Otra vez sopa Otra de las entregas anuales que Woody Allen le brinda al cine. Su máquina de hacer chorizos no tiene descanso. En los últimos tiempos mudó la fábrica en busca de inversores interesados pero no tuvo suerte: con la carne de España, de Inglaterra, y podemos apostar que también con la de Francia (la próxima Midnight in Paris), los chorizos de Woody, hijos de una revolución industrial, personal e innecesaria, saben a lo mismo, es decir, a nada. Conocerás al hombre de tus sueños está llena de contactos temáticos con muchas de las grandes películas de su filmografía. Se repiten los tópicos y los personajes, pero al modo de un chiste que vuelve a contarse y va perdiendo gracia cada vez que se ejecuta, hasta convertirse en un eco de lo que fue. El problema no está en el paso del tiempo –hoy seguimos riendo y disfrutando con cada uno de sus clásicos–, sino en el tono confuso de este mix de nuevo drama pesimista y su particular comedia de siempre, en la displicencia con la que resuelve cada conflicto, cada plano, en hacerle sentir al espectador que esto del cine le sigue importando. De esta manera, lo que elabora con su obra no es una reescritura constante de una historia sino un pastiche de sí mismo. Así, tal cual lo dicta el diccionario: imitación o plagio que consiste en tomar determinados elementos característicos de la obra de un artista y combinarlos, de forma que den la impresión de ser una creación independiente. Al principio del nuevo chorizo la voz que introduce a los personajes hace referencia a unos versos de Macbeth que pretenden regir el concepto de la película. Esa voz dice que dice Shakespeare que la vida está llena de ruido y de furia y que al final no significa nada. Pero pasan los minutos y de esa tesis inicial sólo queda el último tramo: entre tanto tire y afloje del romance, el éxito laboral y la creación artística, al final, todo significa nada. Del ruido y la furia, esos personajes bastante insulsos y apáticos no traen noticias. Las relaciones que van rompiendo y las relaciones que van armando con otros personajes (algunos caricaturescos como la nueva esposa del viejo Alfie) se presentan como avances en la trama que no tienen demasiadas consecuencias, al menos emotivas. Roy puede mudarse con la vecina, Sally puede ser rechazada por su jefe, Alfie puede casarse con una prostituta que lo engaña como quien repite otro plato de sopa. Sin embargo, después de tanto desinterés, hay otra tesis aún más trillada que se engarza con la primera y sobrevuela Conocerás al hombre de tus sueños desde el título. Se basa en esa frase que repiten los adivinos cuando se los consulta por el amor. “You will meet a tall dark stranger” le dice su tarotista a Helena, separada luego de cuarenta años de matrimonio. Allen reserva para esta mujer de fe un espacio a salvo de su misantropía y la premia, como conclusión, con el hallazgo de ese amor tan deseado. Aunque la forma un tanto grotesca con la que retrata a esos nuevos amantes, sentados en un banco de plaza, hablando de sus vidas pasadas, no hace otra cosa que dejar colar ese desprecio que viene destilando por sus criaturas. Claro que si estuviera hablando de un director que recién comienza, de uno que comenzó hace rato pero no se llama Woody Allen, la valoración de la película sería más alta. Se podría, en ese caso, obviar los problemas que tiene y hasta su falta de gracia; lo que no se puede obviar es el destello que emite el resto de su filmografía, que de tan brillante opaca la cualquier chispa que resulte de sus últimos trabajos. Quiero saber cómo sigue, de dónde viene, esa sentencia de Shakespeare que también da título a la novela de Faulkner: “La vida no es más que una sombra caminante, un pobre actor que se pavonea y se inquieta una hora sobre el escenario y después no se oye nada: es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furia que no significa nada.” Woody la corta, la tergiversa; todavía sabe lo que está haciendo, por eso nos oculta quién es el que narra el cuento. Viejo pillín.
Amor de laboratorio Como todo imperio, Hollywood debe acapararlo todo, y cada día más y más rápido. Por eso ya no se complace con hacer películas de género. Ahora necesita agarrar una coctelera para mezclar tres, cuatro, cinco subgéneros, de modo que la abuelita, su nieto, el hombre maduro, el ama de casa y la mujer emprendedora entren al cine como si la sala fuera una lata de sardinas, y con una sardina de cada océano. La capacidad abarcadora de estas películas es el punto más valorado por la crítica de los noticieros televisivos. Cuando a esos comentaristas les toca hablar de una película animada que pertenece a este grupo, el elogio más repetido es que se trata de un estreno “para grandes y chicos”: lo que se dice matar muchos pájaros de un tiro. El amor y otras adicciones pertenece a esta camada que desde hace unos años invade la cartelera. En este caso la historia de un visitador médico aficionado al sexo casual, que se hace rico vendiendo Viagra y se enamora de una chica enferma de Parkinson, le sirve a la narración para apuntar a cinco o seis blancos cosa de acertar sólo en el de la taquilla. Y al final todo termina pareciendo una excusa. El trabajo del protagonista es una excusa de los tiempos de Obama para hacer un comentario social sobre el sistema de salud de los Estados Unidos, o para ver en un consultorio un primer plano de la teta izquierda de Anne Hathaway. El sexo casual es otra excusa para seguir viendo chicas desnudas, o para dejar en claro que la pretensión de sexo sin amor conduce al sexo con amor. Y el Parkinson es el drama. Pero el drama de las películas sobre enfermedades que Julia Roberts y Richard Gere supieron explotar en los 90, donde toda la tragedia pasaba por esos romances terminales, acá se corta de golpe para hacer un chiste burdo sobre erecciones o masturbaciones. Eso me hace acordar que otro comentario propio de la crítica televisiva es el que mide las facultades de un actor por su capacidad de hacer reír y llorar a la vez. Lo habrán escuchado –y lo volverán a escuchar– cuando se conmemora un nuevo año del fallecimiento de Luis Sandrini. Y claro que el público puede reír y llorar, y hasta prestar atención a un mensaje político en una misma película. Todo depende de la forma, todo depende de los tiempos que se tomen para cada cosa y la manera en que se vayan hilando los distintos elementos. Aunque la opera prima de Edward Zwick fue una comedia, allá por 1986, el trabajo frecuente con dramas épicos (al estilo Leyendas de pasión o El último samurai) parece transformar a El amor y otras adicciones en un lugar desconocido para el director, donde se nota la dificultad que tiene con el ritmo que le imprime el género. Los chistes, los gags o las situaciones dramáticas interrumpen para ofrecer un nuevo clima sin demasiada sutileza, apagan la risa y borran cualquier posibilidad de emocionarse con el ¿amor? de la pareja. Se hace difícil sacarle los signos de interrogación a la palabra “amor”. Como un rasgo de la sociedad moderna que pretende mostrar la película, a los protagonistas se los ve todo el tiempo más preocupados por sus propios asuntos que por los del otro: a Maggie no le interesa demasiado una relación seria hasta que descubre, en una convención de enfermos de Parkinson, que se puede tener esa enfermedad y llevar una vida; cuando Jamie se entera que estar envuelto en una relación seria puede implicar tener que cambiarle los pañales algún día, cortan y tiene sexo con un par de chicas sin demasiados problemas. Así el vínculo naufraga en la inconsistencia y la historia de amor se vuelve un tanto grotesca. Pero a quién le interesa todo esto si la sala estaba llena. Había algunas abuelitas, hombres maduros, amas de casa, mujeres independientes y chicos con ganas de ver a Hathaway sin ropa. Sólo faltaban los menores de 16 años: todo no se puede.
El más acá Ya hace tiempo que Clint Eastwood es un director que vive dentro del canon cinematográfico. De unos años hasta acá, ese reconocimiento con poca disidencia le dejó costearse producciones que no se hubiera permitido en otros momentos. Esa puerta que se abrió a fuerza del trabajo exhaustivo sobre sus personajes, sobre historias particulares que daban cuenta de un mundo entero, lo llevó a lugares insospechados (como la reciente Invictus o el díptico La conquista del honor-Cartas desde Iwo Jima) donde la H de historia se escribía con mayúscula. En Más allá de la vida, que cuenta con la producción ejecutiva de Steven Spielberg, se podía esperar que Eastwood volviera a ofrecernos un modelo del mundo desde el todo, pero como si quisiera desembarazarse de toda esa responsabilidad, apenas empieza la película se gasta toda la plata en la escena inesperada del tsunami. Luego de eso, luego de jugar en los terrenos de Spielberg y lograr una ola gigante que arrastra todo a su paso, con una autenticidad a la que los genios de los efectos especiales ni se asoman, vuelve a las verdades que le ofrece el trabajo de orfebre que hizo con sus personajes en películas como Los imperdonables o Un mundo perfecto. En Más allá de la vida toda referencia a “temas importantes” ?como los desastres naturales, la crisis económica de Estados Unidos o el terrorismo en las ciudades europeas? funciona de manera lateral, atraviesan a los personajes sin determinarlos. Y si a eso que hay después de la muerte, que está presente desde el título, también se lo concibe como a uno de esos temas trascendentes, hay que decir que a Eastwood tampoco le interesa más que para mostrar la acción y los sentimientos de los que seguimos acá en la Tierra. Por eso las pequeñas escenas que visitan ese lugar secreto duran apenas unos segundos y se parecen a los relatos populares de la muerte, más conocidos por estos pagos como el viaje de Victor Sueiro ?no parece casual que su primer libro, publicado en 1990, gran éxito de ventas en Argentina y en varios países de América, se titule igual que esta película. George Lonegan (Matt Damon) es un obrero americano que puede contactarse con los difuntos, algo que siente más como un castigo que como un don; Marie Lelay (Cécile De France) es una periodista francesa que permanece sin vida durante algunos segundos y eso cambia toda su perspectiva; Marcus es una suerte de Oliver Twist que pierde a su hermano gemelo y necesita volver a comunicarse con él para seguir adelante. Los tres protagonistas, en diferentes partes del mundo, están conectados por un saber velado al resto de los mortales. Pero si esta película se acerca a un relato coral (cosa que desprecio con pasión), el oficio y la mano artesana de Eastwood, más el guión sin fisuras de Peter Morgan, se encargan de borrar cualquier huella que la vincule a ese tipo de cine. Con la magia y los trucos que sólo puede desplegar el último de los grandes directores clásicos, las tres historias funcionan como una sola. Y las únicas verdades que se plantean son las que atraviesan las búsquedas que llevan a cabo los personajes, con un grado de sobriedad en su forma narrativa que logra que cualquier cosa que muestra, por más terrible que sea, esquive el golpe bajo o la conmiseración barata. Si hay alguien que está lejos de la muerte, ése es el viejo Clint, que a los ochenta años nos entrega un regalo tras otro, con algún desliz cada tanto pero siempre cuesta arriba, con la fuerza de un joven recién iniciado y la experiencia de quien lleva décadas en el oficio de hacer cine. La siguiente parece una parada difícil: la vida de J. Edgar Hoover es la de esos hombre que quieren abarcarlo todo, casi un opuesto al obrero de Matt Damon que le escapa a la vida pública pero tampoco un Mandela, ya saben, el chico se ponía vestidos. Dentro de un año veremos cómo sale parado Eastwood esta vez.
Culocracia Parece que la conocida forma de gobierno que popularizó la revista Barcelona no es exclusiva de este país austral y remoto. Ni es un invento de Tinelli o Sofovich. Según el documental de Erik Gandini, la culocracia empezó a ganar terreno en Italia a fines de los ´70 como un pequeño espectáculo televisivo para las clases populares en el que una chica enmascarada bailaba y se sacaba la ropa cuando la respuesta de un participante era correcta. Años más tarde, ya con la televisión color, la culocracia rige sobre toda la península y corona a su máximo fogonero como Primer Ministro de la República. La “Revolución Cultural” ?como se la llama irónicamente en la película ? alimentada por el grupo de medios del empresario Silvio Berlusconi, donde culos, tetas y personajes berretas son los protagonistas, entendió el poder como una relación simbiótica entre la política y el espectáculo. Esa es más o menos la tesis que intenta poner en pantalla Videocracy. Pan y circo, como en las viejas épocas, y nada muy nuevo. La voz de Gandini, que introduce la película, funciona a modo de comentario y de enlace entre los diferentes registros: imágenes de archivo televisivo, entrevistas a personas que circulan por el mundillo de la fama y seguimientos de personajes extravagantes que pretenden un spot de luz para sí mismos. Hay de todo: una fotógrafa con entrada libre a las fiestas privadas de Berlusconi, un relacionista público amante de Mussolini, un paparazzi que extorsiona a las celebridades con sus fotos indiscretas y Ricky, un wannabe –así figura en los créditos– que ofrece un show en el que mezcla canto y artes marciales. Todos ellos, se dice, forman parte de ese universo que el ahora Primer Ministro imaginó para Italia. Un paraíso a colores lleno de mujeres hermosas, torsos desnudos, risas, amor y dinero. Pero lo que empieza siendo un intento por derretir el mundo plastificado que Silvio le ofrece a cada italiano en su propia casa se fabrica de su mismo material, y ni siquiera la voz de Gandini, con su tono crítico, puede evitar que la película se vaya convirtiendo en otro lugar de exhibición donde muere lo privado. Videocracy, por suerte, no procura ser un documental concluyente sobre un tema tan amplio que abarca todos los aspectos de una sociedad, desde lo económico hasta lo cultural. Quiere poner a Berlusconi en el centro de toda la cuestión, pero enseguida hace que nos olvidemos de él para prestarle más atención a la galería de personajes que nos presenta. Por ejemplo, después de seguir a Ricky por los castings, después de ver el show en el que fusiona a Van Damme con Ricky Martin o escucharlo discutir con la mamma sobre su situación sentimental, no se sabe si eso quiere ser un documento sobre los anhelos de la juventud italiana o la prueba de los daños psicológicos que provocan tantos años de ser televidentes. Lo cierto es que Ricky y los demás personajes se vuelven una atracción más del circo, en este caso, de la pantalla grande. ¿Y la figura de Silvio? Está omnipresente, manejando los hilos. Pero como en el teatro de marionetas, no miramos sus manos sino los muñecos que nos presenta. Videocracy no logra que levantemos la vista, en todo caso sirve para repasar algo que ya conocemos, porque para saber qué tan mal está la tele, no hace falta más que prenderla.
Los ojos del padre Un buen consejo es que nunca, pero nunca, quieras parecerte a tu propio padre. Aunque las similitudes sean imposibles de evitar, siempre tiene que subsistir un espíritu rebelde que se pare de manos frente al progenitor. Hacer lo contrario es pelear una batalla perdida de antemano, y más cuando sos hijo de David Lynch. Es cierto que Surveillance, de Jennifer Chambers Lynch, elimina los componentes digamos oníricos que tiene el cine del primero, y los reemplaza por un presente puramente material donde la violencia es infligida más sobre la carne que sobre la conciencia. Pero acá, la aparición constante de recursos (como el uso perturbador del sonido, los tics psicopáticos de Bill Pullman o los ambientes enrarecidos) que el padre de Jennifer maneja con destreza, tienden más a expulsarnos de la película para recordarnos la filmografía de Lynch que a sumergirnos en la trama. Lo que se narra es la llegada de una pareja de agentes del FBI a un pueblo desolado del interior de los Estados Unidos para investigar una serie de asesinatos (¿un Twin Peaks con menos humor?). La mayoría del tiempo la película transcurre en la comisaría donde van a interrogar a los testigos del último crimen cometido por los homicidas. En los interrogatorios simultáneos que uno de los agentes (Bill Pullman) monitorea a través de un circuito cerrado de televisión (de ahí el título, y ¿algo de Carretera perdida?), como si se tratara de un Rashomon antimoderno, cada uno de los tres testigos cuenta su versión de los hechos mientras se pone en pantalla lo que realmente sucedió antes y durante los asesinatos. Todos tienen algo para ocultar en su declaración, pero a diferencia de la obra de Kurosawa, acá no hay misterios acerca de la verdad que, en este caso, sí será revelada con vuelta de tuerca cerca del final. Da la sensación de que con ese final esclarecedor, y un tipo de relato más clásico, Jennifer Chambers Lynch se quisiera alejar del arduo camino que impone un padre famoso. Pero a pesar de las buenas intenciones, eso es lo que peor le sale. Porque no elige hacer un cine radicalmente opuesto al del padre durante toda la película, que no permita la comparación, sino que rechaza algunas cosas y retoma otras casi por obligación en los dos casos. Y no se trata solamente de que Bill Pullman se parezca demasiado al Denis Hopper de Blue Velvet, o de que la pareja de psicópatas actúe como los sacaditos de Natural Born Killers, sino de que la buena fotografía de la película o el buen timing que tiene Jennifer para las escenas de suspenso quedan olvidados por el aire solemne que la invade de a ratos. Surveillance quiere decir algo sobre las sociedades de control, sobre el Estados Unidos profundo, sobre la vigilancia extrema, pero cuando termina sólo nos acordamos de que la nena tiene los mismos ojos del padre.
Hallmark Channel presenta Un año después de su estreno en Europa, llegó a la cartelera la película basada en un comic menos emocionante de la historia del cine. De este género (ya lo es, o casi) las hay buenas y malas, pero definitivamente esta es la más aburrida de todas, cuando “aburrido” debería ser el peor de los lugares adonde pueden caer estos estrenos. Cazador de demonios es una producción francesa, inglesa y checa parecida a ese otro adefesio que es Pacto de lobos, y termina por confirmar que ciertas cosas sólo le están legadas a Hollywood. Eso sí, debo reconocer que la vi en DVD; una sala de cine le podría haber sumado algunos puntos. No sé, tal vez la pantalla grande solamente agigantaría esa pátina visual de CGI barato que tiene la película. Pero que todo esté cubierto de un color naranja tirado desde un balde de pintura no es lo más aterrador; lo peor es que después de los primeros cinco minutos, la historia provoque menos interés que chupar un clavo. Al comienzo, cuando la película todavía puede prometer un poco, Solomon Kane aparece en el norte de África como un hombre vil, obsesionado con el dinero y el poder, que mata sin piedad a propios y extraños. Kane comanda la toma de una ciudad en la que quiere saquear un tesoro y cuando finalmente lo encuentra, el Diablo en persona se le aparece para anunciarle que llegó el momento de pagar por todos sus pecados. Fin de la curiosidad del espectador. El resto de la película sigue un camino eterno de redención que lo obliga a vagar por una Inglaterra llena de harapientos y barro, regida por un malvado hechicero. Atrás de todo eso hay un trasfondo histórico que intenta conceptualizar la fundación de los Estados Unidos por parte de las familias puritanas que emigraron desde Europa y su devenir histórico al otro lado del océano. Casi como los neocons de la era Bush, la idea de redención pasa por combatir el mal en todos los rincones de la tierra. De cualquier forma, a esa altura, todo esto ya dejó de interesar hace mucho tiempo. Ni la aparición de Max Von Sydow, ni la familia de puritanos con la que establece una relación, ni su pasado de nobleza que intenta reivindicar hacen sostener la mirada sobre la pantalla. Apuesto que ni a los fanáticos de las espadas y los hechiceros puede atrapar este guión errático y previsible que tiene aires de grandeza y ni siquiera provoca risas. Está claro que además del pobre trabajo visual, el problema de estas superproducciones europeas es que se lo toman todo demasiado en serio.
El túnel Yuki, hija de un francés y una japonesa, planea sus próximas vacaciones con su amiga Nina cuando recibe la noticia de que sus padres se van a separar. De occidente a oriente, el futuro incierto –como cualquier futuro que se imagine en la infancia– la espera al otro lado del mundo. Yuki y Nina, entre la incomprensión del mundo adulto y otras vacilaciones, van a intentar recomponer lo que ya está roto. Suwa y Girardot construyen con paciencia la relación que tienen estas dos nenas con una realidad intervenida por la fantasía. Los cuentos de hadas, más que un escape, se presentan como una solución a los problemas y, sobre todo, como una esperanza. La cámara fija que las registra en los interiores, en las casas de sus familias que son la realidad pura y dura, se empieza a mover cuando deciden huir juntas a las afueras de la ciudad, al mundo de la infancia con sus juegos e ilusiones. Es en ese lugar que la película tiene su momento más logrado, sorprendente y genial, cuando en el medio del bosque Yuki concreta un viaje, un pasaje, a través de un túnel verde naturaleza en el que al principio se creía perdida. Para quien no la haya visto, no es un migración de la infancia a la adultez, sino un camino de crecimiento donde todo se reacomoda para poder continuar con la vida, o con vida. Después de haber visto La Pivellina no me puede sorprender la capacidad que tienen algunos chicos para ser reales. Yuki & Nina es otra demostración de lo que se puede hacer con los silencios y las palabras y de que Haley Joel Osment es el que estaba muerto, pero eso ya lo sabían.
Alias Jim Carrey Hay decenas de variables que te acercan a una película, que te hacen ir al cine. Muchas tienen, aunque sea, un mínimo rasgo de azar. Puede ser una recomendación de un amigo que te encontrás por casualidad en la calle, una derrota en la batalla contra el acompañante de turno por la elección de la película, o una crítica perdida en un blog perdido como este. Cualquiera de estos eventos puede hacer que descubramos algo que jamás se nos hubiera ocurrido ir a ver, o generarnos odio por el amigo, el acompañante o el cybercrítico. El resto, en oposición a esos factores aleatorios, depende de la voluntad del distribuidor y de qué tanto quiera acelerar el motor de la máquina publicitaria. Sus armas más comunes para llevarnos de las narices, digamos las armas reglamentarias, suelen ser el trailer, el afiche y, en nuestro caso, la “traducción” del título original. Con I love you, Phillip Morris es demasiado evidente que trataron de dar gato por liebre (hablando de traducciones, en inglés dirían pig in a poke) con los tres. El trailer dice que es una película de Jim Carrey, y efectivamente es una de Jim Carrey, con sus gestos ridículos y esas neurosis que aparecen en casi toda su filmografía, pero a la vez se encarga de eliminar todo lo que le agrega esta película, lo que no tiene de sus éxitos pasados. A su vez el afiche lleva escrito, con una tipografía más propia de Ace Ventura o de Brigada explosiva, el increíble título de estreno Una pareja despareja. Yo voy a ver todas las de Jim Carrey, de éstas y de las otras, pero está claro que quisieron estafar a los despistados amantes del detective de mascotas o de Tonto y retonto. Más de uno, después de haber caído en la trampa (casualmente en una película sobre ese tema), se habrá acomodado en la butaca para matarse de risa con la comedia física a la que está acostumbrado. Y la cosa empieza un poco así, como era de esperarse. Steven Russell (Jim Carrey) es un hombre de familia con una esposa rubia (Leslie Mann) y una hija. Policía de Texas que de chiquito, cuando los padres y su hermano le cuentan que es adoptado en una escena genial por su crueldad, decide no deprimirse por la noticia sino esforzarse de ahí en más para ser la mejor persona del mundo. Todo marcha como lo esperaban los espectadores engatusados, y aunque puede haberles llamado la atención que Steven cogiera con su esposa como si fuera un conejo exaltado, no es hasta un par de minutos después, cuando el plano recorta dos cuerpos desnudos haciéndolo estilo perrito, que los asalta la sorpresa al asomarse una cabeza que no es la de Leslie Mann, sino la de un hombre con bigotes que le grita “Do it, man! Cum in my ass!”. Mientras se daban cuenta de que Una pareja despareja no era lo que fueron a buscar, Steven ya había decidido cambiar la plastificada vida de sueño americano en los suburbios por otra, también de cliché, en Miami junto a su nueva pareja, Jimmy Kemple (Rodrigo Santoro). Steven es un personaje perfecto para Jim Carrey, el actor del doppelgänger, nuestro Jerry Lewis. En él (y en Carrey) conviven muchos hombres que aparecen y desaparecen con extrema velocidad y hasta se superponen. Puede ser ese hombre de familia que les contaba, un gay de gustos caros y extravagantes, un prisionero que conoce la cárcel como si fuera suya, un hombre de negocios que juega al golf, un abogado de origen humilde, un empleado de panadería, o quien se le ocurra. Steven es alguien que nunca ha sabido muy bien quién es, que se ha pasado la vida indagando en su identidad y mientras indagaba fue aprendiendo a adoptar todo tipo personalidades con suma facilidad. Sólo el amor por sus parejas le sirve de ancla por un tiempo, porque ahí encuentra un poco lo que realmente es. Incluso el amor perfecto, lleno de cariño y ternura que lo une a Phillip Morris (Ewan McGregor, increíble en el papel de un chico frágil que sólo puede ver lo bueno que hay en los demás) desde que lo conoce en la cárcel, es incapaz de frenar su incansable búsqueda. Para hacerlo un poco más explicito, los directores deciden que cuando Steven se acerque a un espejo reciba una imagen deforme de sí mismo. Saber quién es él realmente se le hace tan lejano como las nubes a las que de chico jugaba a encontrarles forma junto a sus amigos, y que funcionaban como otro espejo roto que sólo le devolvía una pequeña parte de sí. El pene que venía en esa nube, al igual que su pasión por Phillip, era sólo una pieza más de Steven; el resto se compone de mil caras. En la cárcel, hay una escena en la que ambos bailan pegados un lento en su celda mientras afuera varios tipos se matan a piñas y ellos siguen al compás de la música como si el universo terminara en esa habitación de dos por dos. Pero cuando el exterior entra en sus vidas, Steven puede cambiar su máscara para escapar de esa prisión, para conseguir dinero fácil o para ser cualquier otra cosa. En definitiva, para seguir explorando y explorándose, aunque ese mundo lo condene por farsante. Aunque para esos espectadores que hayan sido llevados a la sala por engaño el panorama puede parecer, en principio, desolador, I love you, Phillip Morris, con su fotografía soleada, repleta de cielos ultra celestes y colores estridentes, con sus varios gags y morisquetas, no es un drama depresivo ni mucho menos. Es una comedia romántica sobre dos hombres románticos que puede llevar a Jim Carrey al extremo de la enajenación. Y si a esos espectadores no les agarra un ataque de pacatería, la pueden disfrutar en todas sus formas y no enojarse por el fraude del distribuidor, porque como dice Steven Russell para justificarse: al final, nadie salió lastimado, sino todo lo contrario.
BarryAmor Drew Barrymore ya puede coronarse, no por esta película sino por toda una filmografía que viene construyendo en el género, como la reina de la comedia romántica. ¿Quién sino, Jennifer Aniston? ¡Ja!. ¿Qué otra cuenta en su legajo con títulos como El cantante de bodas, Jamás besada o Como si fuera la primera vez? Drew nunca te deja a pata en un género que, dentro de su estructura inamovible, rara vez pierde la capacidad de divertir y emocionar. Para los que disfrutamos de este tipo de películas sin necesidad de esperar la sorpresa que cambie el rumbo del cine, para los que podemos sentarnos en la sala sin pretensiones lugonescas y sin horrorizarnos con sus repetidas tendencias conservadoras, el combo BarryAmor se vuelve prácticamente infalible. Aunque Amor a distancia no sea lo mejor de su repertorio y el dueto con Justin Long no alcance el vuelo sentimental que consigue junto a Adam Sandler, Drew vuelve a rendir el precio de la entrada. Esta vez, con una película sincera donde el mayor logro está en haber sabido componer una relación de “pareja moderna”, atravesada y unida por la cultura pop, pero sin la pátina plastificada que se devora a películas pseudoindies como 500 días con ella. Acá el conflicto no pasa por conquistar a la chica inalcanzable, de hielo, como la que interpretaba Zooey Deschanel (soberana de otro reino, el de la histeria hipster). El amor surge entre los protagonistas sin demasiados preludios y lo que se interpone entre ellos es la distancia y la posibilidad de mantener una casta fidelidad. La pareja se conoce a escasos minutos del comienzo de la película, y de ahí en más el problema que enfrentan los personajes es que en unas pocas semanas concluirá la pasantía que Erin (Drew Barrymore) está haciendo como periodista en un diario de Nueva York y deberá regresar al estado de California para continuar con sus estudios de posgrado. Casi no hay terceros en discordia, enredos ni confusiones que se interpongan en la relación. Hay, apenas, un pequeño temor a enamorarse de alguien que vive al otro lado del país, pero sorteado el miedo inicial sin demasiadas complicaciones los protagonistas se disponen a vivir un amor a distancia. A partir de ahí, el conflicto se corre de lugar y adereza la comedia con un toque bastante light de actualidad. Es que después de un tiempo de contacto telefónico constante, la crisis económica de los Estados Unidos y la de los medios impresos amenazados por Internet (“escribí en un blog”, le dicen a Erin cuando llama para pedir trabajo) son los que, una vez tomada la decisión de mudarse a la ciudad del otro, interfieren en el romance. Nada del otro mundo, un comentario al pasar sobre esa situación poco divertida. Sin embargo, Amor a distancia pone en escena una pareja querible y creíble que se toma el sexo con naturalidad y sin demasiadas vueltas. Y aunque el sexo da lugar a chistes bastante burdos como el hallazgo de un vello púbico encima de una mesa, la película le otorga la importancia que tiene para las parejas de estos tiempos. Porque en el fondo, o no tanto, el tema de esta comedia es que la distancia impide coger con quien más ganas tenés de coger en el mundo. Leí en varios post de por ahí que, pasada la mitad, la película se vuelve convencional. Error: la película es así desde el principio y no se puede esperar otra cosa del que, quizás, sea el último género puro y duro que se sostiene en Hollywood. Y si eso o algunas otras cosas que suelen aparecer en esta clase de cine molesta, siempre queda la sonrisa de la rubia Drew, aunque algunos digan que en los planos cortos se le ve el bigote.
La más bella niña Con seguridad, la mejor actriz del festival es Asia Crippa, una de las protagonistas de La Pivellina. Lo singular es que probablemente no alcance los tres años de edad. Así y todo, Crippa brilla en la pantalla con sus gestos y sus palabras entrecortadas que muy pocas veces brindaron tanta verdad en el cuerpo de un niño actor. Cuando dice no, cuando come con la cuchara, cuando se ríe, no se puede ver una pizca de obligación. Si se la ve feliz, la pivellina está feliz. Y no sólo se trata de ella, todos los personajes que la rodean con afecto no hacen más que ser de verdad. En este eco del neorrealismo italiano que nos llega en colores rutilantes, una familia circense de esas que le resta importancia a los lazos de sangre, encuentra a esta nena sola en una plaza y se la lleva a vivir con ellos. En medio de remolques, charcos de agua y la falta de trabajo de esta Roma poco glamorosa, el único conflicto –y no por eso menos inquietante– es el riesgo de que la dichosa estancia de Asia (el personaje y la actriz llevan el mismo nombre) se acabe en algún momento. Su irrupción cambia la vida de toda la familia, y como ellos quieren creer cuando imaginan el horrible pasado de un niño que llega a ser abandonado, cambia para bien la vida de la pivellina. Por eso se dedican a darle todo el cariño del mundo en el menor tiempo posible mientras Tiza Covi y Rainer Frimmel los siguen con una cámara que conoce la vibración del cine documental y hace que el amor se sienta. Y nada en el cine puede ser más importante que sentir.