UNA ESPERA QUE DESESPERA Mariel espera, la película de Maximiliano Pelosi, casi que se condena desde su misma premisa: porque cómo hacer del drama de una mujer que pierde un embarazo y tiene que esperar durante varios días que su organismo despida el embrión sin gestación, un film atractivo que eluda el dato morboso. Digamos que por momentos el director y guionista lo logra, contando la intimidad de una pareja con bastante sensibilidad y verismo, pero que en otros pasajes cae en la tentación del impacto innecesario que golpea al espectador con demasiado mal gusto. Digamos, Mariel espera es una película un poco mejor de lo esperado (si hasta tiene el acierto de aprovechar narrativamente la habitual apatía de Juana Viale) pero también se queda bastante lejos de profundizar en las honduras psicológicas que busca. Uno de los problemas fundamentales de la película es la incapacidad de hacer que sus imágenes sugieran algo más allá del tema, que tengan segundos o terceros niveles: si hasta se podría utilizar el recurso del embarazo frustrado para hablar de cierta incomodidad en los sujetos sociales del hoy. Algo de eso hay, con el esposo ocupado en la compra de una nueva vivienda, la madre invasiva, las amigas preocupadas en sus roles maternales exacerbados y la mujer que se siente lejos del rol de madre impuesto, pero el film es tanto su protagonista y su protagonista está tan detenida en su drama, que la película construye un clima demasiado asfixiante que termina inmovilizando al propio relato. El corte final, que resuelve las situaciones en el mismo momento en que la protagonista resuelve de alguna manera su drama, es una demostración de la dificultad de la película por ir un poco más allá de lo que la premisa indica. Como ejemplo contrario, pensemos en la reciente Elle de Paul Verhoeven y de cómo una violación es apenas la punta de un iceberg que con poder satírico deconstruye a una sociedad. Ni por asomo aquí nos encontraremos con algo parecido. Es verdad que Mariel espera busca un tono medio que la aleje del sensacionalismo y que encuentra en el vínculo entre Viale y Diego Gentile algunos buenos pasajes donde la experiencia de esa pareja se siente real (decíamos de la inexpresividad de la actriz, que aquí es aprovechada con un personaje que atraviesa su drama desde la introspección). Pero la puesta en escena de Pelosi es tan televisiva, incluso la música tiene una presencia y consistencia tan de telenovela, que todo lo bueno que pueda haber se pierde en medio de un producto pensado casi como un regulador de debates sociales. Más allá del tema y la forma en que se lo aborda, lo realmente ausente en el film es una sustancia cinematográfica que le otorgue un peso dramático. Mariel espera se esfuerza tanto por contener las emociones de una historia que podría volcar hacia el melodrama, que termina resultando demasiado fría y calculadora.
LA LINTERNA MÁGICA La figura de Quirino Cristiani, considerado el director del primer largometraje de animación de la historia, sirve para ejemplificar varios karmas argentinos: uno de ellos, y que sirve para darle título a este documental de Diego Kartaszewicz (Sin dejar rastro), es la pérdida de la gran mayoría de la producción audiovisual de los orígenes del cine nacional. Pero también, siendo como era Cristiani un satirista de la actualidad política de su tiempo, una demostración de cómo el humor resultó siempre conflictivo para los sectores de poder, llegando a sufrir la censura. En sus películas había burlas a la figura de Hipólito Yrigoyen; por ejemplo, aquel film originario y perdido se llamaba Peludópolis en referencia al presidente radical. Pero Cristiani era también un artista introvertido (aunque se lo considera uno de los precursores del nudismo en el país), que escapaba un poco de la fama (rechazó un ofrecimiento laboral del propio Walt Disney) y terminó recluyéndose en el interior del país. Todos estos elementos son los que incluye el documental, que avanza sobre el relato oral del propio nieto del artista, Héctor Cristiani. Sin dejar rastro se vale de un elemento clave para el género: el escaso conocimiento que existe en el presente sobre la figura de su protagonista. Desde ahí, construye un relato que logra concitar el interés del espectador acerca de una historia personal apasionante. Por la pantalla pasan referentes de la animación y la investigación cinematográfica como Manuel García Ferré, Giannalberto Bendazzi, Raúl Manrupe, Oscar Vázquez Lucio (Siulnas) y hasta Juan Pablo Zaramella. Cada testimonio aporta datos sobre la trascendencia de Cristiani y alumbra diversas partes de su obra, que tienen que ver tanto con su pericia técnica para lograr animar personajes en tiempos donde las herramientas eran precarias o por su carácter innovador y pionero. El retrato completo aporta una mirada melancólica acerca de un pasado imposible de recuperar (los trabajos del artista se perdieron en sucesivos incendios que sufrieron los estudios donde trabajaba) más allá de las posibilidades que brinda el relato oral de algunas experiencias. Desde lo formal, Kartaszewicz no aporta demasiadas novedades más allá de recuperar gracias a las nuevas tecnologías las caricaturas de Cristiani y ponerlas en acción. Así como Sin dejar rastro revela la presencia de un artista olvidado, también es cierto que se queda en los límites de su exposición, ganado por un carácter más didáctico e ilustrativo que original o creativo. Estamos ante un documental que tiene como mayor objeto sembrar la semilla del interés sobre el personaje en el que hace foco, dejando libertad al espectador para continuar una historia que se intuye mucho más rica y compleja. Sin dejar rastro es una suerte de linterna mágica que nos alumbra el camino.
EL MOVIMIENTO SE DEMUESTRA BAILANDO En el 2007, un grupo de bailarines, de los más reputados de la Ciudad de Buenos Aires, sufrió el despido del reconocido ballet contemporáneo de la ciudad por defender sus derechos laborales. Esa crisis, profesional y personal, fue el comienzo de un camino que llevó a que los artistas no sólo comiencen a pensarse a sí mismos como trabajadores, sino también a la creación de la Compañía Nacional de Danza Contemporánea (CNDC). Ese camino es el que retratan las directoras Julia Martínez Heimann y Konstantina Bousmpoura en el documental Trabajadores de la danza, un film que lejos de edulcorar las acciones muestra también las dificultades del camino de la lucha cuando entran a jugar las diferentes posturas sobre cómo militar y defender los derechos. El documental utiliza imágenes de archivo, que muestra el trabajo de estos bailarines desde hace una década hasta el presente. Y se fusiona con registros de las asambleas para definir las acciones que lleva adelante el grupo y entrevistas en la actualidad, con los artistas contando cómo fue ese camino, especialmente Bettina Quintá, Ernesto Chacón Oribe, Victoria Hidalgo y Pablo Fermani, los iniciadores de la Compañía y los que lucharon desde el comienzo con los reclamos sindicales. Sin mayores riesgos formales, Trabajadores de la danza es preciso en función de cómo mostrar aquello que quiere mostrar: la toma de conciencia de un grupo de artistas y su concreción como sujetos políticos. Precisamente ese punto es el más interesante: el arte es una noción bastante abstracta en el imaginario popular, y raramente se piensa al artista como un trabajador. Pero ese prejuicio que es externo es también interior y genera conflicto: de qué manera, entonces, no limitar el sentido de libertad que esgrime todo artista cuando debe enfrentarse a cuestiones administrativas como la conformación de una entidad que los regule o pensarse como lisa y llanamente como un trabajador del Estado. Esta idea es mucho más impactante cuando pensamos inconscientemente a la danza como una actividad de la elite, lejos de las luchas populares. Que Heimann y Bousmpoura elijan un tránsito desdramatizado y para nada solemne ayuda para apreciar esa lucha con mayor claridad, y también es saludable que en las asambleas surjan quiebres y fricciones que ponen en crisis los discursos originarios, demostrando que la vida sindical debe estar constantemente cuestionada desde adentro para ser vital y necesaria. También de manera sutil aparece en Trabajadores de la danza una lucha superior, que es la de la aprobación final de Ley Nacional de Danza, la cual se viene reclamando desde 2014. Que lo didáctico o institucional no lastre el peso de lo expositivo es otro acierto del film.
CRIMEN Y EXPLICACION No hace mucho el mainstream nacional descubrió que la literatura policial podía ser un reservorio de historias desde donde alimentar el cine de género criollo, especialmente con novelas que lograron alguna repercusión en el mercado editorial. Claro que el fenómeno estaba asociado, hasta el momento, a las adaptaciones de las novelas de Claudia Piñeiro (Las viudas de los jueves, Betibú) y hacía falta otra pluma que tuviera la capacidad de producir algún tipo de evento similar: sin dudas que Los padecientes, la exitosa novela de Gabriel Rolón, tenía todos los componentes ideales para ser trasladada al cine, empezando por su público cautivo. Pero en un juego de cajas chinas marketineras, la película de Nicolás Tuozzo tenía otro truquito bajo la manga: la pareja de Benjamín Vicuña y Eugenia Suárez, para seguir estirando el éxito del morbo amarillo que ambos alimentan desde El hilo rojo. Hasta el momento no hemos dicho nada de cine, y es que precisamente la película es nada más que -y está pensada como- un objeto puramente de consumo. Un producto flaco, flojísimo, escasamente gratificante, pero puesto en la vidriera para ser devorado por el apetito de moda. Los padecientes se pretende un film de misterio, pero es poco el suspenso. Es de esas películas en las que las situaciones de tensión están construidas desde voces en off que nos explican cosas que pasaron hace un rato, y los flashbacks ilustran sin mayor gracia. Nada, o muy poco del relato, genera la tensión necesaria. Hay sí, una escena, que más allá de recursos gastados (una nena atormentada mientras juega a las escondidas) permite vislumbrar las posibilidades de la historia si se hubiera aceptado al texto como una base y no como un límite. Tampoco el film logra el verosímil adecuado para hacernos creer la investigación que lleva adelante el protagonista, o siquiera la velocidad y el nivel de obsesión con el que se involucra en un asunto que evidentemente lo supera: la hija de un tipo de guita se presenta ante un psicólogo exitoso (al menos tiene reputación, por lo que se dice) para pedirle que haga las pericias necesarias y declare a su hermano como inimputable en la causa que investiga la muerte del padre. El psicólogo, entonces, se embarca en el asunto seguro de que el acusado no sólo no es inimputable, sino que ni siquiera es el asesino. ¿Qué pasa? ¿Cuál es el entramado familiar? ¿Qué esconden? Esos son los detalles que Pablo Rouviot -el psicólogo en cuestión- investiga, con la claridad de un Robert Langdon de la psicología: es que todo le resulta tan fácil de decodificar que termina dando un poco de pereza. La sobreexplicación es un mal del cine contemporáneo, no sólo el argentino. Y en Los padecientes así como el suspenso se explica, también se nos explican aquellos detalles del argumento que las imágenes no saben cómo poner en escena, lo que incluye algunas chácharas banales sobre psicología, psiquiatría y demás rubros que Rolón conoce (en ocasiones se adivinan pases de factura del escritor y guionista para sus colegas) y el guión pone en boca de los personajes de modo didáctico y para que se (sobre)entienda. Por ejemplo, toda una larga perorata que el personaje de Pablo Rago tiene acerca de los medicamentos que toma el supuesto victimario sólo se salva por la solvencia del actor para contarnos algo que parece la lectura de un prospecto farmacológico. La torpeza es regla en este thriller, lo que incluye a las actuaciones (exceptuando al mencionado Rago con una suerte de comic relief y a Angela Torres como la niña atormentada) que se la pasan tirando líneas de diálogo que se creen astutas y no pueden más que evidenciar constantemente la herencia de la letra escrita: en serio, ¿alguien tira en una charla cotidiana el término “superchería”? Los padecientes es ese tipo de películas que se mueren en el respeto supremo a la fuente original. Hay también una creencia acerca de que sólo importan los temas. Y Los padecientes tira temas importantes a ritmo de corredor olímpico: que los entretelones de la psicología y la psiquiatría, que las teorías psicológicas, que los padres abusadores y la violencia doméstica, que los sectores de poder vinculados con la prostitución, que la búsqueda de justicia y verdad, que los hijos marcados por pasados tortuosos…. Y todo esto, que puede ser interesante en letra escrita, no importa si no hay una narración que lo sostenga con virtud. E incluso podemos ver aquí cómo la historia bordea una mirada sobre los sectores de poder y sus perversiones, para quedarse en la orilla y contentarse con los giros y las vueltas de tuerca sobre quién mató a quién. Sólo para el anecdotario, decir que no deja de ser atractivo (si sumamos a la reciente Nieve negra) cómo el mainstream nacional comienza a tener una mirada bastante retorcida sobre la familia, otrora bastión del cine clasemediero. Nada más que eso, un gesto, un aire de su tiempo, que Los padecientes asimila inconscientemente. Por suerte es inconsciente, si no se hubieran puesto a explicarlo hasta el hartazgo.
UN HOMBRE, UNA DUDA La ambigüedad, tema recurrente en la filmografía de François Ozon, vuelve a estar presente en Frantz, suerte de reescritura de Broken lullaby de Ernst Lubitsch con la que el director francés demuestra otra vez tanto su eclecticismo como su virtuosismo formal. Una familia alemana en la Europa posterior a la Primera Guerra Mundial se conmociona cuando en la tumba del hijo muerto en combate aparecen flores que deja un francés. Esta presencia, que turbará tanto a los padres como a la novia del soldado alemán, generará muchísimas dudas: quién es ese hombre, qué vínculo mantenía con el muerto, por qué parece sentir un afecto llamativo. La información -que será develada progresivamente en una sucesión de revelaciones manejadas con maestría por el director- y su dosificación es la clave del relato: para Ozon es material ideal para construir otro de sus territorios resbaladizos y de personajes que no parecen decir todo lo que tienen para decir. Frantz transcurrirá, entonces, con la superficie de un drama con ecos trágicos, mientras en su corazón albergará un notable film de misterio. Adrien Rivoire (un intrigante Pierre Niney) se hará presente con el poder de una bomba en la familia de Frantz, aquel soldado muerto en combate. Su figura no sólo evocará el fantasma del hijo ausente, sino que también alentará los odios y las diferencias de franceses y alemanes con la guerra terminada pero aún caliente. Podríamos decir que Frantz -la película- es una reflexión sobre el perdón, pero también es cierto que ese tema implica la primera parte de un relato que se irá quebrando con cada giro, y que irá descubriendo nuevas posibilidades: la culpa también tiene una presencia fuerte, el deseo ante lo indebido, la mentira como forma de sostener una historia oficial, el atisbo de roles femeninos fuertes aunque víctimas de su tiempo, las divisiones culturales, el arte como escape ante el horror. Frantz es un film de múltiples resonancias, trabajado con una introspección que se refuerza a partir de un blanco y negro bellísimo, pero con la invasión de segmentos de color en tonos pastel que rememoran cierto aspecto pictórico relacionado con instancias de felicidad o, incluso, ensoñación. Una de las virtudes de Frantz es que, a la inversa de lo que suele ocurrir, Ozon logra que la película resulte más atractiva cuanto más vamos conociendo a los personajes y el misterio se va resolviendo: sabe cómo sostener una premisa y profundizarla. Sin embargo, hay algo que no termina de hacer balance y tiene que ver con los dos niveles sobre los que el film transita. Por un lado tenemos el formal, que Ozon borda con maestría, tanto en el encuadre como en los tiempos narrativos, incluso en el uso de la luz. Por el otro lado tenemos el nivel de lo discursivo y de lo simbólico, incluso lo metafórico, y es ahí donde la película chirría un poco. Por ejemplo, el uso del color en determinados pasajes es primero un recurso inteligente que por repetición se hace obvio y subrayado. También la utilización de un cuadro de Manet remarca excesivamente los estados emocionales de los personajes. Es en estos momentos donde un director como Ozon, quien ha sabido trabajar lo introspectivo con soltura, parece no confiar del todo en el espectador y entregarle algunas cosas digeridas. En todo caso, y más allá de los elementos sumamente disfrutables que posee, Frantz no deja de ser una película menor dentro de la filmografía del director. Lo notable en el francés es que estamos ante un producto bellísimo visualmente, que incluso sirve para intuir cuál es el peso de las imágenes cinematográficas. Hay autores que tienen la vara alta, Ozon es uno de ellos.
MAS PAVA QUE NEGRA Con aires de vodevil y película de misterio –whodunit incluido-, la guionista y directora Inés París elabora una comedia negra que ronda de manera autoconsciente el mundo del cine: un guionista y su productora (ex pareja) se juntarán a cenar con Diego Peretti (haciendo de sí mismo) para ofrecerle el protagónico y su participación en la producción de una próxima película. Del encuentro participará la esposa de aquel (actriz), y se sumarán -casi que se colarán- el ex de la esposa y su nueva novia. Como verán, no sólo de cine irá el asunto sino también de exposición descarnada de las miserias de la vida en pareja. Y ahí, en ese apartado, es donde el film comenzará a derrapar hasta perder la gracia por completo. En el comienzo las cosas no estaban del todo mal: había diversión y hasta cierta incomodidad en la mirada sobre las familias ensambladas, las nuevas paternidades (que incluye la adopción de niños de otras etnias), la neurosis de los habitantes del mundo del cine y la dificultad de las mujeres de cuarenta para conseguir trabajo. Incluso en ese arranque, París parece tener las herramientas y la receta de la comedia veloz y en movimiento. Pero así como las cosas se encausan hacia el único espacio que resultará la casa del guionista y la actriz, y ahí la justificación formal y el homenaje a las viejas comedias de bulevar, La noche que mi madre mató a mi padre comenzará a trabarse con enredos que suceden porque sí y sin demasiado sustento cómico. Además, con ideas mal ejecutadas y resoluciones que no logran sostener el rigor de su propio verosímil. Uno de los problemas principales de la película es apostar a que las cosas deberían resultar cómicas por propia definición: si hay enredos, confusiones, idas y vueltas, tiene que ser divertido. Y la verdad que no lo es, mucho menos incluso cuando los personajes se van revelando como una cohorte de cínicos que se odian y desprecian: si al final terminan todos juntos, en definitiva no nos importa demasiado porque son personajes odiosos. En todo caso, eso no estaría mal si el grado de oscuridad de la comedia fuera avanzando hasta derribar límites (como suele hacer la comedia británica), pero París tira algunas piedras y esconde las manos de una manera escandalosa. Aquello que puede salir mal, termina saliendo no tan mal, y al final de cuentas pocos salen lastimados en una película que simula agresividad y se desdice con cobardía. En un momento determinado Diego Peretti se pregunta “¿qué estoy haciendo acá?”, en lo que termina siendo una lastimosa premonición sobre los resultados de esta comedia regular.
UN LUGAR EN EL MUNDO Una película como El faro de las orcas, coproducción hispano-argentina dirigida por Gerardo Olivares, gana en verdad cuando concluimos que la suma de sus partes un tanto dudosas, terminan construyendo un relato aceptable y que está por encima de sus posibilidades. A saber: un niño autista, un hombre hosco y solitario, una mujer igual de solitaria y algo dolida, una cierta tendencia al paisajismo, y una estereotipada mirada sobre la naturaleza como bálsamo que reconforta los conflictos interiores. Con todo esto podíamos esperar una película manipuladora, cuyo motor se movilice gracias al transitar de emociones simples, lugares comunes y buenas intenciones. Y si algo de eso hay, también es cierto que tanto el realizador como sus intérpretes (Joaquín Furriel, Maribel Verdú, Quinchu Rapalini) logran aminorar los efectos ampulosos de la historia y exhibir una verdad bastante pudorosa. En El faro de las orcas una mujer española llega a la Patagonia argentina para contactarse con un guardafauna que se vincula con las orcas de manera directa, contrariando a las autoridades que se molestan con esta actividad. La mujer jura que, al verlo en televisión, su hijo autista manifestó emociones que no había demostrado anteriormente. El objetivo es entonces realizar, en el contacto con las orcas, alguna terapia que permita a su hijo mejorar su situación. La película continúa algunos carriles previsibles: en el comienzo, el guardafauna se muestra como alguien duro, inaccesible, que progresivamente va dejando caer su cáscara para mostrarse humano. Igual que la mujer, que de a poco va ganando confianza y abriéndose a una posible relación sentimental. Se trata de personajes lastimados, con dolores del pasado que se van revelando de a poco. Esa falta de apuro para instalar conflictos marca un poco la sabiduría del director. Tanto Furriel como Verdú componen sus personajes con inteligencia: él aporta una fisicidad que funciona tanto en el drama introspectivo como en los esporádicos momentos de aventura o suspenso, donde se convierte en una suerte de héroe mínimo. Ella, por su parte, carga con el mayor peso emocional, exteriorizando sus conflictos, trabajando con sutileza una cuerda en la que resulta tan débil por dentro como fuerte en esa coraza que construye a su alrededor. Y si por momentos Olivares se tienta ante el paisajismo, también es cierto que logra incorporar el espacio como un personaje más, e incluso desarrollar ese verosímil particular (casi fantástico) que aporta el contacto de los protagonistas con la fauna marina de una manera bastante acertada. El faro de las orcas es un drama que no fuerza situaciones para generar una empatía tramposa, sino que juega sus cartas en los lazos que construye, además de utilizar recursos de un cine contemplativo tanto como del mainstream con bastante coherencia. Y se vale de mínimos recursos de guión para ir movilizando una trama que puede padecer cierto quietismo, generando los giros necesarios que alcanzar algún tipo de definición no del todo conclusiva ni asertiva.
LOS NIÑOS Y LOS MIEDOS Dentro de la escudería Dreamworks, Tom McGrath es tal vez el nombre más confiable: director de la obra maestra Madagascar 3, pero también de las muy buenas Madagascar 2 y Megamente, Un jefe en pañales es una nueva muestra de su talento para unir con enorme coherencia una superficie de humor desbordante y anárquico con ideas argumentales de peso. Pero incluso esta nueva película animada tiene la virtud de ofrecer mucho más de lo que aparentaba en un comienzo, algo que no suele suceder habitualmente: si el tráiler nos vendía la historia de un bebé con actitud adulta que comandaba una corporación secreta a espaldas de sus padres, lo que venimos a descubrir es que en verdad se trata de un film que aborda la imaginación infantil con un nivel de rigor asombroso y que explora con sensibilidad el universo del vínculo entre hermanos, con sus diferencias y sus complementos, y fundamentalmente su construcción. Todo lo que sucede en Un jefe en pañales, y de ahí su grandeza como relato, transcurre en la mente de ese niño, Tim, desplazado por la aparición de un hermanito. Pero, a su vez, la película toda es un flashback que parte del relato oral del Tim adulto sobre lo traumático que fueron aquellos eventos en los que la familia se agrandó. Lo potente del film es cómo sostiene con una lógica irreductible durante sus 97 minutos ese universo cuasi inconsciente y lúdico: el bebé, esa criaturita de traje, corbata, maletín y la voz de Alec Baldwin (aunque no tuve la oportunidad, malditos estrenos en castellano) es una exageración del protagonista, es todo lo que él supone que sería un hermano, son sus temores elevados a la enésima potencia. Pero con inteligencia, en uno de los niveles que McGrath trabaja con suma inteligencia dentro del mismo relato, es también una mirada bastante cáustica sobre la dictadura inconsciente con la que un bebé se impone en la estructura familiar contemporánea, tan afecta a la entronización de la figura del recién nacido. Un segundo nivel en Un jefe en pañales es el visual. Cada vez que Tim aplica su imaginación para sobrevivir alguna instancia compleja, la película reconvierte los objetos del mundo ordinario en un espacio donde priman la aventura y el riesgo. En ese juego formal que se pliega con el tema, aparece un destacado uso del 3D que profundiza en las posibilidades espectaculares de la técnica a la vez que estira los límites de la animación. Y allí aparece no sólo el movimiento que desplaza la autoconscientemente anodina fábula hogareña de los suburbios, sino también una serie de personajes mínimos y efectivos, pero fundamentalmente el humor, que como siempre en Tom McGrath adquiere una cualidad lunática y desaforada con múltiples estímulos y referencias por minuto. Desde lo gráfico, incluso, se homenajea la estética de ilustraciones de los 40’s y 50’s, y hasta los diseños del impar Chuck Jones. Pero a diferencia de otras producciones de Dreamworks donde el juego de referencias es fondo, aquí queda relegado a un segundo plano. Lo que importa es el juego de autodescubrimiento que va surgiendo entre Tim y su hermanito. Y por último, pero no menos importante, Un jefe en pañales en otro de sus niveles tematiza el desplazamiento que sufre el protagonista ante la presencia del hermano y pone a la pérdida de afecto como el mayor temor de la sociedad. Si bien el film trabaja valores y sentimientos básicos, tiene la elegancia para aplicarlos dentro del juego y con la lógica que un niño de 8 años puede expresar. Ese pavor ante la posibilidad de quedar relegado es no sólo lo que moviliza al bebé ejecutivo de una compañía que observa con preocupación cómo los perritos están reemplazando a los niños en predilección, sino también lo que moviliza al villano de la película (que no revelaremos aquí, pero que encuentra alguna conexión con lo que pasaba en Up!, por ejemplo). Y si por un momento la presencia de un mundo corporativo, y su defensa, hace un poco de ruido dentro de un relato destinado al público infantil, Un jefe en pañales no termina siendo del todo inocente ante un tipo de capitalismo que utiliza y descarta, desplaza y olvida luego de sacar todo el rédito posible. Esa amargura, que está en el centro del film y se desanuda hacia el final, en un epílogo memorable y emotivo, es lo que termina por convertir a Un jefe en pañales en una grata sorpresa del cine animado mainstream, pero sobre todo -y más importante- en una gran película.
UN ENTRETENIMIENTO GERIATRICO Remake de un film de 1979 dirigido por Martin Brest y protagonizado por tres veteranos de entonces como George Burns, Art Carney y Lee Strasberg, Un golpe con estilo justifica la reversión desde un punto de vista industrial: las comedias geriátricas son un subgénero instalado en el presente, y la posibilidad de intérpretes y público adulto-mayor de encontrar un tipo de entretenimiento que respete sus códigos entre tanto amasijo de gran producción destinado a adolescentes y espíritus jóvenes. Y ahí, claro está, también están sus límites: si la original era una declaración de principios y carta de defunción de una generación ante un cine norteamericano que avanzaba hacia la incierta modernidad, esta versión 2017 se acomoda plácidamente en los resortes de un subgénero que tiene su lugar en la taquilla y su poder de venta: en este perfil hemos tenido experiencias como las de Tres tipos duros o Ultimo viaje a Las Vegas. Es decir, no son lo mismo los Burns, Carney y Strasberg del ’79, que los Michael Caine, Morgan Freeman y Alan Arkin del presente. Si aquellos representaban cabalmente una vieja guardia que empezaba a perder su lugar en el Hollywood de entonces, los veteranos de hoy son presencia constante en el cine norteamericano, incluso de alta producción como lo han demostrado Caine o Freeman apareciendo en sagas como las de Batman. Y esto, que parece algo menor, no lo es tanto cuando ese espíritu de época se termina traduciendo a cada versión: hay aquí algo mucho más ligero y despreocupado, menos sombrío. Pero en todo caso no es tanto culpa de la sólida comedia que monta Zach Braff, sino más bien un reflejo del tiempo en el que cada película se inscribe. Todos recordamos a la Going in style de 1979 como la comedia en la que tres viejos robaban un banco, pero una revisión nos permite observar que era mucho más que eso, de hecho el robo al banco era un episodio más dentro del relato y la película avanzaba mucho más luego de eso. En verdad, aquella película reflexionaba sobre la vejez y sobre las últimas oportunidades, sobre sentirse joven otra vez y encontrar un objetivo: por ejemplo, las motivaciones para robar el banco estaban sostenidas puramente en la necesidad de hacer algo ante la quietud de la ancianidad. Pero detrás de la simpatía que destilaba el trío de protagonistas, había una oscuridad latente que se reflejaba en la forma en que cada uno de los personajes se iba despidiendo de la historia. Y nos decía que más allá de lo que se intente hacer para distraerla, la muerte está siempre ahí, al acecho. Un golpe con estilo circa 2017, por el contrario, lo que hace es tomar la premisa del robo al banco y convertirla en un fin en sí mismo: y demostración del espíritu de nuestro tiempo, busca una justificación al accionar de los viejos. Aquí, la empresa para la que trabajaron se les quedó con el fondo de pensión y, casi en la ruina, deciden robar el banco que los estafó. No podríamos acusar a la original de amoral, pero es cierto que en los 70’s la necesidad de la corrección política estaba mucho más lavada y no se hacía tan patente como en el presente. Por cierto que Un golpe con estilo es una película mucho más optimista respecto de las posibilidades de la vejez, si acá hasta hay uno que tiene sexo; también -es cierto- porque no es lo mismo ser viejo en 2017 que en 1979. Y si bien la película se hace cargo un poco de eso, hay algo molesto en esta costumbre del subgénero de comedias geriátricas de mostrar viejitos piolas y cancheros que la tienen clara siempre: en el fondo, claro, está la idea muy contemporánea y newage de negar la muerte hasta cumbres de cinismo. En todo caso, y ya lejos de las incómodas comparaciones, lo que queda es una comedia divertida, que hace uso de chistes malísimos pero de otros muy buenos, que se juega el todo por el todo a sacarle brillo a las actuaciones carismáticas de Caine, Freeman y Arkin, y que encuentra cierto nervio (ausente en la original) en la trama policial y en los lugares comunes de las películas de robos maestros y trampas. Como si Zach Braff hubiera decidido ponerse menos filosófico y hubiera apostado más a construir un gran entretenimiento geriátrico. Por momentos, lo logra.
RAPIDOS Y PITUFOS Olvidando velozmente las dos películas dirigidas por Raja Gosnell, que mezclaban animaciones con acción real, la franquicia de Los pitufos se relanza con un film totalmente animado dirigido por el experimentado en la materia Kelly Asbury (Gnomeo y Julieta, Shrek 2, Spirit). Y más allá de la simpatía que pueden generar los personajes creados por Peyo y de la lógica mucho más coherente de un mundo totalmente animado, Los pitufos y la aldea perdida no termina de funcionar, fundamentalmente por la recurrencia a una velocidad que impide la reflexión que se pretende y a un humor repetitivo en su búsqueda de un slapstick que la acerque al cartoon clásico. El eje del film es una obsesión de siempre: qué o quién es la Pitufina, esa única mujer que habita un universo de hombres. Y seducida por la búsqueda de sus orígenes, la rubia pitufa terminará involucrando a tres de sus amigos en una aventura que acabará dando con una aldea -la del título- que es casi un espejo de la otra, pero donde reina lo femenino. A partir de este detalle, el film intentará acercar una mirada sobre los roles de hombres y mujeres, y demostrar que lo femenino no es necesariamente lo débil y ni siquiera precisa de los hombres para su debida subsistencia. Obviamente, hacia el final la unión hará a la fuerza y todos juntos combatirán contra el malvado Gargamel, obsesionado como siempre por cazar pitufos y elaborar una pócima que le otorgue poder supremo. Está claro que Los pitufos y la aldea perdida se sostiene sobre la base de las buenas intenciones y los mensajes edificantes: convengamos que eso era un mal del original, donde cada estereotipo pitufo servía como analogía de lo humano. De hecho, el comienzo del film parece hacerse cargo de eso con una suerte de falso documental, una idea divertida en la que se recorre la aldea encontrando cientos de pitufos a cada cual más ridículo en su singularidad (el pitufo que muerde mesas es lo más). Pero hay un problema básico en la película que tiene que ver con una decisión formal, que es la de apostar a la velocidad furiosa: Asbury planifica su película alrededor de constantes secuencias de acción, donde los personajes saltan, corren, se chocan repetidamente. Ese vértigo, que no está del todo bien trabajado y aparece más como un manotazo para ocultar la falta de ideas, lo que termina haciendo es anular la mínima reflexión a la que la película podía arrimarse. El vértigo, que funciona en el cartoon clásico debido a una planificación en la puesta en escena y en las formas que adquiere la animación, no es un recurso adecuado si está mal utilizado. Los pitufos y la aldea perdida es una montaña rusa sin frenos ni remansos, agotadora, en la que todo pasa a los gritos y con la clara intención de seducir únicamente a un público infantil al que el efecto de golpes y tropezones lo lleva a la risa en loop. Esta película, que por otra parte tiene un aspecto visual impactante y en el que reside parte de su fuerza, es otro acercamiento fallido al universo de unos personajes que tal vez estaban bien en la televisión, en el cómic o en nuestro recuerdo.