Aventuras en plano secuencia El año comenzó con un verdadero aluvión de cine norteamericano: el primer fin de semana se estrenaron dos tanques de la talla de Las aventuras de Tintín, de Steven Spielberg, y la nueva Misión Imposible, esta vez dirigida por Brad Bird. Esta curiosa yuxtaposición de grandes producciones, que no hará más que profundizarse durante enero y febrero, sugiere que el estado financiero de la industria no es tan malo como se suele mentar: el 3-D ha devuelto a los espectadores a las salas de cine, aunque resta por ver si las películas que se ofrecen están a la altura de esta tecnología. A vuelo de pájaro, se puede decir que el cine norteamericano no dio muchas novedades en este campo desde el estreno de la sobrevalorada Avatar, que supuestamente marcó un cambio de paradigma en el séptimo arte. Si el lector pudo ver La cueva de los sueños olvidados de Herzog, en la única semana que estuvo en cartelera, sabrá cuánto se había estado perdiendo. Debe resultar significativo entonces que la película que viene a restituir el valor de la tridimensional en el cine hollywoodense haya sido filmada bajo la técnica de “motion capture”, al igual que Avatar, por un autor de la vieja guardia como Steven Spielberg. Y es que aquí aparecen sintetizados los problemas del cine industrial contemporáneo: sólo un autor absolutamente conciente de las formas cinematográficas es capaz de aprovechar verdaderamente al 3-D, que en el fondo no hace más que potenciar la capacidad del cine para captar el mundo y reconstruir el espacio circundante, pero con las mismas herramientas de siempre (la profundidad de campo, el encuadre, la amplitud del plano y un montaje que se someta a la necesidad del relato). Así, el gran logro de Las aventuras de Tintín es confirmar la vigencia del cine clásico, aún en ese mundo absolutamente artificial en que se mueve, con la mejor tecnología posible. Porque el problema del motion capture (técnica que consiste en captar los movimientos de actores reales para luego digitalizarlos y reconstruirlos con las técnicas de la animación) siempre ha sido su incapacidad para representar la realidad tal cual es (ver El expreso polar), pero aquí se vuelve una ventaja: la versión de Tintín de Spielberg se mueve en un espacio indefinido entre la imagen fotográfica de la realidad y la animación clásica. No es ni una cosa ni la otra, lo que le permite ser las dos al mismo tiempo: mantiene fidelidad a la historieta original de Hergé y a su naturaleza (la primera imagen que se ve de Tintín es la cara del comic), pero al mismo tiempo es capaz de trascenderla e instalarla en un mundo con visos de realidad, encima en tres dimensiones. La tecnología, entonces, subordinada a la necesidad de la obra y no al revés. Y es que gracias a esta metodología, Spielberg puede componer también algunos pasajes inolvidables, sobre todo en las secuencias de acción que constituyen verdaderas lecciones de puesta en escena. Hay que destacar así que los mejores momentos de la película están conformados por planos secuencia: el escape de Tintín y Haddock de cierta isla en el norte de Africa, por callejuelas mínimas que bordean un río desatado, tiene pocos antecedentes en el cine, compuestos quizás por obras del mismo Spielberg (Indiana Jones es el gran referente de esta película). Es por eso que la película parece más real en los momentos más inverosímiles: la artificialidad del formato, que se impone en la primera media hora, se va diluyendo a medida que Tintín entra en ese torrente imparable de aventuras y acción que constituye la narración. Lo que quiere decir que Spielberg entiende el 3-D, y apuesta al plano secuencia (y a la profundidad de campo) para intensificar el sentido de realidad y potenciar el vértigo de la película. Algo que no impide que por momentos el planteamiento narrativo parezca la plataforma de un futuro videojuego, con Tintín superando obstáculos para pasar de pantalla. Compuesta centralmente a partir de una historieta (El secreto del Unicornio), pero con personajes y situaciones de otras (como El tesoro de Rackham el Rojo), el filme coloca a Tintín (Jamie Bell) tras el rastro de un mapa que esconde las huellas de un antiquísimo tesoro, propiedad de la familia de Haddock, y que llevará a ambos a perseguir a un aristócrata obsesionado con estas joyas. Película de aventuras que remite a los viejos folletines, con indiscutible influencia de Indiana Jones pero también de la literatura universal (con Julio Verne a la cabeza), estamos ante un filme coreográfico, una montaña rusa que surca mares, desiertos y territorios inhóspitos sin descanso, en un típico plan de acción desenfrenada. Llena de ideas visuales (con fundidos encadenados que de una burbuja pasan a una ciudad, o hacen del desierto un mar furioso), el aire de anacronismo que la surca confirma en todo caso que la película pertenece a otra época, donde el sentido de la aventura no estaba atrofiado por tantos efectos especiales destinados a apabullar al espectador, y donde el cine podía incentivar la fantasía en vez de aplacarla. Por Martín Iparraguirre
La aventura del conocimiento Un estreno fenomenal le puso el broche de oro a un año rico y diverso en lo que hace al séptimo arte: cada vez se ve más y mejor cine en Córdoba, y la llegada de la última película de Werner Herzog a las salas 3-D confirma que estamos en un camino alentador. Grandes obras de cinematografías de todo el mundo se pudieron ver en el circuito de cine alternativo: El hombre que podía recordar vidas pasadas (Apichatpong Weerasethakul), Morir como un hombre (João Pedro Rodrigues), De dioses y hombres (Xavier Beavouis), La vida útil (Federico Veiroj), Misterios de Lisboa (Raúl Ruiz), Le quatro volte (Michelangelo Frammartino) o Poesía para el alma (Lee Chang-dong) demuestran que hubo riesgo y confianza en la calidad. Las salas comerciales también aportaron lo suyo, estrenando películas de Abbas Kiarostami (Copia certificada), Wim Wenders (Pina), Nanni Moretti (Habemus Papam) o hasta del rumano Radu Muntean (Aquel martes después de Navidad), algo hasta hace poco impensable. Por no hablar del cine cordobés, que dio películas para todos los gustos, siempre de buen nivel, aunque tuvo puntos altísimos con Yatasto (Hermes Paralluelo) y De Caravana (Rosendo Ruiz), dos vértices de un fenómeno en franca expansión. Por eso el estreno de La cueva de los sueños olvidados es más una confirmación que una sorpresa: Córdoba se está consolidando como una plaza cinéfila, un refugio secreto para una pasión que no tiene patria ni límites geográficos, pues su hábitat natural es una sala oscura donde se proyecte cine. Quedará mucho por hacer, sin dudas, pero por ahora se puede asistir en dos salas de la ciudad (Dinosaurio de Rodríguez del Busto y Showcase) a un verdadero tratado cinematográfico, a una experiencia en parte nueva para nuestro habitual contacto con el cine, otro modo de ver y explorar el mundo. Porque La cueva de los sueños es mucho más que un filme sobrela Cuevade Chauvet, descubierta en 1994 en el sur de Francia, famosa por albergar las pinturas rupestres más antiguas que haya conocido la humanidad, acaso el testimonio más contundente del impulso artístico (y la naturaleza social) del Homo Sapiens. Porque si bien Herzog no evita reflejar en su película el costado académico del acontecimiento, con diversos testimonios que explican la importancia de los descubrimientos y sus consecuencias, su impulso esencial es bien otro: la aventura de buscar lo desconocido se diría, o la necesidad de restaurar nuestra capacidad de asombro ante el mundo y los seres que lo habitan. Herzog es el cineasta científico por excelencia, precisamente porque es capaz de desacralizar la ciencia y restaurar su impulso esencial, su razón de existir: la necesidad de conjurar lo desconocido y de aprehender el mundo circundante. Es crucial en este aspecto el uso que Herzog hace del 3-D, que ahora sí tiene sentido. El primer plano de la película adelanta una filosofía y una estética: al ras del suelo, en un travelling hacia adelante, Herzog recorre un viñedo que nos llevará hacia la montaña donde se descubrióla Cuevade Chauvet. El uso de la profundidad de campo y de toda la amplitud del plano, que luego combinará con precisos planos detalle, instala ya al espectador en un nuevo paradigma visual, donde la tridimensionalidad sirve para reconstruir con mayor precisión y verosimilitud el mundo que la cámara atrapa, o lo que es lo mismo ofrecer a quien ve la mayor autenticidad posible en su experiencia perceptiva. El filme de Herzog se convierte así en una exploración (y un desafío) de los límites de la cinematografía, ya que secretamente se pregunta por la razón de ser del cine, sobre su capacidad para captar al mundo y sus límites para transmitirlo en toda su amplitud, en todos sus registros (al igual que la ciencia, cuyos límites para comprender el pasado quedan patentes en los diálogos con el cineasta). Por eso emocionan los dibujos que albergan estas paredes antiquísimas, conservadas por el azar (la cueva quedó sellada tras un desprendimiento de la montaña) y compuestos hace más de 33.000 años. No sólo impresionan su nitidez y la calidad de los artistas que los crearon, sino también el impulso vital que revelan, donde Herzog descubre incluso el primer atisbo de la cinematografía: caballos o rinocerontes dibujados contiguamente para simular el movimiento expresan sin dudas una prehistoria de este arte de la reproducción. Pero habrá más, ya que como siempre Herzog pasa todo por su propio ojo lúdico, por su propia mirada, que siempre destila humor y un poco de demencia: descubrirá así el costado excéntrico de los científicos que lo acompañan, explorará sus teorías y obsesiones, se detendrá en hallazgos impresionantes de la cueva pero también saldrá al exterior para descubrir su contexto (y proponer una inquietante reflexión final sobre nuestra especie), e incluso desafiará su propio dispositivo con la inclusión reiterada de música en off o algún sonido incorporado en la postproducción a la película. Lo seguro, en todo caso, es que el espectador difícilmente será el mismo luego de pasar porla Cuevade Chauvet descubierta por Herzog. Por Martín Iparraguirre
El capitalismo en cuestión Los filmes sobre deportes suelen funcionar como una verdadera síntesis -a veces sutil y crítica, otras obscenamente festivas-, de los sistemas económicos y políticos que los albergan, acaso porque es imposible evitar la identificación de uno con otro (ya que el mismo hecho deportivo funciona como la extensión y sublimación de una forma de vida determinada). Lo importante, en todo caso, es que este subgénero suele exponer, problematizar, y hasta pensar (aunque sea indirecta e inconscientemente) sus condiciones de producción: basta citar la famosa línea del personaje de Cuba Gooding Jr. en Jerry Maguire (aquel emblemático “show me the money”, que por cierto le valió un Oscar a su protagonista) para ejemplificar la idea. Una simple frase sintetizaba allí una forma de vivir y practicar el deporte, un ethos no sólo profesional sino también existencial, una forma de estar en el mundo que se aceptaba como natural e indiscutida (aunque la película resaltaba hipócritamente otros valores, como la fidelidad y la amistad). Esta característica constituye además una de las maravillas del cine: su capacidad para contener y pensar al mundo, aún en contra de sus propios creadores. Algo que puede verse en El juego de la fortuna (Moneyball), del norteamericano Bennett Miller, filme elogiado unánimemente por la crítica y que tiene una clara agenda política, que sin embargo es en cierta medida inconsciente. Basada libremente en un hecho real, la película narra una verdadera épica ocurrida en el deporte norteamericano por excelencia, el béisbol. Y la protagoniza un equipo menor de Nueva York, los Oakland Athletics, que al inicio del filme perderá los playoff (partido de eliminación) con el equipo mayor de la ciudad, los New York Yankees, en octubre de 2001: “114 millones de dólares vs 39 millones de dólares” reseña un título antes de mostrar imágenes televisivas reales del evento, en una síntesis perfecta de lo que será el nudo central del conflicto (que por supuesto es más político que económico, ya que se trata de la injusta distribución de los recursos). Lo que veremos a continuación será cómo un hombre, ayudado por un cambio en la filosofía que domina al deporte, intentará patear el tablero y llevar a este equipo chico a ganar el campeonato. Este hombre es Billy Beanne (Brad Pitt, también productor del filme), mannager de los Oakland y ex jugador profesional, que comenzará a contradecir todos los paradigmas que hasta el momento rigieron el funcionamiento del deporte, a partir de una nueva filosofía que encontrará en Peter Brand (Jonah Hill, en otro gran trabajo), jovencísimo graduado en Economía obsesionado con una idea: analizar el juego y a sus protagonistas con un método estadístico, capaz de descubrir potencialidades donde nadie las ve. Así, para suplir el éxodo de las grandes estrellas del equipo que se llevan los clubes importantes, Beanne y Brand propondrán contratar jugadores poco estimados en el circuito (por tanto baratos) pero con un buen promedio de eficiencia, aún a costa de lo que indica el sentido común de los asesores del club. El resultado se desarrollará en toda la película, que curiosamente no se concentrará en los partidos en sí, sino que seguirá obsesivamente a estos dos protagonistas en su lucha por vencer los prejuicios propios y ajenos, y trasladar sus ideas al campo de juego. Formalmente convencional pero al mismo tiempo elegante, con algunos planos secuencia y planos generales que salen de la estética televisiva y publicitaria pero que no logran conjurarla del todo, El juego de la fortuna es como se ha dicho una película rara, que tiene varias particularidades que la desmarcan de las obras típicas del género: dejar la mayoría de los partidos prácticamente en fuera de campo es una, así como también intentar evitar tanto la glorificación de sus protagonistas como los golpes bajos. Que lo consiga a medias es un signo de sus límites, que se verán más claramente en la crítica que ejecuta al sistema, ya que hay una voluntad consciente por explicitar la inhumanidad del negocio, o cómo las personas son canjeadas y tratadas como meras mercancías. Sin embargo, al mismo tiempo la película ostenta una fascinación típicamente norteamericana por el sistema: basta ver la última de las escenas en las que Beanne y Brand ejecutan una compra y venta de jugadores, en lo que pretende ser una jugada maestra, cargada de adrenalina, para comprobar los límites del cine de Miller, incapaz de imaginar otras formas de relación para sus propios jugadores. Acaso el vínculo entre Beanne y su hija, que determinará un gran cierre para la película (con una canción que condensa una opción existencial), funja como un bálsamo en semejante selva, un camino diferenciador para pensar otro mundo posible, pero ése mundo quedará restringido siempre a lo privado, a lo íntimo, mientras afuera el capitalismo salvaje sigue siendo rey indiscutido. El propio Pitt representa por ello un problema: su aura de estrella, el recorrido de su actuación (que comienza como una estampita cool y se va modificando sutilmente en su desarrollo, aunque sin poder despegarse del todo de su fama), es una contradicción para la película, que acaso sintetice sus problemas y virtudes (ya que aquí hay también un riesgo a destacar: Miller intenta mostrar y representar otra cosa con los modelos de aquello que pretende criticar). Por Martín Iparraguirre
Volver a empezar Los últimos días del año cordobés albergan, entre publicidades sobre Navidad o Año Nuevo disfrazadas de películas, a una de las mejores obras argentinas de 2011: Las Acacias, de Pablo Giorgelli, seguramente la más premiada de la temporada pues se llevó galardones en Cannes (Cámara de Oro), San Sebastián, Biarritz, Londres y Bratislava, entre otros festivales del mundo. Filme minimalista en su forma pero temáticamente universal y ambicioso en todos sus órdenes, Las Acacias constituye una sorpresa digna de destacar (se estrenó en una sola sala: Cines Hoyts del Patio Olmos), un bienvenido aire fresco para el cine joven argentino que lo devuelve a sus mejores tradiciones. Su anécdota es tan simple como rica en potencialidades. Un camionero rudo y solitario, de nombre Rubén (Germán Da Silva), tendrá que llevar desde Paraguay hasta Buenos Aires a una mujer llamada Jacinta (Hebe Duarte) y a su pequeña bebé de ocho meses, presentada como Anahí (Nayra Calle Mamani). No es la mejor compañía para él, ya que se trata de un hombre tosco acostumbrado a transitar las rutas del país en silencio y absoluta soledad, pero es un encargo de su patrón, un compromiso ineludible pues consiste en aprovechar el viaje que debe realizar para trasladar un cargamento de troncos de acacias desde Paraguay. El silencio y la parquedad dominarán el primer tramo de la travesía, donde el malhumor de Rubén se verá potenciado por algún que otro llanto del bebé, que encima insiste en escrutarlo con mirada absorta. Pero lentamente, Jacinta comenzará a romper la parquedad de su compañero, ayudada especialmente por la pequeña Anahí, quien sin querer establecerá una relación particular con Rubén. Filme hecho de detalles, el nudo central de Las Acacias estará en las modificaciones interiores que viva Rubén, quien lentamente comenzará a aceptar a la pequeña y su madre, hasta soñar incluso con la posibilidad de un romance. Road movie paradójica y emotiva, el centro de Las Acacias está formando entonces por los sentimientos de sus personajes, y por eso es significativo el modo en que Giorgelli dispone la puesta en escena: sin recurrir nunca a subrayados, diálogos explicativos ni bandas de sonido, apostando en todo momento a la fuerza de la imagen, al silencio y al gesto actoral. Es sobresaliente en este sentido el trabajo con la pequeña Anahí, cuyos ademanes motorizarán los cambios en el ánimo de Rubén, y cuya mirada absorta llegará a catalizar incluso la propia mirada del espectador ante el mundo planteado por Giorgelli. Es por eso también que el director decide concentrarse en la cabina del camión de su protagonista: el plano dominante en toda la película será uno medio que registra, de costado, la relación entre Rubén y sus acompañantes, con los espejos retrovisores funcionando en profundidad de campo para reflejar la interacción de ellos con el mundo circundante (o, si se quiere, su inscripción en el espacio). La intención es concentrarse en esa cabina donde mediante gestos mínimos se narrará un acontecimiento maravilloso, el surgimiento de una amistad entrañable, o quizás del amor. Cuando el registro salga de sus márgenes, Giorgelli confirmará su pericia técnica: el trabajo obsesivo con los encuadres (que por momentos quizás sean demasiado calculados), se repetirá en notables planos generales, que aprovechan a fondo el espacio del plano para mostrar al mundo y narrar su relación con nuestros protagonistas. La primera aparición de Jacinita será, en este sentido, ejemplar (un plano general de una ruta que replica la mirada de Rubén, y la posición de poder de cada personaje en la relación), así como también la secuencia final donde se resuelve (a medias) el conflicto central. También habrá lugar para la belleza intensa en los pocos momentos donde Giorgelli filma la naturaleza (con un trabajo notable en la fotografía de Diego Poleri), aunque ya el plano de apertura de la película será inigualable (un contrapicado donde se filma a contraluz un conjunto de acacias, que están siendo cortadas). Y acaso aquí finque un posible problema en la película de Giorgelli, que entrega sus mejores tramos en la primera mitad y que sutilmente va perdiendo complejidad a medida que avanza la trama (ver, por ejemplo, cómo los espejos dejan de tener funciones narrativas), acaso porque la definición de las situaciones obtura la multiplicidad de significados que se insinuaba al comienzo. El resultado, empero, es un filme pleno de humanidad que ostenta un amor infrecuente por la vida y por el cine. Por Martín Iparraguirre
Ansias de libertad El cuerpo humano y su identidad sexual ha sido uno de los temas cinematográficos del año. Morir como un hombre, la excepcional película del portugués Joao Pedro Rodrigues, fue la que mejor exploró los dilemas de toda persona en relación a su propia materia, o cómo la identidad sexual define un modo de estar en el mundo: la vida de Tonya, la travesti protagonista del filme, constituye el más grande alegato que se pueda imaginar a favor de la libertad individual y el derecho de toda persona a vivir en lo diverso. Humano, libre y feliz, Morir como un hombre ya puede encontrarse en las bateas de los videoclubes, y su recuerdo viene a cuento por otras dos películas de la cartelera actual: La piel que habito, último opus de Pedro Almodóvar, y La peli de Batato, estreno nacional de Peter Pank y Goyo Anchou (que se proyectó en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, por lo que ahora está fuera de cartelera, aunque se repondrá en los Espacios INCAA). Como en la última filmografía del director manchego, La piel que habito es una película formalmente impecable, casi perfecta, pero que al mismo tiempo ostenta una rara frialdad: el modo de relación con sus personajes ha dejado de ser la pasión y el cariño, y la precisión de la puesta en escena amenaza con ahogar todo atisbo de libertad. El Almodóvar moderno se parece a su nuevo protagonista, un reconocido (y desquiciado) científico que ha perdido todo límite moral en su trabajo, al punto de naturalizar la más tenebrosa perversión. La piel que habito es así una de las películas más oscuras (y perversas) de Almodóvar, donde el director consigue radicalizar sus obsesiones y fantasías, aunque la pasión vuelve a estar en cuentagotas. Antonio Banderas compone (con corrección) a ese Frankenstein demencial, herido por un pasado ominoso: el doctor Robert Ledgard, cirujano de profesión, que al comienzo de la película anuncia un descubrimiento notable, la invención de una piel artificial más resistente que la orgánica. Claro que su cobayo es un ser humano, más precisamente Vera (la bellísima Elena Anaya), a quien mantiene secretamente encerrada en una fastuosa mansión en Toledo, y a la que ha sometido a diversos experimentos para modificar su cuerpo y darle la piel más hermosa del mundo. En algún momento, el filme retrocederá en el tiempo para mostrar el pasado de cada quien y entonces se revelará una trama de amor obsesivo, engaño, locura y un plan de venganza ejecutado por el propio Ledgard. A medio camino entre el melodrama, el thriller pasional y el filme de terror, La piel que habito es una obra desmedida pese a su contención: una pieza capaz de mostrar al Almodóvar más virtuoso y al más oscuro y problemático al mismo tiempo; un demiurgo obsesionado con sus propias fantasías y con la pulcritud de sus formas, pero que se desentiende de lo que pone en escena, o que al menos no es capaz de contextualizar ni problematizar los fenómenos que representa. Todo lo contrario ocurre en La peli de Batato, que aborda con inusual calidez y humanidad la vida y obra de Walter Batato Barea, figura emblemática de la primavera democrática de los años ’80 en Argentina, héroe fundacional de la contracultura y el underground porteño, arrojado con los años a un insólito olvido. Clown, poeta, travesti, performer y sobre todo libertario, Batato Barea es incluso hoy un mito inclasificable, un ser en eterna expansión que hizo del arte un modo de existencia: Peter Pank (amigo y seguidor de Batato) y Goyo Anchou salen a buscar esa figura evanescente y la encuentran en un relato múltiple que se construye a través de la memoria íntima de ellos mismos, de archivos documentales y de múltiples testimonios que intentan dilucidar a Batato. Que nadie, ni la propia película, lo consigan del todo revela la dimensión desmedida del personaje, su cualidad absolutamente peculiar e irrepetible. Así como también la honestidad de la propuesta, que no busca agotar su objeto: al contrario, lo que buscan y consiguen Punk y compañía es relacionar a Batato con su tiempo histórico -al que acaso supo descifrar (y representar) como ningún otro-, y con el presente que vivimos, poniéndolos en diálogo sin forzar lecturas predeterminadas. El resultado es un filme que no sólo reivindica la herencia cultural de Batato, sino que se constituye en un desafío para nuestros contemporáneos (¿cómo entender el arte luego de ver a Batato Barea?). Un filme capaz (como aquel de Joao Pedro Rodrigues) de contagiar esas ansias de libertad que acaso constituyan la naturaleza más profunda de la especie humana. Por Martín Iparraguirre
Ansias de libertad El cuerpo humano y su identidad sexual ha sido uno de los temas cinematográficos del año. Morir como un hombre, la excepcional película del portugués Joao Pedro Rodrigues, fue la que mejor exploró los dilemas de toda persona en relación a su propia materia, o cómo la identidad sexual define un modo de estar en el mundo: la vida de Tonya, la travesti protagonista del filme, constituye el más grande alegato que se pueda imaginar a favor de la libertad individual y el derecho de toda persona a vivir en lo diverso. Humano, libre y feliz, Morir como un hombre ya puede encontrarse en las bateas de los videoclubes, y su recuerdo viene a cuento por otras dos películas de la cartelera actual: La piel que habito, último opus de Pedro Almodóvar, y La peli de Batato, estreno nacional de Peter Pank y Goyo Anchou (que se proyectó en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, por lo que ahora está fuera de cartelera, aunque se repondrá en los Espacios INCAA). Como en la última filmografía del director manchego, La piel que habito es una película formalmente impecable, casi perfecta, pero que al mismo tiempo ostenta una rara frialdad: el modo de relación con sus personajes ha dejado de ser la pasión y el cariño, y la precisión de la puesta en escena amenaza con ahogar todo atisbo de libertad. El Almodóvar moderno se parece a su nuevo protagonista, un reconocido (y desquiciado) científico que ha perdido todo límite moral en su trabajo, al punto de naturalizar la más tenebrosa perversión. La piel que habito es así una de las películas más oscuras (y perversas) de Almodóvar, donde el director consigue radicalizar sus obsesiones y fantasías, aunque la pasión vuelve a estar en cuentagotas. Antonio Banderas compone (con corrección) a ese Frankenstein demencial, herido por un pasado ominoso: el doctor Robert Ledgard, cirujano de profesión, que al comienzo de la película anuncia un descubrimiento notable, la invención de una piel artificial más resistente que la orgánica. Claro que su cobayo es un ser humano, más precisamente Vera (la bellísima Elena Anaya), a quien mantiene secretamente encerrada en una fastuosa mansión en Toledo, y a la que ha sometido a diversos experimentos para modificar su cuerpo y darle la piel más hermosa del mundo. En algún momento, el filme retrocederá en el tiempo para mostrar el pasado de cada quien y entonces se revelará una trama de amor obsesivo, engaño, locura y un plan de venganza ejecutado por el propio Ledgard. A medio camino entre el melodrama, el thriller pasional y el filme de terror, La piel que habito es una obra desmedida pese a su contención: una pieza capaz de mostrar al Almodóvar más virtuoso y al más oscuro y problemático al mismo tiempo; un demiurgo obsesionado con sus propias fantasías y con la pulcritud de sus formas, pero que se desentiende de lo que pone en escena, o que al menos no es capaz de contextualizar ni problematizar los fenómenos que representa.
Manipulación y libertad Toda narración es un diálogo en potencia, y como tal se estructura en base a la información: la virtud, la ética y honestidad de una obra se definen por el modo en que nos es suministrada por el narrador, en este caso el director. Los géneros clásicos del cine estructuraron formas canónicas de brindar o esconder información relevante para el espectador, quien a partir de ella puede interpretar (y reaccionar a) la obra proyectada en la pantalla. Y el policial es uno de los ejemplos más acabados de un género, ya que fue capaz de construir un universo propio con sus leyes y posibilidades, que incluso contiene otros universos con sus propias reglas, como el policial negro. Aún así, el director tendrá siempre espacio para influir sobre la puesta en escena: él es quien la define y a partir de ella decide cómo será el diálogo con el espectador, qué información le brindará, qué espacio dejará para que construya sentidos; allí reside precisamente su responsabilidad. La hora del crimen (La doppia ora en el original), ganadora del premio a Mejor Película Italiana en el último Festival de Venezia, ilustra como pocas este problema: su guión, toda su trama, se basan únicamente en el ocultamiento de información al espectador, y el resultado es contraproducente. El problema no es la ambigüedad que pueda generar (al contrario, ella es siempre bienvenida porque estimula la multiplicación de significados) sino la manipulación lisa y llana, o incluso cierta voluntad por engañar sistemáticamente a su destinatario, de ningunearlo y tratarlo como a un títere silente, incapaz de participar del convite. La opera prima del italiano Giuseppe Capotondi se transforma así en un filme superficial y tramposo, que termina desvalorizando aquello que supuestamente intentaba narrar, una historia de amor trágica al estilo de los viejos clásicos. Su protagonista es una mucama de un hotel de lujo, una inmigrante lituana llamada Sonia (Ksenia Rappoport, en un gran trabajo), que al inicio será testigo involuntaria de un suicidio, aunque el episodio quedará fuera de campo tanto para nosotros como para ella (con lo que la puesta ya anticipa lo que será la propuesta del filme). La narración retrocederá al momento en que Sonia conoció a Guido (Filippo Timi, aquél Mussolini de Vincere), un apesadumbrado guardia de seguridad que aún pena por su esposa fallecida, en un típico programa de citas masivas. Será el inicio de un apasionado romance, entre dos almas solitarias y necesitadas de afecto. Pero lo imprevisto no tardará en surgir cuando Guido invite a Sonia a la mansión que cuida: un beso y una distracción bastarán para que llegue la tragedia. Un grupo de ladrones irrumpirá y se llevará no sólo la valiosa colección de obras de arte que tiene el lugar, sino que también atacará a la pareja. Ella resultará herida, él será muerto. Claro que este no es más que el verdadero inicio de la película, ya que a partir de aquí comenzarán a sucederse las sorpresas y las vueltas de tuerca del guión, en un continuo juego de engaños y revelaciones, donde la intensión final es que no sepamos bien quién es quién, o si lo que vemos es la realidad o alguna fantasía alucinada. Con cierta elegancia formal, Capotondi orquesta su puesta en base a planos cerrados sobre los rostros para sugerir la ambigüedad de sus personajes: sólo la gran actuación Rappoport (protagonista de La desconocida, con la que esta película guarda varios puntos en común) y, en menor medida, Timi, sostienen una narración que por su propia lógica debería sucumbir antes. Pero el problema es la insistencia en el mecanismo (lo que revela la soberbia del director, y sus limitaciones): luego de que se devele el primer engaño, Capotondi volverá a plantear la misma disyuntiva, y la narración entrará en una espiral que la llevará a vaciarse de contenido. El uso del fuera de campo no será ya sugestivo, y el planteamiento formal se quedará estancado en esos planos cerrados, como si no encontrara otras herramientas cinematográficas, o como si no se animara a salir al mundo, temiendo acaso despegarse de su protagonista, que concentra toda la tensión. Claro que, cuando la manipulación ya se haga tan evidente, ese suspenso habrá perdido calidad y atractivo: los mismos juegos del director habrán conspirado en su contra (Capotondi llega incluso adelantar el final de la película), ahogando todo espacio de libertad para el espectador, que es el único modo en que puede participar de la trama. Por Martín Iparraguirre
El hombre, en sus circunstancias Un pequeño gran filme del cine rumano sobrevive milagrosamente en la cartelera cordobesa, únicamente en los cines Showcase (en dos horarios, a las 15:25 y 20, más el trasnoche los viernes y sábados), y aún así se justifica dedicarle estos párrafos por encima incluso de la última obra de otro autor más conocido y respetado, el español Pedro Almodóvar (que ha vuelto, con La piel que habito, a mostrar el costado más frío, perfeccionista y oscuro -hasta la perversión- de su cine). Pero Aquel martes después de Navidad, del rumano Radu Muntean, es uno de los filmes del año, y vale la pena rescatarlo del anonimato al que lo condena una política programadora mezquina y uniforme, que rara vez piensa en dar oportunidad a un cine que no sea norteamericano, por más méritos que tenga (próximamente, el filme se estrenará además en el Cine Teatro Córdoba). Pero si de méritos hablamos, el cine rumano tiene para hacer dulce: filmes como La noche del señor Lazarescu, Bucarest 12:08 o Policía, adjetivo, han posicionado a esa cinematografía como una de las más vivas, rigurosas y sorprendentes de la escena contemporánea. Presentada en la sección Un Certain Regard de Cannes 2010, ganadora de un premio en Mar del Plata ese mismo año, la cuarta película de Muntean no hace más que confirmar que la sentencia va más allá de toda moda o capricho: algo está pasando en ése pequeño país del este, y vale prestarle atención. Claro que Aquel martes se parece y al mismo tiempo se distancia de sus predecesoras, sobre todo porque decide trasladar la acción a la más profunda intimidad que se pueda imaginar, mientras aquellas hacían de lo público (sea que trataran la historia rumana o de su herencia en la burocracia institucional) su tema predilecto, aún en la noche del pobre Lazarescu, acaso con la que más contactos tiene. Pero si miramos bien, estas películas comparten una capacidad infrecuente para explorar la intimidad de sus personajes, a partir de un posicionamiento estético y formal que permite la revelación de ése ámbito existencial en toda su complejidad (y que lo relaciona con el mundo que lo circunda y lo constituye). Aquí, en todo caso, Muntean disecciona con la misma precisión con la que sus pares (Cristi Puiu y Corneliu Poromboiu) desarmaban los discursos sobre las instituciones o la historia, el drama de un matrimonio en crisis, desatado a partir del dilema que vivirá uno de sus miembros, enamorado de una tercera persona. Compuesto totalmente por planos medios fijos sobre su eje, la escena de apertura mostrará a Paul (Dragos Bucur) y Raluca (Maria Popistasu) desnudos en su cama, jugando como adolescentes ena-morados. La secuencia siguiente develará la realidad de Paul, un banquero casado con Adriana (Mirela Oprisor), con quien tiene una hija de unos diez años. Es tiempo de Navidad y ambos se encargan de comprar y dilucidar los regalos de toda la familia: este plano bastará para instalar una disrupción en las expectativas del espectador. Y es que Paul y Adriana no se odian, más bien al contrario, se trata de un matrimonio algo aplastado por la rutina pero donde el amor pervive. Con un virtuosismo y una austeridad notables, Muntean irá revelando progresivamente la complejidad de esa cotidianeidad que ha entrado secretamente en crisis, y cómo nuestros protagonistas enfrentan una circunstancia tan extraordinaria como natural, pues se trata de la frágil condición humana. Habrá picos de tensión: cuando Paul no pueda evitar un encuentro entre su amante y su esposa, y cuando finalmente confiese la verdad a Adriana, una escena magistral que hará estallar toda la tensión contenida en la película y expresará la verdadera dimensión del drama. De una rigurosidad imperturbable, Muntean no apelará a golpes de efecto para intensificar la emoción: la música extradiegética estará siempre ausente, así como también las resoluciones catárticas típicas de los melodramas. El drama se construye (y se resuelve) aquí a partir de los detalles, a partir de la extraordinaria performance de los actores y sobre todo desde un planteamiento formal que permite al espectador habitar el espacio y el mundo que contiene: los encuadres amplios, la profundidad de campo, la ubicación de los actores en el plano irán adquiriendo mayor significación con el avance del conflicto, y la resolución final será una lección de cine, donde se podrá leer la situación íntima de cada protagonista en el mismo plano. Cuando aparezca la música, en los títulos, será tan austera como el resto de la película, y ahora sí servirá para dejar una tan legítima como mínima esperanza. Por Martín Iparraguirre
Los problemas de la fe La fe religiosa, aquella virtud por la que “el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5), ha sido curiosamente el tema de las mejores películas estrenadas el fin de semana, justo cuando los argentinos protagonizaron también, a su modo, otro acto indubitable de fe (aunque en este caso colectivo y político). De dioses y de hombres, la magnífica obra de Xavier Beauvois, se introduce como pocas películas en los misterios de la creencia divina y aborda con suprema honestidad (y respeto) las formas de la vida monástica. A partir de una tragedia real ocurrida en Argelia en 1996 (en la que un grupo de monjes misioneros franceses fueron secuestrados por fundamentalistas islámicos), Beauvois recrea con lucidez y precisión la vida cotidiana de estos curas trapenses entregados a la contemplación divina, la vida humilde y la ayuda al prójimo, componiendo un filme que sobre todo analiza la condición íntima del ser religioso. Estrenado en el Cine del Teatro Córdoba, que este año volvió a constituirse en un faro imprescindible para la cinefilia cordobesa, el filme estará fuera de cartelera cuando esta nota llegue al lector, por lo que más vale recomendársela para que la busque en el circuito alternativo (o en los videoclubes de culto) y concentrarse en la otra película en cuestión. Que se trata nada menos que de Habemus Papam, también conocida como El psicoanalista del Papa, último opus de Nanni Moretti, uno de los pocos directores italianos contemporáneos que pueden ser considerados como un autor, con una obra absolutamente personal en continuo movimiento, algunos dirían en continua evolución. Esta vez, el otrora joven irredento de Moretti se introduce en la intimidad del Vaticano, institución suprema del catolicismo, cargada de mitos y significados contradictorios, y por eso mismo tan atractiva para un director como el italiano. Contra lo que pueden suponer sus seguidores, sin embargo, Moretti no compondrá una embestida mortal contra tan añeja institución, sino que hará algo tal vez más inteligente y sutil: una pequeña sátira libertaria sobre los mitos que sostienen la base política y filosófica de tamaña institución. Las imágenes que abren la película son reales e iconográficas. Una multitud se ha congregado en la explanada del Vaticano, pues ha muerto un Papa y es tiempo de una nueva unción. El pueblo espera ansioso conocer a su nuevo guía espiritual, que se supone es designado indirectamente por Dios a partir del voto de los cardenales de todo el mundo. Inmediatamente, Moretti se introducirá en el cónclave cardenalicio, donde los postulantes repetirán internamente un curioso ruego: “por favor, no me elijas a mí, que yo no resulte elegido”. Lo cierto es que, tras varias ideas y vueltas, el milagro se producirá y será electo uno de los candidatos menos pensados, el humilde e introspectivo Melville (un Michel Piccoli en estado de gracia), que por supuesto resultará abrumado por la noticia. Tanto, que cuando tenga que salir al famoso balcón de la piazza San Pedro sufrirá un ataque de pánico, una crisis que le impedirá enfrentar ése escenario y lo hará dudar sobre aceptar el mandato. Estupefactos, los cardenales apelarán a un psicólogo: el propio Moretti entrará en acción aunque las condiciones que le imponen los religiosos (no puede preguntar sobre su infancia, su madre, sus traumas o siquiera sus deseos) obstaculizarán su labor. Lo cierto es que Melville logrará escaparse de incógnito del Vaticano, donde el psicólogo quedará recluido con los cardenales departiendo sobre las contradicciones entre ciencia y religión, jugando a las cartas o incluso encarando un paródico campeonato de vóley. Mientras, Melville empezará a redescubrirse a sí mismo en las calles de Roma, donde retomará un viejo amor olvidado por el teatro. Sátira amable y sutilmente política, Habemus Papam no enfoca sus dardos en la institución vaticana en sí sino en las creencias que la sostienen: su protagonista no desafía un mandato burocrático sino divino, y en la de-sición de privilegiar su voluntad (y en el redescubrimiento de su deseo) está la gran transgresión de la película. El resto, es puro juego de Moretti: el humor es siempre la forma de relación con sus personajes y tramas, aunque ahora lo haga más desde la parodia amable, lúdica e incluso cándida (ver el retrato de los cardenales) que de la crítica ácida y directa. Pero vale no engañarse: la secuencia final revelará el verdadero golpe escondido en la película, y su carácter eminentemente libertario y desmitificador.
Los problemas de la fe La fe religiosa, aquella virtud por la que “el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5), ha sido curiosamente el tema de las mejores películas estrenadas el fin de semana, justo cuando los argentinos protagonizaron también, a su modo, otro acto indubitable de fe (aunque en este caso colectivo y político). De dioses y de hombres, la magnífica obra de Xavier Beauvois, se introduce como pocas películas en los misterios de la creencia divina y aborda con suprema honestidad (y respeto) las formas de la vida monástica. A partir de una tragedia real ocurrida en Argelia en 1996 (en la que un grupo de monjes misioneros franceses fueron secuestrados por fundamentalistas islámicos), Beauvois recrea con lucidez y precisión la vida cotidiana de estos curas trapenses entregados a la contemplación divina, la vida humilde y la ayuda al prójimo, componiendo un filme que sobre todo analiza la condición íntima del ser religioso. Estrenado en el Cine del Teatro Córdoba, que este año volvió a constituirse en un faro imprescindible para la cinefilia cordobesa, el filme estará fuera de cartelera cuando esta nota llegue al lector, por lo que más vale recomendársela para que la busque en el circuito alternativo (o en los videoclubes de culto) y concentrarse en la otra película en cuestión. Que se trata nada menos que de Habemus Papam, también conocida como El psicoanalista del Papa, último opus de Nanni Moretti, uno de los pocos directores italianos contemporáneos que pueden ser considerados como un autor, con una obra absolutamente personal en continuo movimiento, algunos dirían en continua evolución. Esta vez, el otrora joven irredento de Moretti se introduce en la intimidad del Vaticano, institución suprema del catolicismo, cargada de mitos y significados contradictorios, y por eso mismo tan atractiva para un director como el italiano. Contra lo que pueden suponer sus seguidores, sin embargo, Moretti no compondrá una embestida mortal contra tan añeja institución, sino que hará algo tal vez más inteligente y sutil: una pequeña sátira libertaria sobre los mitos que sostienen la base política y filosófica de tamaña institución. Las imágenes que abren la película son reales e iconográficas. Una multitud se ha congregado en la explanada del Vaticano, pues ha muerto un Papa y es tiempo de una nueva unción. El pueblo espera ansioso conocer a su nuevo guía espiritual, que se supone es designado indirectamente por Dios a partir del voto de los cardenales de todo el mundo. Inmediatamente, Moretti se introducirá en el cónclave cardenalicio, donde los postulantes repetirán internamente un curioso ruego: “por favor, no me elijas a mí, que yo no resulte elegido”. Lo cierto es que, tras varias ideas y vueltas, el milagro se producirá y será electo uno de los candidatos menos pensados, el humilde e introspectivo Melville (un Michel Piccoli en estado de gracia), que por supuesto resultará abrumado por la noticia. Tanto, que cuando tenga que salir al famoso balcón de la piazza San Pedro sufrirá un ataque de pánico, una crisis que le impedirá enfrentar ése escenario y lo hará dudar sobre aceptar el mandato. Estupefactos, los cardenales apelarán a un psicólogo: el propio Moretti entrará en acción aunque las condiciones que le imponen los religiosos (no puede preguntar sobre su infancia, su madre, sus traumas o siquiera sus deseos) obstaculizarán su labor. Lo cierto es que Melville logrará escaparse de incógnito del Vaticano, donde el psicólogo quedará recluido con los cardenales departiendo sobre las contradicciones entre ciencia y religión, jugando a las cartas o incluso encarando un paródico campeonato de vóley. Mientras, Melville empezará a redescubrirse a sí mismo en las calles de Roma, donde retomará un viejo amor olvidado por el teatro. Sátira amable y sutilmente política, Habemus Papam no enfoca sus dardos en la institución vaticana en sí sino en las creencias que la sostienen: su protagonista no desafía un mandato burocrático sino divino, y en la de-sición de privilegiar su voluntad (y en el redescubrimiento de su deseo) está la gran transgresión de la película. El resto, es puro juego de Moretti: el humor es siempre la forma de relación con sus personajes y tramas, aunque ahora lo haga más desde la parodia amable, lúdica e incluso cándida (ver el retrato de los cardenales) que de la crítica ácida y directa. Pero vale no engañarse: la secuencia final revelará el verdadero golpe escondido en la película, y su carácter eminentemente libertario y desmitificador.