Puede que Gastón Solnicki no sea profeta en su tierra, pero es innegable que su talento y visión cinematográfica lo convierte en uno de los directores argentinos contemporáneos más interesantes. Con su película “A Little Love Package” obtuvo el Premio al Mejor Director en la última edición del BAFICI, mérito de un creador singular, quien transita aquí su quinto largometraje, luego de las logradas “Introduzione all’oscuro” (2019), “Kékszakállú” (2016), “Sucesos Intervenidos” (2014) y “Papirosen” (2011). El autor apuesta a la autofinanciación como irrenunciable mandato. Busca puertas afuera mecanismos de financiación que aquí no encuentra. Lo hace por no traicionar sus principios y estilo a la hora de filmar. Nada es literal en su obra; el lenguaje abre la posibilidad a múltiples sentidos. Espacios y desplazamientos caracterizan a una urbe que frecuentó asiduamente en la reconocida gala de festival que su fallecido amigo Hans Hurch dirigía. En la Viena de hoy, el capitalismo aplana temporalidades, y en lo que otorga el espacio geográfico determinado y de modo natural, Solnick encuentra estímulo para crear. Hay mundos que permanecen dispuestos a ser filmados. Oscilando entre la ficción y el documental, sus películas persiguen un tono ensayístico. Abundante música diegética irrumpe en secuencias. La prohibición de fumar en lugares públicos hará desaparecer una porción de la cultura Kaffeehaus, pese a que haya temporalidades que aún perviven. Un pretexto narrativo funciona como nexo para reflejar diversas formas, realidades y universos posibles. Para quien no filma apegándose a un guion, el misterio y la complejidad son dos herramientas que laboriosamente trabajará. Se testimonian significativas últimos minutos de cigarros, humos y colillas. La metáfora cobra otra importancia cuando el mundo colapsa por anexos motivos. Mientras la intuición guía al artista, el fin de una era se aproxima. Protagonizada por Angeliki Papoulia y Carmen Chaplin (nieta de Charles), cuenta con la participación den voz de Mario Bellatin.
La palabra controversia reluce desde una carrera incipiente y prometedora. ¿Ha nacido uno de los grandes directores contemporáneos? Un cineasta difícil de ignorar nos induce a pensar que el arte ha servido como instrumento para provocar a lo largo de la historia. Para fans incondicionales y detractores, imposible resulta quedarse indiferente ante el nuevo estreno de Eduardo Casanova. Su segundo largometraje visibiliza una historia de relación toxica entre madre e hijo. La sucesión de acontecimientos nos conduce hacia una espiral de destrucción que exhibe su costado de reflexión social, en probable analogía a la dictadura que sufre Corea del Norte. La sensacional Ángela Molina agrega otro mayúsculo rol a su ilustre trayectoria, mientras “La Piedad”, inquietante concepción de lo horroroso, se erige como gran film, merced a unas características notables. Operístico desarrollo narrativo, estética pesadillesca, abundancia de lo bizarro y marcado gusto por lo camp. Un omnipresente sentido del humor es un elemento no menor, dentro de una obra que saca partido de su enrevesado punto de vista, del aspecto metafórico quey yace en paralelo y de una elección de colores que responden a estados de ánimo bien concretos. Firmas de estilo personalísimo en manos del director de “Pieles”; huella identitaria reconocible a tempranas alturas, para una filmografía que promete sorprender en años venideros. Ningún fotograma está puesto por casualidad a lo largo del metraje; el autor es un esteta que controla su material al exceso el material que pacientemente moldea. Fanático el irreverente John Waters, así como de la etapa más kitsch de Almodóvar, tales influencias conviven bajo la presente extraña y teatralizada disrupción. Meritorio resulta el valor de arriesgarse, casi una señal de identidad propia para el realizador madrileño.
Rodada en formato IMAX, tenemos aquí un correcto balance entre film emocional y entretenimiento que garantiza el paladar de todo fanático del boxeo. La anticipada y última entrega de “Creed” nos trae a un protagonista acechado por un remordimiento íntimo que involucra un trauma del pasado. Dirigida por Michael B. Jordan, en su debut tras de cámaras, perviven en la gran pantalla, a casi medio siglo de su creación, secuelas de nuestro amado mundo “Rocky”. Cabe aclarar, y es llamativo, sin la presencia activa de Sylvester Stallone, quien pasa absolutamente desapercibido, con excepción de una línea de diálogo, y solo permanece como productor, y por primera vez alejado de los sets de rodaje, para una película en donde el esquema cultural, estético y social afroamericano toma el comando por completo de la franquicia. Gladiadora, épica y brutal, la nueva entrega cuenta con la participación de los hermanos Ryan y Keenan Coogler, quienes se dividen los créditos de redacción del guion. La nueva encarnación de “Creed” construye su expandido universo de ficción alrededor del fornido Adonis, otorgando nueva vida a un producto que busca dominar más allá del ámbito deportivo. El objetivo es primero la taquilla, y luego el cinturón más codiciado: el de los pesos pesados. La más corta de las entregas de “Creed”, con un total de ciento dieciséis minutos, ofrece una perspectiva a partir de la cual ciertos paralelismos pueden trazarse entre la presente y “Rocky V”. ¿Digna inspiración o no lo suficiente? Disputas por las regalías de una creación en entero del propio Stallone, y de la cual al hoy día no posee control alguno, podrían hacernos dudar, levemente siquiera, de la autenticidad de la reciente apuesta. La verdad aguarda en el banquillo y el reloj se coloca en cero. Sangre, sudor y lágrimas quedarán inscriptos en la lona. Luego de que ciertos acontecimientos trágicos propicien un auténtico choque de titanes, la trama favorece el inevitable enfrentamiento entre dos antiguos amigos rivalizando por una pugna que excede la ambición deportiva y cala hondo en la responsabilidad de ciertos actos delictivos cometidos en el pasado. Las apuestas escalan cifras exorbitantes, pero Los Ángeles solo conoce un rey. Las reglas del combate se fraguan en una sala atestada de trofeos y sobre cuya pared cuelgan enmarcadas las inmortales jerseys de Shaq y Kobe; un guiño que todo amante del deporte sabrá apreciar. A diferencia de anteriores entregas -y una licencia que era característica propia de la saga- resultan exiguas aquí las participaciones de auténticas estrellas del deporte, dentro y fuera del cuadrilátero. Apenas se reconoce la aparición del boxeador Tony Bellew, del periodista Stephen A. Smith y del referí Tony Weeks. Hay un cameo de Canelo Álvarez, pero pasa ciertamente desapercibido. Cada uno hace lo que mejor sabe, pero tiene gusto a poco. Como plato fuerte de “Creed III”, sobre el cuadrilátero se dirimirá la primacía entre el veterano campeón apuntándose un comeback improbable y el frustrado aspirante que llega por sus fueros a querer dominar la categoría. Aunque, como era de esperar, más que una simple pelea para entronar al auténtico monarca pesado, la oportunidad abreva en la redención moral y en ajustar viejas cuentas. Tambalea la otora hermandad negra. Sus presentes son contrastantes, debatiendo la empatía del espectador entre la sed de revancha y la opulencia del confort y la riqueza material. Sentimental, el pasado vuelve para atormentar con previsible resultado. Michael B. Jordan (“Un Diario para Jordan”, “Black Panther: Wakanda”) y Jonathan Majors (“Lovecraft Country”, “Más Dura Será la Caída”) protagonizan un antológico duelo, correctamente secundados por Tessa Thompson y Woods Harris. Como era posible anticipar, el aspecto técnico del film se convierte en elemento fundamental para visibilizar al boxeo y su espectacularidad como núcleo central de la propuesta. Los combates están rodados de modo virulento; los superhéroes se amarran a las cuerdas. Existe una recargada intención de acelerar o ralentizar el cuerpo a cuerpo, instrumento indispensable para colocarnos en clima de pelea, con la guardia alta y simulando un efecto de videojuego que no siempre favorece al realismo perseguido. Por momentosFuera del cuadrilátero, la destreza y capacidad de resistencia también resultará colosal y desmedida, a lo largo de exigentes e interminables jornadas de entrenamiento. El drama emotivo pasará a un segundo plano, aunque no accesorio, centrándose en cierta parte del metraje en hurgar en las motivaciones del mismo, como quiebre irremediable en la intimidad familiar y su efecto dominó en la trayectoria del semi retirado Adonis. Las secuencias resultan tanto dolorosas para quien recibe golpes como grandilocuentes visualmente para la platea cinéfila. “Creed III” no necesita revolucionar el cine de corte deportivo -un ámbito de profusa historia- para volverse un espécimen digno y disfrutable. Sobre el ring se defenderá un legado en raigambre de superhéroe escrito en letras doradas dos antiguos conocidos. La fascinación eterna que despierta este deporte, y que lo ha convertido en un subgénero con total entidad dentro de la historia del cine, concreta su enésimo resurgir dentro del cuadrilátero. Michael B. Jordan sale airoso de su opera prima, mientras nos preguntamos si la trilogía clausura el éxito creativo emprendido en 2015.
Presentada en competición oficial del Festival de Venecia 2022, la actuación del fenomenal Brendan Fraser fue merecedora de una sostenida ovación de pie. Y no es para menos. El responsable de gemas estéticas como “Pi” (1998), “Requiem por un Sueño” (2000) y “Madre” (2017), está de regreso en la gran pantalla. Hablamos del inclasificable Darren Aronofsky, creador de thrillers de corte fantástico en donde la paranoia y la esquizofrenia acaba por deglutir al mundo real. Aquí, en un enfoque diametralmente opuesto, nos sorprende con una obra concebida desde extremos conceptuales y estéticos más sobrios. Adaptando a Samuel D. Hunter, a partir de su homónima obra de teatro, “The Whale” es una apuesta salvaje y demencial, exploradora de la noción de altruismo explotando el costado más incómodo en pos de la concientización. No obstante, la piedad no existe aquí a la hora de graficar la decrepitud que agobia a su objeto de estudio, porque la vida es una compleja ecuación. Cobrando forma de potente drama, “The Whale” expone lo desagradable de la decadencia física. Desapareciendo tras kilos de maquillaje y prótesis, Brendan Fraser da vida a Charlie. “Pensé en qué hacer con mi vida”, dice luego de una reveladora lectura de Moby Dick (la emérita creación de Hermann Melville). La suya es la imperiosa necesidad de ‘saber’ antes de partir. Y de ser aceptado por su propia familia. “Siempre fui grande, pero dejé que se saliera de control”, agrega Charle. ¿O es Brendan quien habla? El gigante se arroja en un sillón. Come en soledad. Se atraganta. Deglute el menú en cuenta regresiva a su propia muerte. Googlea su condición de salud, una mala decisión. Sublima sus propios demonios, persigue su última definición del yo. “The Whale” puede vislumbrarse como un ensayo sobre la aceptación, la fe y la resignación. Lo austero y lo áspero describen el clima de lo que ocurre puertas adentro del departamento. La locación nos transmite una crudeza claustrofóbica. Seguimos la vida de este desdichado personaje a través de cinco jornadas y bajo su piel cobra grandiosidad la interpretación de Brendan Fraser. El reconocido actor, otrora galán de Hollywood, sufre una decadencia física hace ya décadas, producto de sus dramas personales. Camaleónica, la increíble actuación brindada despierta igualmente aplausos como lágrimas. La pantalla nos devuelve una imagen agresiva para el espectador, mientras “The Whale” se vale de efectos dramáticos y trágicos ciertamente cuestionables. La miseria es un elemento constante de la narración, también ciertas decisiones visuales de tono poético francamente desacertadas. Dos pies besan la arena y el mar, levantan vuelo. Aronosfky, del modo más literal posible, dobla la imagen: lo que vemos es lo que sentimos. ¿Qué clase de decadencia es capaz de transmitir belleza? Los polos opuestos acaban por repelerse. El prójimo incapaz de no preocuparse se asume como una visión esperanzadora. ¿Cómo valoramos a nuestro semejante? ¿Puede alguien salvar a alguien? La conciencia tranquila de no sentirnos culpables colocará la decisión sobre un acto primordial en manos de otro. Las causas del mismo suponen un interés personal. Más paralelos y alegorías se filtran entre las líneas de diálogo. Una metáfora respecto a Walt Whitman y “Leave of Grass” presume de cierto intelecto y tolerancia. Charlie es la presa presta a ser cazada durante esta travesía autodestructiva. Su motor es el arrepentimiento, pero no alcanza. En la vorágine de una tormenta emocional de nivel oceánico naufraga la ciega creencia de un hombre, luego de haber pedido todo aquello que amaba. De sus rasgos físicos denotamos una obesidad mórbida. Desmadrado de peso, la suya es una continua lucha contra la propia imagen, y, como acto en espejo, nos asomamos al abismo que habita su interior. “The Whale” es un drama de cámara, centrado y pequeño. Impensado es el teatro filmado como carta de presentación orquestado por un cineasta tildado de críptico y suntuoso. Historia personal y minimalista, el film nos entromete en una discusión por demás polémica. Observamos una casa como una pequeña madriguera; el hogar es un ambiente envenenado. La cotidianeidad de Charlie se proyecta en objetos personales, la fotografía apagada nos acongoja. En franca decaída, luego de la segunda mitad de metraje, parece más inmensa de lo que realmente es. Despojándose de la regla de los tercios a la hora de narrar, manipula la deformidad de un relato intimista y nada sutil, sin eximirnos de pasajes gráficos y escatológicos. Contrastando lo bondadoso y lo cruel, tenemos aquí una epopeya de operística de la incapacidad. La música incidental, omnipresente y lacrimógena, acompaña cada pasaje. Existen ciertas casualidades que rompen los esquemas establecidos, y se nota la atenta mirada del director, plagando su trama de metáforas visuales de corte fantástico. Aronosfsky, neoyorkino de culto, virtuoso e imaginativo, quien ha protagonizado sonoros fracasos en taquilla, no se intimida ni inhibe ante los resultados que pudiera deparar semejante debate metafísico. La vida de Charlie va en franca picada, mientras el film ejercita una mirada acerca de la redención. Este obeso en lucha constante se ve acorralado por su pasado. Sin opciones, el dolor obliga a golpear primero. Empatizamos y nos emocionamos con un nudo en la garganta, aunque el devenir de los acontecimientos se torne reiterativo, regodeándose en la desgracia y el infortunio. Notas musicales espaciadas denotan nostalgia, mientras el desenlace será una vil caída al abismo. Ejercicio moral de dilemas y contradicciones, no desestima el arco conceptual abarcado por el autor el costado religioso: el dogma es un arma de tortura que pudre el alma. ¿Qué atisbo de esperanza resta en el resquicio íntimo de un ser que no puede ser completamente independiente? En la disyuntiva, el juicio moral hará su aparición. ¿Debemos sentir pena o condenarlo? Prestándose a múltiples conjeturas, el film testimonia una lección de vida de falsa liberación.
Rodada a cuarenta y ocho cuadros por segundo, en formato HDRF, se trata la presente de la primera película latinoamericana en este formato. “El Último Hereje” es la última visión del terror de un emblema del cine nacional, como Daniel de la Vega. Lo acompaña aquí un elenco de primer nivel: Germán Palacios, Victoria Almeida, Gloria Carrá, César Bordón y las participaciones especiales de Daniel Miglioranza y Héctor Calori protagonizan un film ensayo en donde interrogantes de corte metafísico se acumulan. ¿Recupera el individuo la fe al confrontar la muerte? ¿Somos todos herejes a nuestro modo? Se nos presenta aquí un auténtico dilema de fe, pergeñado por un virtuoso del arte de filmar. Una propuesta narrativa clásica alberga un relato que se presta a una arriesgada mirada sobre la culpa, el pecado y la redención “El Último Hereje” se conforma como una propuesta estética y conceptual sólida, en manos de un cineasta que jamás pecará de tímido. Sumamente atento a detalles que conforman una obra en múltiples capas, lleva a cabo a la vez un homenaje cinéfilo digno de mención: una sala denominada Empire proyecta clásicos como “El Séptimo Sello”, de Ingmar Bergman; un director de cine porno enciende la duda y luego se convierte en trágico titular de diarios; las paredes de un oscuro apartamento sirven para proyectar películas y colgar posters de “A Virgin Living Dead”, del inefable Jess Franco. Elementos en el diseño de vestuario y escenografía nos van dejando pistas que deberemos decodificar. Dios obra de la forma menos pensada, mientras De la Vega emula a Hitchcock y se viste de De Palma. Ver para creer… Un escritor ateo confrontando sus propias convicciones se convierte en el centro de una trama paranoica y delirante. Forma en función de contenido nos ilustra que el infierno puede cobrar la más inaudita de las formas. A lo largo de la historia, las pruebas nos demuestran que los más horribles crímenes han sido cometidos en nombre de Dios. Las instituciones pueden equivocarse, refrenda un eclesiástico. Creer o no creer, esa es la cuestión. No se puede trasplantar la fe. “El Último Hereje”, un thriller con marcados tintes religiosos, coloca sobre nosotros una considerable inquietud respecto a lo dogmático. De creencias estamos hechos, aun cuando la existencia se conforma de constante sublimación de propias convicciones y cuestionamiento de principios establecidos por ajenos. Cada matiz fotográfico elegido siembra sentidos. Milagros, apariciones, maldiciones o alucinaciones; el punto de vista distorsionado que asumimos nos invita a desconfiar. Amparándose en espacios cerrados bien explotados y personajes desdoblados en su identidad, la estética del entorno construye las formas demenciales del fanatismo y la conversión, al tiempo que el relato se plaga de guiños y referentes artísticos. Técnicamente impecable, la imagen ofrece un marco de calidad notable. De la Vega, experimentado realizador y autoridad absoluta, merced a obras como “Necrofobia” (2013), “Ataúd Blanco” (2014) y “Al Tercer Día” (2019), rinde culto a maestros de la talla de Jacques Torneur y Mario Bava. Reflexiona de la Vega, a través de este cínico y exitoso hombre de letras, compuesto con prestancia y solidez por parte de Palacios, acerca de la fe como propósito de vida. La alegoría cobra sentido, potenciando sus niveles estéticos echando mano de una valiosa caja de herramientas de horror y sugestión. Una exquisita implementación de angulaciones, encuadres y planos nos enseña el camino cuando el auténtico descenso a los infiernos se aproxima. Una prisión que no sabe de piedad alguna guarda bajo llaves un retorcido designio; el destino podría estar en manos de un desquiciado mortal. Sin embargo, la justicia divina no se ausentará: un salvador porta las mismas heridas y cicatrices que aquel quien lo negaba. Aquel que primero abofetea y luego consuela.
Sorprendente ganadora del último Festival de Cannes, “El Triángulo la Tristeza” es un singularísimo experimento social en manos de un especialista en diseccionar las clases acomodadas. Creador de sátiras extremas, el sueco Ruben Östlund, con cuarenta y ocho años de edad, ha dirigido ya seis largometrajes. Sus temáticas montan una parodia sobre las familias burguesas, ridiculizándolas, machacándolas crudamente, sin piedad alguna. He aquí su marca de autor. No obstante, para el presente film, tal virtud parece haber sido arrasada por una omnipresente carencia de sustento. Este nuevo enfant terrible del cine europeo, tal y como fuera catalogado por cierta corriente crítica, exhibe su lustroso palmarés. Pero no alcanza…el escandinavo fracasa rotundamente al impostar el desafío a la opulencia cultural que denuncia la superficialidad de los tiempos que corren. La presente historia nos emplaza en un crucero de lujo, un trasatlántico, en donde encontraremos personajes de lo más variopintos: modelos, influencers, oligarcas. Nuevos ricos o clase alta de cuna y alcurnia, el director se ríe de vacuas manías. Pero se ríe solo; para el espectador, el sopor toma el timón. Existen pocas zonas grises en esta radiografía del poder bellamente fotografiada. Objeto de culto de ciertas trincheras cinéfilas y que maravillara a la Academia, premiando al film con una nominación en la categoría de Mejor Película. Östlund pretende despedazar todo estado de bienestar y conformar a este como eje argumental indiscutido; dinero es poder. Hecha de absolutismo sin matices, como firma a pie de página de un experto en incomodar y maltratar a sus personajes, la redituable fórmula recuerda a la ejecutada en “The Square” (2017), en réplica de burla a la pedantería que caracteriza a los sectores sociales más acomodados. La intención es prometedora, a priori, pero su modo de implementación resulta en extremo aburrida, previsible y llana. Un ensayo acerca de quién es el más apto para sobrevivir y liderar a la manada. Quien tenga más dinero será más que su semejante. Disfraces de la alta suciedad están a punto de desaparecer. Reglas de trato al prójimo con desdén y aires de superioridad, que podrían cambiar de un momento a otro: el elemento trágico se hará presente, pero, ni siquiera por morbo nos sentimos atraídos a mirar. Östlund adora no dejar títere con cabeza, jugando a ser irónico a velocidad crucero y rozando el registro surrealista de raigambre buñueliana, a lo largo de extensas dos horas y media de duración. Metraje que, por otra parte, se deja sentir. Quien también fuera responsable del laureado cortometraje “Incident by a Bank” (2010) explora relaciones tóxicas y roles de género, en microscópica mirada universal. El film aborda en espejo una observación de la escatología, sumiendo a sus personajes en sus propias heces, literalmente. Un doble ganador de la Palma de Oro se demuestra como excesivo y testarudo demiurgo que no coloca límites al circo que monta; lo excesivo y lo censurable rebosa en sus manos. Desmedido en su abordaje, las variadas subtramas que engloban conceptos, con más reiteración que ingenio, intentan explicar por demás cada una de las tres caras del mentado triángulo; no solo la expresión facial es lo que se resiente hacia su desenlace, notoriamente. El navío viaja hacia ninguna parte. Seguramente existan, en el firmamento cinematográfico, ejemplares mucho más atractivos a la hora de exponer el capitalismo y otros extremismos, en paños menores. Su realizador elige el modo más caprichoso para plantear un dilema de índole moral, insuflándonos de ideas políticas de amplio espectro. “El Triángulo de la Tristeza” se escribe con trazo grueso a la hora de filosofar sobre la condición humana, una exploración de alianzas construidas y programas bajo los cuales se rige la sociedad. Torpemente, denuncia lo banal de modo banal y con exiguo nivel metafórico. La estupidez humana no es un concepto abstracto: un tercer acto como demostración más gráfica de una previsible lucha de clases borra cualquier rastro de uniformidad posible. Como aspecto a favor, el hecho de trabajar por primera vez en idioma inglés, le permite contar en su cosmopolita elenco con el destacado actor Woody Harrelson.
«La Residencia» es un thriller psicológico de reciente estreno en nuestra cartelera. Fue filmado en la Hostería Petrel, durante la pandemia. Nos cuenta la historia de un manipulador escritor, quien lleva a sus alumnos a extremos nada saludables con la intención de que experimenten de la forma más intensa posible sus vivencias, durante una suerte de retiro creativo. “No paren, no corrijan, sostengan, escriban”. Tiene que doler más, indica. La aspiración de los nóveles escritores se desvirtúa pronto, en manos de un fundamentalista cuyo delirio rozará límites perversos. A través de un prólogo y seis capítulos que dividen la propuesta, se nos comparte que ha creado un polémico método para llevar adelante su afamado laboratorio de escritura. A su taller acude Ana, aspirante a novelista que cae cautivada ante los encantos de su mentor, y en búsqueda del próximo desafío creativo. Bajo tal premisa, “La Residencia” es un film que pone su atención en el peligro que existe en un comportamiento que distorsiona el valor de lo moral. Alumnos ingenuos, ávidos de aprender, acuden al recinto en busca de una guía, a modo de sendero e iluminación. El verosímil elige cortar el hilo por el lado más fino a la hora de visibilizar ciertos excesos al momento de impartir una enseñanza y, por ende, los aprendices caerán presas fáciles. Los clichés no tardan en aparecer y esparcirse, a lo largo de la trama. Autores presos de una misma pregunta, se ven envueltos en una eterna tormenta. ¿Qué motiva a escribir? Veremos los conflictos entre participantes manifestarse de la forma más irrisoria posible. El lenguaje es lengua patria del autor, solía decirse, y en la exploración de ideas poéticas al borde de una nevada ladera, o alrededor del crepitante fuego, toda alegoría en imágenes esbozada peca de chatura y falta de inventiva.. ¿De qué índole es la vocación motivacional que anida en el enigmático Holden? ¿Por qué nadie se anima a confrontarlo? De su rutina creativa se desprende una pedagogía cuestionable, brindada por un ermitaño ensimismado en la burbuja de su propio mundo austral, regido por leyes que contraponen arte y vida. El arriesgado juego de vivir bajo la piel de dos personajes y dos vidas en simultáneo (aceptando todo lo auténtico que la condición de real coloca en la fantástica) podría indicarnos que, a priori, no saldríamos indemnes de tamaña afrenta. Sin embargo, el interés por la suerte que correrán los incipientes escritores comienza a menguar más pronto que tarde. Basada en un guion del propio Fraiha en coautoría con Inés Bortagaray, la presente es una adaptación de la novela carioca “La Cordillera” (del destacado Daniel Galera), con el claro propósito de reflexionar acerca de la obra de arte producida bajo circunstancias improbables. Rodado en diversas locaciones de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, las gélidas postales de la naturaleza resultan insuficiente distracción visual a la hora de sosegar el mal trago que produce un relato pobremente escrito, planteado y resuelto. Protagonizada por la irregular e inexpresiva Deborah Fallabella (“Avenida Brasil”), en compañía del gran Darío Grandinetti -haciendo lo posible con un personaje construido de forma inconsistente-, este largometraje en coproducción argentino-brasileña, dirigido por el brasileño Fernando Frahia, tensa los ánimos de los personajes involucrados en semejante experimento, desviado de su noble intención cuando el acto cae en manos de un psicópata dibujado con trazo grueso. Dentro de las posibles interpretaciones que su trama nos provee, Frahia elige prestar especial atención a retorcidos ejercicios de poder y dominancia, bajo remanidas fórmulas de torpe resolución que cobran magnitud de certero indicio: estamos delante de la obra de un absoluto principiante en la materia. Tornándose en extremo superflua y evidenciando una deficiente dirección actoral, la película jamás acaba por cumplir con el potencial anunciado de antemano. Por el contrario, el ridículo acaba por ganar la partida, camino a un desenlace pueril, forzado y desparejo. En cada plano ofrecido, existe un grado de irrealidad que oscurece claramente la atmósfera del film, no obstante, la pobre resolución brindada a los eventos descriptos conspira notablemente en contra de una propuesta que desafía la lógica y el punto de vista de quien escribe. Todo luce por demás subrayado: carecen de absoluto interés los desafíos de todo escritor conflictuado, llevados al papel. Las fronteras entre realidad y ficción se difuminarán en este pueril retrato, si preferimos reprimir fantasías a confesar transgresiones, tal y como indica un perturbado Holden. Poco importa a estas alturas, “La Residencia” imposta vanguardismo para acabar luciendo pretenciosa y prescindible, olvidando a mitad de camino de su incierto y desigual recorrido lo más genuino y necesario: confiar en que lo que se escribe (o filma) interesará.
Nominada al Premio Oscar por el rubro Mejor Fotografía, “Imperio de la Luz” es una particularísima visión autoría del talentoso Sam Mendes, director de valiosas obras como “Belleza Americana” (1999), “Revolutionary Road” (2008) y «1917» (2019). Las premiadas estrellas Olivia Colman, Colin Firth y Toby Jones se suman al joven Micheal Ward, encabezando un acertado reparto al servicio de la contemplación humana y la radiografía social de un director sumamente efectivo en numerosos registros genéricos. El título del film remite al nombre de una antigua sala de cine, exigua sobreviviente en un poblado costero del sudeste británico. En sus inmediaciones, se desarrolla una historia de amor, desigualdad y resiliencia, ambientada a principios de los años ’80. Inmiscuyéndose en la intimidad de sus criaturas, el film visibiliza el pasado problemático y escondido de una mujer de mediana edad -Colman, centro absoluto del relato-, quien transcurre su vida con irremediable postergación. En la penumbra de una oficina, bajo un escritorio y sin demasiada convicción, otorga favores sexuales a su jefe. Es todo lo emocionante que la monotonía de sus días pueden ver, acabando cada jornada con una copa de vino en la mano. Su existencia cambiará drásticamente con la llegada de un joven inmigrante negro, punto de vista que el film utiliza para evidenciar la segregación que en carne propia sufre aquel que lidia con el ascendente y lacerante racismo que habita en la comunidad. Ambos, heridos por efectos vinculares de un presente hecho de contrastes, cruzarán sus caminos, del modo más improbable. Carente de idilio alguno, en las costas no se avizora puerto seguro en donde amarrar el corazón. La aparente realidad de dos futuros diametralmente opuestos se perciba en forma de incipiente ruptura. Improbable luce, en aquellos conservadores años, el paradigma de una relación interracial. ¿Cuánto en común podrían tener? Hay algo más que los separa que la mera distancia en años…Así es como “Imperio de la Luz”, de tal modo, ejemplifica la compatibilidad de dos extraños seres. Vinculándose a través de la poesía, y sorteando la enorme brecha etaria que los separa, la sensibilidad artística se complementará expandiendo sentidos. Se acerca el nuevo año, los fuegos artificiales iluminan el cielo. Pero algo no termina de cuajar dentro de esta historia…Inobjetable desde el apartado técnico, un maestro en el arte de narrar con imágenes sabe cómo convertir cada plano en un tratamiento pictórico de perfecta semejanza. En tal abordaje, “Imperio de Luz” cobra forma conceptual y estética con inmediatez, apoyada en la sensible banda sonora compuesta por el imbatible dúo conformado por Atticus Ross y Trent Reznor. El realizador también escribe el presente guion, tarea en solitario que le permite abordar temáticas de interés como el amor, la amistad, la salud mental, el racismo y la soledad. Todas ellas con una gran connotación y sentido de lo social, en el reflejo de una época intolerante y turbulenta. ¿Percibiremos la oscuridad o todo lo cubrirá la luz? Puede que Mendes quiera abarcar más de lo que aprieta…El responsable de «Camino a la Perdición» (2002) ejercita su propia tesis sobre la condición humana. No obstante, la cantidad de subtramas que pretende cotejar terminan por diluir la solidez de un argumento que se inclina hacia lo confuso y disperso. “Imperio de Luz” no termina por decidirse que aspecto priorizar, y el resultado final, indefectiblemente, se resiente. Pese a ello, pervive intacta la magia de proyectar en 35 mm en manos de un artesano a veinticuatro fotogramas por segundo: en el pueblo en donde se desarrolla el relato, lejanas quedaron las épocas del cine dorado, apenas una histórica sala persiste en pie. El encanto de antaño de aquellos grandes cines, monumentos arquitectónicos a tiempo de ser fagocitados por multi cadenas, vuelve al presente para conmovernos. Recreando una porción de vida en movimiento, el acto alquímico que alimenta la pasión proyecta sobre la fachada inminentes novedades. Las grandes marquesinas anuncian films claves del momento, que el avezado espectador sabrá entender como efectivos guiños: “The Blues Brothers”, “Desde el Jardín”, “Locos de Remate”, “All That Jazz”. Esas eran películas, y nadie quiere perderse las ‘coming atractions’, envolviendo ilusiones en rollos de celuloide. Claramente, este resulta el aspecto más positivo de todo el film. Universal amor al cine para nuestro deleite, como reacción en cadena de lo que vimos recientemente en las gloriosas “Babylon” y “The Fableman”. No obstante, a diferencia de la grandilocuencia de Chazelle o del clasicismo de Spielberg, para sendos y citados recientes estrenos, el realizador nativo de Reading (Reino Unido) elige colocar su foco de atención en la fauna que, anónima y laboriosamente, concibe su imperecedera forma de amor al cine. Mientras sus respectivas existencias sortean vicisitudes y derriban castillos de arena, de la vereda del complejo hacia afuera. «Imperio de Luz» busca liberar a sus almas en pena como aquella ave que recobrara vuelo. El drama sobre el cual se pronuncia opaca una suerte de incompleto, fallido e inconstante homenaje al séptimo arte. Pecando de falta de suficiencia, el cine no nos salva de la melancolía que fuera de él evapora la maravilla de un tributo enmascarado en melodrama.
Aventura, ciencia ficción y comedia se combinan en este film que explora los conceptos del multiverso atiborrándose de efectos CGI. Un festín visual maridado con abundantes dosis de pochoclo, que no garantiza calidad, pero asegura el vínculo de la franquicia con la dinastía Kang. Con un elenco de estrellas de fuste, integrado por Paul Rudd, Evangeline Lilly, Michelle Pfeiffer, Michael Douglas, Jonathan Majors, Kathryn Newton y Bill Murray, “Antman y la Avispa: Quantumania” nos presenta un guión genérico escrito en fórmulas algorítmicas. No hay chispa alguna dentro de este relato absolutamente previsible, pero, atención, dos escenas poscréditos nos previenen de no levantarnos antes del asiento. De una a cinco, sin dar descanso al pie del acelerador, las secuelas se van acumulando. Nuevos tiempos, nuevos lenguajes. El cine de superhéroes rubrica la palabra ‘fases’. Entre la presentación de nuevos héroes, la partida de viejos rostros conocidos y el crossover entre unos que llegan y otros que permanecen, cada una de las ‘fases’ va cobrando identidad, justificando la proliferación de esta clase de películas por generación espontánea. El presente largometraje representa la primera película de la ‘fase 5 del MCU’, en donde se introduce al villano que formará parte de la ‘fase 6’. Peyton Reed dirige este experimento en donde el héroe recibe con brazos abiertos al villano Kang, tras una breve aparición en la serie «loki», disponible en Disney+.
En la Sala Leopoldo Lugones del Complejo Teatral San Martín, durante el pasado mes de febrero, pudo disfrutarse de “Trenque Lauquen”, cuarto largometraje en la carrera de la realizadora argentina Laura Citarella (“Ostende”). Una propuesta singular, rodada íntegramente en la ciudad que le otorga nombre, y de donde la realizadora es oriunda. ‘Laguna redonda’ que anuncia la lengua madre mapuche, paisaje de planicie y pampas, al oeste de la Provincia de Buenos Aires; geografía atractiva para el marco cinematográfico, y que alberga el misterio que gira en torno a una mujer, como centro convergente de una laberíntica indagación hecha en elipsis temporal. Entre tantos libros que yacen olvidados en una biblioteca, “Autobiografía de una mujer sexualmente emancipada” porta un secreto escondido entre sus páginas. Este resulta el primer disparador de un relato estructurado en dos partes de dos horas de duración cada una de ellas, la obra fue seleccionada para participar del prestigioso festival de Venecia (sección ORIZZONTI). Demorado durante la pandemia, este proyecto independiente y autogestivo, producido por El Pampero Films, adquiere una dimensión estética y conceptual notable, aspecto que la convierte en digna heredera de la mirada microscópica y observacional que Mariano Llinás ejerciera en “La Flor”, también de extenso metraje. En tiempos donde la afluencia a las salas ha menguado, valiente es la apuesta de una autora que rueda un film de desmedido metraje, destinado para el paladar cinéfilo más exclusivo. Con pulso lento, pero firme, “Trenque Lauquen” entreteje lo enigmático, lo fantástico, lo erótico y lo literario. Sobresale una omnipresente banda sonora y acertados rubros técnicos; las palabras entretejen sentidos, del texto a la voz. Laura nos conduce hacia ella. Estrenado en terreno nacional en el último festival de Mar del Plata y protagonizado por Laura Paredes, Verónica Llinás y Rafael Spregelburd, fue galardonada como Mejor Largometraje de los Premios Astor Piazzolla a la Competencia Latinoamericana.