Imágenes de nuestro mundo El Cinéfilo Bar presentará hoy en su ciclo de estrenos argentinos un filme de sorprendente actualidad para los cordobeses: Hacerme Feriante, ópera prima de Julián D’Angiolillo, es un documental de estética observacional que se mete en los entresijos más profundos de ese universo tan particular que es La Salada (y que se encuentra a punto de llegar a nuestra ciudad). Al modo de grandes documentalistas como Frederick Wiseman, lo que se propone aquí D’Angiolillo es revisar el funcionamiento integral de una institución, en este caso ilegal y bastante demonizada, lo que podría haber dificultado la empresa: lejos de ello, D’Angiolillo parece haber logrado un acceso privilegiado a este mundo, y si bien no puede llegar a registrar todos los rincones del fenómeno, sí consigue componer un fresco bastante elocuente y revelador sobre la feria de ropa y artículos “truchos” más grande de la Argentina (de las mayores de Latinoamérica). El modo observacional quizás sea la forma documental más cinematográfica por excelencia, porque se trata siempre de una apuesta radical por la imagen, pues intenta capturar la realidad sin ningún tipo de intervención externa a la cámara (como si fuera una “mosca en la pared”). D’Angiolillo es coherente con su elección y jamás cede a la tentación de los modos periodísticos: Hacerme Feriante es un recorrido por el presente y el pasado de la feria sin ninguna explicación en off, sin entrevistas ni otra intervención del director. Cuando necesita explicitar algo, D’Angiolillo recurre a la tecnología: como si fuera su propia investigación, muestra en la pantalla de su computadora las denuncias periodísticas sobre las irregularidades de la feria, aunque las contrastará con algún testimonio de la red de redes. Claro que a continuación se meterá de lleno en este universo, sin emitir juicios ni arriesgar hipótesis, dejando esa tarea al espectador, pues a lo sumo ofrecerá un método comparativo a través del montaje. Veremos así el pasado ilustre del predio donde está instalada la feria como un gran balneario popular, con fotos de suficiente elocuencia como para testimoniar una época política e histórica (la iniciada por el primer peronismo); que podremos contrastar con el presente, que D’Angiolillo registra en su máxima amplitud: no sólo recorriendo los pasillos laberínticos de la feria, sino también (y antes) los talleres de confección de ropa, las cuevas de copia y producción de películas truchas, las asambleas de los integrantes de la feria, sus negociaciones con los representantes del Estado, etcétera. Lo hará, a veces, como si verdaderamente la cámara fuera un insecto (con planos heterodoxos sobre un carrito por ejemplo), aunque lo importante es que podremos vislumbrar un gran sistema vivo, de espíritu cooperativista y social, muy alejado de aquella imagen que nos transmitieron los medios. Un filme bien de su tiempo es Flores del mal, del joven director húngaro David Dusa, que hoy se estrenará el Cineclub Municipal Hugo del Carril (ver Agenda). Naturalmente político y filosóficamente pop, el filme de Dusa es un retrato inigualable de la juventud moderna, que acaso esté llamado a despertar cierto furor entre los espectadores de esa edad (como ya lo hiciera hace unos días Los amores imaginarios, de Javier Dolan, también en el cineclub). Su eje narrativo es un amor juvenil entre un joven parisino, que trabaja de botones en un hotel y es un experto bailarín de hip-hop, y una estudiante iraní que se encuentra de viaje en la capital francesa, aunque en su país se ha desatado una violenta revuelta estudiantil que será reprimida con furia por las fuerzas del orden. La pareja recorrerá todos los estadios del romance, que se complicará por el conflicto que genera en la protagonista la situación que viven sus compañeros de la universidad: lo interesante, empero, no es tanto el derrotero amoroso sino el modo en que Dusa integra los diversos lenguajes audiovisuales en su relato, testimoniando el carácter multimedial de la juventud contemporánea. Rachid y Anahita conciben a la tecnología como una segunda naturaleza, y su forma de acercarse al mundo es a través de una pantalla (ya sea el Ipod, el celular o la computadora, que usan no sólo para enterarse de lo que sucede en Irán). Se intuye que también para el director es así: Dusa apela a todos los formatos audiovisuales sin pruritos éticos ni estándares cinéfilos, con un espíritu libertario pero por momentos irreflexivo, pues detrás puede latir una idea problemática, que todas las imágenes son iguales. De allí que el trazo grueso y el golpe de efecto aparezcan de tanto en tanto (sobre todo en las imágenes de la represión en Irán) y se integren sin ruido al relato, que además busca bajar línea a través del montaje. La estética de videoclip, que atraviesa todo el filme, entra dentro de esta misma visión: es la forma que tienen estos jóvenes tanto para construir una identidad como para pensar su tiempo histórico. Por Martín Iparraguirre
Imágenes de nuestro mundo El Cinéfilo Bar presentará hoy en su ciclo de estrenos argentinos un filme de sorprendente actualidad para los cordobeses: Hacerme Feriante, ópera prima de Julián D’Angiolillo, es un documental de estética observacional que se mete en los entresijos más profundos de ese universo tan particular que es La Salada (y que se encuentra a punto de llegar a nuestra ciudad). Al modo de grandes documentalistas como Frederick Wiseman, lo que se propone aquí D’Angiolillo es revisar el funcionamiento integral de una institución, en este caso ilegal y bastante demonizada, lo que podría haber dificultado la empresa: lejos de ello, D’Angiolillo parece haber logrado un acceso privilegiado a este mundo, y si bien no puede llegar a registrar todos los rincones del fenómeno, sí consigue componer un fresco bastante elocuente y revelador sobre la feria de ropa y artículos “truchos” más grande de la Argentina (de las mayores de Latinoamérica). El modo observacional quizás sea la forma documental más cinematográfica por excelencia, porque se trata siempre de una apuesta radical por la imagen, pues intenta capturar la realidad sin ningún tipo de intervención externa a la cámara (como si fuera una “mosca en la pared”). D’Angiolillo es coherente con su elección y jamás cede a la tentación de los modos periodísticos: Hacerme Feriante es un recorrido por el presente y el pasado de la feria sin ninguna explicación en off, sin entrevistas ni otra intervención del director. Cuando necesita explicitar algo, D’Angiolillo recurre a la tecnología: como si fuera su propia investigación, muestra en la pantalla de su computadora las denuncias periodísticas sobre las irregularidades de la feria, aunque las contrastará con algún testimonio de la red de redes. Claro que a continuación se meterá de lleno en este universo, sin emitir juicios ni arriesgar hipótesis, dejando esa tarea al espectador, pues a lo sumo ofrecerá un método comparativo a través del montaje. Veremos así el pasado ilustre del predio donde está instalada la feria como un gran balneario popular, con fotos de suficiente elocuencia como para testimoniar una época política e histórica (la iniciada por el primer peronismo); que podremos contrastar con el presente, que D’Angiolillo registra en su máxima amplitud: no sólo recorriendo los pasillos laberínticos de la feria, sino también (y antes) los talleres de confección de ropa, las cuevas de copia y producción de películas truchas, las asambleas de los integrantes de la feria, sus negociaciones con los representantes del Estado, etcétera. Lo hará, a veces, como si verdaderamente la cámara fuera un insecto (con planos heterodoxos sobre un carrito por ejemplo), aunque lo importante es que podremos vislumbrar un gran sistema vivo, de espíritu cooperativista y social, muy alejado de aquella imagen que nos transmitieron los medios. Un filme bien de su tiempo es Flores del mal, del joven director húngaro David Dusa, que hoy se estrenará el Cineclub Municipal Hugo del Carril (ver Agenda). Naturalmente político y filosóficamente pop, el filme de Dusa es un retrato inigualable de la juventud moderna, que acaso esté llamado a despertar cierto furor entre los espectadores de esa edad (como ya lo hiciera hace unos días Los amores imaginarios, de Javier Dolan, también en el cineclub). Su eje narrativo es un amor juvenil entre un joven parisino, que trabaja de botones en un hotel y es un experto bailarín de hip-hop, y una estudiante iraní que se encuentra de viaje en la capital francesa, aunque en su país se ha desatado una violenta revuelta estudiantil que será reprimida con furia por las fuerzas del orden. La pareja recorrerá todos los estadios del romance, que se complicará por el conflicto que genera en la protagonista la situación que viven sus compañeros de la universidad: lo interesante, empero, no es tanto el derrotero amoroso sino el modo en que Dusa integra los diversos lenguajes audiovisuales en su relato, testimoniando el carácter multimedial de la juventud contemporánea. Rachid y Anahita conciben a la tecnología como una segunda naturaleza, y su forma de acercarse al mundo es a través de una pantalla (ya sea el Ipod, el celular o la computadora, que usan no sólo para enterarse de lo que sucede en Irán). Se intuye que también para el director es así: Dusa apela a todos los formatos audiovisuales sin pruritos éticos ni estándares cinéfilos, con un espíritu libertario pero por momentos irreflexivo, pues detrás puede latir una idea problemática, que todas las imágenes son iguales. De allí que el trazo grueso y el golpe de efecto aparezcan de tanto en tanto (sobre todo en las imágenes de la represión en Irán) y se integren sin ruido al relato, que además busca bajar línea a través del montaje. La estética de videoclip, que atraviesa todo el filme, entra dentro de esta misma visión: es la forma que tienen estos jóvenes tanto para construir una identidad como para pensar su tiempo histórico. Por Martín Iparraguirre
Juventudes en conflicto La gran promesa de la temporada vacacional infantil resultó finalmente una discreta decepción: Valiente, la nueva película de los estudios Pixar, parece confirmar la claudicación definitiva de la productora a la ideología Disney, que en definitiva es su verdadera dueña. No se trata de un detalle menor, pues significa la pérdida de una entera visión del mundo que había sabido distinguir a la compañía de John Lasseter, desafiando incluso a las tradiciones del imperio de Mickey. Pero aún con ciertos hallazgos estéticos, Va-liente significa el regreso de la hegemonía de las princesas, del conservadurismo ramplón y calladamente reaccionario de Disney, de su exaltación acrítica del status quo y del relato con destino de moraleja. El primer indicio lo da su argumento: Mérida, la joven protagonista de grandes rizos colorados, es (tenía que ser) una princesa. Acaso para justificar su futura rebeldía y su naturaleza salvaje, su ascendencia será vikinga, en tierras escocesas, y ya en la primera escena se planteará la dicotomía que dominará la película. Su padre, el enorme rey Fergus, le regalará un arco con flechas, a despecho de su madre Elinor; unos años después, cuando ya despunte su adolescencia, Mérida se habrá convertido en una excepcional arquera, pero también en una rebelde que se resiste a seguir los mandatos maternos, que la intentan educar en el rol de una princesa. El conflicto estallará cuando llegue el día de arreglar su matrimonio con los príncipes de otros clanes: Mérida terminará huyendo hasta encontrar a una bruja, que le preparará una poción mágica para cambiar a su madre… aunque el cambio será más físico que intelectual, y ahora Elinor correrá el riesgo de quedar convertida para siempre en un animal. A no ser, claro, que ambas se reconcilien con la tradición (que no tardará en tener su justificación). Dirigida alternativamente por Brenda Chapman y Mark Andrews, Valiente mantiene sin embargo cierta elegancia formal y precisión técnica, marcas estéticas de Pixar a las que por suerte aún no han renunciado. El vistoso plano secuencia aéreo que abre la película será continuado intermitentemente por otros, en una utilización a veces (sólo a veces) virtuosa del 3-D por su concepción del espacio como una entidad cinematográfica, aprovechando la profundidad de campo y toda la extensión del plano para dotar de dimensión dramática a los escenarios. Una distinción que se replica en la construcción plástica de los personajes, de una precisión técnica importante. Aunque si aún sobreviven ciertas reminiscencias de maestros como Hayao Miyazaki en su estética, nada de eso ocurre en lo argumental, ya que Valiente termina siendo un cuentito con gran moraleja final sobre la importancia de la obediencia a las instituciones. Muy diferente es el mundo que muestra Tilva Ros, magnífico debut del serbio Nikola Lezaic que hoy estrenará el Cineclub Municipal Hugo del Carril, cerrando una sorprendente trilogía sobre la juventud contemporánea (junto a las ya proyectadas Los amores imaginarios y Flores del mal). Retrato de la devastación social, cultural y económica de un país entero a través de la vida de tres jóvenes skaters, Tilva Ros es otro gran testimonio de nuestro tiempo, aunque esta vez urgente y radical. Formal y políticamente lúcido, el filme sigue la cotidianeidad de Toda y Stefan, dos amigos inseparables que se encuentran en un momento clave de sus vidas: han terminado la secundaria y están a punto de separarse porque uno irá a estudiar a la capital. La llegada de Dunja, mejor amiga de ambos pero novia de Stefan, terminará de desatar un triángulo de celos y violencia entre ellos (que por momentos se asemeja al filme cordobés El espacio entre los dos, aún no estrenado), quienes ya de por sí se relacionan a fuerza de golpes y agresiones. Hijos de la cultura audiovisual contemporánea, los jóvenes filman no sólo sus trucos con patinetas, sino también sus constantes pruebas de autoflagelación al estilo del programa Jackass. Se trata no sólo de la manifestación de un malestar interno ante una sociedad que no ofrece futuro, sino de un modo de existencia, de una cultura de la violencia y la marginalidad que los encierra en un círculo vicioso. La virtud de Lezaic es habitar ese mundo sin juzgarlo ni menospreciar a sus personajes, aunque a veces roce el límite del amarillismo, pero el virtuosismo en la puesta salva todo desliz: el realismo está dado aquí por la creencia en el plano secuencia como una ética formal, y no por la explicitud de la violencia. Cuando ésta emerja, será como testimonio de una forma de existencia, a través de la incorporación de los lenguajes audiovisuales de los propios protagonistas (sobre todo, sus filmaciones caseras de golpizas y hazañas), otra virtud de una película que esta vez sí intenta comprender a los jóvenes en sus propios términos. Por Martín Iparraguirre
Juventudes en conflicto La gran promesa de la temporada vacacional infantil resultó finalmente una discreta decepción: Valiente, la nueva película de los estudios Pixar, parece confirmar la claudicación definitiva de la productora a la ideología Disney, que en definitiva es su verdadera dueña. No se trata de un detalle menor, pues significa la pérdida de una entera visión del mundo que había sabido distinguir a la compañía de John Lasseter, desafiando incluso a las tradiciones del imperio de Mickey. Pero aún con ciertos hallazgos estéticos, Va-liente significa el regreso de la hegemonía de las princesas, del conservadurismo ramplón y calladamente reaccionario de Disney, de su exaltación acrítica del status quo y del relato con destino de moraleja. El primer indicio lo da su argumento: Mérida, la joven protagonista de grandes rizos colorados, es (tenía que ser) una princesa. Acaso para justificar su futura rebeldía y su naturaleza salvaje, su ascendencia será vikinga, en tierras escocesas, y ya en la primera escena se planteará la dicotomía que dominará la película. Su padre, el enorme rey Fergus, le regalará un arco con flechas, a despecho de su madre Elinor; unos años después, cuando ya despunte su adolescencia, Mérida se habrá convertido en una excepcional arquera, pero también en una rebelde que se resiste a seguir los mandatos maternos, que la intentan educar en el rol de una princesa. El conflicto estallará cuando llegue el día de arreglar su matrimonio con los príncipes de otros clanes: Mérida terminará huyendo hasta encontrar a una bruja, que le preparará una poción mágica para cambiar a su madre… aunque el cambio será más físico que intelectual, y ahora Elinor correrá el riesgo de quedar convertida para siempre en un animal. A no ser, claro, que ambas se reconcilien con la tradición (que no tardará en tener su justificación). Dirigida alternativamente por Brenda Chapman y Mark Andrews, Valiente mantiene sin embargo cierta elegancia formal y precisión técnica, marcas estéticas de Pixar a las que por suerte aún no han renunciado. El vistoso plano secuencia aéreo que abre la película será continuado intermitentemente por otros, en una utilización a veces (sólo a veces) virtuosa del 3-D por su concepción del espacio como una entidad cinematográfica, aprovechando la profundidad de campo y toda la extensión del plano para dotar de dimensión dramática a los escenarios. Una distinción que se replica en la construcción plástica de los personajes, de una precisión técnica importante. Aunque si aún sobreviven ciertas reminiscencias de maestros como Hayao Miyazaki en su estética, nada de eso ocurre en lo argumental, ya que Valiente termina siendo un cuentito con gran moraleja final sobre la importancia de la obediencia a las instituciones. Muy diferente es el mundo que muestra Tilva Ros, magnífico debut del serbio Nikola Lezaic que hoy estrenará el Cineclub Municipal Hugo del Carril, cerrando una sorprendente trilogía sobre la juventud contemporánea (junto a las ya proyectadas Los amores imaginarios y Flores del mal). Retrato de la devastación social, cultural y económica de un país entero a través de la vida de tres jóvenes skaters, Tilva Ros es otro gran testimonio de nuestro tiempo, aunque esta vez urgente y radical. Formal y políticamente lúcido, el filme sigue la cotidianeidad de Toda y Stefan, dos amigos inseparables que se encuentran en un momento clave de sus vidas: han terminado la secundaria y están a punto de separarse porque uno irá a estudiar a la capital. La llegada de Dunja, mejor amiga de ambos pero novia de Stefan, terminará de desatar un triángulo de celos y violencia entre ellos (que por momentos se asemeja al filme cordobés El espacio entre los dos, aún no estrenado), quienes ya de por sí se relacionan a fuerza de golpes y agresiones. Hijos de la cultura audiovisual contemporánea, los jóvenes filman no sólo sus trucos con patinetas, sino también sus constantes pruebas de autoflagelación al estilo del programa Jackass. Se trata no sólo de la manifestación de un malestar interno ante una sociedad que no ofrece futuro, sino de un modo de existencia, de una cultura de la violencia y la marginalidad que los encierra en un círculo vicioso. La virtud de Lezaic es habitar ese mundo sin juzgarlo ni menospreciar a sus personajes, aunque a veces roce el límite del amarillismo, pero el virtuosismo en la puesta salva todo desliz: el realismo está dado aquí por la creencia en el plano secuencia como una ética formal, y no por la explicitud de la violencia. Cuando ésta emerja, será como testimonio de una forma de existencia, a través de la incorporación de los lenguajes audiovisuales de los propios protagonistas (sobre todo, sus filmaciones caseras de golpizas y hazañas), otra virtud de una película que esta vez sí intenta comprender a los jóvenes en sus propios términos. Por Martín Iparraguirre
Un realismo estilizado El mundo está pendiente del estreno de la última entrega de Batman (con los medios de comunicación obsesionados con sacar el rédito que puedan a la masacre de Colorado), pero mientras tanto una buena película de acción pasa desapercibida en la ciudad: La traición, último opus de Steven Soderbergh, estrenado únicamente en dos complejos (Showcase y Patio Olmos, en pocos horarios), es un gran ejemplo de lo que la tecnología y una conciencia detrás de cámara pueden hacer con un género cada vez más bastardeado por el culto desenfrenado a los efectos especiales. Uno diría incluso que La traición es la contracara perfecta de las grandes producciones que semana a semana dominan nuestras salas: mínima en sus recursos, sin grandes pretensiones argumentales o temáticas, casi sin efectos especiales, el filme de Soderbergh se destaca por apostar a la forma como único medio para llegar al espectador, y el resultado es un secreto tratado sobre la materialidad en el cine, o mejor dicho sobre cómo el género de acción encuentra su ethos cinematográfico en el mundo físico (y por tanto reclama una forma acorde a él). Claro que a esto el director le suma un verdadero seleccionado de estrellas (Ewan McGregor, Michael Fassbender, Michael Douglas, Channing Tattum, Antonio Banderas), pero todos supeditados a la protagonista, la experta en artes marciales Gina Carano, en su debut cinematográfico. Pese a sus vueltas, el argumento es simple y clásico (por no decir trillado): una agente secreta será traicionada por sus propios empleadores, y a partir de allí emprenderá una cruzada contra ellos, que más que venganza buscará simplemente salvar la vida. Como tal vez se intuya, Soderbergh dará una dimensión política a su película, aunque esta vez será lateral, con poca relevancia: ocurre que Mallory Kane (Gina Carano) trabaja para una agencia de seguridad privada que es subcontratada por el gobierno norteamericano, y en una misión descubrirá que le han tendido una trampa. Si bien los personajes se multiplicarán (hay algún millonario oriental metido en el conflicto, un reportero molesto, algún intermediario que aprovechará para hacer su negocio, espías ingleses y norteamericanos, incluso algún amor traicionado), el argumento es también lo de menos: en realidad, todo el filme parece ser más bien un ejercicio de estilo, una propuesta lúdica donde Soderbergh se propone jugar con los elementos del género y concentrarse en la puesta en escena. Porque lo mejor aquí está en la forma, en el modo en que el director registra la odisea de Mallory Kane, que desde la primera escena deberá enfrentar no sólo tremendas peleas cuerpo a cuerpo con hombres más fuertes y entrenados, sino también varios escapes por las calles de Barcelona, Dublin o México, filmadas siempre con un naturalismo cercano ideológicamente a la nouvelle vague, contrario al cine de postal turística que tanto se ha expandido en estos tiempos. Hay entonces una posición estética en la película, que apuesta al realismo extremo pero sin llegar al explotation: las pelas son filmadas en planos medios fijos, encuadrando la totalidad de los cuerpos en lucha para permitirnos ver esas coreografías virtuosas, cuyo propósito no es montar un espectáculo de danza sino crear un realismo estilizado, que se verá acentuado por el sonido (Soderbergh corta en esos momentos su casi omnipresente música ambient de contrabajos, trompetas y baterías -como en la serie Ocean Eleven-, para dejar escuchar los sonidos secos de los golpes). Por eso resulta significativo que entre tanta violencia casi no se vea sangre en la película: no se tratará tal vez de una posición ética, pero ahí sí hay una decisión conciente de no seguir los parámetros de un género que suele ceder ante los imperativos del morbo. La traición no sorprenderá por los efectos especiales ni por el impacto de la sangre, sino por la capacidad de sus intérpretes para, esta vez sí, “poner el cuerpo”. Una virtud posible sólo con el planteamiento formal de Soderbergh, que decide desechar el montaje acelerado de planos detalle para apostar al plano secuencia, a la profundidad de campo, a los planos medios y generales. Hasta se permitirá mezclar formatos utilizando el blanco y negro, algunos lentes o la sobreexposición (aunque siempre con cámara digital) o también jugar con la estética de videoclip, pero sin respetar sus tiempos. Quizás esa libertad se confunda a veces con ligereza, o quizás se pueda ver allí una lección. Por Martín Iparraguirre
Figurita repetida La última película de Batman resultó finalmente una curiosa decepción: su coherencia con el resto de la serie insinúa que toda la trilogía de Christopher Nolan fue en realidad un gran bluff, un lujoso edificio montado únicamente en sus anhelos de grandeza, sin más sustento que la exhibición ostentosa de sus pretensiones, aún en esa excepción que parece ser El Caballero de la Noche. Las polémicas que desató en todo lugar donde se intentó discutir (o incluso tal vez la misma masacre de Denver) sugieren, además, que se trata de un filme sustentado en el fanatismo fetichista, incapaz de pensar el mundo: su dimensión política (que había sido el secreto gran aporte del Guasón de Heath Ledger) queda reducida a una repetición mecánica y efectista de los delirios del conservadurismo republicano, con escasa relación con el cómic original. Como escribió el crítico Oscar Cuervo, la serie de Nolan termina presentando a Batman como un cruzado antiterrorista que defiende a Estados Unidos de una organización oscurantista de Medio Oriente… Pero lo decisivo de El Caballero de la Noche Asciende es que su vacuidad política (y sobre todo filosófica) se ve traducida en una gran impericia narrativa y formal, que hasta el momento habían sido los supuestos fuertes de Nolan. Se trata de una película mal filmada, peor montada, a veces terriblemente actuada, construida enteramente desde el guión y con una banda sonora asfixiante: cartón completo para una épica que lo quiere abarcar todo, pero termina sin decir nada. O casi, porque ¿de qué habla El Caballero de la Noche asciende? O mejor, ¿cuáles son las fantasías que convoca? Hay, sí, toda una serie de temas que Nolan irá tocando en su película como si fueran ítems impuestos desde la Warner Bros, pero hay un núcleo que los unifica y trasciende: se trata de retomar los grandes fantasmas que han agitando el imaginario cultural norteamericano en todos los tiempos (y de ahuyentarlos con una curiosa filosofía que mezcla new age con fantasías militaristas). Nolan no se contenta con convocar sólo al terrorismo, sino que también habla del comunismo, el anarquismo, la revolución y hasta la caída del sistema por la crisis financiera… un cocoliche unido con diálogos pretensiosos y altisonantes, que sólo revelan la frivolidad de la propuesta. Al inicio, tenemos a ciudad Gótica (o mejor dicho, Nueva York) en una era inédita de paz gracias a la Ley Dent (referencia a la Ley Patriótica) que ha endurecido la mano con los delincuentes. Bruce Wayne (Christian Bale, nuevamente efectivo) se ha mantenido ocho años encerrado en su mansión, con el traje colgado ante el escarnio público por la adjudicación del asesinato de Harvy Dent, pero sobre todo por la culpa que siente ante la muerte de su gran amor, Rachel Dawes. Como en aquella fantasía pop que fue El demoledor, por debajo de la ciudad perfecta se prepara una revolución: no serán los desplazados del sistema quienes la impulsen, sino la oscura liga de las sombras liderada por el musculoso Bane (Tom Hardy), discípulo de Ra’s al Ghul. Una misteriosa ladrona, a la poste Gatúbela (AnneHathaway, la mejor), sacará a Bruce del ostracismo para descubrir al poco tiempo que un sorpresivo golpe en la Bolsa de valores lo ha dejado sin sus empresas, que pasarán a ser controladas por su enemigo. El regreso del hombre murciélago se impone, aunque con un cuerpo golpeado y achacado por el paso del tiempo: será nuevamente derrotado, enviado a un lugar infernal, mientras Bane y los suyos se apoderan de la ciudad, instalan un sistema totalitario de tinte comunista (con juicios sumarios incluidos) y amenazan con detonar una bomba nuclear. Sólo el comisario Gordon (Gary Oldman, excelente) y un nuevo personaje (Joseph Gordon Leavitt, futuro Robin) quedarán a cargo de una defensa clandestina. Cinematográficamente irrelevante, la nueva Batman sólo adquiere fisonomía de gran cine en algunos pocos pasajes, sobre todo el ataque inicial a Ciudad Gótica con sus grandes planos cenitales de la metrópolis o fugaces planos secuencia (la explosión del estadio de fútbol), que al fin brindan el espectáculo prometido. Sin embargo, las escenas de peleas cuerpo a cuerpo (que aquí adquieren más relevancia que en sus predecesoras) revelan cierta impericia formal del director: planos cerrados, oscuros y fugaces, que incluso pueden ser cortados por el montaje paralelo que estructura el filme (o por diálogos ridículos), ofrecen una experiencia confusa y más cercana a la estética televisiva. De fondo, se intuye cierto apresuramiento en la construcción de la película, que en vez de inyectar adrenalina lo que consigue es sumar desaciertos: la multiplicidad de temas y tramas se acumulan sin mucho más desarrollo que la explicación verbal, algunos personajes son meras maquetas, mientras que gran parte de la trama se pierde en la exploración psicológica de los conflictos de los protagonistas, calcados unos de otros (el dolor por la ausencia termina explicándolo todo). Se podrá argüir que no se trata más que de una película de superhéroes, pero el problema es justamente ése: Nolan y compañía quisieron darle lecciones al mundo, pero no tenían nada nuevo para decirnos. Por Martín Iparraguirre
El espacio en que no estás El cine es el reino de las apariencias: el valor de un filme, incluso su efectividad, no dependen tanto de un guión o del discurso oral de sus personajes como de la forma en que la cámara se relaciona con sus cuerpos y objetos, con la materialidad del mundo que busca atrapar (lo que incluye sus sonidos). Acaso el gran desafío que enfrentan muchos directores -y que pocos son capaces de sortear del todo-, es la necesidad de recurrir a la fisicidad del mundo para mostrar los procesos dramáticos que intenta narrar, relacionados a la interioridad de sus personajes, sin recurrir a discursos explicativos ni psicologismos reduccionistas. El mundo siempre es más variado y más rico que un discurso racional; allí está su misterio y su belleza, como también la del cine, que es un modo de explorarlo y entenderlo. Un filme argentino estrenado únicamente en el Showcase de Villa Cabrera, Abrir puertas y ventanas, primer largometraje de Milagros Mumenthaler, es la muestra patente de las posibilidades del cine, de cómo puede atrapar lo inasible en imágenes. Su título es una bella síntesis de la película porque dispara una multiplicidad de sentidos, todos pertinentes: hay una situación de duelo que deben afrontar tres hermanas jóvenes, que tienen sus secretos y dolores escondidos, también deseos y anhelos guardados, y que deberán abrirse a sí mismas y a sus pares para superarlos; hay una nueva situación de incertidumbre que embarga sus vidas, la obligación de enfrentar un futuro desconocido, y los conflictos que conlleva; como también hay una dimensión material de esa apertura, relacionada al espacio que habitan los personajes, la casa familiar heredada de sus predecesores. La ópera prima de Mumenthaler (que obtuvo el premio mayor en el prestigioso Festival Internacional de Locarno) consigue mixturar esas dimensiones de lo íntimo y lo público con una delicadeza notable, que no necesita recurrir nunca al subrayado discursivo para lograrlo; más bien al contrario, se diría que la directora trabaja desde la ambigüedad, desde la incertidumbre misma que viven sus personajes. El primer plano de la película es una invitación: filma la puerta que franquea el jardín de la casa de nuestras protagonistas; una vez cruzada, nunca volverá a salir de ése ámbito, pues el hogar de Marina (gran debut de María Canale), Sofía (Martina Juncadella) y Violeta (Ailín Salas) es un personaje imprescindible para la propuesta de Mumenthaler. La directora filma los espacios y los objetos que animan esa vivienda como una materialización de las ausencias que sufren estas hermanas, cuyos procesos internos se definirán por la forma en que se relacionen con ese pasado común. Sucede que unos meses atrás ha muerto su abuela, que presumiblemente ha sido la responsable de su crianza porque sus padres se han ido hace tiempo. Hay un nuevo orden que construir en el hogar, y todas las hermanas viven un momento central en sus vidas (tienen entre 17 y 24 años), porque deben comenzar también a definir su futuro. Cada una reaccionará a su modo, no sin recelos ni fuertes disputas: hay quien se irá de casa con un amor secreto, otra intentará destruir todo lazo con ese pasado, la tercera querrá mantener precariamente un orden perdido. La delicadeza formal de Mumenthaler es inmensa, aunque se mantiene siempre en segundo plano: su puesta de cámara (con planos medios y planos detalle cuidados al extremo, con gran uso de la profundidad de campo) permite al espectador habitar un universo complejo, donde de algún modo los propios protagonistas son extraños. De allí que evite salir del hogar y apueste sin concesiones al fuera de campo: el desafío consiste en atrapar un momento de la vida donde todo se ha vuelto incierto, una especie de limbo donde los hombres se asoman a su verdadera condición existencial, la posibilidad del vacío (o la nada sartreana). Lo significativo es que lo haga sin ningún salvavidas: no hay trucos ni guiños al espectador, no hay vueltas de tuerca inesperadas, apenas la posibilidad de asomarnos a una cotidianeidad en crisis donde sus protagonistas deben construir una nueva intimidad, y donde la cámara funciona como un espectro que tiene el privilegio de asomarse a un momento determinado de esas vidas. Una vez que las protagonistas hayan podido abrirse a sí mismas y al resto, empezarán a encontrar algunas respuestas. Por Martín Iparraguirre
Sombras tenebrosas Los mundos de Burton En su mejor versión, el cine de Tim Burton plantea desafíos muy interesantes para el ejercicio interpretativo de la crítica y el público: ¿Dónde debemos encuadrarlo? ¿Qué categorías se pueden utilizar para pensarlo? Ese universo dark de fantasía desbordante, cuya originalidad finca en gran medida en su capacidad para integrar diversos elementos de la industria cultural norteamericana con la historia misma del cine mundial, se encuentra a años luz del universo independiente estadounidense, aunque tampoco se puede encuadrar sin más en Hollywood. Como Quentin Tarantino a su modo, Burton es una rareza para la industria: sus obras desafían los cánones heredados mediante la profundización de sus dictados hasta el extremo, logrando que los sentidos originales se transformen en otra cosa, revelando sus costados absurdos, ridículos, frívolos o incluso siniestros. Hay, por supuesto, ciertas constantes en sus obras, que se destacan en aquellas que presumimos más personales: la reivindicación de la diferencia (o de los diferentes), la preocupación por los núcleos familiares y las pequeñas comunidades, la voluntad por dar vuelta ciertos prejuicios instalados sobre las minorías sociales o culturales, la apuesta decidida por el cine fantástico (y su costado místico/irracional). Algo de todo esto vuelve en Sombras Tenebrosas, el nuevo filme del director estrenado en las salas comerciales cordobesas, que nos restituye parte del Burton que se había perdido en la versión Disney de Alicia en el país de las maravillas, un verdadero despropósito que confirmó los peligros que acechan a su filmografía. Gótica y pop al mismo tiempo, descaradamente romántica y filosóficamente trivial, Sombras Tenebrosas es entonces un regreso a las fuentes, aunque un regreso que muestra achaques y falencias que se han vuelto reiterativos en su cine. El comienzo es imponente: en grandes (y deslumbrantes) travellings cenitales, Burton nos introducirá a un pueblo de fantasía de la pujante Norteamérica de fines del siglo XVIII, donde los padres de nuestro protagonista harán fortuna en la industria pesquera. Tanto, que se construirán un majestuoso castillo en la cumbre del acantilado que lo bordea. Pero esa fortuna tendrá su contrapeso en la vida de Barnabas Collins (Johnny Depp, eficiente como de costumbre), joven heredero de la familia que vivirá un amor fogoso pero transitorio con una criada (Eva Green), tan bella como rencorosa: apenas se vea reemplazada por otra (Bella Heathcote), lanzará una maldición sobre Barnabas que lo convertirá en vampiro. No sólo eso, también matará a su verdadera amada y enterrará vivo al mismísimo Barnabas en el bosque del poblado. Casi 200 años después, el vampiro despertará en 1972 con el hipismo en pleno auge y su estirpe casi en ruinas: sus descendientes son una típica familia disfuncional más acorde a nuestros tiempos, compuesta por una matriarca ya cansada del hogar (Michelle Pfeiffer), su hermano intrascendente (Henry Lee Miller) y su hijo David (Gulliver McGrath), una adolescente conflictuada (la ascendente Chloë Grace Moretz) y una psicóloga alcohólica (Helena Bonham Carter). Además, llegará una joven institutriz que es idéntica al gran amor de juventud de Barnabas, pero también seguirá viva aquella bruja que lo condenó al encierro, ahora convertida en la gran empresaria del pueblo, decidida a continuar su venganza. Basada en una popular serie televisiva de la época, Sombras tenebrosas es esencialmente una comedia, que funda la efectividad de su propuesta en el desfase que experimenta su protagonista en el mundo moderno y por supuesto en el particular universo burtoniano, aquí renovado en su costado dark, kitsch y fantástico. Habrá un enfrentamiento a muerte entre las partes, pero el suspenso será intrascendente hasta el momento de definición del drama: en todo caso, los problemas aparecerán con el agotamiento de la propuesta inicial. Cuando Burton se queda sin ideas, la apropiación (por ejemplo, el personaje de Depp se inspira en el Nosferatu de Murnau) dejará lugar al homenaje (desde series de la época a La muerte le sienta bien) o la parodia (como a Crepúsculo): el humor se volverá redundante y convencional (ver la escena de sexo con Eva Green), y la propuesta comenzará a apelar a los golpes de efecto. La misma puesta en escena perderá complejidad con el correr del metraje, aunque el excepcional trabajo en la construcción de época y los decorados se mantendrá incólume: si la narración flaquea, aún nos podremos maravillar por momentos con la magnificencia de ese mundo híbrido que sigue llevando el sello de Burton. Por Martín Iparraguirre
Una cuestión de egos Un pequeño milagro sobrevive en las salas cordobesas: el filme Un método peligroso, de David Cronenberg, sigue en cartelera tras varias semanas de enfrentar a los más variados tanques norteamericanos, por supuesto que justificadamente pues se trata de una de las mejores películas que se podrán ver este año (aunque la lógica no le augure mucho tiempo más de vida, seguramente hoy y mañana serán los últimos días para verla en la gran pantalla). Teóricamente lúcida y formalmente impecable, Un método peligroso registra el nacimiento de la ciencia emblemática del siglo pasado, el psicoanálisis, a partir de la histórica relación entre Freud (Viggo Mortensen) y Carl Jung (Michael Fassbender), aunque el eje de la película estará puesto en una paciente de ambos, conflictiva amante del segundo y al final de su vida reputada teórica, Sabina Spielrein (Keira Knightley). La maestría de Cronenberg consiste en su capacidad para enhebrar un relato tremendamente ambicioso con la simpleza del mejor clasicismo: su filme es capaz de mostrar con clarividencia el enfrentamiento de dos teorías diferentes sobre la psiquis humana y el espíritu, al mismo tiempo que registra la evolución de la metodología freudiana, la disputa sutil establecida entre sus protagonistas y la obsesiva relación entre Jung y Spielrein, vértice de un interesante triángulo de poder, sin perder por ello profundidad ni dinamismo. Un método peligroso se convierte así en un filme de época, que capta el fin de una era y los inicios, siempre conflictivos y apasionantes, de un nuevo mundo, el contemporáneo (significativamente, el filme finalizará con el inicio de la Primera Guerra Mundial). Pero como tenemos que hablar de estrenos, vale la pena abordar también la película que ha dominado el imaginario mediático en estos días, un tanque hollywoodense que reclama como pocos una crítica política: Los Vengadores es un filme que reactualiza las clásicas fantasías imperialistas de Estados Unidos, pero que también sintetiza el presente de su industria cultural. Típico producto de reciclado de otros productos, Los Vengadores es la concreción de un viejo sueño de Marvel, que consiste en reunir a sus más conocidos superhéroes en una misma película (y que viene siendo preparado hace años por sucesivas películas de la factoría). Una suerte de misticismo pagano recorre su argumento, puesto que la amenaza exterior que reunirá a sus filas heroicas proviene esta vez de un limbo superior: el Dios Loki, hermano renegado de Thor, vendrá a la tierra con el objetivo de apropiarse del mundo y ponerlo bajo su yugo. La amenaza reunirá al ecléctico grupo de superhéroes en cuestión (Capitán América, Iron Man, Hulk, Thor, Ojo de Halcón y Viuda Negra), bajo el manto de una organización secreta llamada SHIELD (escudo) para ensayar una desesperada defensa, probablemente destinada al fracaso ya que se trata más bien de un grupo de renegados, psicóticos infantiles enfrascados en sus propios delirios narcisistas. Esta es una de las particularidades que marca un cambio de época, un filón potencialmente interesante que el filme no se anima a explotar del todo: estos superhéroes no son los perfectos modelos de ética republicana del pasado, e incluso cada uno esconde un halo de oscuridad (a excepción del correcto Capitán América -Chris Evans – de apariencia más aria que la de sus tradicionales enemigos). Habrá entonces una lección que (volver) a aprender, y la película se detendrá cíclicamente en las peleas internas entre estos egos a la deriva, retrasando la batalla final. Sólo los mandos militares quedarán en entredicho, primero por querer utilizar la energía alienígena para crear armas militares “de defensa”, luego al lanzar una bomba atómica sobre Nueva York para acabar con el monumental ataque. Pero el (aburrido) desafío a los cánones del género no irá más allá, y pronto el propio Loki repondrá los conceptos propios de los productos de este tipo: la amenaza a la libertad de los humanos fungirá como lección y amalgama para estos héroes, y entonces sobrevendrá una apoteósica batalla contra la monumental amenaza externa en pleno Manhattan, escenario ideal para una secuencia que quedará en la historia de los efectos especiales (y donde la película adquiere su verdadera dimensión de gran tanque de entretenimiento). Pero más allá de la parafernalia digital están las ideas, y Los Vengadores no innova mucho que digamos en este terreno: los Estados Unidos sigue siendo la nación destinada a evangelizar y resguardar al mundo (“mi Dios no se vestiría de semejante manera”, le espeta el Capitán América a Loki antes de atacarlo), y la película misma constituye una oda acrítica al ideario occidental. Un chauvinismo cool que describe muy bien a la industria norteamericana contemporánea, así como también el hecho, sintomático por demás, de que todo el argumento pueda sintetizarse como una simple batalla de egos. Por Martín Iparraguirre
Una cuestión de egos Un pequeño milagro sobrevive en las salas cordobesas: el filme Un método peligroso, de David Cronenberg, sigue en cartelera tras varias semanas de enfrentar a los más variados tanques norteamericanos, por supuesto que justificadamente pues se trata de una de las mejores películas que se podrán ver este año (aunque la lógica no le augure mucho tiempo más de vida, seguramente hoy y mañana serán los últimos días para verla en la gran pantalla). Teóricamente lúcida y formalmente impecable, Un método peligroso registra el nacimiento de la ciencia emblemática del siglo pasado, el psicoanálisis, a partir de la histórica relación entre Freud (Viggo Mortensen) y Carl Jung (Michael Fassbender), aunque el eje de la película estará puesto en una paciente de ambos, conflictiva amante del segundo y al final de su vida reputada teórica, Sabina Spielrein (Keira Knightley). La maestría de Cronenberg consiste en su capacidad para enhebrar un relato tremendamente ambicioso con la simpleza del mejor clasicismo: su filme es capaz de mostrar con clarividencia el enfrentamiento de dos teorías diferentes sobre la psiquis humana y el espíritu, al mismo tiempo que registra la evolución de la metodología freudiana, la disputa sutil establecida entre sus protagonistas y la obsesiva relación entre Jung y Spielrein, vértice de un interesante triángulo de poder, sin perder por ello profundidad ni dinamismo. Un método peligroso se convierte así en un filme de época, que capta el fin de una era y los inicios, siempre conflictivos y apasionantes, de un nuevo mundo, el contemporáneo (significativamente, el filme finalizará con el inicio de la Primera Guerra Mundial). Pero como tenemos que hablar de estrenos, vale la pena abordar también la película que ha dominado el imaginario mediático en estos días, un tanque hollywoodense que reclama como pocos una crítica política: Los Vengadores es un filme que reactualiza las clásicas fantasías imperialistas de Estados Unidos, pero que también sintetiza el presente de su industria cultural. Típico producto de reciclado de otros productos, Los Vengadores es la concreción de un viejo sueño de Marvel, que consiste en reunir a sus más conocidos superhéroes en una misma película (y que viene siendo preparado hace años por sucesivas películas de la factoría). Una suerte de misticismo pagano recorre su argumento, puesto que la amenaza exterior que reunirá a sus filas heroicas proviene esta vez de un limbo superior: el Dios Loki, hermano renegado de Thor, vendrá a la tierra con el objetivo de apropiarse del mundo y ponerlo bajo su yugo. La amenaza reunirá al ecléctico grupo de superhéroes en cuestión (Capitán América, Iron Man, Hulk, Thor, Ojo de Halcón y Viuda Negra), bajo el manto de una organización secreta llamada SHIELD (escudo) para ensayar una desesperada defensa, probablemente destinada al fracaso ya que se trata más bien de un grupo de renegados, psicóticos infantiles enfrascados en sus propios delirios narcisistas. Esta es una de las particularidades que marca un cambio de época, un filón potencialmente interesante que el filme no se anima a explotar del todo: estos superhéroes no son los perfectos modelos de ética republicana del pasado, e incluso cada uno esconde un halo de oscuridad (a excepción del correcto Capitán América -Chris Evans – de apariencia más aria que la de sus tradicionales enemigos). Habrá entonces una lección que (volver) a aprender, y la película se detendrá cíclicamente en las peleas internas entre estos egos a la deriva, retrasando la batalla final. Sólo los mandos militares quedarán en entredicho, primero por querer utilizar la energía alienígena para crear armas militares “de defensa”, luego al lanzar una bomba atómica sobre Nueva York para acabar con el monumental ataque. Pero el (aburrido) desafío a los cánones del género no irá más allá, y pronto el propio Loki repondrá los conceptos propios de los productos de este tipo: la amenaza a la libertad de los humanos fungirá como lección y amalgama para estos héroes, y entonces sobrevendrá una apoteósica batalla contra la monumental amenaza externa en pleno Manhattan, escenario ideal para una secuencia que quedará en la historia de los efectos especiales (y donde la película adquiere su verdadera dimensión de gran tanque de entretenimiento). Pero más allá de la parafernalia digital están las ideas, y Los Vengadores no innova mucho que digamos en este terreno: los Estados Unidos sigue siendo la nación destinada a evangelizar y resguardar al mundo (“mi Dios no se vestiría de semejante manera”, le espeta el Capitán América a Loki antes de atacarlo), y la película misma constituye una oda acrítica al ideario occidental. Un chauvinismo cool que describe muy bien a la industria norteamericana contemporánea, así como también el hecho, sintomático por demás, de que todo el argumento pueda sintetizarse como una simple batalla de egos. Por Martín Iparraguirre