La captura de un mundo Un secreto acontecimiento cinematográfico tendrá lugar dentro de diez días en nuestra ciudad: el estreno, en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, del último tríptico de filmes producidos y dirigidos por el mítico Raúl Perrone, una oportunidad única para conocer la obra de este director absolutamente singular, que en su prolífica carrera ha sabido permanecer siempre al margen de toda moda y toda corriente estética que haya marcado a la cinematografía nacional. Desde el jueves 24 de mayo, hasta el domingo 27, se podrán ver en la sala ubicada en Bv. San Juan 49 los tres filmes que componen este nuevo tríptico (no trilogía) del director: Luján (2009, AM18), Los actos cotidianos (2010, AM18) y Al final la vida sigue, igual (2011, AM18). A la luz de los pobrísimos estrenos comerciales del último fin de semana, conviene ir repasando con anticipación estos filmes, que ostentan una radicalidad y una rigurosidad formal inusual. Como en toda su filmografía previa (que ya alcanza a más de 25 largometrajes, algunos nunca estrenados), Perrone sigue pintando aquí su aldea: Ituzaingó se ha convertido en un territorio infinito, una fuente inagotable de materiales de inspiración para su hijo dilecto. Perrone sigue filmando entonces su entorno, mientras su cine vive una continua progresión estética, una búsqueda incesante donde los medios y las formas resultan cada vez más depurados, más despojados de todo elemento secundario y de toda intermediación: es como si el director radicalizara de filme a filme su noción de autoría (aquí oficia no sólo de director, sino también de iluminador, guionista y sonidista), al punto de que el eje unificador más fuerte de estas tres obras es el concepto pictórico de su estética, el uso magistral de la luz natural, la sombra y los colores (el mismo Perrone destaca que es un “tríptico” por su relación con el arte plástico). El minimalismo de sus tramas, que siempre desafían los límites entre realidad y ficción (puesto que los filmes son protagonizados por sus vecinos de barrio, actuando de sí mismos, aunque en una ficción), se mantiene también constante, así como la voluntad por explorar una cultura particular, la de las clases populares del conurbano bonaerense. Pocos directores pueden ser tan consecuentes, aunque ahí no radica empero su principal virtud, sino más bien en la obsesión por dar un espacio de expresión a quiénes nunca lo tienen, por construir un modo de representación que sea fiel a sus protagonistas y permita pensar el mundo que los circunda, un cine al fin que sea auténticamente popular, sin abandonar por ello las búsquedas artísticas que lo motivan. Esta vez, la intención parece ser la de explorar la intimidad de diferentes familias de Ituzaingó, ver cómo se han modificado por años de abandono sistemático, y cómo se encuentran atravesadas por un tiempo histórico específico. Por ello, Perrone se concentra como nunca aquí en los espacios cerrados de los hogares de sus protagonistas, y su cine se acerca al del genial Pedro Costa por tono y estética: hasta Luján bien podría ser una versión de Ventura de Juventud en Marcha, aunque ya retirado de su trabajo como obrero, igualmente distanciado de su familia y afectos. Padre de 14 hijos de los que no recuerda bien todos los nombres, separado irremediablemente de su esposa y familia, Luján prácticamente vive en la casa de una vecina, Liliana, quien le da comida, asilo y compañía a cambio de trabajo. El hombre es capaz de soportar el malestar del esposo de Lili, que al frente suyo le reclama a su mujer que ya no lo traiga más, que respete su intimidad, que lo deje hacer su vida. Tendrá también algún encuentro con un amigo del barrio, que le conseguirá un trabajo provisorio, pero a sus casi 80 años Luján no puede ya esforzarse demasiado, aunque el trabajo parece ser la única justificación de su existencia. Algún hijo y alguna hija le reclamarán que vaya a vivir con ellos, que se dedique a sus nietos, pero la respuesta será siempre negativa. Su argumento, que ya no es ni la mitad de lo que era (“lo que no sirve, hay que descartarlo” le dice en algún momento a uno de sus nietos). Melancólico mas nunca sentimentalista, Luján es un ejemplo de la soledad y el desamparo al que son condenados tantos por una sociedad inclemente y un Estado ausente, incapaz de contener a los necesitados. Sólo la pequeña comunidad del barrio funciona como débil refugio, aunque siempre precario e insuficiente. Compuesto por planos siempre fijos, que con la dosificación de la luz natural y los colores vivos semejan verdaderas pinturas, el gran trabajo con el sonido llegará a transmitir lo que sucede fuera de campo: el mundo puede sonar amenazante e inhóspito, como si no mereciera ser vivido. Esta crónica continuará la próxima semana. Por Martín Iparraguirre
Fantasmas de Ituzaingó Hace una semana iniciamos la crónica del nuevo tríptico de Raúl Perrone que este jueves se estrenará en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, con la mirada puesta en la primera película de la entrega, Luján (2009, AM18), gran filme sobre la soledad existencial de un octogenario, que a su modo sintetiza la indefensión de una clase social y su destino casi inexorable. Será el turno ahora de abordar las siguientes películas que forman el trío: Los actos cotidianos (2010, AM18) y Al final la vida sigue, igual (2011, AM18). Esta vez sí se trata de una obra continua, acaso una misma película dividida en dos capítulos, que como el título indica aborda la cotidianeidad de una familia de Ituzaingó, seguramente descendiente de otros personajes de filmes previos del mismo Perrone (más precisamente Don Galván, protagonista de La Mecha, y de su mujer Ofelia). El cine de Perrone es mucho más complejo de lo que sugieren su economía de medios y conflictos: es un cine que registra poéticamente el mundo (y su devenir) para pensarlo, cuantas veces sea necesario. Por eso, la apuesta ahora pasa por volver a la intimidad de las familias de Ituzaingó para ver cómo se han modificado sus existencias, registrar sus nuevas dinámicas cotidianas, entender sus pesares, problemas e ilusiones. Si en Luján había un protagonista definido, aquí los personajes se expanden: tres generaciones conviven en Los actos cotidianos y Al final… bajo un mismo techo, una típica casa del conurbano bonaerense, un universo desconocido para la gran pantalla. No lo es por supuesto para Perrone, que se concentra en los espacios internos de esta casa y los filma con un cuidado y una distancia sumamente amorosos, una familiaridad infrecuente que confirma el sello de su cine, la extinción de toda frontera entre el documental y la ficción. Son personas reales las que pueblan sus películas, así como también el universo que atrapa y narra. Aquí, los protagonistas principales son la treintañera Soledad y su hermano Bebo, de su misma edad. La primera es una madre soltera y desocupada, que pasa sus días atendiendo a su pequeño hijo y espiando al mundo a través de las novelas de la televisión. Su hermano también es padre separado, aunque la división social de roles le permitirá otra vida y otra (aparente) libertad: podrá salir con los pibes del barrio, y cada tanto volverá con noticias sobre sus aventuras nocturnas, sobre los conflictos de la barra con la policía y la Justicia, o con verdaderos novelones amorosos. El trabajo será una de las grandes ausencias de este díptico: como los mismos personajes, constituye un horizonte fantasmal, siempre difuso e incierto, ajeno a las expectativas cotidianas de nuestros protagonistas. Y es que Perrone registra en realidad las ausencias (como afirma Quintín en un muy recomendable texto que acompañará la edición de este tríptico) que constriñen la vida de estos seres arrojados a la intemperie, ausencias de los sistemas institucionales y económicos que brindan posibilidades y expectativas, que ordenan la vida en un horizonte simbólico, otorgador de sentido e identidad. Es por eso que la inmovilidad signa la existencia de estas personas, que sólo pueden buscar en la TV o en alguna aventura fugaz lo que no encuentran en sus propias vidas. Como se verá, el fuera de campo cobra una importancia superlativa, que se enfatizará aún más en Al final la vida sigue, igual, donde Perrone podrá salir ya de los espacios cerrados para filmar el mundo circundante y comprobar el atraso civilizatorio del espacio urbano. Otros personajes tendrán protagonismo: la madre de Sole y su hermana, o también los niños (y su mirada, sugerida en fuera de campo por el sonido de un juguete infantil), que parecen ser los únicos con derecho al disfrute y el placer (aunque los adultos puedan acceder al cigarrillo, ya omnipresente). Aparecerá también la religión como refugio para la soledad y la tristeza; y en algún momento Bebo se irá de casa para vivir con su nueva novia, aunque envuelto en viejos conflictos, mientras que la Sole podrá tener su propia historia de amor con un amigo, el joven Emiliano, que sin embargo carga con una mujer encinta a cuestas. Serán cambios mínimos en una rutina inquebrantable, inscripta en un tiempo eterno, cíclico y opresivo. Los claroscuros de los espacios internos se irán acentuando, y las caras y los cuerpos serán ganados progresivamente por las sombras hasta volverse fantasmales (con lo que se Perrone vuelve a recordar a Costa): el plano final, con la aparición ya decididamente espectral de Don Galván, sugiere el destino irremediable de nuestros protagonistas, desaparecer en la bruma sin derecho a réplica. Por Martín Iparraguirre
Fantasmas de Ituzaingó Hace una semana iniciamos la crónica del nuevo tríptico de Raúl Perrone que este jueves se estrenará en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, con la mirada puesta en la primera película de la entrega, Luján (2009, AM18), gran filme sobre la soledad existencial de un octogenario, que a su modo sintetiza la indefensión de una clase social y su destino casi inexorable. Será el turno ahora de abordar las siguientes películas que forman el trío: Los actos cotidianos (2010, AM18) y Al final la vida sigue, igual (2011, AM18). Esta vez sí se trata de una obra continua, acaso una misma película dividida en dos capítulos, que como el título indica aborda la cotidianeidad de una familia de Ituzaingó, seguramente descendiente de otros personajes de filmes previos del mismo Perrone (más precisamente Don Galván, protagonista de La Mecha, y de su mujer Ofelia). El cine de Perrone es mucho más complejo de lo que sugieren su economía de medios y conflictos: es un cine que registra poéticamente el mundo (y su devenir) para pensarlo, cuantas veces sea necesario. Por eso, la apuesta ahora pasa por volver a la intimidad de las familias de Ituzaingó para ver cómo se han modificado sus existencias, registrar sus nuevas dinámicas cotidianas, entender sus pesares, problemas e ilusiones. Si en Luján había un protagonista definido, aquí los personajes se expanden: tres generaciones conviven en Los actos cotidianos y Al final… bajo un mismo techo, una típica casa del conurbano bonaerense, un universo desconocido para la gran pantalla. No lo es por supuesto para Perrone, que se concentra en los espacios internos de esta casa y los filma con un cuidado y una distancia sumamente amorosos, una familiaridad infrecuente que confirma el sello de su cine, la extinción de toda frontera entre el documental y la ficción. Son personas reales las que pueblan sus películas, así como también el universo que atrapa y narra. Aquí, los protagonistas principales son la treintañera Soledad y su hermano Bebo, de su misma edad. La primera es una madre soltera y desocupada, que pasa sus días atendiendo a su pequeño hijo y espiando al mundo a través de las novelas de la televisión. Su hermano también es padre separado, aunque la división social de roles le permitirá otra vida y otra (aparente) libertad: podrá salir con los pibes del barrio, y cada tanto volverá con noticias sobre sus aventuras nocturnas, sobre los conflictos de la barra con la policía y la Justicia, o con verdaderos novelones amorosos. El trabajo será una de las grandes ausencias de este díptico: como los mismos personajes, constituye un horizonte fantasmal, siempre difuso e incierto, ajeno a las expectativas cotidianas de nuestros protagonistas. Y es que Perrone registra en realidad las ausencias (como afirma Quintín en un muy recomendable texto que acompañará la edición de este tríptico) que constriñen la vida de estos seres arrojados a la intemperie, ausencias de los sistemas institucionales y económicos que brindan posibilidades y expectativas, que ordenan la vida en un horizonte simbólico, otorgador de sentido e identidad. Es por eso que la inmovilidad signa la existencia de estas personas, que sólo pueden buscar en la TV o en alguna aventura fugaz lo que no encuentran en sus propias vidas. Como se verá, el fuera de campo cobra una importancia superlativa, que se enfatizará aún más en Al final la vida sigue, igual, donde Perrone podrá salir ya de los espacios cerrados para filmar el mundo circundante y comprobar el atraso civilizatorio del espacio urbano. Otros personajes tendrán protagonismo: la madre de Sole y su hermana, o también los niños (y su mirada, sugerida en fuera de campo por el sonido de un juguete infantil), que parecen ser los únicos con derecho al disfrute y el placer (aunque los adultos puedan acceder al cigarrillo, ya omnipresente). Aparecerá también la religión como refugio para la soledad y la tristeza; y en algún momento Bebo se irá de casa para vivir con su nueva novia, aunque envuelto en viejos conflictos, mientras que la Sole podrá tener su propia historia de amor con un amigo, el joven Emiliano, que sin embargo carga con una mujer encinta a cuestas. Serán cambios mínimos en una rutina inquebrantable, inscripta en un tiempo eterno, cíclico y opresivo. Los claroscuros de los espacios internos se irán acentuando, y las caras y los cuerpos serán ganados progresivamente por las sombras hasta volverse fantasmales (con lo que se Perrone vuelve a recordar a Costa): el plano final, con la aparición ya decididamente espectral de Don Galván, sugiere el destino irremediable de nuestros protagonistas, desaparecer en la bruma sin derecho a réplica. Por Martín Iparraguirre
El plano ético La dimensión ética en el séptimo arte no se asienta tanto en el qué, sino en el cómo: ¿Cómo me enfrento a lo que pretendo filmar? ¿Cómo defino en una puesta en escena mis ideas del mundo? La forma, la bendita forma cinematográfica, define la (est)ética (y por tanto la política) de todo filme. Pero la cuestión se profundiza cuando nos enfrentamos a otras clases sociales, cuando el cineasta pretende filmar a aquellos excluidos del sistema que él mismo y los espectadores integran, y que muchas veces le permite trabajar: los riesgos se multiplican por todos lados, y las soluciones se complican. Acaso por nuestra propia historia, en Argentina tenemos empero varios directores que han sabido sortear el entuerto; Pablo Trapero es acaso uno de los que mejor lo ha logrado (otro es Adrián Caetano, aquí tuvimos también a Hermes Paralluelo con Yatasto). Su cine siempre se ha caracterizado por una aproximación respetuosa, compleja y constante hacia los márgenes de la sociedad: lo hizo desde Mundo Grúa, donde testimonió la caída en desgracia de un país entero a partir de un devenir individual, y lo vuelve a hacer en su nueva obra, la renombrada Elefante Blanco, donde se puede comprobar una progresión en los modos y su narrativa. Porque, en efecto, Trapero ha venido perfeccionando en todo este tiempo un formato narrativo de cine de género, que quizás había ensayado secretamente en El bonaerense, pero que ya decididamente tomó como propio desde Nacido y criado en adelante (a saber: Leonera y Carancho). La apuesta no es para nada sencilla, se trata de unir las formas del thriller -un género codificado como pocos, al punto de tener su vertiente tercermundista hollywoodense: Ciudad de Dios y sus derivados-, con un cine de espíritu testimonial, de sincera preocupación por las cuestiones sociales que aborda. Y si bien el resultado vuelve a ser satisfactorio en Elefante Blanco, estamos también ante uno de los filmes más desparejos de Trapero, una obra monumental en sus aspiraciones estéticas y políticas, incluso en su puesta en escena, que sin embargo flaquea donde menos se espera. Se dirá que hay problemas de guión (compartido con Alejandro Fadel -de Los Salvajes-, Martín Mauregui y Santiago Mitre -El estudiante-), de construcción del verosímil, de subtramas poco o mal desarrolladas; tal vez la cuestión esté en su excesiva ambición: es como si Trapero tuviera que replicar la multiplicidad de anunciantes (hay fondos y canales europeos, además de argentinos) en la trama misma de la película, que aborda la marginalidad latinoamericana, la discriminación y la fuerza bruta policial, el compromiso de parte de la Iglesia, la indiferencia de su dirigencia y de la clase política, los conflictos internos de los curas protagonistas, la droga, la mafia a su alrededor, el funcionamiento de una comunidad y en medio de todo una trama romántica. Con tantos temas en 110 minutos de metraje suena lógico que existan esos desajustes. Por cierto, la película toma otro vuelo cuando Trapero sale de los interiores a filmar la villa: el magistral plano secuencia inicial donde el padre Julián (Ricardo Darín) va mostrándole a su par Nicolás (Jérémie Renier) el funcionamiento del asentamiento (y que recorre desde las instalaciones del Elefante Blanco del título -un edificio abandonado por el Estado que supo ser un proyecto monumental del socialista Alfredo Palacios en la década del ´30-, hasta las calles de la propia villa) es un portento de puesta en escena, un ejemplo de gran cine que se repetirá en otros pasajes del filme (por caso, la monumental escena donde la policía irrumpe en busca de un narcotraficante). Trapero responde su apuesta con cine de alto vuelo, que nunca busca estetizar la violencia ni la pobreza, aunque tampoco las elude: al contrario, se diría que hay una sensibilidad especial para mostrarlas (apelando al plano secuencia general o a la profundidad de campo para la violencia) gracias a un planteamiento virtuoso de la puesta en escena, lo que no equivale a disminuir la dureza del paisaje para hacerlo más digerible al espectador (es sin dudas la película más dura de Trapero). Hay entonces una ética en la puesta, que es correspondida por un uso virtuoso de las formas ¿Dónde está el problema entonces? Y es que no todo se resuelve con una postura digna. Hay fallas en Elefante Blanco, que se encuentran, curiosamente, en los detalles, en la construcción de las escenas más intrascendentes, en cierta trama desarrollada a los apurones (sobre todo, una historia de amor que involucrará a un cura) o ciertas resoluciones forzadas (por ejemplo, el escape de los curas con Monito, un niño de la villa). Lo esencial, empero, sobrevive con solidez, incluso la trama más política que recorre el filme: las diferentes formas de militancia social que propone cada cura (como dicta el género, cuando Julián decida jugarse a fondo, su suerte quedará echada). Y aún con todos los reparos que se puedan pensar, seguimos estando ante un filme que nos abre a un mundo nuevo, desconocido por los espectadores, que no dejará indiferente a ninguno. Por Martín Iparraguirre
La revelación de un mundo Un filme iraní llegó el fin de semana a las salas comerciales cordobesas: ¿se tratará de un milagro? Nada más lejos, pues como siempre en el reino del capitalismo hay una explicación precisa para dicho estreno (como también la hubo el año pasado para el penúltimo filme de Abbas Kiarostami, Copia Certificada, que acaso llegó al Showcase por su prosapia europea y no tanto por su calidad excepcional): La separación, de Asghar Farhadi, es la ganadora del último Oscar a Mejor Película Extranjera, además del Oso de Oro del Festival de Berlín, y viene precedida por un considerable éxito en los mercados occidentales. Se trata de un filme que registra de manera minuciosa el resquebrajamiento de dos familias a partir de un incidente doméstico, y desde esa intimidad revela cómo el Estado teocrático de Irán atraviesa la vida cotidiana de las personas y promueve comportamientos definidos, a veces no tan puros como se podría suponer. El segundo plano de la película nos introduce ya a un mundo específico, que uno ubicaría a una considerable distancia del nuestro: en un plano medio subjetivo, asistimos de frente a una discusión entre Nader (Peyman Moaadi) y Simin (Leila Hatami) sobre su posible separación. Ella quiere irse del país porque han conseguido una visa que les permitirá dicho privilegio para el régimen en cuestión, pero el permiso expira en apenas 40 días y su marido se ha arrepentido del proyecto común y quiere quedarse en Irán a cuidar a su padre enfermo de Alzheimer. También hay una hija preadolescente en disputa. El plano, sin dudas el mejor de la película por su secreta complejidad y belleza, reproduce la mirada del juez que definirá la querella, poniendo al espectador en su lugar: durante el resto del metraje la película no hará otra cosa que achicar esa distancia entre el público y la cultura registrada, y complejizar cualquier toma de posición sobre el conflicto. Que además irá en vertiginoso ascenso, ya que la disputa matrimonial será apenas un disparador impensado de otros incidentes más graves, que involucrarán a nuevos personajes. Principalmente, a la mucama que Nader contratará para cuidar a su padre, ahora que Simin ha abandonado el hogar: como en una tragedia griega, las circunstancias se irán confabulando en contra de los protagonistas para que todo termine en un terrible dilema, de nuevo ante la Justicia. Se dirá, con razón, que hay cierto voluntarismo en el guión para la construcción de los malentendidos que llevarán a Nader y los suyos a enfrentarse a la familia de su mucama, de una clase social sensiblemente inferior. Más grave aún, el director se permitirá alguna elipsis en el relato para poder mantener el suspenso sobre la verdad detrás de la versión de cada parte, algo que se puede definir como simple manipulación del espectador. Porque apenas se inicie la nueva querella judicial, cada personaje empezará a distorsionar los hechos para tratar de mejorar su posición en la disputa, aunque no sin nuevos conflictos con ellos mismos o su religión. Es más, se podría afirmar incluso que el director toma posición a favor de la familia de clase media- alta, que en definitiva es el punto de vista desde el cual se estructura el relato y se filma el conflicto (resulta sintomático que el filme nunca se introduzca en la intimidad de la familia pobre, a no ser cuando lo hace Simin). Pero tales desajustes no llegan a ser regla, y son compensados por una sincera voluntad de humanizar a todos los involucrados: los mejores momentos de la película transcurren incluso cuando Farhadi registra a los niños y reproduce su mirada de las disputas de los adultos. Filmada enteramente con cámara en mano, casi absolutamente con planos medios, la película transcurre siempre en espacios cerrados, reproduciendo en su forma los laberintos kafkianos en que se desenvuelve la vida de sus protagonistas: se trata de mostrar, en definitiva, el momento en que el hartazgo supera todo orden ético o religioso, y entonces afloran los peores instintos. Allí finca además la notable universalidad de la película, capaz de generar empatía en espectadores de cualquier rincón del planeta. Por lo bajo, Farhadi desarrolla ingeniosamente una amplia variedad de temas (el machismo de la cultura iraní, las relaciones filiales, las diferencias de clase, la educación de los hijos, la cultura de la violencia, la preeminencia de la religión en los pobres, el choque de la tradición y la modernidad en Irán, su curioso sistema judicial, etcétera), componiendo un fresco luminoso sobre un país que entonces quedará menos ajeno a nosotros. Por Martín Iparraguirre
Fábula televisiva El cine de Daniel Burman viene experimentado una continua transformación que parece directamente relacionada con su éxito comercial: mientras más repercusión ha conseguido en el público, sus películas han bajado notablemente de calidad, llegando a constituir verdaderos subproductos de la industria televisiva, cada vez más impersonales y predecibles. Bastaría citar su penúltima película, Dos hermanos, para certificarlo, ya que no sólo se trató de su mayor éxito en la taquilla, sino también de su peor película. Pero lo curioso es que a lo largo de su filmografía se puede constatar también la existencia de un mismo núcleo conceptual más o menos claro, un universo propio desarrollado a través de sus películas, ciertas preocupaciones recurrentes que unifican su obra (y que trascienden su famosa trilogía sobre Ariel, el personaje interpretado por Daniel Hendler, integrada por Esperando al Mesías, El abrazo partido y Derecho de familia); lo que parece insinuar la existencia de una mirada autoral. ¿Es Burman un autor en el sentido estricto de la palabra (como lo son sus contemporáneos Lucrecia Martel, Adrián Caetano o Lisandro Alonso)? ¿Ha conseguido, a través de su filmografía, construir una visión propia del mundo (lo que implica también un posicionamiento ante el cine)? ¿O su derrotero cinematográfico desautoriza esta apreciación? No sería prudente ofrecer una respuesta concluyente al asunto, más bien al contrario, la pregunta funge como un simple disparador para el lector, ya que la última película del director, La suerte en tus manos, vuelve a actualizarla. Hay una certeza que parece clara: no estamos ante el mismo Burman de aquella trilogía, aunque su parentesco resulta también inobjetable. Pero es como si la estética televisiva hubiera fagocitado lentamente el cine del director: en La suerte en tus manos, todo resulta mucho más predecible y explícito, mucho menos riguroso que en aquellas películas, incluso parece haber una especie de aceleración en el montaje y los tiempos narrativos de su cine, como si su nuevo filme estuviera intencionalmente dirigido a otro espectador (de otro tiempo y de otra cultura, la televisiva). El problema es que todo esto redunda en otra obra fallida, que tiene poco para aportar a la cinematografía del director, y que parece muy alejada de aquella promesa que alguna vez supo constituir Burman (que precisamente en su momento despuntó como una posible síntesis entre el Nuevo Cine Argentino y el cine netamente industrial). Su protagonista es un cuarentón llamado Uriel (el músico uruguayo Jorge Drexler, en su debut actoral), que rememora levemente al personaje de Hendler, otrora alter ego del director. Como aquél, Uriel es un hombre inseguro y lleno de manías, aunque tiene algún rictus de oscuridad: dueño de una financiera, recién divorciado y padre de dos hijos preadolescentes, parece interesado sólo en disfrutar de aquello que no pudo hacer en su existencia previa. Mentiroso compulsivo, adicto al póker, Uriel comienza la película anunciándole a su médico que se hará una vasectomía para poder disfrutar del sexo libre sin preocupaciones. Para ello viajará a Rosario, donde se encontrará casualmente con Gloria (Valeria Bertuccelli, nuevamente la mejor), antiguo amor de la juventud que ha regresado al país por la muerte de su padre, y busca superar una triste relación que tuvo en Francia. Claro que al primer contacto, Uriel recaerá en sus vicios: se hará pasar por un productor artístico que quiere volver a reunir a la trova rosarina (fulgurante aparición de Baglietto, Abonizio, Garré y Goldín), y desde entonces la película se estructurará alrededor de su patología, o la imposibilidad de relacionarse con sus hijos y el amor de su vida. Como se verá, temas caros a Burman: el amor, las relaciones familiares, los miedos, la maduración, hasta el judaísmo vuelve a aparecer de tanto en tanto, aunque siempre como guiño irónico o caricatura un tanto negra. Narrador más que probado, Burman vuelve a poner el acento narrativo en los diálogos, que algunas veces recuperan su lucidez previa (ver la escena del primer beso de la pareja), pero en la mayoría parecen desajustados: no es problema de las actuaciones (incluso Drexler está correcto, y hay que sumar los aportes de Norma Aleandro y Luis Brandoni), sino de cierta liviandad en la construcción dramática que se verá pronunciada a medida que avance el filme. Y es que lo más curioso son los problemas narrativos de la película: la aparición de subtramas innecesarias, la resolución abrupta de los conflictos, incluso cierta crueldad en el tratamiento de los personajes (hay algo de misoginia también) que tiene poco que ver con el Burman de sus inicios. Todo esto se ve acompañado por un planteamiento estético televisivo, a pesar de que se mantengan ciertas marcas formales del director (el uso de la cámara en mano, por ejemplo), donde se enfatiza un montaje acelerado (con cortes abruptos incluso de las escenas, ver el final), correspondido por la lógica del plano-contraplano y la aparición de videoclips (aunque nunca con la música de Drexler). El cierre, por supuesto, será un happy ending bien al estilo de hollywoodense, tan inverosímil como expresivo del derrotero que ha adoptado el cine del director. Por Martín Iparraguirre
La simpatía como trampa Los comentarios del día después no dejan lugar a dudas: el inesperado (tanto como deseado) triunfo de El Artista en los Premios Oscar sería la gran noticia de los últimos años para el séptimo arte. Película (casi) enteramente muda y en blanco y negro, supuestamente destinada a homenajear y reivindicar el cine de manufactura artesanal de hace casi un siglo, El Artista implicaría un ansiado regreso a las fuentes para una industria agotada, que busca obsesivamente su tabla de salvación en los adelantos técnicos y el 3-D, a expensas del arte y la creatividad humanas. Para más, El Artista logró seducir a públicos masivos en todas las latitudes del mundo con un cine silente pleno de simpatía y humanidad, que demostraría que aún se puede filmar como en los viejos tiempos, y que el espectador también sabe premiar el riesgo y la honestidad. Un relato tan candoroso sólo confirma, en realidad, las peores intuiciones (que ya expresamos en esta columna): Hollywood se recicla año a año con los Premios Oscar, y El Artista no es más que un producto cuidadosamente estudiado para cumplir con ése objetivo (a diferencia del filme de Martin Scorsese, La invención de Hugo, que significativamente se fue sin grandes galardones). Ni artísticamente arriesgada, ni homenaje honesto y desinteresado como se postula, el filme del francés Michel Hazanavicius (en esto sí innovó la Academia: le dio el premio mayor a una película francesa) es una aproximación mayormente fetichista y vacua al cine mudo, una fábula inofensiva para la industria que en ningún momento se propone pensar su tema ni su forma de abordarlo, y que ni siquiera cree en lo que postula (la posibilidad de un cine silente, de formas artesanales). Se diría que su simpatía queda a flote, aunque allí está la trampa. El Artista no reivindica cualquier tipo de cine, sino uno muy específico: el cine de las grandes productoras (que construyeron la industria) y del star system (sistema de las estrellas), un cine despersonalizado y uniforme cuya traducción actual sería precisamente el tipo de cine que supuestamente viene a cuestionar. Toda película tiene una visión propia del cine y del mundo, decía François Truffaut, y hay que rastrearlas en su puesta en escena. El Artista es aquí tan acartonada y unidireccional como los culebrones que su protagonista -un actor de la época del cine mudo- encarna: filmes de aventuras donde lo que importan son los golpes de efecto, los giros del guión y el magnetismo de las estrellas. Poco más, si se mira bien, propone El Artista, aunque sus estrellas sean (hasta ayer) desconocidas: la desconfianza suprema en el espectador guía su puesta en escena, y entonces todo se explica una y otra vez, por más que no disponga de las voces para hacerlo (para eso está la banda de sonido). Su apropiación de los clásicos es trivial, meramente imitativa (o incluso fetichista), así como también la construcción dramática de los conflictos de sus protagonistas, y su lectura del momento que narra (el paso del cine mudo al cine sonoro). Sólo su simpatía, en gran parte deudora de un perrito (aunque sostenida por una música omnipresente y la actuación de Jean Dujardin), la salva de caer en el ridículo, mientras su tema la reviste de una falsa importancia, ya que en realidad, más que homenajearlo, la película parodia al cine mudo. Su protagonista es un famoso actor del cine silente, George Valentine (Jean Dujardin), que en 1927 está en la cresta de la ola. Sus películas son un éxito, y hasta se da el gusto de imponer al productor (la figura del director está ausente en el universo del filme) la aspirante a actriz Pepy Miller (la argentina Bérénice Bejo, por momentos insoportable), una joven seguidora que pronto mostrará sus habilidades para el cine sonoro, y se convertirá en la gran estrella del estudio. A contramano, resentido en su orgullo, George rechazará esta nueva invención y se embarcará en una filmación propia, que a fin de cuentas lo dejará en la ruina, mientras Pepy sube al estrellato. Plena de homenajes y citas a obras de la época (su argumento recicla a Cantando bajo la lluvia de Stanley Donen y Sunset Boulevard de Billy Wilder), Hazanavicius intenta imitar en su película la estética del cine mudo, pero casi siempre desde la exageración: sus protagonistas (sobre todo Bérénice Bejo) hacen de la afectación el eje de su trabajo, y entonces sobreactúan tanto en las películas que filman (la ficción dentro de la ficción) como en la supuesta vida real. Un trazo grueso que se extiende a la puesta en escena, que pocas veces puede resolver los giros del guión meramente con imágenes: a la mejor escena del filme (un plano general de unas escaleras vistas de costado que, además de emular a otra película, muestra al protagonista mezclándose entre la gente común), le seguirán otras para remarcar que el hombre ha caído en desgracia. Por no hablar de la música omnipresente como constante clave de lectura de todas las escenas, algo que se acentúa a medida que avanza el filme porque pasa de la comedia al drama, al suspenso y hasta la tragedia. Tanta manipulación pone en duda el concepto de “artesanal” con el que se ha asociado a la película, que en su puesta también recurre a artificios varios: la manipulación de la luz (incluso de tonalidades varias en ciertas escenas) es el más evidente, sobre todo hacia el final, aunque esto no implica ningún desmérito. Es más, la gran paradoja final es que El Artista se destaca más en los rubros técnicos que en todas aquellas virtudes por las que finalmente fue tan premiada. Por Martín Iparraguirre
Lecciones del pasado La mayor ceremonia de autocelebración de la industria cinematográfica está a la vuelta de la esquina, y como es costumbre nuestras carteleras se encuentran inundadas por sus principales candidatos: Hollywood se recicla año a año con los Premios Oscar y para estas fechas parece volver a nacer, aunque las novedades que suele prometer luego se conviertan en meros espejitos de colores. Este año difícilmente sea la excepción, aunque sí hay alguna película por allí a la que vale la pena prestarle atención, sobre todo la última de Martin Scorsese (aunque también la de Alexander Payne, Los descendientes) que se desmarca sutilmente de la lógica dominante en el mercado actual -aquella que intenta llevar al cine a una nueva era de ensueño (digital)- y discute lúcidamente con ése paraíso prometido. Hablamos de La invención de Hugo Cabret, que por varios motivos constituye una curiosidad: es la primera película de Scorsese filmada en 3-D, precisamente con tecnología digital, y es también su primer filme dedicado a la infancia, que se puede encuadrar en aquél resbaloso género llamado “cine para toda la familia” (es también la máxima aspirante al Oscar en esta edición, con once nominaciones, aunque esto no es más que una anécdota). Fábula iniciática de inconfundible tono dickensiano, legítimo homenaje a los inicios del cine y a la era mecánica que lo parió, lo más curioso es precisamente que Scorsese recurra a la última tecnología disponible para reivindicar aquellos viejos tiempos donde el paradigma de la perfección era un reloj a cuerda. No resulta casualidad sin dudas su elección, así como tampoco lo es que su protagonista sea un niño huérfano, que en la película redescubrirá la infancia del cine y a su mayor creador, el olvidado Georges Meliés, al mismo tiempo que encuentra su lugar en el mundo. Y es que la película toda constituye una sutil lectura del presente, un llamado de alerta sobre la necesidad de recordar los orígenes, sobre la importancia de volver a los padres fundadores para iluminar este futuro que se abre ante nosotros pleno de incertidumbres, donde el cine ha terminado de independizarse del mundo que lo contiene y ya no lo necesita para existir. No es que Hugo (como se conoce en el original) sea un panegírico del realismo en el cine, más bien lo contrario: Scorsese reivindica enfáticamente la famosa idea del cine como una máquina de sueños, al servicio de la ilusión y la fantasía colectivas, donde incluso los hombres pueden encontrar sosiego a su realidad (lo que podría ser el primer mandamiento de Hollywood). Pero el director de Taxi Driver advierte que el cine está en problemas, y su respuesta es (significativamente) una fábula que nos devuelve a los inicios para advertir que allí, en las obras olvidadas de Meliés, Chaplin, Keaton o Renoir (entre otros directores citados) hay respuestas y lecciones para volver a aprender. Adaptación de una novela gráfica de Brian Selznick, el filme se centra en Hugo Cabret (Asa Butterfield), niño huérfano que vive en las estructuras secretas de la monumental estación de ferrocarril de París, en los años ’20. Hugo ha heredado la pasión por el oficio de su padre, relojero mecánico de profesión cuya única herencia es un misterioso autómata, un robot mecánico que nuestro protagonista pretende reparar, ya que intuye que allí puede haber un mensaje de su progenitor. Además, Hugo mantiene secretamente andando los relojes de la estación para evitar que descubran que su tío, un alcohólico perdido responsable de ésa tarea, lo ha abandonado, algo que lo condenaría al orfanato. Para colmo, en la estación hay un peligroso guardia de seguridad (Sacha Baron Cohen) que, secundado por su perro dóberman, está obsesionado con capturar niños huérfanos para enviarlos al servicio social. Eventualmente, Hugo tomará contacto con un anciano gruñón que posee una juguetería en la estación, ni más ni menos que Georges Meliés (que efectivamente terminó allí), y con su nieta Isabelle (Chloë Grace Moretz), también huérfana, quien intentará ayudarlo a poner en marcha a ése autómata, ligado secretamente al gran director (interpretado por Ben Kingsley). Formalmente elegante, Scorsese utiliza por momentos el 3-D como una declaración de principios: los planos secuencia que abren la película (sobre todo aquél donde Hugo recorre las instalaciones de la estación), así como el uso de la profundidad de campo en varias secuencias, despegan a la película de la frivolidad dominante en el medio actual, y acaso la liguen secretamente con aquéllas tradiciones que intenta homenajear. Basta ver las recreaciones de las filmaciones de Meliés para comprobar el sincero amor que Scorsese profesa por ese pasado cinematográfico (así como también los continuos homenajes y citas, a veces exagerados, como el de Django Reinhardt), y comprender el mensaje que tiene para sus coetáneos. Su descarada artificialidad, su final feliz y al borde del sentimentalismo, son coherentes con la propuesta (que es una declaración de amor al cine), pero Scorsese se cuida de apelar a la nostalgia o la melancolía: Hugo es un filme que se dirige al presente, y por tanto no deja lugar a esos golpes bajos. Por esto mismo, la música grandilocuente que la recorre se vuelve un gran problema, pues sofoca a la propia película y contradice las intenciones del autor. Claro que ese atisbo de solemnidad es contrapesado por la nobleza de la propuesta, que en la sencillez de su trama encuentra un espacio común para unir a grandes y chicos, sin abandonar sus aspiraciones de reivindicar un pasado de lucidez para el cine moderno. Por Martín Iparraguirre
La política en el cine El cine no es tanto una cuestión estética como política, o mejor: la forma (la estética), es una cuestión esencialmente política, pues determina precisamente el modo en que el cine muestra (e interactúa con) el mundo. Yatasto es la demostración acabada de la naturaleza y del destino político del cine, en su más íntimo sentido, pues es un filme que (se) abre (a) nuevos horizontes, y que además es capaz de interactuar con un Otro absoluto, construido por la sociedad. Yatasto confirma así la misión libertaria del cine, pero no porque haga algún tipo de proselitismo (o porque tenga buenas intenciones), sino todo lo contrario: porque se anima a abordar su objeto de una manera política, es decir dialógica. Lo consigue sobre todo gracias a que Hermes Paralluelo piensa la forma en función de su objeto, y allí está su posicionamiento político: el gran logro de su película es abordar un universo absolutamente estigmatizado por la sociedad desde el respeto y la sinceridad, y entonces se vuelve libertaria, simplemente porque logra habitarlo. Hay entonces una voluntad verdaderamente antropológica en Yatasto, que surge del modo en que están dispuestos (pensados) los planos, ya desde la formidable escena de apertura, donde un aparente fundido a negro se revelará como la síntesis perfecta de las condiciones existenciales de sus protagonistas: niños que viven a la intemperie, que deben prender un fuego en la fría madrugada para vencer la oscuridad, y prepararse para lo que será una larga jornada de trabajo. La tercera escena los mostrará ya en acción: Bebo (15 años), Pata (14) y Ricardo (10), subidos a un carro que es su única esperanza de supervivencia, hablando y riendo como cualquier chico, pero con la necesidad de procurarse el pan de cada día. Se trata de un plano medio pero cerrado sobre sus tres protagonistas, que ocupan casi todo el frente de la pantalla, mientras que por atrás y a los costados (en un uso virtuoso, y políticamente revolucionario de la profundidad de campo y del sonido) se asoma el mundo, la sociedad cordobesa. Tales planos secuencia, que acompañan el trayecto del carro pero siempre con nuestros protagonistas al frente, permitirán sumergirnos de lleno en su universo, asomarnos como observadores privilegiados a sus existencias, lograr una intimidad inusitada con ellos, hacernos parte de sus vidas. La nobleza formal de Yatasto asegura así una experiencia única que sólo puede dar el cine, que tal vez no sea mucho más que una ventana privilegiada hacia otros mundos. El cine como un arte del encuentro, como un espacio donde la otredad se nos revela en una nueva dimensión, un pasaje hacia un diálogo que de otra manera sería imposible, acaso utópico. Entonces asistiremos a las experiencias cotidianas de los protagonistas, diálogos llenos de significados donde los jóvenes expondrán su visión del mundo, sus conflictos con padres y madres ausentes o sobrecargados de trabajo, sus preocupaciones centradas casi exclusivamente en la obtención de dinero, sus conversaciones sobre el oficio del carrero y la educación, la clara conciencia de sus límites existenciales, y la modesta esperanza en conseguir alguna mínima mejoría en un futuro soñado. También aquí, gracias a esa formidable estructuración de los planos, podremos ver su relación con la sociedad, que si no los recibe con tristes dádivas, lo hace a los bocinazos: Yatasto se convierte indirectamente en un estudio sobre nosotros, aquellos que quedamos adentro del sistema, y nos obliga a enfrentarnos a nuestra peor cara, sin protecciones ni salvavidas a mano. Por Martín Iparraguirre
Volver a los clásicos Toda película es siempre una oportunidad para pensar al cine y, por extensión, al mundo. No sólo porque el cine está determinado por el mundo (que es su materia prima aún en su versión puramente digital, ya que hasta ahora ha tratado siempre de imitarlo), sino porque su funcionamiento se afinca en la construcción de sentidos, en la capacidad de trasmitir interpretaciones de la realidad, visiones del mundo (en el doble sentido de la palabra: como “lecturas” del mundo y como “imágenes” del mundo). La acostumbrada hegemonía norteamericana en los estrenos de verano constituye, así, una oportunidad. ¿Qué es lo que tanto seduce? ¿Qué es lo que se busca en Misión Imposible, Las aventuras de Tintín, Sherlock Holmes o Los Muppets? Las respuestas serán diversas, cada cuál tendrá la suya: quien firma, encontró aquí alguna sorpresa digna de analizar. Porque más allá de sus méritos o desméritos, Los Muppets (en bastante menor medida también Tintín) constituye una lección para el cine norteamericano contemporáneo, una muestra de un camino siempre posible: volver a los clásicos. El filme firmado por el inglés James Bobin es una inteligente mezcla de tradiciones cinematográficas y lecturas (políticas) del presente, que revive del mejor modo una serie que siempre se caracterizó por desarticular y dar vuelta los sentidos comunes dominantes de cada época. Por eso, contra lo que cree la mayoría de sus defensores, el regreso de los Muppets sirve para mostrar cuán pobre es el cine hollywoodense de nuestros días, por simple comparación: porque retoma la naturaleza eminentemente popular del cine, hoy absolutamente ausente en Hollywood, y promueve una visión colectiva de la vida, si bien inocente y benévola, al mismo tiempo crítica, capaz de abordar (problematizar) al presente a través de un humor irónico, nunca despreciativo y menos aún grosero. Simple y directo como buen clásico, el argumento emula acaso el nacimiento de la película misma: un par de fanáticos de la serie se enterarán de que un millonario -llamado poco sutilmente Richman (Chris Cooper) – quiere apoderarse del estudio de Los Muppets, ya en ruinas y abandonado, para terminar de destruirlo, porque intuye que en su suelo se esconde un gran yacimiento de petróleo. Todo nacerá así del amor de los hermanos Garry (Jason Segel, además guionista del filme) y Walter (que es un muñeco como Los Muppets, pero con conflictos de identidad) por el viejo programa de TV, por lo que junto a la prometida de Garry (Amy Adams), ambos irán a buscar a Kermit (la Rana Renéen la vieja traducción) para convencerlo de volver a reunir al grupo: necesitan conseguir 10 millones de dólares para salvar los estudios, antes de una fecha perentoria. Por supuesto que la idea será volver a montar un show televisivo para reunir semejante suma, pero no tardarán en encontrar dificultades, primero por la indiferencia de los productores de la televisión, y luego por las vueltas de la trama: Miss Peggy, enojada con Karmit, se negará a participar en el show, y luego el propio Karmit sufrirá de un rapto de amnesia que lo llevará a desaparecer del mapa. Por no hablar del malvado Richman, que operará bajo las sombras para complicarles la existencia. Alegre, amable y desprejuiciada, capaz de romper cada dos por tres las reglas de verosimilitud (sea “viajando en mapa”, sea denunciando su naturaleza de ficción en los diálogos), Los Muppets consigue algo que casi todos los productos destinados a los niños buscan y pocas veces logran: ser una película que llegue tanto a padres como a chicos. Y lo hace con el método opuesto a aquéllas: proponiendo a los grandes vivir en el universo de los niños. Por eso, es coherente el mundo inocente y feliz que plantea, donde los sueños se pueden alcanzar con la solidaridad y el esfuerzo compartido, ya que esta misma visión es una lectura crítica del presente, una lectura política e insurrecta para el imaginario norteamericano actual. A todo esto hay que agregar las canciones y las coreografías musicales, la particular apropiación de los clásicos (desde el musical a la comedia física del slapstick o el humor rápido de las series actuales), los guiños y las referencias múltiples que insertan a la película en el presente (y que trabajan desde los detalles para cuestionarlo) la aparición de alguna estrella (Jack Black sobre todo, o las menos logradas Whoopi Goldberg o Selena Gomez, entre otros), y la convicción de que el cine es un encuentro con la fantasía, pero una fantasía anclada en una comunidad, pendiente de sus problemas y preocupaciones. Algo que tiene un nombre: cine popular. Por Martín Iparraguirre