En la mañana del 5 de febrero de 2014, el apacible barrio de Barracas huele a humo. La tragedia se había desatado y la tropa de bomberos acude. Rescata de las llamas papeles destinados al lavado de dinero, entre otros fines delictivos. Un frágil lugar resguardaba todo lo que no se puede mostrar de las empresas del mundo. Minutos después, los principales medios anuncian acerca del incendio intencional de Iron Mountain. El nombre nos resultaba desconocido, pero la sucesión de incendios de la marca alrededor del mundo totalizaba siete, incluyendo sus respectivos focos en Inglaterra, Francia, Italia y Estados Unidos. ¿Quién estaba detrás del crimen perpetrado? Durante meses se lleva a cabo una investigación respecto de la intencionalidad del hecho, no exento de daños colaterales. Cabe aclarar que, en ese fatídico, día fallecieron diez bomberos; mientras dos más, que habían participado de la operación de salvataje, decidieron acabar con su vida. La película se nos cuenta a través de la palabra de los familiares, y, a partir de ello, narra un modus operandi en búsquedas de responder una principal inquietud: ¿Cómo es enfrentarse al poder de turno? Con narración en off de Cecilia Roth, somos partícipes de la crudeza de una historia necesaria de ser visibilizada. El relato abunda en el proceso de investigación, en honesto ejercicio de memoria y pedido de justicia. Doloroso y siniestro resulta comprobar las complicidades que involucran al poder político y judicial. El desmantelamiento de recursos que sucedió a dicho proceso dice mucho del estado de corrupción que lo rodeara. Habiendo reunido indicios y pruebas, la causa no consigue avanzar. Paradigmas de país confrontados y luchas de intereses mediante, aquel pasado en absoluto lejano se espeja en el presente. Más tragedias siguen subyaciendo en nuestro territorio, casi una década después. Corría el año 2015 y un pueblo abogaba porque el caso ‘no quede en nada’, como tantos otros. El engaño a las víctimas que nunca escatima arteras maniobras. El documental, dirigido por el experimentado Jorge Gaggero (“Cama Adentro”, 2004) expresa, e intenta retratar, un momento histórico que sirve como herramienta para reflexionar en el hoy, sobre la mejor versión del país que buscamos.
Película que peca de positivismo, si tenemos en cuenta el escándalo y las curvas peligrosas que rodearon a una trayectoria desbordada de tensiones, dramas y excesos. Dirigida por la estadounidense Kassi Lemmons -la realizadora de “Harriet” (2020)-, “Quiero Bailar para Alguien” coloca en el pedestal del cine mundial a la novel intérprete Naomie Ackie. La pregunta era si estaría a la altura. La respuesta arroja visibles contrastes. Los mismos guionistas de “Bohemian Rapsody” estructuran un biopic de indudable referencia, a través de dos horas y media de metraje. Una tarea nada fácil, llevar a la gran pantalla el periplo profesional y personal de la fenomenal Whitney Houston. Pero, la música no tiene fronteras, ella decía, tal y como se menciona durante uno de los primeros pasajes del film. La sola búsqueda de la autenticidad. Pensamos en Whitney y es inevitable recordar a una cantante que también trazara lazos con el mundo del cine; atesoramos, principalmente, su actuación en “El Guardaespaldas” (1990). Al fin, ¿cuánto del ángel de Whitney pervive en “Quiero Bailar con Alguien”? Poco, a decir verdad. En lo que representa una cuestionable decisión artística, el uso del playback le pasa facturas de modo notable. Por parte de Ackie, pese a su esmero, luce francamente indefensa frente a la cámara, y aquí se nos presenta el más marcado de los contrastes. Al intentar copiar al milímetro los movimientos observamos que su desempeño es correcto, pero, cabe decir, ‘imitar la entonación’ desde el silencio no llena el alma ni el corazón. La desconexión entre la voz original y su émulo de ficción es evidente. De calidad notablemente menor a la mayúscula “Respect” (2021) -sobre vida y obra de la genial cantante negra Aretha Franklin- el presente largometraje sortea avatares merced a un presupuesto limitado, el cual se ve reflejado en la insuficiente representación de ciertos momentos míticos. Lemmons no logra hacer justicia a una magnífica carrera, y si bien sabemos de sobras que la de Whitney, indiscutida voz de su generación, fue una vida personal distanciada del idílico camino de rosas, no obstante, es mérito de los responsables aquí decidir apartar la mirada de los aspectos más dolorosos y trágicos.
¿QUIÉN ES EL ARQUITECTO DE TU ALMA? Puntaje: 8 “Tár”, estrenada de forma mundial en el Festival Internacional de Cine de Venecia 2022, se convirtió prontamente en una de las favoritas de la temporada de premiaciones. Dirigido y escrito por Todd Field (“In the Bedroom”, “Secretos Íntimos”), el presente film retrata la historia ficcionada de una prestigiosa ‘Maestro’ de orquesta, en la piel de la brillante Cate Blanchett. En un extenso metraje que supera las dos horas y media duración apreciamos el alucinante y radical regreso a la gran pantalla por parte de un Field que llevaba diecisiete años alejado de los sets de rodaje cinematográficos. Nato provocador, nos desconcierta desde el primer instante: llamativamente, invierte el pasaje de créditos y también la pirámide de jerarquía. ¿Pequeña gran prueba de lo que estamos a punto de encontrarnos? Densidad intelectual y refinada erudición muestran devoción por la música clásica. Ingresa el autor en un terreno purista y da una absoluta masterclass; no teme el desajuste que puedan sentir quienes no sean afines al tema de interés. Ya decía Arthur Schopenhauer, y es toda una declaración de intenciones que “Tár” apropia como primer mandamiento: ‘la cantidad de ruido que cada cual puede soportar sin incomodarse está en relación inversa a su inteligencia y puede considerarse como una medida aproximada de sus facultades’. El lenguaje musical como omnipresente referencia, hace del presente un tratamiento estético del uso del sonido. Asimismo, desglosa el lenguaje cinematográfico, en variada implementación de angulaciones, encuadres y planos, obteniendo pasajes de gran riqueza conceptual. Espejos en efecto droste, reflejos que desenmascaran emociones, cámara en movimiento, imágenes en sentido circular, distorsión en trances oníricos. Tenemos delante un sutil estudio y radiografía del poder y su transferencia, rayano a la locura. ¿Abusamos del poder a nuestro beneficio? ¿Cómo tratamos a nuestros semejantes? ¿Es la cercanía emocional un bien de transacción? En clara referencia al contemporáneo ‘me too’, el film se pronuncia acerca de una reputación puesta en duda. No es posible distinguir fácilmente aquí entre héroes y villanos. Sin embargo, progresivamente, Lydia es colocada contra la pared. No es misoginia, es misogamia, retruca ella. Las pantallas que todo lo captan en la era tecnológica son el instrumento perfecto para difamar o acusar con pruebas fehacientes, y la correspondencia electrónica se erige como el último resquicio de privacidad violentado. El fin justifica los medios. La ambigüedad reina en una sinfonía interpretativa dispuesta a incomodarnos. Un laberíntico dilema moral marca la película de principio a fin, trasladándose hacia el espectador. Debemos estar listos para ser jueces y verdugos. Pero Field, atención, nos hace dudar. “Tár” es una lección de cine que lleva a cabo una potente utilización de la música incidental. Mérito del responsable tras de cámaras, una noción autoral y extremadamente personal a la hora de crear, nos lega esta enorme película repleta de reflexiones estéticas y morales. ¿Importa más la respuesta obtenida o quién escuche? Field lidia con el hecho de separar a la obra del autor. ¿Juzgamos por aptitud artística o por elecciones personales? Luego de ciertos testimonios omitidos, el pasado comienza a alcanzar a la protagonista. La pantalla se tiñe de colores inesperados, pero, a diferencia de lo que una intriga convencional haría, “Tár” elige volverse extremadamente críptica y sutil. Será menester de cada espectador descifrar esta compleja partitura hecha de movimientos sincopados. Tomando fuente de inspiración en ‘determinados personajes’ de la vida real, se recrea este genio de la música clásica contemporánea, motivada por la inmortal obra de gigantes como Wagner, Bach, Beethoven y Tchaikovsky…una plétora de guiños que llega incluso a citar al argentino Daniel Barenboim, sin dudarlo motivo de orgullo para nuestro país. Mística y simbólica, la película recurre a toques del estilo de thriller que recuerdan tanto a un setentista Roman Polanski (“El Inquilino”) como a un más reciente Michael Haneke (especialmente a pasajes de “Caché”). La polémica naturaleza del personaje central se nos irá revelando paulatinamente. En dosis homeopáticas, las falencias que detectaremos podrían ser un reflejo de nuestros propios impulsos. Mentiras y actos nocivos acaban por perseguir al genio, ¿alcanzamos a lograr suficiente empatía? Pinceladas de corte fantástico inducen a que la imagen luzca extraña y terrorífica, rumbo a este pausado y sincrónico estudio de personajes, sumergiéndose en las áreas grises que describen la concepción ética de un ser inserto en una sociedad que vive y muere por extremos. Centro convergente, seguimos el derrotero un tanto errático de una artista debatiendo su propia identidad, y que, paradójicamente, no teme pronunciarse delante de cámaras acerca de su percepción de género. Lesbiana, sí. Feminista, no. ¿Cuándo se celebra el Día Internacional de la Mujer? El tiempo es una esencial pieza de interpretación. Cate Blanchett consigue uno de los papeles de su vida, logrando una de las interpretaciones más sobresalientes de la presente década. Escrutamos su fascinante rutina. Viajes en avión, píldoras tranquilizantes, exigentes rutinas de ejercicio, excepcional destreza musical, bloqueos creativos. Intimidante, Tár aplica sobre sí misma un metódico autoritarismo. Atormentada por imágenes que vuelven como flashes o perturbada por imperceptibles ruidos que alteran su tranquilidad, apenas puede conciliar el sueño, el que sobre ella acontece es un auténtico tratamiento sobre el progresivo resquebrajamiento psicológico. Pecados veniales de todo genio o incómodas verdades, todo saldrá a la luz. Field no da puntada sin hilo, dejándonos, en cada plano, sutiles pisas que debemos decodificar a fin de comprender el último sentido plasmado. Más ruidos que alteran su tranquilidad, un grito desgarrador atraviesa el bosque. Busca sosiego puertas adentro, pero no lo consigue. En los suntuosos pasillos del elegante edificio berlinés en dónde reside los fantasmas se pasean por las escaleras. No hay otra alternativa que huir. El río sigue su curso y un lejano entorno selvático podría proveerle el ansiado anonimato. Y una bocanada de aire fresco, dispuesta al próximo desafío orquestal. La directora gesticula, mira hacia un costado, agudiza los sentidos. Ruidos molestos, pasos amenazantes, cocodrilos en la costa, como en aquel exilio en las sombras de Brando…el corazón habita en las tinieblas. ¿Dónde sino? Manipuladora, calculadora, mitómana, Linda -perdón, Lydia, busca torcer los hechos a su favor. Despotrica y difama: ‘¡ah, ese robot! El rostro de Blanchett, que durante los primeros minutos del film se notaba esplendoroso y fresco, luce demacrado y con la mirada perdida. Siente en su piel teoría conspiranoides, los cuchicheos aumenten en derredor; la cordura pierde la partida. Su tiranía se desmorona, la oscuridad todo lo cubre. Hay actos íntimos imposibles de ocultar…brutal y fidedigno, el ensayo sobre el dominio del tiempo como metáfora creativa es una daga que se clava en el costado de la maltrecha y virtuosa compositora.
A veinticinco años de su estreno, fue relanzada, a nivel mundial, una versión remasterizada en 3D a alta velocidad de cuadro de “Titanic” (1997), la épica película de James Cameron, que obtuviera la cifra récord de once Premios Oscar. Una historia convergente de encantamiento, tragedia, drama, acción y catástrofe que tuvo lugar en el denominado ‘inundible’, la embarcación más grande construida hasta el momento. Inspirándose en el best-seller autoría de Don Lynch y Ken Marschall, el director se adentró, con años de anticipación, en la artesanal reconstrucción del mítico barco que zarpara desde el puerto inglés de Southampton con destino a New York. El resultado depararía un clásico cinematográfico para los tiempos modernos. El compromiso del realizador por documentar lo acontecido lo llevó a enfrascarse en una profusa investigación: para su película, decidió integrar en el metraje imágenes de los restos reales, descubiertos en expediciones llevadas a cabo en 1995, cerca de la costa de Newfoundland, en su natal Canadá. Rodada en sets afincados en Baja California, el móvil fue recreado en una maqueta de casi doscientos cuarenta metros de largo; la producción pretendía ilustrar una grandilocuente y pormenorizada recreación de época del naufragio causante de muerte a aproximadamente mil quinientas personas, ocurrido en las heladas superficies del Atlántico Norte. Era la madrugada del 15 de abril de 1912. Con motivo de su creciente interés para las nuevas generaciones, y en consonancia con el documental de NatGeo “Regreso al Titanic” (2020, Tom Stubberfield), registrando las primeras incursiones en captar los restos con alta tecnología, el galardonado film vuelve a exhibirse en salas de todo el mundo. Técnicamente incontrastable, este hito de fin de siglo hecho de imágenes en movimiento colocó en el foco de atención a dos estrellas emergentes como Leo DiCaprio y Kate Winslet, convertidas hoy en celebridades a nivel mundial. Dando vida a al trunco y desafortunado amorío, el acto de sacrificio por parte de uno para dar salvataje a su amada convirtió al opus de Cameron en uno de los grandes relatos románticos de la historia del séptimo arte. El cual fuera inmortalizado en el icónico retrato que Jack hace de Rose, durante la travesía. ¿Adivinan a quien pertenece el trazo de aquella obra de arte? Al mismísimo Cameron. Alternando pasado y presente, “Titanic” nos lega una enésima curiosidad: el personaje de Rose en la ficción es interpretado por la actriz Gloria Stuart, inspirándose el autor en la figura de la artista, pintora y ceramista californiana Beatrice Wood. El ya fallecido James Horner compuso la mítica banda sonora del film, incluyendo el single éxito de ventas “My Heart Will Go On”, de Celine Dion, y legándonos la antológica escena con Leo abrazando a Kate, en la proa del barco.
Ganadora del máximo premio en el último Festival de Berlín -aunque apabullada por «As Bestas» en los Goya-, “Alcarrás” llega a las salas locales para apropiarse del término ‘realismo cinematográfico’ con total personalidad. Podríamos traer al presente la frase <No hay principio, ni hay fin, lo único que hay es pasión por la vida>, dicha por el insigne Federico Fellini, quien hiciera del realismo un factor con el cual jugar a piacere. Porque esta es la palabra clave aquí. Realismo cinematográfico que fuera capaz de superar la propia realidad para captar su esencia, en palabras del emérito crítico André Bazin. Por ello, el realismo no significa representar la ‘realidad’ tal cual ‘es’ sino honrar a la acción que sucede en ese espacio, siendo capaz de sustituir la misma por una mimesis que capte a la perfección su esencia. La nueva película de Carla Simón hace todo ello maravillosamente. Hurga en mecanismos de recuerdos, mientras una cámara en mano sosegada se introduce en la intimidad del hogar. Obra con bondad sobre las herramientas del lenguaje cinematográfico. Nos hace formar parte de la propia película y sus espacios, es un acto de cinefilia de lo más puro. La singular “Alcarrás” parte de un anecdotario relato en tierras trabajadas por una familia. Pasan los tiempos y el progreso llega en forma de capitalismo voraz; pareciera querer venir a matar la armonía. En su microcosmos habita un factor común que visita tiempos de la infancia; en gran acierto, Simón extrae pedazos de memoria para trabajar con valentía lo melodramático sin caer en la nostalgia de una época mejor. Allí, la poderosa y bella mirada de la autora consigue una transformación casi alquímica, representando un salto cualitativo gigantesco respecto a su anterior film. Complejizan la mirada múltiples puntos de vista, los cuales, perfectamente retratados, se conjugan en un relato acerca de ‘lo ajeno’ que mantiene indemne la mirada personal y extremadamente natural. Gracias a «Alcarrás», la directora barcelonesa, responsable de “Verano 1993”, pertenece con todos los honores a una nueva generación de directoras, la cual encabeza con total autoridad.
M. Night Shyamalan suele ser un cineasta excesivamente criticado, cuánto menos cuestionado, por la falta de verosimilitud de sus argumentos. Al menos, eso dicen sus detractores, quienes tienden a desvalorizar la extensa carrera que desarrollara luego de descollar con sus dos tempranas obras maestras: “Sexto Sentido” (1999) y “El Protegido”. El director indio, un esteta absoluto que escribe, dirige y produce todas sus obras, practica una clase de arte que ha ido mutando a lo largo de las décadas, no exento de tropiezos y exabruptos, buceando a través de diversos géneros. Sin embargo, existe un aspecto primordial que se ha permanecido inalterable: es de su hábito colocar el lenguaje cinematográfico por encima de la trama, aspecto que lo acerca a autores del estilo de Brian De Palma. Una pequeña juega, libre, en el boscoso y salvaje entorno que parece alejado de todo tumulto y ruido urbano. Juega a cazar saltamontes, para luego educarlos, dentro de su propio ecosistema. Más allá de los árboles, un inmenso lago y montañas. No hay rastros de la civilización. Hasta que, cuatro desconocidos se presentan a la puerta de una bella cabaña de veraneo. No son testigos de Jehová los cuatro jinetes del apocalipsis que se aproximan. Cada una de las características que los describen a la perfección nos convencen a creer: el mal, la sanación, la alimentación, la guía han llegado a la hora del juicio final. Una vez que la maquinaria argumental se echa a andar, se nos invita a espiar desde primera fila el juego paranoico que establecen los citados intrusos versus los anfitriones, en resultante de típicas maniobras de ‘home invasion’. Shyamalan coloca delante de nuestro intelecto el dilema: ¿en manos de quiénes depositamos la extremadamente difícil decisión de evitar el apocalipsis? Contra todos los males de este mundo ya no hay amuleto que alcance, las catástrofes se avecinan. Los cielos se llenan de tinieblas, los verdes bosques se tiñen de fuego, un próximo virus mortífero azota al planeta. Caen de las alturas aviones sin control, ¿se trata de la maléfica obra de un pirata cibernético? Dentro de la cabaña se vive un clima claustrofóbico. Prevalece una mirada que se posa sobre las noticias que difunden los medios de comunicación. Noticias espeluznantes sobre el mundo de hoy; lo más terrorífico y temido no se aleja de cuestiones que consumimos a diario. Desde el apremiante cambio climático a similitudes con la última de las pandemias que la humanidad atravesara recientemente. Telón de fondo, Estados Unidos es el centro del mundo y, no solo los desastres ocurren principalmente allí, sino que en tres ciudadanos americanos reside la suerte del resto de la humanidad, de aquí al fin de los tiempos. Quien esté libre de pecado, que suelte la primera piedra. Ciento cinco minutos de duración bastan para desarrollar, de allí en más, un ejercicio de suspenso categórico, sazonado por toques de ciencia ficción y terror. Tampoco escapa al interés de Shyamalan aquel estigma que concierne a la hostilidad, la segregación y la violencia de la que son víctimas las parejas homosexuales. Sabemos bien del armazón vincular que preocupa al autor y hacia allí se direcciona el grado de focalización privilegiado. No despojada de ciertas etiquetas obvias que remarcan por demás lo innecesario, surge en ruta paralela una subtrama en donde el molde de convivencia no es el convencional. Dos hombres se muestran plenos y felices compartiendo su amor, de forma armoniosa e idílica, con la niña adoptada. La examinación social sobre el individuo blanco de clase acomodada, nos dice que uno de dos buscará justicia por mano propia. Y comprará un arma para defenderse. Síntomas el síndrome de la violencia americana. “Llaman a tu Puerta” privilegia el placer de hacer buen cine, y observamos, como huella personal inconfundible una puesta en escena grandiosa, por parte de quien planifica pequeños microrrelatos de suspenso que convergen en el denominador común de su cine; la amenaza se hace presente, de repente y de forma intempestiva, para no abandonarnos. Muy pocos personajes y una sola localización dan vida a una historia en donde el vehículo audiovisual lo es todo, en uso de formas funcional al contenido aquí moldeado con mano artesana. El director de la reciente “Old” (2021) lleva a cabo una exquisita implementación de la cámara cinematográfica y sus bondades. Existe una inclinación hacia el fuera de campo para retratar la violencia; también plano contra plano agresivos y primerísimos primeros planos opresivos. En manos del realizador, el entendimiento de la sintaxis cinematográfica es clarísima. Un depurado uso de la lente, evidente en encuadres y angulaciones, confluye en planos detalles que resultan fieles indicaciones de un punto concreto. La música incidental remarca el tono tenso que se respira dentro de una cabaña ya convertida en cámara de torturas…física y mental Traumáticas muertes convierten al film en un reguero de sangre. Un argumento que abunda en significaciones bíblicas nos inclina hacia una percepción del mal y la justicia que podríamos definir como ira de Dios. Suma atención es requerida para no perder ninguna pista proporcionada, mientras el poder de identificación que nos implica con sus personajes más débiles conforma otra marca identitaria. Hasta aquí, un Shyamalan de manual, ejecutante de flashbacks efectivos en que conozcamos detalles que asientan al drama familiar. Buen aprendiz hitchcockiano, resuelve una escena en el baño (con ducha incluida) de modo magistral. Tampoco faltarán múltiples guiños a su Philadelphia adoptiva. La cámara nos impone el punto de vista de aquellos en más frágil posición, de manera que se nos suministre información que alimente la mentada paranoia. Otra vez, Hitchcock al pie de la letra. La película juega -y alimenta- un constante juego de sospechas, acerca de lo que podría estar pasando o no, y se nos muestra (o no). Entramos en el verosímil de la película, compramos el bocado que se nos vende. Las horas pasan, los sospechosos miran el reloj. Se anuncia la próxima masacre. A no ser que cambiemos de idea. ¿Será que los seres humanos solo entendemos por la fuerza? El dilema ético surca el relato ¿Cuánto estarías dispuesto a sacrificar por amor al prójimo? ¿Estarías dispuesto a ser el elegido para salvar al resto de la humanidad? El golpe emotivo es asestado con la precisión y la fuerza que a Shyamalan le importa. Tratamos de ver con claridad y de escuchar con detención. Duro y en la sien, pero pronto recuperamos la lucidez.
Martin McDonagh (Londres, 1970), responsable de los premiados films “En Brujas” (2008) y “Tres Anuncios para un Crimen” (2017), regresa a la gran pantalla con el que representa su cuarto largometraje. En “Los Espíritus de la Isla”, una de las principales candidatas para la próxima entrega de los Premios Oscar, nos encontramos con una tragicomedia negrísima, posible de ser interpretada a modo de fábula, y firmada con mordacidad. Situada en Irlanda, tierra de guerra entre hermanos de cercanas geografías, por los siglos de los siglos, la historia ha mostrado que la violencia elige prevalecer. Amigos o familia de sangre, quienes poseen un fuerte tejido conector y la misma idiosincrasia, no se han encontrado en esta vida para propiciar la enemistad. O al menos, no deberían. Pensémoslo de nuevo. De la noche a la mañana, algo podría cambiar y las circunstancias transformarlos en enemigos a muerte. Simplemente solo porque ‘el otro’ aburre. ¿Esperábamos una respuesta más inteligetne? La pregunta que ante nosotros se pronuncia exhibe suficiente elocuencia: ¿hasta cuándo uno está dispuesto a dañarse para hacerle un mal al prójimo? El film representa una rencilla pueblerina -acaso esta historia mínima- como si se tratara de la punta del iceberg de un nivel de intolerancia que crece, exponencialmente, a escala nacional. McDonagh se mueve de un género a otro, con notable ductilidad. En una breve fracción de tiempo, la paz mutará en desenfrenado encono, aunque el nivel de agresión no alcance el tono desbordante de “Siete Psicópatas” (2012). Los enormes Colin Farrell y Brendan Glesson se pierden bajo la piel de sus personajes. Casi no podemos reconocerlos, y eso es lo que hace a dos actores grandes de verdad. Una amistad partida, una honestidad brutal, absoluta, que derrumba las expectativas de otro. Argumentos nimios, e insostenibles justifican el punto de uno de ellos, mientras el desconcierto se apodera de su contraparte. ¿Pero, a fin de cuentas, quién es quién para cuestionar principios? Máscaras teatrales adornan una humilde casa rural, porque el ser humano porta su disfraz y las emociones saben cómo esconderse fácilmente. Mientras tanto, el simbolismo cobra una obvia referencia. El relato, ambientado a principios del siglo XX, recurre a una fonética del inglés propia del lugar, aspecto que otorga un matriz pintoresco extra a la propuesta, poniendo especial énfasis en las aspiraciones de vida y en la soledad existente en el corazón de unos personajes incomprendidos, desolados y grisáceos. Dos espectros qué pueden verse uno a otro, dos almas en pena (banshees) tal y como el título original refiere (Inisherin) en mención a la educación geográfica en dónde transcurre el enfrentamiento. La exquisita dupla repite década y media después de la originalísima y mencionada “En Brujas” (la precoz consagración del cineasta, en su ópera prima); tanto Farrell como Glesson consiguen sendas nominaciones al Oscar, las primeras de sus respectivas carreras; hito más que merecido. Situado en la cima del panorama cinematográfico mundial para cierta corriente crítica, y a pesar de su breve trayectoria, lo que ven quienes miran con buenos ojos a McDonagh es su contundencia. Considero que la misma está ligeramente sobrevalorada. Tornándose en extremo lenta y reiterativa en su desarrollo, poco más tiene para ofrecernos la modesta “Los Espíritus de la Isla”. Apenas algo de vuelo poético en la consumación tragedia matiza la aceptación impostergable de la propia condición humana.
Los rasgos autobiográficos del cine de Steven Spielberg son innegables. Como cinéfilo, uno observa su grandiosa obra y no puede evitar maravillarse. El ganador de tres estatuillas de la Academia nos ha hecho emocionar en decenas de ocasiones; su cine posee la virtud de describir la condición humana con eximia emoción. “Tiburón” (1975), “E.T.” (1982), “La Lista de Schindler” (1993) y “Jurassic Park” (1994) son algunas de sus gemas maestras. El Rey Midas de Hollywood sabe cómo capturar nuestra atención desde la más tierna infancia. Alrededor de la hoguera nos sentamos, el rito se renueva inalterable. ¿Guarda un as bajo la manga, a sus setenta y seis años de edad? El abuelo Steven nos cuenta anécdotas que nos cautivan de inmediato, y a tales fines arriba a las salas locales “The Fabelman”. En tiempos de films autorreferenciales dirigidos por notorios pesos pesados de la industria (“Belfast” de Kenneth Branagh, “Bardo” de Alejandro G. Iñarritu), es hora de ponernos introspectivos. Basado libremente en experiencias de su adolescencia, nos preguntamos cuánto ‘fact’ y cuánto ‘fiction’ habrá detrás de la principal candidata en tiempos de entrega de galardones. “The Fabelman” viene al mundo con un Premio Oscar bajo el brazo. Luego del suceso obtenido por la insípida remake del musical “Amor sin Barreras” (2022), nos llega este drama familiar mixturado con un evidente coming of age anexado al universo del cine, a través del cual Spielberg realiza su película más personal a la fecha. Protagonizada por Michelle Williams, Paul Dano, Seth Rogen y Judd Hirsch, “The Fabelman” refleja el brillo de una ilustre filmografía. La presente es una oda al artificio que nos maravilla, una carta de amor al cine y al arte de hacer películas, proyectado desde los ojos de un muchacho que se fascina con la magia de las imágenes en movimiento. El apellido es F-A-B-E-L-M-A-N, pero el guiño idiomático de la pronunciación podría colocarnos delante la palabra mágica: ‘fable’ / ‘fábula’. Es lo que estamos a punto de ver; un pretexto, para contar algo más: recuerdos idealizados desde la mirada romántica que descubre el amor al cine del modo más genuino. En el seno de una familia judía de principios de los años ’50, crece un pequeño que intenta emular secuencias que ve en la gran pantalla. Antes de ingresar a la sala, por vez primera, su padre lo maravilla contándole acerca de ese invento que es sagrada ilusión a veinticuatro fotogramas por segundo. Luego, el amor a primera vista, que surge como tal sin proponérselo. El primer truco que despierta la fascinación es ese tren, omnipresente elemento en la historia del cine, yo quiero verlo y jugar. Acto seguido, aparece la anhelada cámara, regalo de cumpleaños. Pedimos tres deseos, ya agotamos el primero y vienen en continuado cintas en super 8 y la devoción por el género western. Y una película que será piedra angular: “The Man Who Shot Liberty Balance (1956); prestemos especial atención a este homenaje. Habrá más, a raudales. Esa revelación que nos marca a fuego… La historia que se nos cuenta es la de Sammy (o Sam, como él prefiere ser llamado), un joven que crece bajo estrictos mandatos; acaso tironeado entre las expectativas que sobre él posa su padre (un hombre de ciencia para quien el cine es solo un pasatiempo) y su madre (una pianista frustrada que no cesa en incentivarlo). La culpa es una emoción desperdiciada, le dice ella, y la sentencia es una bocanada de aire fresco. Entre tertulias familiares y abundante comida, las costumbres judías se instalan en este adolescente, deslumbrado por un primer amor adolescente que será, más explícito imposible, una aparición divina. La mano maestra de Spielberg sabe cómo llenar de detalles cada frame. La recreación de época nos lleva de comienzos de los ’50 a mediados de los ’60, a medida que el drama familiar se desarrolla mediante una dirección sumamente imaginativa. Alquimia de luz, cámara y acción. La música diegética y extradiegética se confunde en las manos al piano de Mrs. Williams haciendo maravillas. Delicadeza total, un manual para nóveles directores. También Williams ofrenda con su cuerpo, se contornea, baila alrededor del fuego y le dedica el número de performer encubierta a su marido y a sus hijos. O, quizás, a su amante en secreto. El mejor amigo de él. Quien descubra la cruda verdad será el aspirante a director (Gabriel LaBelle, en un rol revelación), porque todos ocupamos en esta vida el lugar que nos quepa. Mostrar lo que no es, ocultar lo que es, he aquí el dilema. Dos historias se retroalimentan en perfecta sinergia. La convivencia familiar continuará, imperturbable, hasta que ella quiera, porque, como bien aconseja, y en carácter sumamente disruptivo para los conservadores años que corrían, seguir al corazón es menester, o acabaremos por no reconocernos. Un atentado contra la institución familiar, pero la señora Fabelman había callado por años su auténtico deseo. A fin de cuentas, la postergación y el progreso siempre acaban por encontrarse en un cruce de caminos inevitable. El hijo calla, aunque duela profundo. El camino no estará desprovisto de escollos, inclusive de sufrir, en carne propia, el recalcitrante antisemitismo. Hacerse mayor en la vida, comprobará, también implica riesgos y responsabilidades. La sólida narrativa de un experto en géneros tan diversos destaca a lo largo y ancho de un film que no hace más que empatizar con sus personajes. Pero nada le impedirá soñar. Dispuesto a disputar el leading rol en tan desigual afrenta, y aceptando a sus padres tal y cómo son. El tío loco que hay en cada familia aconseja, casi siempre de madrugada. Mandato primero: romper arte y familia en un gesto intempestivo, será la carta de triunfo de mañana. Cuando el arte llama, cuando el arte ataca, no existe alternativa. El arte y su corona en el cielo, los laureles van en tierra. No todos poseen la piel curtida, pero unos pocos elegidos alcanzarán la tierra prometida. Y allí marcha la familia itinerante, de una ciudad a otra, el crecimiento profesional manda. Sam es los ojos testigos, registrando cada acontecimiento que lo rodea. En su jardín improvisa un set de rodaje, hoy toca filmar una de guerra. Spielberg captura una oda a la artesanal y amateur tarea de filmar. Desde el anonimato total, solo por amor al cine y con la indetenible pulsión de hacer rodar esos rollos en la pantalla grande. Para ello se atravesó noches enteras sin dormir, buscando con ahínco la toma perfecta. Retrocediendo, acelerando, agujereando. Vamos de nuevo otra vez, se ve falso. Spielberg, monumental, nos coloca dentro de una máquina del tiempo, todos alguna vez nos sentimos extraños en la gran ciudad; los negocios mandan. Por momentos, parecemos asistir a una grandiosa road movie, un registro va dentro de otro, de la costa este a la costa oeste, sin escalas. La fotografía se vuelve cada vez más granulada. El tratamiento de planos y encuadres nos depara sorpresas que todo cinéfilo de pura cepa sabrá apreciar hasta la emoción. El maestro de orquestas hace puro ilusionismo, enseñándonos el truco de antemano. Ahora miremos la toma entera. Con música del histórico John Williams. la gloriosa escena final paga la sola entrada. La magnífica aparición en el relato de uno de los directores más grandes de todos los tiempos nos hace refregar los ojos. ¿Realidad o mito? Una leyenda viva de aquel entonces (no haré spoiler), interpretada por otra leyenda viva del presente (reservemos la sorpresa para los créditos finales). Un director siempre está en control, o, al menos debería. La figura de ‘auteur’ demiurgo, que sabe de memoria el destino de sus personajes, convertirá a sus villanos en héroes, porque eso es un director, aunque no sepa porqué lo hace. O esté de más explicarlo. La creatividad, simplemente, brota de su intelecto en noches de insomnio, observando sombras proyectándose. Eso es el cine, ni más ni menos. Steven dicta a Sam al oído, porque sueña con filmar a lo grande, en estudios, y este aprende la ley primera, en un encuentro fortuito. La suerte que selló el devenir. Todo es una cuestión de mero enfoque, porque el horizonte en el medio aburre y lo último que queremos es ser previsibles. Sam se dispone a filmar el espectáculo más grande del mundo, y no hay nadie que pueda interponérsele. ¿O es que el más genial cineasta vivo se está escribiendo a sí mismo?
A finales de la década de 1920, Hollywood atravesaba un profundo quiebre institucional. Pósters de Clark Gable y Jean Harlow, juntos a cintas de cine mudo, se arrugaban en un rincón. El cambio de una era se avecinaba, entre la muerte del cine mudo y la llegada del sonoro. Esto favorece la caída y la emergencia, en igual medida, de ilustres personajes. Las viejas modas perecen, las insurgentes cumplen con la moda de recambio en la medida que pueden y la rueda sigue girando…mientras el sistema de estudios hace malabarismos. El advenimiento de un tiempo creativo, en donde el arte de hacer películas cambia drásticamente, y el factor individualista se convierte en una pieza desechable en función de un sistema inquebrantable influye en el destino de las antiguas estrellas del cine silente. Semejante paradigma es el que nos presenta la grandilocuente “Babylon”, dirigida por el talentoso cineasta Demian Chazelle, responsable de “La La Land” (2019) y “Whiplash” (2016). Escenografías y secuencias de pura ostentación visual nos presenta este film, en extremo visceral y estimulante a nivel sensorial. “Babylon” sienta sus preceptos albergando una celebración fastuosa, de esas que acaban al amanecer y haciendo estragos. Un millonario, respetado y admirado por todos, hace las veces de anfitrión. Fantasías sexuales por doquier, de esas que solo en fiestas como estas pueden cumplirse, son explícitamente coreografiadas. Todo elemento es decorativo, el glamour rebalsa por donde miremos. Elefantes que sirven como gigantesca excusa, piscinas gigantes en donde amortiguar caídas o despabilar la borrachera, desafíos peligrosos de luchar con serpientes sin sobriedad alguna, esculturas fálicas en dónde autosatisfacerse, enanos de circo, freaks de lo más alucinantes. No falta nada a la mesa, si no es desnudez no se admite. Bienvenidos a los años salvajes, a pura cocaína, ajenjo y tequilla. Chazelle nos coloca, con total irreverencia, en el entremés de un rodaje, horas después del descalabro. Las huelgas sindicales apremiantes y la filmación en pésimas condiciones de salubridad y seguridad dicen mucho acerca del estado de la industria en aquellos tiempos. Una época en donde se estrenaban films épicos en absoluto auge. Disfraces y armas de utilería a rabiar, son épocas de artesanía pura y reemplazos de último momento. Un exiliado director alemán persigue quimeras. La odisea de buscar la escena perfecta, las horas de luz natural, los miles de extra desfilando y las estrellas atravesando crudos estadios de resaca complican, por demás, el buen curso de la agenda pautada. Nos sentimos partícipes de una fenomenal montaña rusa. Tres palabras mágicas anuncian buen final: luz. cámara, acción…¡a rodar se ha dicho! “Babylon” captura, con total frenesí y vértigo, el espíritu y la adrenalina que describen a una cronología de cambios abruptos. El emergente ambiente de jazz en los años ’30 funge como fabulosa banda sonora, mientras la trama se bifurca en personajes secundarios que buscan cumplir su sueño envuelto en celuloide. Vengan a L.A., hay lugar para todos. Durante las primeras escenas, grandilocuentes y abundantes dosis de sexo, drogas y alcohol inundan la pantalla. Hollywood es sede de fiestas alucinantes que se llevan a cabo en fastuosas mansiones. El subidón emocional en imágenes a rapidísima velocidad sienta los preceptos estéticos de un film que recargará demasiado las tintas hacia una segunda mitad, contrastando notablemente con el espíritu lúdico de la primera hora y media de un metraje que se extenderá por ciento ochenta minutos. Prepárense para una aventura de largo aliento. En absoluto impostada y solemne el autor prefiere un tono en donde prevalece el absurdo, lo irónico y escatológico, efectivos en retratar el costado más superficial y menos amable de una industria que desecha a sus otrora estrellas. Emblemas de la talla de Gloria Swanson, Greta Garbo, Irving Thalberg fluctúan en el relato, no obstante, los personajes protagonistas guardan mera inspiración con vetustas figuras. Pero, atención, no todo es color de rosa. La mirada machista y patriarcal sobre la mujer como objeto de deseo y transacción en la pantalla coloca valiosos interrogantes por delante. Margot Robbie ensaya el enésimo truco para seducir cuando la cámara se prende y coloca hielo debajo de su blusa. ¿Imaginan el resultado? No deja atributo por mostrar, pero los estándares dicen que no alcanza. Todas quieren ver (tocar) más y un millón de dólares lo compensa. Llamemos al cirujano, queda todo por mostrar. De sus ojos brotan lágrimas con exacta precisión, ella sabe cómo hacerlo. Solo hay que pensar en aquello que dejamos, lejos en casa. Nada escapa al ojo multidimensional de Chazelle. La vertiente periodística no podía faltar: la corriente crítica, cuya percepción sella la suerte de films concretados a las apuradas y estrellas menguantes, se muestra implacable. El lado ‘b’ de la historia se engendra en titulares de diarios para el chisme y el escándalo. Venta asegurada, y pura ficción que se inspira en varias de las figuras que quedaron relegadas a la llegada del sonoro. Casi un pésame. Desaforada, revolucionaria y caótica, el extensísimo film parece condensar dos en uno, aunque su naturaleza sea perceptible. Se nos ofrece como un tributo a la magia del séptimo arte, una declaración de amor de aquellas a las que la Academia gusta premiar, aunque en la última nominación haya pasado desapercibida. Planos secuencia majestuosos denotan el virtuosismo en el manejo de cámara, pareciendo, por momentos, radiografiar a Quentin Tarantino. En medio del desierto californiano, un oasis nos despabila. Tenemos primera fila en la función que describe, con osadía y sin tapujos, el emporio del showbiz, los nervios exaltados y el sexo a granel. Hay prótesis, maquillaje y vestuario para todos los gustos. También pervive el factor de salvataje a último minuto. Los dioses griegos no se demoran en llegar… De boca del personaje de Brad Pitt salen unas líneas fabulosas acerca del cabal sentido de discusión que se plantea el film. Por aquellos años, el cine era considerado un arte no menor, aspecto acerca de lo que el personaje se explaya, y defiende, opinando lo contrario. Un selecto grupo menospreciaba la invención, tildándola de espectáculo de feria, y considerándola una expresión sucedánea de la literatura y el teatro. Citas y guiñas mediante, “Babylon” nos hace saber su postura, en la denodada búsqueda del séptimo arte por alcanzar (y ser reconocido en) su esencia. Debemos de entender a esta torre de lenguas encontradas como una parodia, y solo así comprenderemos el mensaje que conlleva, alertándonos sobre los peligros del ego y el exceso panfletario de una década estruendosa, revestida en falsedad, impostación, bienes materiales y superficialidad desbordante en afiches que la gran industria fabrica, para luego encasillar, usar y descartar. Puede que esta fábula lleve un siglo contándose… Siempre hay una semilla original en cada historia. Margot Robbie, Brad Pitt y Leo Di Caprio se encontraron con este guión mientras rodaban “Erase una vez en Hollywood” (2019). Leo cotejó para luego desechar el papel que cayó en manos de Brad, mientras que Margot se vio encantada desde el primer momento con este relato. Tres años después de aquel primer atisbo, una prometedora constelación de talento delante de cámaras podría hacer realidad el sueño de cualquier cineasta: allí está Robbie brillando a sus anchas; bailando, actuando, llorando, gritando, seduciendo… mientras que el eternamente joven Pitt encarna con absoluta sensibilidad a un caricaturesco, enamoradizo y venido a menos galán. Nadie como él para interpretarlo. Ambos desbordan carisma y talento, compartiendo tan solo una escena, antológica al fin, cuyo nivel de explicitud lo dice todo. “Babylon” es deseo. Porque ese rol -o ese polvo- que se anhela es lo último que podría tenerse en esta vida. Un irreconocible Tobey Maguire se reserva para sí un rol de aparición especial, en la piel de un depravado villano, no obstante, el auténtico centro del heterogéneo relato es el ascendente mexicano Diego Calva, cumpliendo el deber de Chazelle en congraciarse con la experiencia inmigrante en Estados Unidos. Cuestionable resulta que, en plenos años ’20 y ’30, un inmigrante latino se conforme como la voz, eje narrativo de referencia y punto de focalización primordial del relato. Con insistencia y menos sutileza, se nos subraya que Hollywood nunca morirá; se propagará, de aquí a la eternidad, en miles de estrellas que vendrán emulando a las que vinieron y ya son historia. Las estrellas sobrevivirán, inmortales, y renacerán en las nuevas generaciones, porque ser estrella implica vivir con ángeles y demonios. Porque la maquinaria endogámica no contempla ningún otro organigrama similar que llegue a opacarlo u amenazar su primacía. Pero, sí, los tiempos cambian… Flashforward a los años ’50: el cartel de Hollywood luce imponente en las colinas y Marilyn asoma en una vidriera angelina. Una sala repleta de espectadores, de diversa procedencia y edad, subraya sin necesidad alguna el alcance de un espectáculo global. Ese que contemplamos en la sala oscura, con menos asiduidad que antes, pero atragantándonos de pochoclo. Acto seguido, un cortometraje homenaje a escenas claves de la historia del cine, particionando la historia en tres hitos claves (el mudo, la llegada el sonoro, el cine digital) nos llena de nostalgia (desde Buñuel a Mélies, pasando por «Matrix» y «Terminator»), pero parece sacado de otra película; cumpliendo con los designios del desparejo capricho de un cinéfilo tras de cámaras embelesado con su propio tributo. Con semejante regalo de imágenes en movimiento que nos ha hecho, objetarlo sería, cuánto menos, una herejía.
“El Método Tangalanga” ficcionaliza la historia del mítico humorista argentino llamado Julio Victorio de Rissio (1916-2013). Presentada en el último Festival de Cine de Mar del Plata, la película es dirigida por Mateo Bendesky, guionista y realizador que se rodea aquí de un brillante elenco: Martín Piroyansky, Julieta Zylberberg, Alan Sabbagh, Rafael Ferro, Luis Machín, Luis Rubio y la actuación especial de Silvio Soldán. Aquel bromista empedernido, el mismo que maravillara a Luis Alberto Spinetta; aquella voz en el teléfono que pasara a la posteridad y cuyas grabaciones telefónicas se comercializaran de modo inaudito. ¿Imaginan su repercusión en tiempos de memes, emojis, streaming y youtubbers? Un experto en desgranar puteadas de corrido de lo más originales a incautos y anónimos desconocidos. Tangalanga, reservando en el misterio del anonimato gran parte del encanto que posee su figura. El hacedor de gestas de humor que aún nos descostillan de risa, a quien las nuevas generaciones no deberían dejar de descubrir. Por ello, es que el film indaga en los orígenes del humorista, replicando y homenajeando al cine argentino en la época del oro de los ’40, ’50 y ‘60. En esta última década (gran recreación artística mediante) es cuando comienza la historia real, a partir de la cual se trama una fantasía de este alter ego extrovertido que se desarrolla en un hábitat impensado. ¿Qué lo impulsa a realizar sus bromas desde la más absoluta impunidad? El don nato de la irreverencia que se especializará en incomodar y fascinar, en igual medida, mediante posturas políticamente incorrectas acerca de lo que ‘hacer humor a costa de…’ implica. Hay chistes que envejecen mejor que otros, cotejamos lo que hoy causa gracia y lo que no ‘debería’; otros tiempos, otras costumbres y valores. Mención aparte, este desopilante y agudísimo humorista en el uso de la palabra se ha convertido en bastión esencial de nuestra educación humorística como país.