Ante la ley En el Bafici circulaba un rumor bastardo, infundado: decía que a Police, adjective le sobraba la primera hora y media. No escuché lo mismo de películas que hacían un uso excesivo de planos fijos donde no había mucho para mirar, sino de la que para mí fue la mejor de todas de todas las que vi. Es raro, pero así son los rumores y nadie tendría que prestarles atención. Con seguridad, éste había surgido de la boca de quienes siguen disociando la forma del contenido. ¿De qué otra manera se podría contar una historia donde lo fundamental es el tiempo en todas sus dimensiones? El tiempo como pasado, presente y futuro, y como algo relativo que en el día a día se estira o se acorta según el grado de acción. Cristi, el protagonista, es un joven policía que tiene la misión de seguir a un grupo de chicos de secundaria que fuman hachís. En su deambular moroso, que nada tiene que ver con las investigaciones policiales que podemos ver en Hollywood, la película impone, a su vez, otro seguimiento: el que hace el espectador de Cristi. Tal vez es ahí donde se engendra el absurdo rumor que, sin dudas, es signo de una falta de atención al andar del protagonista, a los pasillos y recovecos de la institución policial y a los pequeños diálogos que va manteniendo con diferentes personajes. Todo está ahí desde los primeros minutos. Mientras se van anidando unos temas con otros, la burocracia, la repetición, el absurdo, la ley, la moral y las instituciones dilatan el tiempo y generan el nudo que provoca la espera. Porque Cristi siempre está a la espera. Vigila la casa de uno de los chicos y espera. Los observa fumar porro frente a la escuela y espera que tiren la tuca para recogerla como indicio del delito. Sobre todo, espera encontrar una prueba que demuestre que alguno de los investigados está traficando, porque sabe que la ley de su país puede mandarlos varios años a la cárcel sólo por consumir y eso va a pesar en su conciencia. Pero no hay peor espera que la de algo que, ya se sabe, no va a llegar. De cualquier forma, Cristi retarda la investigación y pospone el encuentro con su jefe mientras intenta dirimir sus dudas. Y si bien el policía forma parte de la institución, su problema es con la autoridad. Cuando en una maravillosa escena de la convivencia de una pareja discute con su mujer sobre una palabra mal escrita en uno de sus informes, Cristi se termina preguntando quién decide cómo se debe escribir y pone cara de desconfianza cuando la respuesta es “la Academia Rumana”. El conflicto de la película está, más que nada, en su cabeza. A minutos del comienzo mantiene otro diálogo con un compañero de trabajo en el que discuten la posibilidad de que éste pueda unirse a los partidos de fútbol-tenis que practica Cristi una vez a la semana. El protagonista se rehúsa a invitarlo. Le dice que ya lo vio jugar al fútbol y que es malo, y que si juega mal al fútbol tiene que jugar mal al fútbol-tenis, que eso es una ley, que no está escrito pero que es una ley. Porumboiu pone todo el tiempo en la boca del protagonista las dificultades que tiene su personaje para disociar sus creencias del significado de un código escrito. En esa lucha constante contra los mandatos externos, Cristi se niega a arrestar los chicos por consumo porque cree que en el futuro cercano esa legislación, que les deparará varios años de prisión y que ya no rige en otros países de la Unión Europea, va a ser modificada. Lo que no puede es detenerse a pensar que si para los antiguos romanos lo jurídico se fundaba en las Mores maiorum, las costumbres de los ancestros, la tradición, en el presente de la Rumania que le toca vivir a Cristi habita el pasado cercano de una larga dictadura como la de Ceau?escu. Y aunque las leyes ya no estén talladas en piedras inmutables, es seguro que ese cambio que tanto desea se va a demorar más de lo que la institución policial (a la que no le importa más que el presente) le permita estirar su investigación. El tiempo de la película, ese que llegó a incomodar en su cadencia a algunos espectadores, se presenta también como el tiempo de la vida y de la Historia. Police, adjective no los divorcia, al contrario, los reúne junto a su estructura para que su personaje principal tenga la posibilidad de vacilar y preguntarse sobre sí mismo mientras el reloj avanza lento pero implacable hacia un final. Ese final tan mentado, que los rumores festivaleros extirpaban del resto, no acelera el ritmo. Sí se abandonan los silencios prologados en esa extensa charla que mantienen Cristi, un compañero y su jefe, pero se conservan el humor, el compás y el tipo de planos fijos que los encuadran a media distancia. Lo que hace Porumboiu en esta escena es explicitar todo lo que vino desarrollando hasta ese momento, algo que muchas veces puede terminar por destruir una buena película. Sin embargo, lo hace de una manera tan inteligente que éste debe ser uno de los pocos casos en que la pura exhibición, la puesta en práctica de toda esa proposición formal que se venía desarrollando, acaba por hacerle ganar a la película una potencia descontrolada. En esos dos últimos planos donde la estrella que habla y manda es un diccionario -esa ley de la lengua un poco absurda- Porumboiu termina de pasar su aplanadora sobre el concepto de libre albedrío y, claro, también sobre los cuerpos del protagonista y de los que estábamos en la sala.
Así cualquiera decide morir Les voy a contar una historia conmovedora: Veronika tiene un laburito en una multinacional con sede en Nueva York, en unos de esos rascacielos con vista a toda la ciudad. Va a trabajar vestida con ropa de ejecutiva que le hace apretar las nalgas y fruncir el ceño durante las aburridas reuniones donde se deciden cosas que no le importan. Porque Veronika tiene alma de artista. Pobre Veronika, los padres no la dejaron seguir estudiando piano en la prestigiosa Academia Juilliard porque en su estrechez de inmigrantes pensaron que no iba a poder subsistir con su gran talento musical. En el fondo la quieren, pero le cagaron la vida. Ahora ya no tiene ganas de nada, un día pone Radiohead y se clava pastillitas de todos los colores que la dejan en coma. ¡Qué tonta! Se hubiera comprado un libro de Paulo Coelho antes de semejante decisión. O a lo sumo, si no le gustaba leer, podría haber ido al cine. Una vez al año estrenan una película como esta, un canto a la vida como esas en las que Julia Roberts cuida a un enfermo de cáncer. Con esas lecciones podría haber aprendido a oler las flores por las mañanas y a disfrutar de un casete de Debussy sin tener que acabar en un neuropsiquiátrico lleno de locos de verdad. Quién sabe, Dios obra de manera misteriosa. Si Veronika hubiera ido a ver una película de Emily Young no se habría encontrado con el Dr. Thompson y su extraño método de sanación que consiste en decirle mentiritas blancas al paciente para que se le despierten las ganas de existir. Por eso, cuando despierta del coma, después de que se llenara la panza de pastillas, el doctor le avisa que le queda poco tiempo de vida. Pero de todas formas no tiene ganas de sentarse a esperar; la Vero sigue emperrada en morirse lo más pronto posible. Así deambula por el hospital, de acá para allá en busca de algún medicamento que le reviente el corazón marchito. Y en ese deambular lo que le revienta el corazón no es ninguna droga, sino el frikigalán silencioso de Edward. Las chicas del cotolengo mueren por él y su misteriosa afonía. Al principio Veronika no le presta demasiada atención, está más interesada en tocar el arpa. Hasta que un día descubre por los pasillos un piano muy bonito y se sienta a batir los dedos, y mientras toca apasionada una música elegante ve por la ventana que Edward la escucha parado bajo la lluvia cual Michael Myers. Ahí descubre que son iguales: los dos tienen alma de artista. El dibuja lindos retratos y la mira con respeto cuando ella se hace una paja. Eso es el amor, lo que le da sentido a todo y unas ganas locas de vivir lo que Veronika cree que son sus últimos días. Al final se escapan a pasear por la ciudad, se divierten tanto que ella se queda dormida y, para meterle suspenso al asunto, él por un momento piensa que está muerta. ¡Qué mala suerte! Justo ahora que el amor le había hecho recuperar el habla le vuelve a pasar lo mismo que lo había dejado callado tantos años. Pero ella se despierta y a él le vuelve la sonrisa. Sin saber que el Dr. Thompson es un patrañero, Veronika va a vivir el resto de sus días como si fueran los últimos. Carpe diem.
La niña santa 208. Bendito sea el dolor. —Amado sea el dolor. —Santificado sea el dolor… ¡Glorificado sea el dolor! Aunque esta sentencia podría ser el lema de un grupo de sadomasoquistas entusiastas, en realidad, es uno de los 999 puntos de meditación que componen un libro llamado Camino escrito por Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei. La misión casi revolucionaria que esta institución tiene encomendada por la Iglesia Católica, es la de regar entre los fieles la enseñanza de que todas las personas –y no sólo los clérigos– están llamadas a ser santas. Ese camino al que se refiere el título del libro es el de la santidad, y cualquiera de nosotros puede transitarlo durante una vida ordinaria. Pero además de un libro y un proceso de canonización, Camino es también una película dirigida por el español Javier Fesser y el nombre de una preciosa nena madrileña de once años –protagonista de esa película– a la que de repente le toca encontrarse, al mismo tiempo, con el amor y con la muerte. Camino (ahora me refiero a la película, por eso las itálicas) es la historia de esa nena, miembro de una ferviente familia del Opus Dei, que sufre un extraño cáncer en la columna vertebral que empieza por sacudirle puntadas en la espalda y termina dejándola inmóvil en la cama de un hospital. Durante el desarrollo de la película, a la vez que ese tumor se expande por su cuerpo, como si fueran en sincronía, también crece en ella el amor que siente por Jesús. Y tal como pasa con esa pluralidad de sentidos que se condensa acá en la palabra “camino”, en Camino, Jesús es Jesucristo y también es el nombre del hijo de la panadera, el niño del que se enamora Camino a primera vista cuando lo encuentra en una plaza de Madrid hojeando el libro infantil Mr. Meebles. En todo caso, como dice el sticker que tiene pegado un vecino en el vidrio de su camioneta, “Jesús es el camino”, tanto para los miembros del Opus Dei que asisten a la agonía de la protagonista como para la protagonista misma. La diferencia está en que mientras los primeros lo ven lejano, con barba, pelo largo y ojos tristes, Camino lo ve parado a su lado en el centro cultural donde preparan, junto a un grupo de niños, la obra de teatro de La Cenicienta. Y no se trata, como leí en algunas críticas, de un equívoco que hace avanzar la narración timando al espectador, como podría pasar en La vida es bella o en las viejas comedias de enredos donde el doble sentido de las palabras es el motor excluyente de la historia. Acá Jesús es Jesús y Jesús, Viena es una ciudad de cuentos de hadas y una panadería, la obra es de teatro y es la Obra, como llaman sus integrantes al Opus Dei. La polisemia que adquieren las cosas en Camino trabaja sobre la variada interpretación que pueden hacer las personas y los personajes para alimentar sus fantasías. La dolorosa enfermedad de Camino es para su madre un regalo del cielo que encaja justo en ese desprecio del cuerpo que proponen sentencias como la que corona este post. Esa madre, con el regocijo que recibe la desgracia de su hija, puede ser el molde perfecto de villanía para las fantasías del espectador o una madre coraje, una heroína, para las del padre católico que le sirve de guía espiritual. Lo cierto, o de lo que habla la película de Fesser, es que la fantasía es un camino que puede ser de salvación pero también de alivio, alegría o placer, que se puede presentar en una inmensa catedral, en el castillo de Disney o en un cuento de hadas. Puede que Camino sea una película atea, pero no por eso ejerce un desprecio de lo místico, sino todo lo contrario: baja a la religión de su pedestal y la ubica en el nivel de la imaginación, o dicho de otra manera, eleva la imaginación a los altares de la religión. Un ejemplo: Mr. Meebles, el personaje del pequeño cuento ilustrado de Jack Kent, obsesiona a Camino desde que lo ve en manos de Jesús. El personaje se cuela en sus sueños y en sus pesadillas como un amigo que responde a sus inquietudes. Mr. Meebles, según dice, es un hombre que todo lo sabe, que todo lo puede, pero tiene un problema: que no existe si Camino no piensa en él. Nada más claro. La crítica de Fesser no apunta contra lo religioso sino contra la burocracia eclesiástica y, sobre todo, es una afrenta a la manipulación y el control que se ejerce sobre los integrantes del Opus Dei, pero a la vez retoma la idea fundante de la institución –esa de que cualquiera puede ser santo– para agregar que la santidad puede alcanzarse de muchas maneras. Así, a partir de cierto momento, el peregrinaje que emprende la niña recorre un sendero paralelo al del dogma religioso que siguen fervorosas su madre y su hermana. Uno está lleno de vida y el otro pretende despojarse del cuerpo como si fuera un lastre, pero en ambos la meta es la misma. Camino elige transitar hacia la muerte con la felicidad de la fe, el amor y la esperanza que pone en cosas de este mundo. Quizá porque es especial, quizá porque le es imposible a los hombres y a las instituciones encorsetar la imaginación de un niño. En consecuencia, y si seguimos en el terreno de ambigüedades que nos propone la película, cuando la madre le muestre un póster de Jesús, ella, que ya no puede ver a causa de la enfermedad, podría citar un fragmento del punto nro. 212 del libro de Josemaría Escrivá de Balaguer: Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. En homenaje a la infancia, a los espíritus rebeldes y a Alexia González Barros –esa niña, en la que se inspira la película que también es Camino– Fesser le va a regalar un cielo lleno de flores rojas en el que están Jesús y su padre, que no son Cristo ni el Padre, un cielo personal. Lo que demanda Camino es respeto por la interpretación del mundo que pueden hacer los otros. Hasta por las dudas que habitan en el personaje del padre, que se pasa la película sin tomar una sola decisión mientras es avasallado por las certezas de su mujer. Su rol parece relegado a mantener una relación secreta con su hija y a registrar con su cámara de Súper 8 los cumpleaños, bailes, regalos, risas de la niña, los momentos felices. Por eso se sorprende cuando Camino le pide que la filme agonizando en la cama del hospital, y también, después de encender la cámara, cuando ella indica que en el sofá está sentado Dios. Al final, después de la muerte de la niña y del accidente fatal que sufre el padre –digno paso de comedia de El milagro de P. Tinto– Fesser nos va a dejar ver esa cinta y cuando el padre empiece a girar de a poco la cámara hacia ese sillón y lo encontremos vacío, en el último fotograma, como si fuera un defecto del celuloide, se va a colar un triangulo, símbolo del Dios que todo lo ve. Ese triangulo está ahí a disposición de la madre, que es quien encuentra el rollo en un sobre, pero sobre todo, está ahí para que nosotros podamos elegir.
Viaje al fin de la noche A los que transitamos con frecuencia la geografía y las noches del conurbano puede parecernos difícil asociar esa mole demográfica con el infierno. Sin embargo, Carancho compone ese espacio fronterizo con ciertas características que lo pueden asimilar con facilidad al territorio de los castigos perpetuos, y no hay mucho que podamos hacer para negarlas. Como sus personajes, tampoco somos conscientes de que formamos parte de un teatro del destino circular en el que, tal vez, poco y nada depende de nosotros. Para saber qué papel nos toca interpretar en este submundo carroñero, que más que subterráneo es lateral, no importa adónde pretendamos ir, sino –como en el infierno– de dónde se viene. Trapero comienza su película con un par de imágenes fijas que muestran pedacitos de vidrios rotos sobre el asfalto, y que bien podrían ser (apuesto que son) esas imágenes ausentes que sólo nos llegan a través del sonido, justo al final. Pero antes de ver esos restos de un choque aparece una placa negra que informa sobre las estadísticas de los accidentes de tránsito que ocurren en el país y el negocio que hay detrás de ellos. A pesar del espanto que puede causar la placa, por su contenido y, sobre todo, porque podríamos con razón sentir cierto temor de ver una obra que intente “generar conciencia” acerca de un tema importante, el carácter circular de Carancho y la impronta de destino trágico que cargan sus protagonistas desde el inicio la transforman en una película que trabaja desde adentro del encierro que está filmando. Ese recorrido que hacen los personajes y la cámara por un callejón sin salida que siempre termina en el mismo lugar, es el que le da la posibilidad a la película de liberarse de la denuncia y apropiarse de un contexto sin olvidarse que antes que nada está el cine. Por eso Trapero, a la vez que filma con la textura y los colores de la realidad (esa iluminación artificial, medio apagada, de la periferia, luces naranjas del alumbrado público a la noche y luz azul de tubos fluorescentes en lugares cerrados) en un uso magistral de la cámara HD, y que recurre a personas sin formación actoral para acrecentar la crudeza, se hace con varios de los tópicos del cine negro con los que puede absorber un espacio urbano más que adecuado para el género. Como en esas películas de sociedades corrompidas de los 40 y 50, en el mundo carancho los personajes pueden tomar decisiones para escapar, antes de esa decisión existe un pasado que les pertenece en forma de cicatrices y moretones y un conglomerado amorfo de instituciones que se los puede impedir. El conurbano de Trapero no es un lugar sin ley en el que vale todo, es la zona porosa de la frontera donde el Estado se vuelve contra y parte de uno mismo. Ahí están, en medio de la mugre y las ruinas, la casa de velatorios, el hospital, la fundación de ayuda al accidentado, los médicos, la policía, los abogados. Existen en condiciones oscuras y deformes para quien se pueda servir de ellos. Sosa (Ricardo Darín) y Luján (Martina Gusmán), antiguos habitantes de ese territorio hostil, se conocen, se miran y se gustan en medio de la violencia. Eso que a él le parece una perla en el barro y que le de un motivo para huir del lugar en el que está, en realidad no hace más que acelerar su destino. Lo obliga a creer que la suerte, que hasta el momento se había mantenido inmóvil, puede estar empezando a mejorar. Para confirmarlo, como parte de un juego coqueto, le apuesta a Luján, a cambio de un beso, que los próximos cuatro autos que crucen la esquina van a pasar el semáforo en rojo. Esa perla que le hace olvidar a Sosa, mientras está sentado en el bar de una estación de servicio mirando todo a través de una ventana, que los conductores que violan las normas pertenecen al mismo entramado complejo que él, es lo que le permite creer en la posibilidad del cambio y vivir su historia de amor. Sosa es un abogado que por haber perdido su licencia se dedica a recorrer las noches en busca de accidentados a los que ofrece los servicios de una fundación que pretende quedarse con el cobro del seguro. Luján es una médica residente de un hospital que viaja en ambulancia en busca de los mismos accidentados para brindarles su ayuda. Se encuentran por primera vez en la calle mientras le dan asistencia a un motociclista que está tirado sobre el asfalto. Las miradas se cruzan en medio de la noche del conurbano, en medio de la sangre y de esa luz anaranjada y ese fondo negro tan propios de las sombras de la provincia. Sosa y Luján, a partir de ese momento, van a vivir el romance, con sus encuentros y desencuentros, atrapados por una red de instituciones que se erigen, con sus códigos propios, como estructuras casi paraestatales. Uno de esos códigos, que siempre está presente en las películas sobre la mafia, es el que dice que de los bajos mundos no se sale, o al menos no se sale vivo. Sosa, que lo conoce bien, lo olvida por amor, y Luján, con su candor, lo intuye mientras va descubriendo que la suciedad que la rodea es más grande de lo que creía. Juntos van a encontrar un refugio de ese exterior, de esa noche, en la calidez de sus departamentos. Mientras cocinen juntos, vean televisión o hagan el amor, van a poder imaginar un futuro distinto. Cuando el afuera rompa las puertas de sus casas, no les va a quedar otra que salir, para cerrar el círculo, a encontrarse con el destino.
La suma de las partes A unos minutos del comienzo de Redacted, un soldado norteamericano que es grabado por un compañero dice mirando a cámara una frase que por trillada no es menos cierta, dice que en la guerra la primera baja es la verdad. Lo sabemos quizá desde la Segunda Guerra, pero nos fuimos haciendo más conscientes de eso a medida que la producción y distribución de imágenes fueron creciendo exponencialmente. Desde hace bastante tiempo la pelea hay que darla tanto en el campo de batalla como en los medios. Ya para la Guerra del Golfo el control que se ejercía sobre la información y la forma en que circulaba la convertían, después de mucho tiempo, en el primer conflicto sin cadáveres ni horror. A principio de los noventa, CNN fue el gran acaparador del relato de esa guerra. El canal de noticias unificaba a los espectadores frente a una sola pantalla con un material editado en conjunto con las fuerzas militares. Unos años más tarde, la aparición de Internet y la posibilidad de acceder a los dispositivos digitales de captura y emisión de imágenes quiso presentarse como la fase democratizadora de los medios. Lo que obtuvimos de eso no fueron más que fragmentos dispersos de realidad que escapan a cualquier sentido que vaya por encima de lo puramente concreto que asoma en cada uno de ellos. Por eso De Palma, en un contexto como este, no reniega de la edición que se hacía en CNN sino que a esa edición (llamarla montaje sería un total anacronismo) le impone y contrapone la suya. No hay otra manera de entrar en el campo de batalla de la información que interfiriendo en el proceso de su divulgación. Es en la sala de edición donde se construyen las verdades en pugna porque ahí es donde las cosas cobran sentido. Redacted no lucha por el ya acorralado concepto de objetividad sino por reunir las pantallas desperdigadas con la intención de sostener su propio relato de la guerra. Está claro que De Palma no trabaja con videos sino con pantallas: de cine, de televisión, monitores. Para contar lo que le sucede a un grupo de soldados norteamericanos en Irak antes, durante y después de llevar a cabo la violación de una chica de catorce años y el asesinato de toda su familia, se hace de elementos ficcionales que imitan los códigos de diversos medios: un documental francés, los videos personales de un soldado, un canal de noticias iraquí, videos subidos a Internet, cámaras de seguridad y teleconferencias. En ninguno de los casos las imágenes se transforman para ser trasladadas al cine, no pierden su textura de origen, y cuando la película nos muestra, por ejemplo, un video de Youtube, no sólo vemos eso sino el resto del sitio web, de la misma manera que cuando la cámara sigue a una reportera el logotipo del canal se recuesta en una de las esquinas. Reunificar pantallas no es otra cosa que reunificar espectadores. En este caso se trata de poner frente al cine a los que mirábamos fragmentos en soledad. Con todo eso Redacted construye una narración que no es más verdadera que la cobertura que pueda hacer un canal de noticias. No importa que los soldados sean tres o cuatro tipologías del norteamericano que se muestran grotescos frente a la cámara, o mejor dicho, importa porque ese clásico gesto depalmiano (sepan disculpar la adjetivación) de la exacerbación sirve para mostrar el carácter ficcional de cualquier material editado. No hay en esta película la mínima intención de decir la verdad. Lo que hay, más bien, al desterrar las imágenes de su hábitat, son las ganas de poner en debate el estado de situación de los nuevos medios y su relación con los que ya no se pueden llamar espectadores. Y sobre todo, hay una enorme voluntad de hacer rugir una voz que no se escuchaba. Dos cosas que hacen de Redacted la mejor película sobre la invasión de Irak.
Dame Coca No cabe duda de que cierta textura es natural al cine, o por lo menos de que esa textura es el primer destello que le indica al espectador que está viendo una película. Las imágenes de la obra de Armando Bó que rescata Carne sobre carne tienen el relieve y los colores necesarios para evocar un cine de otra época, con otras necesidades y exigencias. En el documental de Diego Curubeto aparece una enorme cantidad de público amontonado alrededor de Isabel Sarli en un estreno. Quién sabe qué esperaba esa gente de la película que estaba por ver, probablemente no esperaba las risas que se escuchan entre el público del Malba. Como decía, era otra época y había lugar para que un director filmara a fuerza bruta, confiara en su instinto e hiciera cine de explotación mientras creaba una obra fuera de lo común y construía una diva extravagante que se emplazaba en el imaginario colectivo. Y todo eso lo tenía que hacer esquivando la censura. El mal hábito de la tijera fue uno de los obstáculos que Bó tuvo que sortear en cada producción y le sirve a Carne sobre carne más como excusa para llevar a la pantalla esas imágenes vírgenes de espectadores que como un alegato contra la prohibición. El comienzo de la película, con un monólogo impostado de Víctor Bó (que recuerda, o quizá parodia, el viejo tono declamatorio del cine nacional) sobre los problemas que tuvo su padre con las instituciones encargadas de recortar, es sólo el punto de partida de un tema que se disgrega a medida que pasan los minutos y empiezan a sucederse en la pantalla las imágenes de una joven Isabel. Algo parecido pasa con las entrevistas en las que aparecen Fernando Martín Peña, técnicos y actores que trabajaron con Armando Bó o la misma Coca Sarli. Sus datos y anécdotas ayudan a poner en contexto a ese cine, pero también plantean una línea que luego se deshace, o más bien acompaña al material recuperado que es el centro de la película. Las animaciones a cargo Pablo Rodríguez Jáuregui son otros de los satélites que rodean a ese material, y aunque a esa altura ya se sabe que esta es una obra creada de retazos, cuando interviene Gastón Pauls en una de las ficcionalizaciones, somos nosotros los que queremos usar la tijera para volver rápido a los gestos ingenuos de la diva cuando nada en una pileta, cuando es asediada por machos cabríos o exaltada por caballos. La verdadera potencia de Carne sobre carne está en el gran trabajo de investigación de Curubeto y en la restauración que llevaron a cabo el propio Peña, Octavio Fabiano y Juan José Staganaro para que ese relieve, ese grano, abandonara por un rato la pantalla chata del canal Volver y retornara a su forma primitiva que permite palpar el cuerpo de una diosa terrenal.
Haz algo pobre, Preciosa Hace un par de días vi un capítulo de Los Simpson llamado “Any Given Sundance” en el que Lisa se dedica al curioso oficio del cine independiente en los Estados Unidos. Después de ver a Homero y a Bart robando comida decide filmar un documental sobre su familia llamado “Capturing the Simpsons“, alusión al retrato de otra familia disfuncional que hizo Andrew Jarecki con Capturing the Friedmans. Los programadores del festival de Sundance aceptan la película de Lisa más por las características extravagantes de la directora que por las cualidades del documental. La familia viaja a Utah para presenciar su estreno y, después de la función aclamada por un público esnob, piensan que han sido humillados por la película que los mostraba en situaciones vergonzosas. Lisa se siente culpable por haber abandonado ese gusto por las imágenes simples y bellas que tenía antes de empezar con este proyecto y por haber cedido al pedido de mayor dramatismo de parte de su productor. Mientras en la calle los festivaleros le piden a Homero que diga algo disfuncional para su diversión, Lisa no sabe si su familia la va a poder perdonar y se pregunta si no es ella el verdadero monstruo de la película. Todo este capítulo puede ser una excelente parodia del camino recorrido por Precious desde su estreno en el mismo festival hasta los elogios recibidos por la crítica estadounidense y su reciente nominación al Oscar como mejor película. Precious no es un documental como el de Lisa, es una ficción que se dedica a otras miserias mucho más escandalosas que las simpáticas desventuras de la familia amarilla con las que cualquiera se podría identificar. La película de Lee Daniels sufre uno de los problemas más graves que se puede tener cuando se hace cine: a medida que la protagonista se ve aporreada, una y otra vez, se empieza a abrir un abismo entre el espectador y el personaje. A Clareece ‘Precious’ Jones (Gabourey Sidibe) la envían a una escuela especial para que aprenda a leer, su madre la maltrata de la peor manera, tiene una hija con síndrome de Down y está embarazada porque su padre la viola desde los tres años. También, mientras camina por las calles de Nueva York, un tipo la empuja porque es gorda. Esas y otras mortificaciones recibidas en silencio que por razones de espacio prefiero no contar, hacen que el espectador, mientras se van sucediendo una tras otra, se aleje cada vez más de la posibilidad de identificarse con el personaje y se acerque a la lástima y quizá, lo que es más delicado, se sienta contento de no estar en su lugar. En la vil manipulación que lleva a cabo, este director no se priva de ninguna herramienta con tal de empujar la lágrima afuera del ojo. Desde la música hasta el nombre con el que Precious llama a su hija enferma (Mongo, sí, así la llama) le sirven a su pretendida pincelada de un estado de situación que probablemente no hace más que confirmar los prejuicios que la platea tiene de cierto sector social. Como Daniels parece creer que el problema moral estaría en mostrar, por ejemplo, una violación, cada vez que la protagonista es denigrada corta y nos trae las imágenes de sus fantasías para que podamos ver cómo hace Precious para sobrellevar semejante carga y cuáles son sus anhelos de una vida mejor moldeados por los medios de comunicación. De cualquier forma, esos sueños televisivos no sirven como descanso, no sirven para eliminar eso que sucede fuera de campo. Mientras Precious imagina ser una estrella de cine a la salida de una premiere, al otro lado, la realidad sigue trabajando en la miseria. La fugaz atención del enfermero interpretado por Lenny Kravitz –puesto ahí sólo en función de la taquilla– y el liviano apoyo que recibe de su profesora no logran balancear el peso de las desgracias. Al final, mientras se va con sus hijos después de haber tomado, por lo menos, una decisión, no hay futuro por delante ni un camino recorrido. Precious no está muy lejos de donde empezó. A la pregunta que se hacía Lisa sobre si su familia la iba perdonar por su manoseado retrato, el cine le da una respuesta similar a la que recibe quien guste de Precious. La pequeña directora entra junto a un amarillo Jim Jarmusch en una sala para ver otro documental estrenado en el festival de Sundance. Nelson, su compañerito white trash, dirigió una película sobre su vida con una madre alcohólica en una casa de remolque. Después de ver en pantalla escenas patéticas de la vida cotidiana de Nelson cargadas de una música y una voz en off dispuestas para emocionar, Lisa obtiene una sensación de alivio y una lección: que otras personas tienen problemas familiares mayores que los de ella. En la calle, Nelson y su madre se exhiben como fenómenos mientras un festivalero les pide que digan algo de pobres. Quizás a Gabourey Sidibe alguien le haya gritado lo mismo en el mismo lugar.
Una luz de puños y patadas La nueva película de Guy Ritchie no se planta contra el personaje de los libros de Arthur Conan Doyle sino contra el mito popular que se construyó alrededor de un detective dedicado al apacible acto de relacionar ideas con la pipa en la mano. Este Sherlock Holmes es un héroe de acción capaz de correr entre explosiones, saltar desde un segundo piso o pelear con un gigante sin perder su rasgo más característico. Su capacidad para el razonamiento deductivo, aquella que lo transformó en la síntesis de una época, sigue siendo el principal atractivo del personaje. Pero como la película no deja de lado lo que esa fe en la ciencia y el progreso le supuso a la Londres victoriana, nos pinta una ciudad oscura, llena de fábricas, mugre y esmog, y para que el detective pueda moverse en esa ciudad, para que pueda llevar a cabo lo que pasa por su cabeza, Ritchie le agrega músculos y velocidad. Se trata de un Sherlock Holmes inmerso en la suciedad de las calles, que no se puede detener a decir “Elemental, mi querido Watson” mientras escupe arandelas de humo por la boca. Si quiere develar el enigma se tiene que manchar con el barro de los caminos empedrados. Todo eso le sirve a Guy Ritchie para dos cosas: para poder filmar sus clásicas escenas de violencia con sabor a videoclip y para darle a esas escenas, por primera vez en su cinematografía, un marco narrativo que las contenga sin perturbar. Antes de actuar, antes de pelear, por ejemplo, Sherlock piensa y el espectador puede seguir todo ese proceso lógico que pasa por su cabeza con la misma urgencia de sus neuronas, casi de la misma forma con la que el Dr. House (otro personaje basado en la creación de Sir Arthur) nos revela las extrañas enfermedades que sufren sus pacientes. Aunque sin llegar a alejarse por completo de la estética clipera que fue una de las marcas personales de Ritchie, el slow motion y los cambios de ritmo encuentran acá un medio adecuado para funcionar sin provocar ese vacío esteticista al que nos tenía acostumbrados. Claro que de eso también se salva en gran parte gracias al trabajo de Robert Downey Jr., que puede ir de la mera acción física a un primer plano cubierto de la tristeza vagabunda de Chaplin (apuesto que fue un acto deliberado). Downey Jr. mira a la cámara como si estuviera pensando que la soledad es una de las consecuencias de vivir al pie de la razón. La figura agigantada del Watson interpretado por Jude Law y la aparición de un amor pasado (Rachel McAdams) pueden calmar un poco su melancolía, pero lo único que lo mantiene vivo es ponerse a prueba, poner a prueba el método y su confianza en él. En este caso, el villano que lo desafía y que lo pone en marcha es Lord Blackwood (Mark Strong), un lúgubre personaje que se atribuye poderes de orden místico con los que planea dominar el mundo. El trabajo de Holmes es desenmascarar al farsante, aunque en el camino dude como dudamos todos. El espectador lo acompaña en ese tránsito durante los buenos momentos y lo abandona durante algunos instantes cuando la película estanca el relato, pero a pesar de eso hay que tener en cuenta que en tiempos de vaporosas y edificantes criaturitas azules rompen la taquilla con sus lecciones new age, como escribió Borges, pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una de las buenas costumbres que nos quedan.
La inseguridad La película empieza bien. Una pareja deja la ciudad para descansar unos días a la orilla de un lago rodeado por bosques. Ella se despide de sus alumnos de jardín de infantes y cuando pide silencio en el aula le basta con ponerse el dedo sobre la boca y brindarles una sonrisa. El la pasa a buscar por la puerta de la escuela a bordo de una camioneta lujosa y se alejan por las autopistas entre risas y caricias. Sólo molesta el susurro de un programa de radio que habla sobre la violencia juvenil. El tema de la película se instala por primera vez como un asunto de actualidad, de esos que pululan en los medios tratando de manosear la estabilidad del mundo burgués. Para los enamorados sólo es un ruido de fondo, no parece ser algo que los toque de cerca. Recién cuando ya estén alejados de las luces y los edificios, en medio de la oscuridad del campo y mientras buscan un lugar para pasar la noche, reciben algunas señales que anticipan lo que van a vivir durante el fin de semana. Así se contraponen, con un poco de ligereza, el campo y la ciudad, la docilidad de los alumnos del jardín de infantes y el orden del tránsito con niños llorones y adultos irreverentes que desconocen las reglas de la cortesía y el buen gusto. El director James Watkins construye un pueblo de toscos personajes rurales para explicar, más tarde, esa violencia de la que hablaban en la radio. Al otro día la pareja retoma su viaje y apenas llega a Eden Lake la promesa de soledad que le hacía su nombre se quiebra con la presencia de un grupito de adolescentes. El volumen de la música, un perro molesto y su condición de macho alfa obligan a Steve (Michael Fassbender, el de Bastardos sin gloria) a confrontar con ellos para que les permitan disfrutar del paraíso. Los chicos no sólo no le hacen caso sino que lo ridiculizan frente a su novia. Lejos de la civilización, sin el policía de la esquina para delatarlos, las fuerzas se igualan y a ninguno le importa su condición de adulto. La tensión que se establece entre los dos grupos de bañistas, similar a la que ronda en Funny games de Haneke, es lo mejor de la película. Más tarde, cuando los adolescentes abandonan la playa y la pareja queda en paz, Watkins pone la cámara entre la maleza del bosque para jugar un poco con el espectador. ¿Quién es el que espía? ¿Son los chicos que acaban de irse? Nadie cree que se trate de ellos y Watkins quiere que el espectador se equivoque, quiere enredarnos en la idea que tenemos de la inocencia. Al final, Eden Lake pretende ser una película que habla de un tema candente. Pero antes de eso, antes de que esa sea la lección del día, se transforma en un film de supervivencia que se mantiene bien durante un tiempo hasta que se empieza a repetir y el verosímil hace un poquito de ruido, especialmente cuando se haga jugar varias veces al azar a favor de la historia. Es verdad, como dicen varias críticas, que Eden Lake se parece en mucha cosas (por momentos es más que una influencia) a la genial Deliverance (1972) de John Boorman. Es más, se pretende como un homenaje cuando al comienzo tiene un dialogo casi calcado sobre la posibilidad de ver un paisaje natural antes de que el progreso arrase con él. Está la naturaleza levantando un muro que separa a los personajes de la civilización, están los rednecks y está la cacería humana, pero la textura plástica de los planos y la chorrera de sangre la acercan un poco más a la pornotortura de Hostel porque, sin necesidad, abandona la tensión que genera esa cacería para shockear con la pura violencia de las imágenes. Todo el suspenso que en Deliverance pasa a ser un entramado psicológico, acá es lisa y llana acción, sencillamente una maquina física de perseguidos y perseguidores. De todas formas, esos problemas no servirían de excusa para dejar de disfrutar del entretenimiento que propone. Sólo que cerca del desenlace se empieza a intuir que Watkins va hacernos olvidar de los buenos momentos pasados cuando use la caricatura salvaje que había hecho de sus personajes rurales para hacer sociología de la violencia juvenil del modo más burdo posible. Como si tuviera que resguardarse de algo, se pone en el lugar de ese espectador noble que al principio creyó en la inocencia de los muchachitos, y justifica su sadismo con un retrato lastimero de la sociedad pueblerina que los rodea. No se trata de planteos morales sino de la mera explicación del terror vivido, que elimina el miedo para causar risa.
La educación sentimental El cine se la pasa irremediablemente imitando a la vida, pero no pocas veces la vida imita al cine o, mejor dicho, construye una vida con su ayuda. Sin lugar a dudas las películas tienen cierta responsabilidad en mi afición por el cigarrillo y en varias de mis nociones del mundo. La historia de amor inconcluso que cuenta 500 días con ella está plagada de esas convicciones nacidas de la pantalla. Los mitos contemporáneos que impulsan las verdades de personajes sensibles como Tom (Joseph Gordon-Levitt) se desprenden de los productos culturales que pueblan la película para dibujar un mapa de referencias. Según la voz en off que se encarga de presentar a los personajes, la idea de Tom sobre el amor se origina en la exposición temprana al triste pop británico y a una interpretación errónea de El graduado. La música y la televisión también hacen su trabajo. Todos juntos, además de edificar en él un concepto de amor, se ocupan de cartografiar un pasado con los puntos de contacto necesarios para hacer de una mujer la elegida, o como la llama Tom, “the one”. A esa idea de destino afincada en las elecciones de consumo cultural es a la que apela el protagonista para hacer visibles los hilos cósmicos que unen a dos personas. Es de esa idea que va a aprender a despegarse a lo largo de la película. 500 días con ella funciona como una historia de aprendizaje, como un manual de amor que no se dedica a destruir la idea de destino sino la idea de destino ligada a las preferencias de consumo. Apenas Tom ve entrar a Summer (Zooey Deschanel) a la aburrida sala de reuniones de su trabajo ya queda prendado de ella. Quizás hay algo en su vestimenta retro que le indique algo sobre sus gustos, pero nada demasiado claro como para quedar perdido de esa manera. La primera vez que Summer le dirige la palabra lo hace para decirle que ella también ama la canción de The Smiths que Tom escucha en sus auriculares. A partir de ese intercambio Tom se va a dedicar a forzar el amor con la búsqueda incesante de conexiones que declaren a Summer como la mujer de su vida. El auto fantástico, Ringo Starr, Bruce Springsteen, el cine, las disquerías le sirven para demostrarlo. Para justificarse frente a su hermana menor enumera los gustos que comparte con Summer. Su consejera y quien parece ser el personaje que tiene las cosas más claras descree de esa justificación. Es ella quien puede ver desde afuera la relación y hay, tal vez, una eliminación del componente romántico en las generaciones más jóvenes. A pesar de su corta edad, a la hermana de Tom se la ve más práctica y directa, más afianzada en lo que él llama “relaciones modernas”. La opera prima de Marc Webb, director de videoclips de bandas como Green Day, trabaja esas relaciones desde y en lo moderno. Los objetos se erigen como obreros de una identidad que se construye fragmentada de la misma manera que se cuenta la historia, saltando de un día a otro para mostrar los diferentes estados que atraviesa el idilio. Aunque es cierto que el cine y la música después de ser objetos de consumo se convierten en otra cosa, Webb no se aparta demasiado de la idea cuando pone a la pareja protagónica a jugar a la casita en Ikea (algo así como un Falabella cool y de diseño) rodeados de cientos de productos domésticos a los que les cuelgan los precios. Porque de cualquier forma, sólo el mercado tiene la fuerza necesaria para hacer que una chica de un pueblo de Michigan y un chico de New Jersey tengan una memoria o un pasado en común. Y es en esa memoria o pasado en común que Tom quiere sentar las endebles bases de una relación que cree moderna porque no necesita de etiquetas. Es lo que Summer le impone desde el principio, una relación sin demasiadas certezas. Para eso, este Quijote del siglo XXI repleto de contradicciones va a tener que luchar contra sus mitos románticos, dejar de creer en situaciones cristalizadas y moverse en un desierto de arenas movedizas. Al final de la película los dos van a recibir su educación sentimental. Summer se va a topar con el amor del que descreía, aunque en los brazos de otro hombre, y Tom va a aprender a encontrar esos hilos cósmicos en otro lado, quizá en lugares menos visibles que no escapan al romanticismo del destino sino que le brindan bases más firmes.