupción del niño malvado es elocuente, con la introducción de los ralentis típicos de las películas de superhéroes (y un asesinato filmado como el sumun de la estetización de la violencia). Los efectos especiales ganarán espacio a la puesta de cámara, al uso de la profundidad de campo y al plano secuencia, y la banalidad y la solemnidad comenzarán a imponerse en la trama, revelando la auténtica cara de Looper: un filme ecléctico, hecho de algunas buenas ideas, pero también varias de las otras. Por Martín Iparraguirre
El arte de la pasión El melodrama suele ser un género complicado, entre otras razones por el nivel de codificación que ostenta: el público acostumbra ir a la sala de exhibición sabiendo exactamente lo que quiere, y el imperativo categórico del mercado ordena dárselo sin vueltas. Para colmo, el fantasma de la televisión acecha siempre desde las sombras, con sus culebrones fríamente calculados para orientar los sentimientos de la platea, con lo que el margen de libertad para el director se vuelve exiguo. Claro que el cine, como la vida en la que se inspira, siempre es más rico y heterogéneo, con lo que las excepciones pululan en todas las cinematografías, especialmente la europea. Y no parece casual que el mundo del espectáculo sea un tópico preferido de aquellos que plantean otro acercamiento al género: vale recordar a Joao Pedro Rodríguez con Morir como un hombre (2010) para vislumbrar las posibilidades que esconde este género muchas veces injustamente despreciado. Otro buen ejemplo es Tournée, cuarta película como director del gran Mathieu Amalric (que probablemente esté ya fuera de cartelera, aunque próximamente se estrenará en el Cine Teatro Córdoba), nuevo hallazgo para esta especie que parece aprovechar el fascinante pero prohibitivo (al menos para el cine de inspiración hollywoodense) mundo del cabaret para ampliar sus posibilidades de acción. Galardonada con el premio a la puesta en escena (mejor director) del Festival Internacional de Cannes 2010, Tournée es una apuesta secretamente ambiciosa, ya que intenta sintetizar estilos y temas que suelen pensarse contradictorios: su economía formal se corresponde así con una trama de pasiones desbordantes, su elaborada puesta en escena esconde un espíritu documental, y su tono melancólico un humanismo feliz, decididamente celebratorio del mundo que retrata, aún en sus costados kitsch o grotescos. Amalric interpreta también a su protagonista, el productor y empresario Joachim Zand, cabeza de una troupe de estrellas de cabaret reclutada por él mismo en Estados Unidos que ha llevado a su tierra natal, Francia, para una prometedora gira que aspira a culminar en las grandes marquesinas de París. Se trata, como podrá adivinar el lector, de un perdedor hermoso, acaso un utopista que progresivamente se chocará con la realidad y deberá enfrentar su propio pasado, aunque nunca dejará de creer en sus voluptuosas estrellas, que por cierto son verdaderas actrices de cabaret (y lucen orgullosamente cuerpos orondos, que desafían los cánones de belleza contemporáneos). La gira se volverá cada vez más accidentada, mientras Joachim se reencuentra con las cuentas pendientes de su pasado como productor televisivo y hasta con sus hijos, y la troupe atraviesa sus propias incertidumbres, dramas íntimos de sus protagonistas o hasta alguna historia de amor. Formalmente elegante, Tournée es políticamente lúcida y comprometida: Amalric se pone siempre del lado de sus protagonistas, por eso los espectáculos son filmados desde las bambalinas o desde el propio escenario, y cuando hay un plano frontal que replica la mirada del espectador, es siempre general y distante. El grotesco, cuando se hace presente, es humanizado desde la forma, ya que Amalric justamente busca reivindicar esos cuerpos excesivos y hermosos en su honestidad, así como también el mundo que los contiene: late aquí un espíritu comunitario que atraviesa toda la película (como en Go-Go Tales, de Abel Ferrara) e incluso la trasciende, pues se intuye que forma parte de sus condiciones de producción. Se trata sin dudas de una familia ampliada, como en cierto momento explicita su protagonista, que encuentra regocijo en la camaradería y el arte compartido, de allí la extraña felicidad que embarga a la película hasta en sus momentos más tristes, cuando estos seres se encuentren arrojados a la deriva. Por eso, las elecciones formales que predominan son los planos medios y los planos secuencia, que permiten habitar ese mundo tan estereotipado con la mayor transparencia posible, desde el respeto y hasta la fascinación: la propuesta es el juego colectivo y el espectador será el invitado privilegiado. Por lo demás, si de melodramas hablamos, el Cineclub Hugo del Carril estrenará este fin de semana el gran filme del británico Terence Davies The Deep Blue Sea (en el ciclo “35 mm. de literatura europea”, ver en Agenda Cultural), una obra maestra de la luz que vuelve a demostrar que el sentido trágico de la vida no tiene que estar reñido con la exquisitez cinematográfica. Rachel Weisz interpreta aquí a Hester, una joven casada con un importante juez bastante mayor, pero que dejará todo por un aventurero del que se ha enamorado perdidamente. Corren los años 50 y, como siempre en el cine de Davis, la subjetividad de los personajes será atravesada por la historia, en este caso la Segunda Guerra Mundial. Aunque el centro del film estará en la odisea personal de Hester, enamorada apasionadamente de un hombre por momentos vulgar y violento, que no la quiere en los mismo términos y la llevará a pensar en el suicidio. El filme, empero, es una celebración del cine como arte mayor y por lo tanto de la vida: Davies propondrá una parábola donde repasará todos los estadios del amor, y al mismo tiempo ofrecerá una lección del cine como arte pictórico por excelencia, capaz de narrar a través de imágenes. Por Martín Iparraguirre
El juego como liberación Ya lo veníamos anunciando desde esta columna. El Cinéfilo Bar (Bv. San Juan 1020, esq. Mariano Moreno) se está convirtiendo en un espacio de exhibición imprescindible para el cine joven argentino, pues los jueves se anima a programar aquellos estrenos nacionales que no encuentran lugar en las demás salas de proyección, sean comerciales o no. Hoy volverá a ocurrir con el estreno de El pasante, ópera prima de Clara Picasso, que en su momento fuera presentada en el prestigioso Festival de Rotterdam 2010 y en la 12º edición del BAFICI porteño, aunque su buena repercusión no alcanzó para que tuviera una distribución a su altura. Se dirá que la naturaleza de la obra conspira en su contra, pues se trata de un filme que hace de la ambigüedad su motor narrativo, que desafía las típicas categorías interpretativas y que propone un juego particular a los espectadores, en el que no se trata tanto de descifrar un conflicto determinado como de entregarse a la posibilidad del juego especulativo (o, si se me permite el término, de la fantasía). Pero semejante afirmación supone una profunda desvalorización de los espectadores, cuando Clara Picasso hace lo contrario: propone un filme que apuesta por una intelección participativa. Como corresponde a la escuela estética a la que pertenece (Picasso viene de la Universidad del Cine -FUC), El pasante tiene una trama mínima, que se desarrolla a través de los detalles y las sugerencias más que de acciones concretas. Apuesta, no obstante, a una narración más clásica que la de sus compañeros de la FUC: su argumento sigue el primer día de trabajo de un pasante (Ignacio Rogers, gran actor fetiche del grupo) en un lujoso hotel porteño, donde deberá descubrir cómo sobrevivir al ejercicio de sometimiento que supone su oficio. La inteligencia narrativa (y formal) de la directora se puede constatar en las primeras secuencias: tras la presentación del protagonista ante el encargado de recursos humanos (que lo pondrá ante su primera, sutil humillación), el filme irá recorriendo los diferentes espacios de trabajo del edificio. Se trata no sólo de filmar el trabajo humano, algo que no suele estar presente en la gran pantalla, sino de captar el funcionamiento de un sistema, de un organismo vivo dedicado a dominar los cuerpos mediante su inclusión en una línea de producción donde todos los eslabones están conectados de alguna forma entre sí. Sin embargo, luego de esta introducción, Picasso comenzará a explorar los diferentes modos en que los actores de esta comedia sin dudas absurda pueden rebelarse y trascender la automatización a la que son sometidos, aunque sin recurrir nunca a subrayados ni explicaciones verbales, simplemente adoptando a rajatabla el punto de vista de los trabajadores. Otra empleada del hotel (Ana Scannapieco, en su buen debut) cumplirá un rol central. Encargada de enseñarle el oficio a nuestro pasante, primero practicará un tipo especial de sometimiento con él, una suerte de reproducción de las relaciones de poder que los controlan a ambos, pero que lentamente irá mutando a un juego de seducción incierto, que podría finalizar tanto en una relación amorosa como en una discusión. Ocurre que la directora apuesta a una ambigüedad de las señales (genéricas y de las interpretaciones): Picasso juega con los códigos del thriller (enfatizado por una banda de sonido minimalista) y la comedia, a veces apelando a un tono absurdo o surrealista, hasta que se entiende que la propuesta es disfrutar de ese mismo juego de aprendizaje que exploran los personajes, que constituye sin dudas una forma de liberación. “Cuentas del Alma”, de Mario Bomheker De una elegancia formal contenida (en la que el manejo de la cámara y de la luz de Fernando Lockett tiene mucho que ver), narrado a través de planos medios y planos secuencia, El pasante hace en realidad del hotel su verdadero protagonista, una especie de panóptico de mil ojos donde sus habitantes deben buscar el modo de preservar su intimidad. La gran virtud de Picasso se encuentra en la sutileza de su propuesta, que nunca busca cerrar sentidos ni proponer análisis concluyentes, sino que intenta estimular la fantasía como una forma de rebeldía, a partir sobre todo de la decisión (política) de no abandonar jamás la mirada de sus protagonistas (la escena clave del filme es aquella en la que asistimos a una fiesta en el hotel desde su posición), una propuesta que esconde una vocación liberadora. Como liberador es también, a su modo, el estreno cordobés “Cuentas del Alma”, del profesor Mario Bomheker, que se proyecta en el Espacio INCAA de la Ciudad de las Artes, y sobre el que hablaremos la próxima semana. Por Martín Iparraguirre
El hombre y su animalidad El mejor estreno del fin de semana pasado estuvo nuevamente lejos de las carteleras comerciales cordobesas, ya que el paseo turístico de Woody Allen por Roma no constituyó el mejor homenaje al séptimo arte que pueda esperarse. Curiosamente, lo fue en parte un filme bien de género, estrenado en el Cine Teatro Córdoba, por lo tanto fuera de cartelera al momento de salir esta nota (aunque se volverá a proyectar entre el 19 y 22 de julio en el Cineclub Municipal Hugo del Carril). Essential Killing, celebrado regreso del polaco Jerzy Skolimowsky tras las cámaras, es un verdadero ejercicio de estilo en un universo poco acostumbrado a ello: seco, directo, formalmente impecable, el filme del director polaco retrata un tour de force como pocos, protagonizado por un posible guerrillero talibán que escapa del ejército norteamericano en las heladas estepas polacas. Galardonado con el premio mayor del Festival de Mar del Plata 2010, además del Premio Especial del Jurado y la Copa Volpi a Mejor Actor (Vincent Gallo) en la Mostra de Venecia del mismo año, Essential Killing ostenta una cualidad un tanto paradójica: consigue esquivar todo posicionamiento político en el planteamiento de su conflicto central, a pesar de que por momentos apele a los estereotipos más gastados en su narración. Puede ser tanto una virtud como un defecto, pues Skolimowsky utiliza la coyuntura política internacional simplemente como disparador, como punto de partida urticante para explorar lo que verdaderamente quiere relatar; la condición humana en su fase más primitiva: el hombre reducido a su animalidad en la carrera desesperada del protagonista para sobrevivir ante condiciones naturales radicalmente extremas. De allí que la verdadera película empiece recién cuando nuestro protagonista sin nombre (es identificado como Mohamed en los títulos) ni palabra (ya que no habla en toda la película), esté en el helado contexto de los bosques polacos, escenario filmado de una manera subyugante, deliberadamente onírico a veces, sutilmente impiadoso otras. Todo comienza con una persecución. En bellos planos cenitales, asistimos desde la mirada de un helicóptero norteamericano al rastrillaje de tres soldados en un escenario desértico y montañoso, presumiblemente es Afganistán: ellos se toparán con el protagonista, que terminará matándolos. Pronto será apresado por la bestia mecánica, que con una bomba lo dejará sordo, y será trasladado a un campo de concentración donde será torturado. Si bien Skolimowsky filma la violencia con cierto pudor y contención (a veces queda parcialmente fuera de cuadro, otras lo hace en plano general), tampoco esquiva el subrayado grueso en la caracterización de los personajes: los marines son frívolos y brutales, el talibán mata fríamente a un soldado que por teléfono se está enterando que será padre de mellizos. Como sea, cuando sea trasladado a otro centro clandestino de detención, tendrá la oportunidad de escaparse por un accidente automovilístico: allí comenzará su verdadera odisea porque en su huída sufrirá accidentes, será herido, pasará hambre y caerá a un río helado (comerá algún fruto venenoso que lo hará alucinar y atacará a una madre para tomar leche de su pecho). Experimentará, como se dijo, un devenir animal en un contexto feroz, hasta que aparezca una mujer salvadora, especie de ángel mariano que le brindará refugio, atención y una última esperanza, un caballo para poder escapar con su cuerpo ya muy deteriorado. Casi unánimamente se ha afirmado que Skolimowsky realiza una depuración de las herramientas cinematográficas hasta dejar solamente lo esencial: puede ser cierto, aunque por momentos ocurre lo contrario. El notable uso del sonido es un ejemplo, ya que a veces reproduce la subjetividad del personaje (junto a la cámara que adopta su mirada), mientras en otras funge como un elemento climatizador, ya sea con cacofonías sonoras o incluso temas musicales. Otro, son los recurrentes (e inútiles) sueños del personaje que a la manera de flash back explican su entrenamiento ideológico y religioso, así como también un pasado feliz con familia. Eso sí, el director sabe explorar la relación entre los cuerpos y el espacio: ya sea con cámara al hombro (con mayoría de planos medios) o algún plano general (que patentiza la desmesura de la empresa del personaje), Skolimowsky dota de una fisicidad inusual a la película, que hace del mundo material su ethos cinematográfico. Sin embargo, el diagnóstico político del director es simplón y estereotipado, así como también la exploración de la psicología de los personajes, que invariablemente tienden a la caricatura, lo que termina menguando la efectividad del filme. Por Martín Iparraguirre