Una fábula para desprevenidos El trono del consenso suele ser la tumba del cine: Hollywood, y especialmente su mayor vidriera mundial (los Premios Oscar), configura un sistema casi perfecto de construcción y canonización del consenso, en el que no se deja mucho espacio a la discusión, la sorpresa, el riesgo o el azar, y por tanto tampoco al cine. Se trata de un sistema que se justifica bajo una cínica concepción de la democracia: no sólo porque un jurado de más de seis mil votantes (los miembros de la Academia de Ciencias Cinematográficas, encargados de elegir a los ganadores) no garantiza otra cosa más que un consenso ruin y ficticio, pues no es fruto de ningún debate ni promueve reflexión alguna, sino también porque las películas no se enfrentan en igualdad de condiciones a ellos (basta citar la marginación del cine no inglés del palmarés mayor para comprobarlo). Lo único que garantiza el Oscar es la perpetuación de un tipo de cine bien específico, donde el llamado séptimo arte queda reducido a un mero cálculo matemático, una simple fórmula para garantizar dividendos. El discurso del rey, la máxima ganadora del domingo, se convierte así en una elección absolutamente coherente, pues se trata de una película calculada al milímetro para agradar a la mayor cantidad de gente posible. Exponente de un tipo de cine “de diseño”, donde la puesta en escena parece haber sido construida con parámetros típicos de la publicidad (y de su clase de diseño concomitante), el filme de Tom Hooper (ganador a su vez del premio a Mejor Director) confirma por un lado la fascinación que la realeza británica ejerce sobre Hollywood, que acaso la ve como un espejo de sí mismo, y por el otro los fuertes límites que tiene el mainstream para enfrentarse con honestidad al mundo en que vivimos. Timorata e insípida, la película no arriesga nada: su mayor desafío pasa por mostrar al futuro rey Jorge VI (Colin Firth, ganador de su Oscar respectivo) insultando, algo que tangencialmente revela la mirada colonial que tiene de la realeza. Se trata de un filme que reverencia impúdicamente a la monarquía, una de las instituciones más anacrónicas del mundo contemporáneo, a la que Hooper y compañía idolatran cual súbditos de otra era. La anécdota es seguramente por todos conocida: el príncipe Albert, duque de York (que luego asumió como Jorge VI), enfrenta aquí el estigma de toda su vida, su tartamudez. Un nuevo invento ha venido a cambiar al mundo, y su propio padre se lo advierte: “Para ser rey ya no basta con ponerse uniforme militar y pasearse montado a caballo; ahora hay que saber actuar”. Corren los años 30 y la radiofonía anticipa el advenimiento de una nueva era, donde la realeza dejará de estar en un limbo intocable, y deberá salir a interactuar con su pueblo. Por suerte para Albert, el primer sucesor al trono es su hermano Eduardo (Guy Pearce), aunque su propio padre, el severo rey Jorge V (Michael Gambon), le advertirá que alguna vez él deberá hacerse cargo del trono, pues la vida relajada de su primogénito no augura buenas expectativas. Secundado por su esposa, la firme y determinada Elizabeth (Helena Bonham Carter), Albert buscará los más diversos tratamientos para su tartamudez, que se acrecienta a niveles inmanejables en discursos públicos, hasta que de con el heterodoxo especialista Lionel Logue (Geoffrey Rush), un frustrado actor que se terminará convirtiendo prácticamente en su terapeuta. El eje del filme pasará entonces por la relación entre éstos dos hombres de universos absolutamente diferentes, aunque como toda película de su especie El discurso… se esfuerza ostensiblemente por resaltar la “humanidad” de su principal protagonista, quien en algún momento deberá hacerse cargo del trono cuando su hermano corra detrás de su novia estadounidense, justo en los albores de la Segunda Guerra Mundial. Políticamente cínica e históricamente tramposa, El discurso del rey no sólo esquiva los costados oscuros de sus personajes (e incluso se esfuerza por mostrar a los miembros de la realeza británica como mediadores ecuánimes entre la demencia del nazismo y el “abismo del proletariado”), sino que hacia el final compone además una elegía de la monarquía; fruto de una fascinación que se traslada también a su propuesta formal y estética, con encuadres calculados al milímetro (que muestran ostentosamente su vocación “artística”), planos-contraplanos que revelan una lógica casi televisiva, decorados expresionistas que intentan impactar por su detalle, una esforzada reconstrucción de época, unos pocos planos secuencia que sí logran transmitir la experiencia de su protagonista, y una banda de sonido que intenta asegurar el impacto emocional de sus secuencias. El mayor golpe está, empero, en la apuesta por la comedia, que principalmente se nutre de la relación entre el futuro rey y su terapeuta, con momentos que rayan la ridiculez, pero al mismo tiempo aseguran la humanización del protagonista (y por tanto la llegada al espectador), y que indirectamente confirman la burda banalización de todo el asunto, reducido a una mera fábula de superación. Por Martín Iparraguirre
Deseo y represión El cine argentino viene teniendo un año extraño: empezó llevándose el Oscar a la Mejor Película Extranjera con El Secreto de sus ojos, y sobre todo se destacó en el Festival de Cannes, con la performance de Carancho en la Competencia Oficial y de Los Labios (del cordobés Santiago Loza) premiada en la Sección Un Certain Regard. Pero a pocos meses de que éste agitado 2010 llegue a su fin, en realidad no puede decirse que haya sido un año destacado para el cine nacional (como sí lo fue a nivel mundial), al menos si lo comparamos con los inmediatamente precedentes: hasta ahora no hubo grandes sorpresas, ni tampoco alguna revelación que maraville a los críticos; aunque sí existieron películas que confirmaron el talento de ciertos autores ya consagrados (Israel Adrián Caetano con Francia, el citado Pablo Trapero con Carancho, y sobre todo Loza, que acaso se terminó de consagrar con el estreno de dos películas más: Rosa Patria y La invención de la carne), y algunas (pocas) novedades que ratificaron la vitalidad de la juventud argentina (La Tigra, Chaco, Por tu culpa, Rompecabezas, entre otras). Tal vez, la incomodidad se deba a un viejo vicio de los críticos, que nos lleva a esperar siempre grandes descubrimientos: 2010 no será seguramente el año de las sorpresas, pero sí hubo buen cine, con algunas películas que seguramente quedarán en las listas del recuerdo. Una de ellas puede ser La mirada invisible, tercer opus del ecléctico Diego Lerman (autor de las muy diferentes Tan de repente y Mientras tanto), basado libremente en la novela Ciencias Morales, de Martín Kohan, y que acaba de estrenarse en diferentes salas de nuestra ciudad. Clásica y política, la película es una inteligente reconstrucción del imaginario cultural que dominó a la sociedad argentina en la última dictadura militar, a partir de un caso particular que funciona como ejemplo micropolítico de un orden mayor, aquél que emanaba de los mandos militares. Es, también, un estudio indirecto del poder, tanto en su funcionamiento institucional como en un su asimilación por parte de los sujetos que componen ésa institución (que además es emblemática: la escuela), y de los comportamientos perversos que genera su ejercicio despótico. Su eje absoluto es la actriz Julieta Zylberberg (en una actuación consagratoria), que interpreta a un personaje que hace carne las contradicciones de época: su mente y su cuerpo están disociados en una lucha descarnada entre la represión impuesta por un orden que tiene naturalizado, que ha asimilado acríticamente, y el deseo que siente surgir de adentro de su ser. No se trata, por cierto, de cualquier época ni de cualquier escuela: es marzo de 1982, un mes antes del inicio de la Guerra de Malvinas, en el Colegio Nacional Buenos Aires, asimilado naturalmente por su máxima autoridad a la Nación entera (“de aquí salió el fundador de la Patria: Bartolomé Mitre”, afirma al inicio del filme). La preceptora María Teresa (Zylberberg) intenta acatar fervientemente las instrucciones de su superior, el señor Biasutto (Osmar Núñez), un convencido de que la “guerra” contra la izquierda aún no terminó, ya que falta eliminar al “germen de la subversión” en la juventud (las alegorías biológicas para describir a la sociedad fueron una constante del discurso dictatorial, algo respetado mucho por Lerman desde el guión, a pesar de que a veces suene como sobre explicativo). Su tesis es simple: los preceptores deben convertirse en una suerte de vigilantes permanentes (emulando el Panóptico de Foucault), capaces de ver todo en todo momento, ya que la mínima transgresión puede despertar la amenaza dormida en los estudiantes. Semejante idea llevará a María Teresa a obsesionarse con una sospecha: que hay alumnos que fuman en el baño. Y emprenderá una investigación que la llevará a esconderse en los gabinetes de los baños masculinos para descubrir a los infractores, aunque en el fondo la mueve otra razón, pues María Teresa siente una creciente atracción por un estudiante en particular. Profundamente reprimida, nuestra protagonista comenzará a desarrollar en estricto secreto una fuerte fijación con el objeto de su deseo, mientras el señor Biasutto intentará al mismo tiempo cortejarla. La irrupción de la realidad en este orden ficticio, absolutamente hipócrita, será por supuesto catastrófico. El oficio de Lerman se encuentra en los detalles: miradas furtivas que revelan los deseos reprimidos, una reconstrucción de época precisa, enfatizada en los objetos y los escenarios (pese a que no le permitieron filmar en el Colegio Nacional, la locación es un personaje central en la película), y sobre todo una utilización virtuosa del fuera de campo (que tendrá su clímax al final, con los títulos de crédito, cuando aparezca una siniestra Plaza de Mayo colmada de gente vivando a la dictadura, documentos reales que muestran a Leopoldo Galtieri desafiando a los ingleses y a los argentinos respaldando su locura). Gran parte del mérito se debe también a Zylberberg, cuyo rostro es inspeccionado insistentemente por una cámara que además no desdeña la elegancia, y consigue reflejar en planos generales y planos secuencia el espacio existencial de los protagonistas, ése colegio que parece una manifestación material del orden represivo que los subyuga. Un orden despótico y asesino que aún hoy sigue encontrando ecos en la sociedad argentina (pues ¿cuánta diferencia hay entre esa visión demencial de la juventud y las reacciones que hoy se ven en los medios y los políticos ante las protestas de los estudiantes?). Vale la pena resaltar, al fin, otro estreno de la semana: Las hierbas salvajes, del gran Alain Resnais, filme que seguramente estará entre lo mejor del año, y que nos comprometemos a comentar la próxima semana si logra la odisea de continuar en cartelera. Por Martín Ipa
Los laberintos de la tecnología La primera mitad del año cinematográfico terminó con el estreno del último tanque de la gran promesa blanca de Hollywood: el británico Christopher Nolan, realizador de Memento y la nueva serie de Batman. Se trata de un director paradigmático por el momento que vive el cine mundial, que acaso pueda considerarse como el heredero natural de una de las tradiciones más fuertes de Hollywood (aquella encarnada por Steven Spielberg y George Lucas), a pesar del prestigio artístico que ha logrado su obra. Y es que, como ya lo insinuaran en sus comentarios críticos como Luciano Monteagudo o Roger Koza, la última película de Nolan no hace más que confirmar los límites de su cine: se trata de un arte concebido según los cánones de Hollywood, que ve al cine simplemente como un producto para la venta. Y El Origen (Inception en el original) no es más ni menos que eso. Supuesta exploración en clave pop del mundo de los sueños (o del cine como espejo natural de lo onírico), el filme es también una muestra cabal de un vicio de época, relacionado a las grandes posibilidades que brinda la tecnología digital: aquél de poner todo el empeño en grandes efectos especiales, monumentales construcciones digitales que quiten el aliento, olvidándose al mismo tiempo de lo más básico, la sustancia de los filmes. Escrita por el propio Nolan, hay que aclarar empero que no se trata de un filme simple, más bien lo contrario. El problema es que el director termina perdido en sus mundos de fantasía, y sólo consigue banalizar aquellos grandes planteos temáticos que su película insinuaba. Psicológicamente primaria, El Origen tiene un eje central que recuerda (o emula) aquella elogiada propuesta de Matrix (aunque sus “inspiraciones” y “homenajes” son muchos más, a veces muy obvios, y van desde Kubrick o Philip K. Dick hasta Michel Gondry): problematizar al extremo nuestra percepción de la realidad, al punto de no poder discernirla de la fantasía. En este caso, porque el escenario básico de acción son los sueños, pues nuestro protagonista, de nombre Dom Cobb (Leonardo Di Caprio), es un experto en espionaje industrial que gracias a una tecnología particular y a un equipo de especialistas puede introducirse en los sueños de los empresarios y robarles sus secretos e ideas más preciadas. El conflicto central sobrevendrá cuando Cobb sea contratado por una de sus víctimas (el japonés Ken Watanabe) para una misión muy diferente: introducir una nueva idea en la mente de un joven heredero de una inmensa corporación energética, con el objetivo de que decida dividir la compañía y truncar su crecimiento. La misión no sólo es complicada por el nivel de complejidad que requiere (básicamente, llegar a lo más profundo del inconciente de la víctima, donde un error puede dejar atrapados a todos en un limbo) sino también por los problemas que sufre el propio Cobb, que a su vez es acosado en los sueños por el recuerdo de su mujer muerta (Marion Cotillard), un personaje que suele interferir en sus misiones para sabotearlas. Claro que la recompensa que recibirá Cobb vale el riesgo, ya que le permitirá volver a reunirse con sus hijos en Estados Unidos, donde tiene una orden de captura por el supuesto asesinato de su mujer. Si el esquema parece complicado, Nolan se encargará en cada tramo de explicar absolutamente todo desde los diálogos, simplificando cada vez más su propuesta, al punto de que los dilemas filosóficos queden reducidos a meras lecturas psicológicas de manual. Acaso por eso lo mejor de la película esté en su apertura, donde reina la incertidumbre, mientras que su última hora (de sus 148 minutos), que debería ser la más compleja porque la acción se desarrolla simultáneamente en tres niveles distintos del subconsciente, termina desnudando la elementariedad del filme: no estamos ante una exploración lúcida (ni siquiera lúdica) de los mecanismos de la mente humana, sino ante la más convencional película de acción estilo Misión Imposible o cualquiera de James Bond, que ni siquiera está a la altura de la probada capacidad narrativa de Nolan. Por Martín Ipa
Una experiencia religiosa El tiempo de las vacaciones infantiles ya llegó y las carteleras cinematográficas de los grandes complejos presentan un panorama desalentadoramente monótono, dividido entre el oscurantismo frívolo y pretenciosamente pop de Eclipse, y el melodrama telenovelesco de La última canción (hasta ahora lo único que se salva es la tercera parte de Toy Story). Ambos filmes constituyen extraños (y perversos) modelos de vida para los adolescentes e infantes modernos, cuya subjetividad se ve bombardeada por imágenes de cuerpos esculturales, rostros similares y conciencias vacías, absolutamente desligadas del mundo en que vivimos. Se trata de una educación cinematográfica y también política para nada inocente, que va moldeando un tipo de conciencia específica, capaz de contemplar un solo gusto y de concebir un único estilo de vida, por más que las realidades de este sur del mundo sean inconmensurablemente distintas. Lo cierto, en todo caso, es que los desvelos y las realidades de la vida adolescente suelen estar bien lejos de lo que reflejan estos filmes, por más hegemonía cultural hollywoodense que exista en el mundo. Así como que el buen cine no se suele encontrar en los grandes complejos cinematográficos. Para muestra, basta reparar en el tercer estreno de la semana, presentado únicamente en el Cine Teatro Córdoba de la calle 27 de abril (por lo que ya se encuentra fuera de cartelera, aunque próximamente se podrá encontrar en los videoclubes), un filme capaz de hundirse verdaderamente en la adolescencia y mostrar otros modos de existencia, no menos polémicos por cierto. Se trata de la última película de Bruno Dumont, un cineasta reconocido en los mejores festivales del mundo, acaso uno de los pocos descendientes directos del gran Robert Bresson, y cuya obra (aún más su personalidad) ha tenido siempre la capacidad de generar pasiones, tanto en contra como a favor. Lo cierto es que con Hadewijch (traducida como Entre la fe y la pasión), el director de La vida de Jesús y Flandres (ésta última editada aquí por el sello 791CINE), compone una de sus películas más accesibles y al mismo tiempo más urticantes, de mayor actualidad, pues aborda el fanatismo religioso y el fundamentalismo concomitante. Su protagonista es una adolescente de clase alta que siente un fervor religioso extremo. Pese a su entrega absoluta a Jesús, la joven Celine (Julie Sokolowski, de gran expresividad) será expulsada de la orden religiosa que integra precisamente por su comportamiento extremo, que incluye no alimentarse y no abrigarse en el crudo invierno. La joven deberá regresar así al mundo secular, a la exclusiva (pero no menos fría) mansión de sus padres en el centro parisino, y a una existencia que vislumbrará cada vez más asfixiante ante lo que percibe como una lejanía de su contacto con Dios, al que vislumbra como único dueño, tanto de su alma como de su cuerpo. Ya en París, conocerá a un joven palestino que primero pretenderá cortejarla, luego se convertirá en su amigo, y finalmente la acercará a un grupo islámico que no hará más que potenciar el fanatismo de Celine, capaz de concebirse ahora como un “soldado del señor”. No hay sin embargo juicio alguno ni tampoco bajadas de línea en Hadewijch; más bien lo que pretende Dumont es entender la experiencia mística y relacionarla con la soledad de la adolescencia moderna: Celine es un ser a la deriva, escindido entre su ideario religioso, su vacío existencial y los impulsos de su cuerpo. De allí que su experiencia religiosa adquiera progresivamente un tinte cada vez más erótico, mostrando cómo las religiones obligan a sublimar el deseo en Dios. Hadewijch deviene entonces en un estudio detallista de la religiosidad, que consigue explorar tanto sus costados más sublimes como los más atroces, aunque siempre con sumo respeto, hasta se diría con ternura en relación a los personajes. Formalmente delicada, la película hace gala en su puesta en escena de un ascetismo propio del tema que aborda, y la estructura general alterna hermosísimos planos generales de la campiña francesa con planos cercanos al rostro y el cuerpo de Celine, dándole un curioso tono donde se impone la materialidad de los sujetos, traduciendo acaso aquello que se mueve en el interior de ése cuerpo en rebeldía. Esa rara belleza formal remite directamente al cine de Bresson, con quién esta película mantiene un diálogo indiscutible, ya que puede entenderse como una relectura de Mouchette (1967), aquella genialidad del director francés. Por Martín Ipa
Apología de la amistad Vale la pena clausurar el suspenso desde el inicio, pues la era de las secuelas ha parido, al fin, una obra que vale realmente la pena. Y tenía que ser acaso Pixar, la emblemática productora de animación norteamericana que hace quince años revolucionó al mercado precisamente con Toy Story (1995) y Toy Story 2 (1999), la que ratificara que las terceras partes pueden ser buenas, fieles y enteramente coherentes con el original. Es más, se podría decir que la última entrega de la serie sobre estos muñecos de fábula, que siguen siendo más reales y humanos que la mayoría de los personajes que pueblan los tanques hollywoodenses, puede disputarle palmo a palmo la supremacía a las otras dos películas, o acaso llegue a conformar con aquellas una única pieza de una particular pero incuestionable maestría, capaz de abordar grandes temas del mundo y de la condición humana con absoluta naturalidad, incluso con desparpajo, humor, agudeza política, perspicacia filosófica, y por supuesto con plena fantasía. El eje central de la película es, esta vez, el paso del tiempo, el fin de la infancia y las consecuencias para nuestros amiguitos. Hace ya once años de la última entrega, y casi un tiempo similar ha pasado desde que Andy no juega con Woody, Buzz, el tiranosaurio Rex, y el resto de la pandilla. El fantasma del olvido y el abandono se cierne más que nunca sobre el futuro de nuestros protagonistas, principalmente porque Andy, con 17 años ya, está a punto de partir hacia la universidad, y su madre le exige que le dé un destino a sus juguetes, que tienen terror a la posibilidad de terminar en el basurero. Otro destino posible es la donación, pero lo cierto es que, tras algunas equivocaciones, los muñecos terminarán recalando en una guardería que parece de ensueño, llamada Sunnyside, y donde miles de juguetes parecen convivir en paz y felicidad con otros tantos niños. Sin embargo, Woody sigue creyendo que Andy no los abandonará, y por un particular sentido de la fidelidad, se separará del grupo para regresar a manos de su dueño. Mientras, el resto comenzará a descubrir que el supuesto paraíso no es tal: no sólo porque en la sala donde fueron asignados son muy maltratados por los niños más pequeños, que aún no aprendieron a jugar con juguetes de su tipo, sino porque todo el lugar es en realidad una dictadura controlada por el peluche Lotso y un par de secuaces, que mantienen un régimen de terror a fuerza de prepotencia, amenazas y castigos. Como siempre con Pixar, cuya particularidad no reside tanto en la calidad técnica o el ingenio visual y narrativo de sus filmes, como se suele afirmar, sino en su evidente preocupación por problematizar el mundo en que vivimos, todas las analogías políticas son aquí pertinentes, y acaso esa guardería con habitantes de primera y segunda tenga un gran parecido a la realidad de muchos países del mundo (sobre todo Estados Unidos, claro está). Igual de destacable aún es la transgresión y subversión de ciertos paradigmas de la infantilidad, poniendo oscuridad allí donde en la mayoría de los filmes hay una idealización vacua de todo lo relacionado a la niñez: la propia guardería es el mejor ejemplo, convertida en verdadero infierno por Lotso y compañía, así como el tono negruzco que adquiere el filme a partir de estos momentos, sobre todo cuando nuestros amigos decidan escapar, con la amenaza de la destrucción a cada paso, y la consiguiente intensificación de la emoción y la aventura. Película sobre la maduración, Toy Store 3 propondrá por supuesto una salida al entuerto, acaso la misma de toda la serie, y por supuesto colectiva: la amistad es, sobre todo, la clave para conjurar el olvido y el abandono, y también para superar las desventuras de la vida. La aparición de Ken y Barbie no suman mucho más que algunos sarcasmos un tanto obvios al filme, y también cierta secuencia de Buzz convertido en seductor andaluz (al estilo del humor de Shrek), un par de golpes de efecto que no hacen honor a su tradición (más cercana al cine de Hayao Miyazaki, homenajeado a través de un personaje). Pero son reparos puntuales de un filme con muchos puntos altos y varios niveles de lectura. En el plano formal, hay que decir que por suerte el 3-D está utilizado con una gran sutileza, de manera totalmente funcional al relato, con una concepción del espacio propia del cine clásico, y por lo tanto sin golpes de efecto destinados a hacer resaltar la tridimencionalidad (el único pasaje que justifica verla en esas condiciones es la apertura). También vale la pena destacar el tradicional corto de Pixar que antecede a sus películas, titulado Día y Noche, como siempre una joyita, que en este caso habla sobre las diferencias y la aceptación del otro, una de las dimensiones de la película. Por Martín Ipa
Figurita repetida Los amantes de los cómics cinematográficos tuvieron (y tendrán) un año para el regocijo: El Avispón Verde, Thor, X Men: Primera Generación, Transformers, ahora Capitán América y próximamente Linterna Verde, constituyen una oferta digna de mención, acaso un indicio de la coyuntura histórica en que está inmerso el mundo (Córdoba incluida), o por lo menos el cine industrial. Ya se sabe, este tipo de fantasías florecen en épocas de guerras (y Estados Unidos está envuelto en varias, incluyendo la de salvar su economía) y explicitan como pocas el imaginario cultural y político de un país (o imperio) que está convencido de su misión evangelizadora del mundo: el cine “de entretenimiento” es también un modo fantástico de crear sentido, imponer una cultura, naturalizar categorías que ordenen la existencia de las personas, aún desde niños. Claro que nada de esto es nuevo, y no se trata de una confabulación de tipo planetaria de Hollywood, simplemente es un modo de leer el mundo que hoy se antoja inocente y se acepta como normal, a pesar de su ostensible puerilidad y de su naturaleza esencialmente maniquea. Pero el cine suele ser más complejo, ya que aún las películas de superhéroes pueden problematizar el mundo (sobran ejemplos, basta citar al Batman de Christopher Nolan o incluso la misma X Men), aunque no parece ser el objetivo principal de Marvel, el sello detrás de Capitán América: el primer vengador, filme que cierra un ciclo de la factoría para lanzar, en 2012, la ambiciosa Los vengadores, que reunirá a todos sus superhéroes (Capitán América, Iron Man, Thor, Hulk y Hawkeye, de los que podremos ver un anticipo al final de la secuencia de títulos de esta película). Lo cierto por ahora es que, como varias de sus precedentes (sobre todo Thor), la nueva versión de Capitán América no aspira a más que ser un pequeño trampolín para aquel gran tanque, u acaso suceda también que, a fuerza de repetición, el formato ya comienza a mostrar sus límites. Convencional más que clásica, la película de Joe Johnston (director de Jurasic Park III, Jumanji y la impresentable El hombre lobo) vuelve a los años ´40 y la lucha contra el nazismo (fuente primigenia de varias de las tiras de Marvel) para narrar el nacimiento del Capitán América, personaje emblemático si los habrá del país del norte, pues en los hechos nació como una herramienta de propaganda en la Segunda Guerra Mundial (y con el tiempo y la mano de Stan Lee se fue convirtiendo en un héroe casi proletario). Steve Rogers (Chris Evans) es un joven poco agraciado en su desarrollo físico: pequeño, casi escuálido, asmático y lleno de problemas de salud, el tipo es rechazado una y otra vez por el ejército de su país, en el que se quiere alistar para vengar la muerte de su padre. Hasta que un científico descubrirá que su personalidad, generosa y valiente, lo hace el mejor candidato para un experimento que busca crear una nueva raza de soldados para enfrentar al nazismo: el resultado será el Capitán América, que primero nacerá como un personaje propagandístico para recaudar fondos, pero apenas llegue a Europa no tardará en entrar en acción. Claro que al mismo tiempo, en el viejo continente, un científico un tanto trastornado y también con superpoderes, descubrirá una fuente de energía excepcional, adjudicada a los “dioses nórdicos”, que transformará en un arma letal, capaz de torcer la guerra a su favor (transgrediendo además a Hitler) y convertirlo en el dueño de todo el planeta. El villano es nada menos que Calavera Roja (Hugo Weaving), un desquiciado que se propone aniquilar las grandes capitales del mundo, incluida Berlín, y que será la gran némesis del Capitán América. Episódica y por momentos tediosa, con un planteo simplista y de naturaleza fetichista, Capitán América llega empero a insinuar algunos pocos ítems interesantes, como aquella campaña propagandística encabezada por el propio protagonista (con lo que no sólo refleja el origen histórico del personaje, sino que amaga con tomarse en solfa a sí misma y al género, aunque no durará mucho), o cierta voluntad por minimizar los efectos especiales y apostar al relato y la construcción de suspenso, que sin embargo resulta frustrada. Y es que la película falla justamente en estos campos donde Hollywood se cree experto, ya que si por un lado la narración se vuelve porosa por las múltiples subtramas que aborda (que incluyen, por supuesto, una romántica), con la consecuente suspensión de la tensión, por el otro los personajes tampoco tienen ningún desarrollo fuera de lo previsto, nada que los vuelva interesantes, con lo que el temido tedio llega para quedarse, y ni siquiera las espectaculares escenas de acción, que llegan un tanto tarde, servirán para salvarlo. Por Martín Ipa
Juventud en marcha El veranito cordobés en las carteleras de nuestros cines está a punto de terminar (De Caravana seguirá hasta el miércoles en los Cine Gran Rex y Dinosaurio, cita obligada para quienes no la vieron), aunque deja la fuerte promesa de repetirse en el futuro cercano (este año se estrenará la excepcional Yatasto, de Hermes Paralluelo, y ahora mismo hay un cordobés compitiendo en Cannes – ver HDC de la víspera-), y los estrenos vuelven a estar dominados por la misma nacionalidad, cuyos temas y modelos narrativos resultan cada vez más extraños a la realidad social y cultural que respiramos todos los días. Por suerte, el cine sigue creciendo en los centros alternativos de difusión, y los amantes del séptimo arte podemos encontrarlo todas las semanas: la crítica tiene la obligación explícita de hacerlo, pues debe privilegiar aquel cine que puede pasar desapercibido para la sociedad, sea por carencia de marketing, sea por la invisibilidad a la que lo condena la hegemonía norteamericana, más allá incluso de la calidad artística que ostente cada película (pues, vale recordarlo, los modos de producción no garantizan absolutamente nada). Esta semana viene al caso anticiparse entonces al estreno de Chapadmalal (Argentina, 2009), de Alejandro Montiel, que tendrá lugar el jueves en el Cineclub Municipal Hugo del Carril (donde se proyectará hasta el domingo en doble programa con Conocerás al hombre de tus sueños, de Woody Allen). Documental de índole básicamente observacional, con un fuerte sesgo periodístico incluso, Chapadmalal pertenece a una especie de subgénero del cine argentino nunca reconocido oficialmente como tal, acaso por las pocas películas que incluye, aunque definitivamente identificable: los documentales (y por qué no también películas de ficción) sobre los centros turísticos de nuestro país, entre los que resalta la excelente Balnearios (2002), de Mariano Llinás. Su particularidad, empero, no está tanto en su contexto geográfico como en los protagonistas que filma, jubilados de diversas partes del país que viajan en los programas turísticos ofrecidos por el PAMI, en este caso a la localidad costera que da título a la película, que efectivamente registra el período vacacional de un contingente en el Complejo Turístico Chapadmalal. El resultado es un filme pleno de humanidad y buen humor, que en su registro esencialmente popular logra rescatar historias de vida reveladoras sin caer en sensiblerías, golpes bajos o la típica demagogia supuestamente reivindicadora de productos semejantes. Los momentos iniciales del filme sirven para situar al espectador: un plano general sostenido del mar da lugar a otro similar del complejo turístico, seguidos de planos fijos de los espacios internos del hotel, que acaso logran atrapar también esa aura misteriosa que suelen tener los pueblos de la costa argentina, sobre todo cuando están vacíos. A los pocos minutos veremos al director y el equipo técnico charlando con los primeros visitantes, y las reacciones de los abuelos al saber que se filmará una película, indicios de un documental reflexivo que no llegará a ser tal, pues el cuerpo del filme será pronto ocupado por estos jubilados, siempre predispuestos y joviales, que asumirán el protagonismo del registro: a través de primeros planos siempre fijos, ellos narrarán sus historias y hablarán con soltura elogiable de sus más íntimos pensamientos y de las preocupaciones que los acosan. Lo singular del filme se encuentra precisamente en la intimidad lograda por Montiel, capaz de rescatar momentos luminosos y reveladores de cada entrevista, donde si bien se repetirán casi obsesivamente algunos temas (el paso del tiempo, la muerte, el amor, la nostalgia, la viudez y la maternidad), se irá construyendo un microcosmos capaz de desmitificar de manera definitiva los prejuicios existentes sobre la ancianidad, que resultará más viva y apasionada que cualquier otra edad. Sin innovaciones técnicas o formales, el gran acierto del filme es darle un protagonismo excluyente a estos septuagenarios, sin menospreciarlos ni tampoco idealizarlos, sino brindándoles un espacio de diálogo donde puedan expresar su humanidad: el cine como un lugar de encuentro, donde estos seres sorprendentemente libres pueden hablar de sus pasiones, sus esperanzas, sus dolores y sus sueños por cumplir. Son testimonios que, en su libertad, trascienden toda posible manipulación (incluso la más elemental: los realizadores intentando dirigir las entrevistas desde fuera de campo), y que constituyen el mejor espejo donde poder mirarnos a nosotros mismos, algo que casi ningún filme norteamericano está en condiciones de ofrecer (y que ni siquiera el montaje, que parece privilegiar a los entrevistados más pintorescos, consigue empañar). Por Martín Ipa
El cine mediocre El cine argentino sigue colmando nuestras carteleras cinematográficas, un logro que tiene poco que ver con la política de programación de las salas comerciales (que, más bien al contrario, suelen dificultar el estreno de filmes locales: ver el caso de De Caravana, que en los Cines Rex figura en un solo horario, y cuyo programa de TV – El Pochoclo- ni siquiera la tuvo en cuenta en los comentarios de sus estrenos semanales), y se debe sobre todo al trabajo apasionado de realizadores, productores y la comunidad cinéfila en su totalidad. Claro que, a excepción de casos puntuales -como pasó con alguno de la reciente ola de estrenos cordobeses-, la mayoría de los filmes argentinos que nos llegan a los grandes complejos cinematográficos suelen tener un sesgo específico, una pertenencia estética y narrativa que los emparenta al cine comercial (una categoría por cierto caprichosa, que puede esconder un mundo de heterogeneidad, pero que sí se aplica a esta realidad) que semana a semana se reproduce en las mismas carteleras. El cine independiente y joven suele estar bien lejos de aquí, y con suerte llegará a alguna sala del circuito alternativo. Lo cierto es que, pintado así nuestro panorama cultural, no resulta extraño que la dupla formada por Mariano Cohn y Gastón Duprat pueda ser considerada como exponente de un cine alternativo, incluso “original”, que se desmarca del canon cinematográfico hollywoodense, aunque en realidad sea todo lo contrario. La nueva apuesta de los creadores de El artista (2008) y El hombre de al lado (2009), titulada Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, en base a un cuento homónimo de Alberto Laiseca (también protagonista del filme), es una confirmación más de esta hipótesis, a pesar de los planteos filosóficos que logra balbucear. Es más, se diría que el filme puede tomarse como ejemplo paradigmático del cine de los directores, ya que por un lado constituye su apuesta más ambiciosa en términos de riesgo y búsquedas estéticas, y por el otro llega a exacerbar hasta el paroxismo sus peores defectos, lo que no deja de constituir una reveladora paradoja (pues indica los límites de su cine). El desprecio es nuevamente aquí el eje del filme: desprecio de los directores por sus criaturas, por sus circunstancias, y por sus límites existenciales. No parece haber otro modo de relación de Cohn y Duprat (a los que habría que agregar a Andrés Duprat, coguionista de la película) con los temas que abordan en sus obras y con sus personajes, a pesar de que ese desprecio pueda quedar camuflado como crítica social, cultural o política, según las circunstancias. Lo cierto es que, aquí, su típica misantropía se potencia al retratar la existencia del hombre común, al que los propios directores denominan “mediocre”: nuestro protagonista es Ernesto (Emilio Disi, notable), un ser aplastado por una vida de restricciones y falta de horizontes, que sin embargo recibirá, a los 60 años, una oportunidad impensada. Ocurre que el filme es una fábula, donde un hombre inmortal con poderes extraños, tal vez el mismísimo Diablo (Eusebio Poncela), le ofrecerá a Ernesto un trato excepcional: darle un millón de dólares a cambio de que vuelva a vivir diez años de su vida, con la conciencia y la sabiduría que tiene en la actualidad pero el cuerpo del momento al que él mismo decida regresar. Narrado por el propio Laiseca (interpretándose a sí mismo), en una interesante propuesta metalingüística donde los directores buscan problematizar los límites entre realidad y ficción (y llegan a insinuar, con cierta hipocresía, la posible independencia entre creador y criatura), el filme irá recorriendo así diferentes destinos de Ernesto en su biografía, donde su propia pequeñez y cobardía lo llevarán a arruinarse una y otra vez: primero, produciendo un Gran Hermano casero (en el que acaso sea el mejor momento del filme), luego plagiando a John Lennon, y así sucesivamente. Todo, con los comentarios irónicos y gozosamente ácidos de Laiseca. Si bien dicho humor negro llega a funcionar por momentos, el filme termina componiendo una suerte de festival de maltrato a Ernesto, blanco inconsciente de unos demiurgos por cierto crueles que (se y nos) proponen disfrutar con sus desgracias, sus miserias y sus pequeñeces. La traducción estética de semejante disposición es, como en El hombre de al lado, una apuesta por el cine de “diseño”, aquí más sutil pero detectable desde el inicio, donde un plano general de un árbol en una planicie campestre con varias cabras subidas a sus ramas ya da el tono fabulesco de la película. Claro que la estetización de la miseria ajena no es incongruente con la postura cínica de los directores, más bien constituye su correlato lógico, que por cierto no sirve más que para demostrar la propia pequeñez de su propuesta, tan mezquina como su protagonista. Por Martín Ipa
Un cuento argentino El primer gran tanque nacional del año llegó a nuestras carteleras, y promete ser todo un éxito: Un cuento chino, de Sebastián Borensztein, tiene todos los condimentos para lograrlo, y constituye un ejemplo ideal para analizar el devenir de cierto tipo de cine industrial argentino. Especie de collage bien presentado de los peores defectos del colonialismo cinematográfico global, Un cuento chino es, al mismo tiempo, un filme que se pretende bien argentino, capaz de generar la inmediata identificación del espectador a partir de la representación de (lo que se supone que es) nuestra idiosincrasia. Se dirá, como se ha dicho, que la mayor parte del mérito recae en su protagonista, Ricardo Darín, a estas alturas el actor argentino más importante del momento, y seguramente tendrán razón: el actor fetiche de Juan José Campanella lleva la película a otro nivel, y en más de una ocasión la salva de caer en el ridículo. Pero lo interesante a analizar es otra cosa: ¿cuáles son los procedimientos que convierten al filmeen un éxito seguro, capaz de ingresar en la rutina diaria de miles de argentinos?¿Cuál es su significado, su importancia para la cinematografía nacional? Hay una certeza casi indiscutible: Un cuento chino juega a seguro, una posición que define tanto su ética, como su estética, y hasta la posición política que pretende adoptar (y que no necesariamente es la real). Se trata de un filme bien de género, una comedia costumbrista que trabaja sin vergüenza desde los clichés (sobre todo, desde el argentino de barrio que compone Darín), y que incluso apela al realismo mágico (pésima traducción cinematográfica del famoso movimiento literario, que en cine suele derivar en una subestimación grosera de las culturas latinoamericanas), pero que en la mayoría de su metraje consigue una prolijidad tal que le permite inocularse contra las críticas, esconder sus defectos y justificar la identificación del espectador. Con claras reminiscencias a cierta cinematografía italiana (aquella que se popularizara en los ´90, con Silvio Soldini -Pan y Tulipanes- y Giuseppe Tornatore – Cinema Paradiso- a la cabeza), tanto desde lo temático como desde lo formal, Un cuento chino pretende contar una anécdota mínima, se diría que una fábula sobre la amistad en los tiempos globales que vivimos. Darín interpreta a Roberto, un solitario ferretero de barrio siempre malhumorado, de comportamientos obsesivos y neuróticos, al punto de hacer de su vida una rutina de hierro,regulada hasta en el más mínimo detalle. Luego de la escena de apertura (donde una vaca cae literalmente del cielo en China), lo veremos contando todos los clavos de una caja sólo para controlar que un pedido esté en orden, puteando a algún cliente o proveedor, leyendo todos los diarios y recortando noticias absurdas (que serán recreadas en flashback de tintes fantásticos, con costosos efectos especiales, y una estética colorida al estilo de Amelié), cenando en soledad, y rechazando alguna invitación a salir. Esas primeras escenas dejarán en claro cómo es el personaje: un ermitaño de proporciones, incapaz de relacionarse con el mundo externo. Pronto, empero, una novedad sacudirá su vida: la aparición de Jun (Ignacio Huang), un inmigrante chino que sólo habla mandarín, y que se ha quedado en la calle luego de que un taxista lo estafara. A regañadientes, Roberto se hará cargo de la situación, lo llevará primero a la embajada china, y terminará alojándolo con un plazo de siete días, con el consiguiente descalabro de su rutina. El principal eje narrativo pasará siempre por allí: los malentendidos producidos por el choque de culturas y la incomunicación, y los trastornos generados en la vida de un obsesivo como Roberto. Por las dudas, Borensztein agregará una trama romántica a partir de la aparición de una mujer (Muriel Santa Ana), hermana de un amigo de Roberto, que está perdidamente enamorada de él y hará todo lo posible por conquistarlo. Película de voluntad aleccionadora, portadora de un “mensaje” de alcance existencial, Un cuento chino comienza a fallar a medida que se intenta tomar en serio a sí misma: el humor discreto del inicio (que intenta evitar la ridiculización grosera del personaje chino, aunque sea retratado como un niño) virará, hacia el último tercio, en un tono denso y culposo, que debe recurrir a la Guerra de Malvinas para justificarse a sí misma y al personaje. Y es que en el fondo (y aquí está su verdadera posición política) no hay medias tintas en Un cuento chino: todo sirve para emocionar (o golpear) al espectador, ya sea la utilización de los estereotipos más conocidos, la apelación al compromiso oportunista, o esa musiquita casi omnipresente de tonos juguetones, que acompaña y puntúa las escenas cómicas, resaltando su carácter de fábula inocente. Nada en cine es, empero, inocente, y todo tiene una explicación, más que nunca cuando se pretende reflejar la idiosincrasia de un pueblo (con herramientas tan obtusas como el costumbrismo y el realismo mágico), una aspiración ya de por si desproporcionada pero reveladora de la posición (ética e ideológica) del director. Por Martín Ipa
El cine que nos imponen Las salas de exhibición alternativa han vuelto a abrir sus puertas en la ciudad, y la diferencia en la oferta cinematográfica es notable: a los patéticos estrenos de las salas comerciales, comenzando por la marketinera Biutiful, de Alejandro González Iñárritu (un filme que pretende pasar por “cine de calidad”, que ostenta una elaborada puesta en escena para seducir a desprevenidos,pero que en el fondo no es más que pura explotación de la miseria), se le contrapuso la proyección de algunos de los mejores filmes de la década, como Morir como un hombre, de Joao Pedro Rodríguez, y Wendy and Lucy, de Kelly Richars, en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, o tambiénel estreno de Santiago, de Joao Moreira Sales, en la Ciudad de las Artes (que se proyectó en un doble programa valiosísimo con Vikingo, de José Celestino Campusano). Córdoba respira cine, y se viene un año para el recuerdo con el estreno en abril de tres filmes realizados enteramente aquí con ayuda del INCAA: El invierno de los raros (4 de abril), Hipólito (18) y De Caravana (2 de mayo). Vivimos un momento auspicioso, por demás estimulante, pero debemos tratar de ver también el bosque: al momento de salir esta columna, por ejemplo, ya no estará ninguna de aquellas películas en cartelera, por lo que nos veremos obligados a hablar de lo que hay en los complejos multisalas (al menos hasta que aquellas joyitas se editen en DVD). Y basta este simple balance para constatar un síntoma funesto, quizás definitivo, pues sugiere que ese otro cine tiene vedado su acceso a los grandes complejos, que prefieren estrenar cualquier bodrio de Estados Unidos (o de algún director consagrado allí, como Iñárritu) a una película de otra cinematografía, o con otras aspiraciones (como Wendy and Lucy, que es estadounidense), por más prestigio previo que tenga. El resultado es que la mayoría de los cordobeses se educan, entrenan y hasta se piensan a sí mismos en los límites estrechos de una cinematografía decadente, la mayoría de las veces estéril, que no suele buscar otra cosa que repetir formatos consagrados para garantizar la satisfacción de cierto tipo de espectador, por supuesto formateado según sus propias necesidades. La inmensa variedad y riqueza del cine contemporáneo les será entonces ajena, o quizás peor: inaccesible. Por lo demás, no hay razón posible para justificar el estreno de cosas como Sólo tres días o El Santuario en lugar de aquellas obras maestras; aunque quizás exista un miedo inconfesable a lo múltiple, a la variedad que pueden ofrecer otras películas, a la simple idea de abrir el juego (y éstos estrenos sí ofrezcan una especie de seguridad tonta, muy parecida a un suicidio inconciente). Esquemáticas, formalmente convencionales, y de una simpleza argumental que las acerca a los novelones televisivos, estas películas no tienen prácticamente nada en común, salvo la pertenencia a un mismo universo ideológico, filosófico y cultural, que las hermana en sus decisiones estéticas. La primera es otro thriller inverosímil donde un hombre común, en este caso un profesor de literatura encarnado (cuando no) por Russell Crowe, se anima a realizar una hazaña extraordinaria, como organizar y llevar a cabo la fuga de su esposa de una cárcel de máxima seguridad de Pittsburgh. Dirigida por Paul Haggis (el inmerecido ganador del Oscar por Vidas cruzadas), Sólo tres días se propone como un drama profundo, que sienta sus bases en una institución crucial para el sistema y su representación hollywoodense, como es la familia. Su idea de fondo es mostrar cómo un hombre es capaz de hacerlo todo por amor, y con ese norte no escatima recursos, por más imposibles que parezcan. Se diría, empero, que lo más patético no son los giros del guión, sino la impericia formal y narrativa de Haggis para plasmarlos, que logra justamente que cada sorpresa nos confirme nuestras sospechas y termine destruyendo el suspenso. Del mismo mito de las grandes hazañas del hombre pretende vivir más aún El Santuario, filme auspiciado por James Cammeron (el mismo de Avatar), que se propone narrar otra “historia real” ocurrida esta vez en las profundidades del mundo: un grupo de espeleólogos (exploradores de cuevas) que quedó atrapado en una caverna gigantesca en Papúa-Nueva Guinea, mientras una tormenta inunda de a poco su refugio. Se trata de un relato convencional de supervivencia, con aspiraciones de filme de aventuras, pero la trivialidad intrínseca de todo el planteo terminará perdiendo a la misma película: episódica y mecánica, El Santuario naufraga en la liviandad de los conflictos familiares (el eje del filme es una disputa edípica entre un padre y su hijo) y de poder que plantea, y que se llevan gran parte del metraje. Sin suspenso, sin protagonistas que puedan generar algún interés o empatía, y con muy poca aventura, El Santuario ni siquiera podría aspirar a ser un filme de clase B, pues sus pretensiones presupuestarias así lo impiden, pero tampoco el 3 D o la construcción digital de sus inmensos escenarios logran salvar a este bodrio mal filmado, mal actuado y terriblemente orquestado, que mejor podría encontrar su lugar en un canal de cable, en un domingo cualquiera a la hora de la siesta. Por Martín Iparraguirre