EL ETERNO QUIEN SOY Tal vez por la catarata de comentarios que hubo en la previa, especialmente por parte de los fanáticos del manga de Masamune Shirow en el que se basa, esta versión de Ghost in the shell parece limitada por el respeto al original, pero además por su imposibilidad de atravesar la lista de referencias sobre la cual se construye y elaborar algo nuevo con eso. A esta altura, el tópico de robot-se-pregunta-por-su-existencia ofrece pocas variantes y lo que queda es apostar a lo visual, un campo donde la película de Rupert Sanders se destaca pero siempre desde la simulación y la repetición de viejos conceptos. La protagonista es Scarlett Johansson, quien como Major representa un paso más allá en la imbricación entre lo humano y lo robótico: es la primera vez que un cerebro se inserta en un cuerpo mecánico, y el experimento es seguido con detenimiento tanto por los científicos que la crearon como por la compañía que desarrolló el concepto. Pero como integrante de las fuerzas de seguridad Major terminará investigando el accionar de un hacker, acción que la enfrentará a una serie de dilemas existenciales sobre su identidad, que es en definitiva el gran tema de Ghost in the shell: ¿cómo se construye la identidad? El film de Sanders es un poco dubitativo a la hora de hacerse cargo del peso filosófico de la propuesta, y apuesta por el thriller de acción pero sin dejar de lado la reflexión. Lo que queda en definitiva es un híbrido como los que aparecen a cada rato en la película: un film que busca entretener sin perder la reflexión, pero que quiere reflexionar sin olvidarse del movimiento y del entretenimiento. Digamos que esto no es algo que no se haya hecho antes, pero hay que tener las ideas muy claras como para que la combinación no se empantane. Y eso es lo que precisamente le pasa a Sanders, una película a la que le cuesta muchísimo poner todas sus piezas en movimiento y encontrar el tono adecuado. Por momentos todas esas dudas sobre qué decisiones tomar parecen más una reflexión autoconsciente de una película que avanza sólo por el peso de una historia original que le presta el material. Si bien la película se toma sus libertades (la de Johansson seguramente sea la más discutida, aunque está totalmente justificada), lo cierto es que no son tantas como se suponía: el film incorpora muchísimo del aspecto visual tanto del manga como de su versión animé de 1995, a la vez que homenajea a su manera a la vieja Blade Runner con ese ciberpunk decadente y su contaminación audiovisual, ayer de neones hoy de hologramas. Incluso utiliza recursos de Matrix que ya parecen algo viejos (aunque la de los Wachowski era una recreación del modelo asiático). Como decíamos, todas estas referencias son oportunas pero no hacen crecer al relato, todo lo contrario: constantemente se nota la referencia, todo se parece más a un museo. A todo esto, el agotado asunto del robot que se pregunta quién es, y que por influencia de lo asiático incluye aquí elementos del melodrama. Hacia el final y cuando todas las fichas se acomodan en el tablero, es cuando Ghost in the shell termina encontrando una vibración particular. La película se olvida de los tics y los guiños y las referencias y la imitación, para convertirse en un relato de supervivencia sobre un grupo de descastados que combaten al sistema. Es ahí cuando el film adquiere vida y cuando la integridad de los personajes nos importa como para sufrir y padecer con ellos. Es en esa parte, además, donde la película explora decididamente su costado político y desarrolla algunas líneas más complejas e interesantes sobre el tema de la memoria y los recuerdos: es cuando deja de reflexionar oralmente y pone sus ideas en acción. Tal vez para Sanders era fundamental instalar su universo a partir de referencias constantes que generen un lazo afectivo con el espectador. Desde acá se ve como tiempo perdido. Esta Ghost in the shell se cuida tanto de no fastidiar a los fanáticos que termina siendo un poco tibia.
UN DEBUT CON IDEAS E INQUIETUDES Si tenemos en cuenta la serie de elementos que hacen ruido dentro de la película (sobreactuaciones, acumulación de temas importantes, diversos tonos que no fluyen con comodidad) podemos llegar a decir que el debut en la dirección del actor Fernán Mirás es más que aceptable. Es que El peso de la ley logra llegar -no sin dificultades- a buen puerto, en buena medida gracias a la presencia de un humor asordinado que rompe con la potencial solemnidad de la historia y que le aporta un sentido a lo que por momentos parece un cambalache; humor que por otra parte podemos adjudicar a un toque autoral rastreable fácilmente en la carrera como actor de Mirás. El guión es de Roberto Gispert, actor y socio de Mirás que le acercó esta historia real ocurrida en un pueblo y en la que un hombre es acusado de abusar sexualmente de un compañero de trabajo con problemas mentales. Hacia allí terminará llegando una abogada curtida y un tanto desencantada del funcionamiento del sistema judicial, que será en definitiva el centro moral del relato: porque más allá de su desilusión, no cejará en su intento por encontrar lo más cercano a la verdad mientras driblea entre un grupo de personajes bastante desagradables. El peso de la ley ahondará a partir de ahí en dos territorios que avanzan en paralelo y no siempre de manera fluida: el primero y más fuerte es el judicial, con sus pasillos, sus oficinas en sótanos herrumbrosos, sus disputas de poder y, fundamentalmente, sus miradas clasistas sobre las víctimas, los victimarios y la justicia, que a veces está resuelta con demasiada simpleza o poco rigor (el estereotipado personaje de María Onetto es de lo peor). El otro territorio que trabaja el film es el de la mirada socarrona sobre la vida en los pueblos, en un registro que no evita ni el grotesco ni el absurdo desaforado. Uno de los aciertos fundamentales de Mirás como director es que su mirada sobre el pueblo y sobre una serie de personajes que bordean la idiotez nunca atraviesa el fino límite que va de la sátira a la misantropía. Digamos, El peso de la ley merodea el espíritu de muchas de las películas de los hermanos Coen, pero lo que en ellos es una distancia canchera aquí se establece sólo como una forma de acercamiento al objeto observado, que puede ser también la de los abogados de la ciudad sobre el pueblo aunque el punto de vista no siempre está delimitado a los personajes y parte muchas veces de la propia película. También es cierto que en ocasiones ese retrato parece un poco excesivo y que algunas actuaciones están varios tonos por arriba de lo aconsejable (si es algo deliberado o falta de pericia del director, es algo que no sabremos). Sorprende en muchas ocasiones que siendo Mirás un actor, lo que menos sobresalga en su película sean precisamente las actuaciones, a excepción de Paola Barrientos como esa abogada profesional y obsesiva. El peso de la ley está ambientada en los 80’s y no casualmente la película está contaminada por muchos de los tics del cine argentino de aquellos años: es ruidosa, gritona, exhibicionista, poco sutil. Sin embargo en la aproximación humorística mencionada anteriormente, que parece innata al espíritu del propio Mirás, se encuentra la autoconsciencia para licuar el potencial negativo de aquellos recursos y reconvertirlos en algo un poco más interesante. Por eso es también que extraña que esa apuesta por el absurdo se encuentre un poco limitada por las obligaciones que imponen la subtrama policial y la bajada de línea judicial y social: el peso de la ley termina siendo algo que pende no sólo sobre los personajes, sino también sobre el propio film. En ese sentido, todo el viaje al pueblo se siente como una derivación que convierte a la película en un relato algo fragmentario y fallido al que le cuesta un rato largo encontrar el tono adecuado, y que aparece recién sobre la última parte cuando la trama principal comienza a resolverse. En todo caso, El peso de la ley tiene en Fernán Mirás a un director con inquietudes, y son esas inquietudes la que permiten que un relato con ciertas convenciones encuentre sus particularidades y distinciones. Básicamente, lo que un buen director de cine sabe hacer.
OTRA FALLIDA COMEDIA DE ACCION Las series de los setentas y ochentas, aquellas que los treintones/cuarentones como quien suscribe guardamos en un Olimpo alimentado por la mera nostalgia, han sido un territorio de curiosidad para el cine del nuevo siglo: ya sea porque los que mandan en la industria del entretenimiento hoy son los niños/adolescentes de aquel entonces o porque el espacio que ocupan en la memoria hace pensar en el posible rédito económico. Si las revisiones permiten notar la calidad decididamente baja de aquellos productos, la experiencia cinematográfica -seguramente inaugurada con la interesante Starsky y Hutch de Todd Phillips- ha demostrado que la autoconsciencia y la parodia parecen ser el único lugar desde el cual hacer el abordaje. Hoy ese juego se impone nuevamente ante la aparición de una reversión de CHIPS, la exitosa serie de los agentes motorizados que vuelve aquí (como sucedió con Brigada A, como sucedió con Los Dukes de Hazzard) en forma de fallida comedia de acción. Pero antes de que nos gane la pereza de la crítica en piloto automático, hay que decir que esta adaptación de CHIPS escrita, dirigida y protagonizada por Dax Shepard cuenta con algunas ideas que, no por mal desarrolladas, dejan de estar presentes. En primera instancia lo que sobresale es el plano de la autoconsciencia, con un abordaje directo del homoerotismo siempre subterráneo de la buddy movie, y especialmente en esta serie protagonizada por hombres con trajes policiales ajustados. Lo corporal y la virilidad dentro del universo masculino son puestas en crisis constantemente a partir del vínculo friccionado entre Jon Baker (Shepard) y Frank Poncherello (un Michael Peña desatado), y especialmente por la dificultad de este último para convivir con esos otros cuerpos masculinos que lo rodean y amenazan. La película se ríe no sin gracia del sexismo, los límites de ciertos discursos bienpesantes y de la corrección política, aunque a veces no puede más que morderse la cola y terminar recurriendo a aquello que cuestiona para generar humor, como por ejemplo a cierto machismo. Otro asunto que sobresale, y que está más vinculado con la comedia norteamericana contemporánea (de Adam Sandler a los Farrelly, pasando por Will Ferrell o Ben Stiller) es el grado de violencia explícita y de agresión contra el cuerpo como forma de estirar los mecanismos del humor. Aquello que el slapstick sugería pero nunca evidenciaba, es aquí representado con un grado de brutalidad llamativo más cercano al espíritu del dibujo animado. Y es en este último punto donde esta CHIPS cinematográfica encuentra sus problemas. Desde la dirección, Shepard apuesta por una comicidad desquiciada y despreocupada del orden narrativo, vertiginosa y anárquica, cartoonesca se podría decir. Eso, que muchas veces suele ser algo positivo especialmente dentro de la comedia, luce aquí más como una falta de criterio respecto de la puesta en escena (algunos muy pocos chistes funcionan a partir de la precisión en el ensamblaje de todas las piezas). La película avanza con la típica dificultad de las comedias de acción, donde lo primero no termina siendo tan gracioso ni lo segundo demasiado espectacular. Shepard casi que confía demasiado en la química de su colaboración con Peña, pero todo se ve demasiado gritado y esforzado, y muchas veces poco logrado. CHIPS es como la simulación de una comedia, donde todos parecen estar pasándola demasiado bien en pose artificial. No es que el director, guionista y protagonista demuestre un desconocimiento absoluto del género, pero lo cierto es que su película luce demasiado confundida como para generar el efecto deseado. Las risas esporádicas que genera esta CHIPS siguen el orden caótico que impone la película con su vértigo vacuo y su desprolijidad discursiva y narrativa.
FRAGMENTADA Contra la duda que surge siempre en relación a la necesidad que tienen ciertos directores ya consagrados de caer en las redes de Hollywood, el chileno Pablo Larraín redobla la apuesta y ofrece una película que no sólo resulta ciento por ciento suya, sino que además es muy poco complaciente con la historia de Estados Unidos, el país a donde fue a filmar en su primer proyecto internacional. El realizador aborda el crimen y las horas posteriores a la muerte del presidente John Fitzgerald Kennedy a partir de la experiencia y la mirada de Jackie, su esposa. Si destacamos por un lado la personalidad de la película y la presencia indudable de los toques autorales de Larraín, también tenemos que señalar que esa tendencia a la construcción fragmentada termina saturando por exceso: porque al montaje constante y al desarrollo en retazos (algo ya visto en la reciente Neruda) hay que sumarle la construcción fragmentada de la protagonista que hace Natalie Portman, en un unipersonal algo molesto de la actriz. En su película, Larraín muestra a la Jackie Kennedy íntima y a la pública: lo hace desdoblando la narración en múltiples segmentos. Parte de una entrevista que la primera dama concede a los pocos días de la muerte de su marido y viaja al pasado por medio de flashbacks que sintetizan su mirada sobre el imaginario norteamericano. Pero si al director le interesa ese juego de ambigüedad que se da en el poder y la política para comprobar la hipocresía y la duplicidad de los discursos, también se excede en las formas: en la película aparecerá una Jackie íntima arrogante y otra apesadumbrada por la reciente muerte y el peso del poder; mientras que también habrá varias Jackie’s públicas, desde la apasionada por los protocolos a la ingenua modelo de mujer Americana que aparecía en algunos informes televisivos. A este calidoscopio, hay que sumar la elaboración que hace Portman de su personaje, en una acumulación de gestos y afectaciones en el habla que convierten el patchwork que es la película en una experiencia barroca algo agotadora. Si por un lado celebramos la personalidad del director chileno en hacer una película que lo representa cabalmente, a la vez que arroja un retrato provocador sobre Norteamérica y sus mitos, también es cierto que en ese regodeo formal que es Jackie hay excesos que resultan un mero exhibicionismo. En el cine de Larraín muchas veces sucede esto que ocurre aquí: la pericia técnica, la fragmentación de los relatos, se ponen por delante de lo que se está contando. Y así la película pierde el norte de una manera bastante caprichosa: todo, incluso Portman, nos distrae, nos hace prestar atención más a los hilos que construyen el relato que al fondo que propone la película. De todos modos, y más allá de sus regodeos estéticos, no hay que quitarle mérito a la apuesta arriesgada y para nada simpática que hace Larraín. Tomando como centro la devoción de JFK por el mito de Camelot (que además durante su mandato se había convertido en una muy exitosa puesta en escena de Broadway), la película trabaja desde ahí la propia necesidad de una nación y de un colectivo social, los norteamericanos (pero podría ser cualquiera; por acá tenemos experiencia), por un relato constitutivo que tienda un imaginario sobre el cual pensarse y promocionarse hacia afuera. Lo neurálgico en Jackie, tanto en la película como en el personaje, es el relato. Para el director es eso, y no otra cosa, lo que termina formando la idea que cada uno tenemos acerca de un país. En la figura de Kennedy, tan cuestionable como tantas pero llamativamente idealizada, esa ficción piadosa alcanza cimas históricas dentro de la historia de los Estados Unidos, tal vez comparable con la figura de Franklin Delano Roosevelt. O, claro que sí, Abraham Lincoln, ese presidente con el que no curiosamente la buena de Jackie quiso empardar a su marido copiando el protocolo de su funeral. En esa tensión que se da puertas adentro entre la debilidad del poder y la necesidad de exteriorizar una fuerza inusual, representada en la quebradiza Jackie, está lo más suculento de una película que por otra parte se fragmenta tanto que parecen terminando varias películas a la vez.
PASADO, PRESENTE, FUTURO Si hay un elemento indispensable en el cine, ese es el tiempo: tanto por el montaje de momentos que conforman un todo temporal, como por ese tiempo que integra la construcción misma de la obra (un rodaje no deja de ser un hilo de tiempo que ensambla diferentes individualidades y las organiza en pos de un objetivo común). La directora Julia Pesce, en su notable documental Nosotras/Ellas, invoca de alguna manera estas dos formas posibles del tiempo: por un lado, registra diversos sucesos en la intimidad de una familia (su familia) que dan un sentido de linealidad, a la vez que aprovecha distintas reuniones grupales para edificar ese todo que termina siendo la película. Lo que hay finalmente es un tiempo que se adivina circular, que sintetiza de algún modo la vida, y que viaja inteligentemente de la oscuridad a la luz (de la muerte a los nacimientos), marcando una distancia con mucho del cine contemporáneo que hubiera preferido el sentido inverso. Ante la cámara de Pesce desfilan hijas, tías, madres, abuelas. Los hombres permanecen en un espacio relegado, mayormente en off. A la directora le interesa el hilo de relaciones que se teje entre esas mujeres, pero no necesariamente para marcar una mirada feminista: entiende que en esos vínculos entre congéneres hay algo que permite una mayor conexión ante los dilemas que aparecen, pero fundamentalmente que la intimidad (material fundamental de su película) surgirá de manera más espontánea. Porque en Nosotras/Ellas el cuerpo es indispensable, y no sólo el cuerpo como representación de grupo (mujeres, familia) sino desde su sentido más literal: hay planos que se detienen en cuerpos que se bañan, que se contienen, que se cuidan, que se expresan de una manera directa y sin vueltas. Si en algún momento podemos llegar a dudar del nivel de exhibicionismo que el documental propone, inmediatamente aceptamos la lógica de una película que no entiende esa intrusión desde el sensacionalismo. Que Pesce forme parte de esa familia habilita el razonable filtro del pudor, pero además que ella misma elija no aparecer en cámara también elude la autocomplacencia y la egolatría de tanto documental en primera persona. En Nosotras/Ellas todo arranca con una fiesta de año nuevo. Las mujeres jóvenes se reúnen alrededor de la cama de las mujeres ancianas, que lucen los padecimientos del paso del tiempo tanto en el cuerpo como en la mente. Lejos del lamento o del réquiem, el documental no se detendrá en ese dolor, e inteligentemente avanzará registrando la pérdida a través de los objetos y de aquello que quienes se van dejan atrás: espacios vacíos, fotos, recuerdos. Si la película se vale formalmente de planos y encuadres diseñados con una poética particular, la sustancia de esos vínculos quebrará lo idílico con lo prosaico de lo real: ¿quién se hace cargo de los ancianos? ¿Por qué este familiar no ayuda? ¿Quién se hace presente, quién se ausenta? Sutilmente, Pesce propone un juego de contrapunto entre las imágenes y lo oral, que de alguna manera representa nuestra forma terrenal e irrespetuosa de atravesar lo fantástico del tiempo. En Nosotras/Ellas el dolor y las asperezas aparecen (la revelación de un embarazo es ejemplar), pero nunca como manual de instrucciones de melodrama barato. Y lo fantástico se revela hacia el final, en una secuencia emocionante que involucra un parto acuático. Pesce cierra su película con un alumbramiento, que resignifica mucho de lo dialogado entre esas mujeres (lo fantástico que pone un cierre a las rispideces terrenales) y que se relaciona circularmente con la acechante muerte del comienzo. La noción del paso del tiempo vuelve a aparecer y termina por darle un sentido unívoco al relato documental. Y surge con claridad esa idea del Nosotras/Ellas del título, de cómo somos nada más -y nada menos- que la repetición constante de lo que ya fue. Como dice alguien en el documental: “la vida es un regalo y hacemos con ella lo que queremos y lo que podemos”.
EL ESPECTACULO DE LA REALIDAD Hay algo clave en el cine del iraní Asghar Farhadi: hace un cine que conecta con el público internacional sin por eso perder una pizca de identidad. Lo primero se da a partir de un trabajo con la puesta en escena que privilegia el ritmo interno de cada secuencia, teniendo como centro el nervio y la generación de tensión constantes. Lo segundo, se sostiene al hacer que las tramas de sus películas (un divorcio o un episodio de inseguridad, por ejemplificar con sus dos películas oscarizadas) se nutran de condimentos socio-políticos indisimulablemente locales. Sus películas tienen la superficie de cualquier relato industrial europeo, y con ello una respiración que no ahuyenta a un tipo de espectador modelado con esos ritmos, a la vez que aportan datos singulares. En El viajante, una mujer sufre un episodio violento mientras está sola en su hogar y el hecho dispara toda una serie de crisis en su matrimonio mientras deja en evidencia -sin subrayar demasiado- el rol secundario que la mujer adquiere en un país como Irán, aún siendo la víctima. Todo lo dicho anteriormente es una reflexión sobre por qué un director como Farhadi adquiere centralidad en el cine mundial (sin dejar de lado la necesidad del Oscar este año por remarcar los conflictos raciales y étnicos que atraviesa Estados Unidos en la era Trump). Podemos pensar un poco mezquinamente que hay en su proceder algo de oportunismo, pero en verdad sería negar una evidencia notoria: el director es un genio de la puesta en escena y lleva de la nariz al espectador cruzando el drama con la especulación del thriller a lo largo de dos horas que avanzan pausadamente pero que apuestan a un desencaje progresivo. Como decíamos, en El viajante una mujer es herida en su hogar: ella y su marido son actores y están interpretando una puesta de Muerte de un viajante de Arthur Miller. Esa representación, que avanza en paralelo a la historia central, sirve al relato para que el matrimonio de Rana y Emad exteriorice aquello que no puede de otro modo, una forma de catarsis que Farhadi trabaja un poco desde la obviedad. La Irán que muestra Farhadi es la de las clases medias; tal vez por eso es que en la película lo que aflora son esos miedos tan universales de determinado sector social, como la violación de la propiedad privada y de los bienes materiales: el coro de vecinos es notable. También, a partir del episodio que sufre Rana (confuso, ya que inteligentemente el director no cae en la tentación de lo explícito), lo que aparece es una mirada sobre la mujer y su rol de castidad en la sociedad. Lo mejor de El viajante está precisamente en esos momentos de intimidad donde el rumor del entorno convierte en tabú y en indecible aquello que ocurrió, o incluso en esos diálogos repletos de eufemismos para decir que la anterior inquilina del departamento donde viven Rana y Emad era una prostituta. No es menor, tampoco, que en la película la mujer tenga un rol secundario y no sea ella la que termine decidiendo sobre su integridad. El film trabaja desde el punto de vista de él y hay puertas que se cierran y espacios vedados a la mirada de ella. Esa tensión es positiva en el film, porque aborda el nervio desde una perspectiva socio-política y denuncia la composición machista de una sociedad, y se contrapone a aquella que surge en la última parte del relato, donde la obsesión de él por encontrar un culpable termina desencadenando otro tipo de tragedia. Lo que sucede en ese final pone a El viajante en otro lugar y lleva a preguntarnos, en definitiva, si los temas que la película venía desarrollando hasta ese entonces eran importantes o no. Por momentos, pareciera que Farhadi juega al suspenso con algunos datos un tanto morbosos. Y no es que lo juzguemos desde la corrección política, pero hay asuntos delicados que forman parte de la construcción del relato y que parecieran ser en definitiva meros accesorios para que el director demuestre su maestría para la puesta en escena. Al igual que en La separación, al final pareciera que todo no es más que un juego virtuoso de Farhadi que cuenta películas sólo como excusa. La diferencia aquí es que mientras en aquella esa exhibición exagerada de virtud estaba, la película lograba concentrarse en su drama sin licuarse y ser profunda y reflexiva. En El viajante hay cierta dispersión que se busca justificar en aras del espectáculo que se monta: el director termina siendo más un mago que trata de ocultar sus trucos lo mejor posible, aunque después que termina nos ponemos a pensar si no hay cosas demasiado arbitrarias. Y tal vez lo más cuestionable de todo sea que ese espectáculo es un poco desleal para sus personajes. Y también, claro, que está la sombra de la metáfora teatral dando vueltas constantemente.
EL MELODRAMA ASCETICO El melodrama es el tono que elige el director Kenneth Lonergan para narrar este drama enorme sobre un hombre que arrastra profundas pérdidas, y al que una -nueva- desgracia familiar pone en posición de enfrentar su pasado y saldar, como puede, algunas deudas pendientes. Es el melodrama un género con profunda raíz en el cine de Hollywood, especialmente el de mediados del Siglo XX, pero también un arma de doble filo: hay que conocerlo en toda su complejidad como para no caer en excesos. O, en todo caso, convertir esos excesos en algún tipo de rasgo autoral como lo saben hacer Pedro Almodóvar o Baz Luhrmann (no curiosamente, dos “extranjeros” hacen bien lo que los realizadores norteamericanos actuales desconocen). Pero lo de Lonergan en Manchester junto al mar es otra cosa, es traficar el melodrama en el envoltorio del indie norteamericano y entregar un film que se edifica en base a esos excesos pero amortiguados por una estética que requiere del naturalismo. La maestría del director y guionista es hacer que estas dos fuerzas, imposibles de homogenizar en apariencia, no sólo puedan convivir en armonía sino que inauguren una suerte de nuevo subgénero, el melodrama ascético. Una catarata de contrariedades arrastran al pobre Lee Chandler de Casey Affleck (impecable en un personaje que nunca termina de ser un enigma), que tiene que regresar al pueblo natal para hacerse cargo de las tareas administrativas que siguen a la muerte de su hermano, especialmente lo que tiene que ver con el cuidado de su sobrino adolescente. No sólo Lee Chandler ha quedado señalado en el pueblo por algunos sucesos que no conviene anticipar, sino que para él mismo ese regreso es poner en primer plano nuevamente una serie de dolores personales que no han cicatrizado del todo. Para exponer esto, Lonergan recurre narrativamente al flashback y lo hace de una manera bastante particular: los mismos surgen en momentos específicos y se imbrican, mediante el montaje paralelo, con el presente. No sólo la película logra de esa manera hacer explícito el loop eterno del calvario del protagonista, sino que cada tramo del pasado que se revela ante el espectador es una forma de entender al personaje en toda su complejidad y en cada una de sus decisiones. Decíamos del arma de doble filo: por ejemplo hay un largo flashback, el más importante de todos, el que nos explica mayormente el origen del presente taciturno de Lee, que resulta un tanto excesivo dramáticamente. En ese momento, Manchester junto al mar está a punto de irse a la banquina (y cada vez que suenan graves y redundantes tramos de ópera también), pero es nuevamente la mano del director la que hace que la película se aleje de la manipulación y el cálculo. En vez de regodearse con el morbo, lo mira a la distancia con una cámara que siempre está en el lugar que tiene que estar y elude el descaro del trazo grueso que gusta tanto a los exhibicionistas (la película es como un antídoto contra el cine Iñárritu). Aunque Lonergan acepta que ese trazo grueso es constitutivo del melodrama, también sabe que en definitiva lo que importa en el cine es el punto de vista y la forma en que se cuentan los hechos. Es una delgada línea la que el director no termina por atravesar, para el bien de su película. Lo curioso en todo caso es que si el melodrama es un género en el que se suelen atravesar las emociones de los personajes con el objeto de algún tipo de reparación de orden moral, en Manchester junto al mar esas reparaciones se encuentran anestesiadas por la presencia de un protagonista de carácter introspectivo. Tal vez para aquellos que busquen en el cine algo cercano a la autoayuda, no encontrarán en el film de Lonergan más que nuevas preguntas sin demasiadas respuestas. Y eso puede resultar frustrante. En esa apuesta que descoloca al espectador, además del melodrama ascético también hay que sumar un sentido del humor muy particular (Affleck y Lucas Hedges construyen un dúo formidable) que no surge tanto como recurso efectista sino más bien como catarsis tragicómica inherente a la historia. Salvo por aquel flashback maldito (que además carga un subtexto molesto), Manchester junto al mar es un film de una melancolía demoledora y de una justeza dramática poco habitual.
EL REMEDIO DE LA AVENTURA Otrora autor cinematográfico reconocido en festivales como Cannes o Berlín por dramas con ribetes sociales como Sorgo rojo, Esposa y concubinas o Qiu Ju, una mujer china, a comienzo de este siglo Zhang Yimou hizo un quiebre en su carrera y a partir de películas como Héroe o La casa de las dagas voladoras se convirtió en un director de grandes, enormes espectáculos. Eran films que abusaban un poco de la hiperbólica exposición de guiños culturales de su país a la vez que se sostenían en una estética demasiado estilizada del wuxia (pero que lograban seducir a un público que no se acercaría al cine de acción de otro modo), aunque no dejaban de mostrar a un realizador preocupado por el camino que atravesaba su propia obra y tal vez un poco aburrido de la comodidad que exhibía su filmografía hasta el momento. Lo discutible, en todo caso, era lo impersonal de esos relatos, más preocupados en un público internacional que se acercaba al cine chino como quien lee un manual de instrucciones. La carrera posterior de Yimou evidenció que lo que se había apoderado de su obra era la confusión: el regreso a relatos más personales se vio lastrado por un aspecto lustroso que ya no era el de los orígenes. No cuestionamos aquí un crecimiento en el uso de las herramientas audiovisuales, si no que ese crecimiento sea superficial y basado en el gigantismo del diseño de producción. El estreno de La gran muralla resume todo esto, aunque hay algunas salvedades. Si bien Yimou deja en claro en determinados momentos que estamos ante un poeta de la imagen (sin darse cuenta que eso ralentiza el movimiento que el film propone), lo cierto es que esta película es más heredera de la aventura que las mencionadas anteriormente. Es decir: hay personajes con emociones que se ponen en juego en la acción, una sucesión de batallas y peleas que logran climas por fuera del artificio, y fundamentalmente -y gracias a esas criaturas horrendas que se enfrentan con nuestros héroes- una suciedad, un desaliño carnívoro que se contrapone fuertemente a la pulcritud solemne de películas como Héroe. En La gran muralla tenemos a Matt Damon y Pedro Pascal como dos mercenarios que andan por ahí buscando pólvora para comerciar, y que en plena huida terminan refugiados en la Muralla China, y obligados a tomar partido en un conflicto que les resulta sumamente ajeno: el que mantienen los humanos con los tao tei, unos bichos que han desarrollado una inteligencia notable y que se presentan como una enorme amenaza, sólo contenida por el mencionado murallón. La película se presenta, entonces, como un western en la China del Siglo XV: tenemos los forasteros, tenemos el espacio a defender de esa presencia externa y los tiempos muertos entre ataque y ataque que sirven para delinear conflictos internos. Plantada en casi un único espacio, la película aprovecha la tensión constante para definir el camino de los protagonistas, que atravesarán el arco dramático clásico del anti-héroe. Aún en la confusión en el tono que propone la película (a veces surge el humor de la aventura occidental, a veces la solemnidad de la tragedia oriental, pero todo en cuentagotas y sin hacer sistema), Yimou construye un relato tradicional que se piensa primero desde el movimiento, y luego desde lo estético (aunque cuando lo hace surgen momentos muy bellos como esa luz colorida teñida por los vitrales al final). Ese es su gran acierto y el que permite que La gran muralla se vea sin problemas y hasta con algo de placer, más allá de sus problemas: hay secundarios que no funcionan o están puestos claramente para generar los giros del guión (el personaje de Willem Dafoe, por ejemplo), técnicamente se observan inconvenientes en el uso de los efectos especiales que quiebran el verosímil propuesto, y a la película le falta algo de complejidad más allá de lo trivial de los conflictos en juego. En todo caso estamos ante una propuesta que recupera el espíritu más chapucero de las viejas historias de aventuras, aquellos seriales que se construían con materiales tan impuros como disfrutables. Y si algo no funciona, la economía de recursos del gran Matt Damon (cada vez más clásico y más sólido intérpretes) sirve para unir las diversas influencias sobre las que Yimou teje esta historia de especulación histórica.
HISTORIA DE UNA BUSQUEDA Los primeros minutos de Un camino a casa son en verdad excepcionales: con un registro casi documental, el director Garth Davis sigue el derrotero del pequeño Saroo vagando por las calles de la India mientras se aleja más y más de su hogar. Ese comienzo, que ilusiona sobre lo que está por venir, se apodera de herramientas ya utilizadas por el cine europeo de posguerra para mostrar una realidad durísima con la cercanía pero a la vez la distancia que aporta la mirada documental: sin subrayados, con las líneas de diálogo justas, sin caer en el miserabilismo ni en una exacerbación de la pobreza, Un camino a casa construye un relato angustiante sobre el extravío de ese pequeño niño y la posterior adopción por parte de una familia australiana. Basada en hechos reales, igualmente la película de Davis logra en esos primeros minutos atravesar la barrera de lo sospechosamente verídico para construir un objeto puramente cinematográfico que se expresa a través de las imágenes. Una vez que Saroo llega a Australia y termina aclimatándose al nuevo hogar, la película propone una violenta elipsis que traslada las acciones 25 años más adelante. Y si el cambio resulta brusco narrativamente, también lo es un poco expositivamente: Davis pasa de un drama centrado en el registro a un drama centrado en la oralidad y el discurso de sus personajes. A partir de aquí, entonces, Un camino a casa se convierte en un film mucho más convencional, incluso previsible en su calculado crescendo melodramático: sabemos hacia dónde se dirige, y no sólo porque conozcamos la historia que cuenta. Pero de todos modos la experiencia de Saroo, ahora convertido en un joven con una vida acomodada y lejos de la pobreza de sus orígenes truncos, resulta no sólo emocionante si no también una definición de estos tiempos por cómo la tecnología resulta fundamental en el hallazgo de su lugar de nacimiento. Saroo se perdió a los cinco años y no pudo regresar a su casa porque se tomó un tren que lo alejó miles de kilómetros, pero además porque nunca supo decir cómo se llamaba el pueblo donde vivía con su madre y su hermano. Convencido de buscar sus orígenes, el protagonista tendrá que enfrentar otros conflictos, como el desconocer la recepción que tendrá su deseo en su familia adoptiva. Más allá de la historia fantástica que tiene entre manos, la cual es contada con solidez y sin excesos melodramáticos (o con los excesos justos), el debutante en el largo de ficción Garth Davis apunta con precisión sobre los temas clave: la obligación de conocer los orígenes, la búsqueda de una identidad, la noción de familia alejada de lo sanguíneo o biológico. La película lo exhibe como una necesidad personal e intransferible, como algo que le corresponde al individuo definir. Y el film mismo, luego de ese prólogo notable, es una búsqueda constante de su propia identidad. Casi tímidamente, Un camino a casa se convierte progresivamente en una película de actores: Dev Patel nunca estuvo tan bien y lleva adelante un personaje que se corre varios centímetros de lo empático que sería la norma en este tipo de relatos; Rooney Mara se aleja de sus personajes conflictivos e interpreta con gran humanidad al interés romántico y sostén de Saroo; y finalmente Nicole Kidman logra su mejor actuación en años como esa madre adoptiva que se enfrenta en algún momento a la incómoda necesidad de su hijo de conocer sus verdaderos orígenes. Sobre el final, Un camino a casa no puede evitar la exhibición de las imágenes reales de aquellos hechos, y además una serie de consignas para sumarse a causas y demás proclamas. Si bien pasa velozmente, es una de esas instancias en las que el cine queda relegado al lugar de comunicador de panfletos. Pero por suerte no empaña los resultados de un drama infrecuentemente honesto si tenemos en cuenta la temática que aborda.
MANUAL DE INSTRUCCIONES DE LA MANIPULACION Existen muy pocas películas como La razón de estar contigo que, con enorme precisión, resumen en sus primeros cinco minutos no sólo sus herramientas formales, sino además sus mecanismos, pretensiones y objetivos. En ese prólogo, la película de Lasse Hallström nos cuenta sobre un perrito que nace, crece y se desarrolla, es agarrado por la perrera y muere, y todo esto con la voz en off de Josh Gad (si tienen la suerte de verla subtitulada) que opera como una suerte de subconsciente perruno haciéndose el gracioso y reflexionando sobre la existencia con profundidad de autoayuda. Luego el perrito renacerá en otro cuerpo y vivirá otra vida. Y así. En pocos minutos, entonces, La razón de estar contigo asume que: su estructura será episódica, cree en la reencarnación y en otras abstracciones de la vida para hacernos sentir bien, apelará a golpes bajos para emocionarnos, e intentará no ser tan trágica a partir de las humoradas constantes. La razón de estar contigo es, en definitiva, cine familiar de baja calidad. En algún momento Hallström fue un director interesante. Tanto en sus películas europeas como en su ingreso a Hollywood (Mi querido intruso, ¿A quién ama Gilbert Grape?), pero progresivamente se fue perdiendo en un mar de tosquedades y banalidades varias (seguramente su último film considerable es Las reglas de la vida… ¡hace ya 18 años!). Eso sí, el tipo todavía conoce la herramienta cinematográfica, y eso se nota en este film, que sin dudas manteniendo este tono edulcorado podría haber sido mucho peor. Incluso, si analizamos cada una de las historias que se cuenta, hay una sumatoria de tristezas y melancolías que atraviesan medio siglo de vida en la sociedad norteamericana, y que tienen que ver mucho con su mirada sobre los vínculos familiares y sentimentales. A Hallström le gusta eso de revolver, con elegancia, en ciertas miserias humanas para encontrar un camino de redención. El problema de La razón de estar contigo es que sus materiales son demasiado de segunda mano y se mueve sólo movilizada por su espíritu lacrimógeno. Decíamos de su estructura episódica. Basado en el libro de W. Bruce Cameron, el film se construye a partir de las sucesivas muertes y resurrecciones del perro protagonista. Si bien su cuerpo va cambiando, y también sus dueños, su consciencia sobre las vidas anteriores es absoluta. Esos cambios de cuerpo y de dueño, además, sirven para que la película recorra diversas décadas, aprovechando estéticamente el uso de planos y tonalidades que remiten al cine de cada época: así como tenemos una nostálgica historia de los 60’s, también hay un pasaje policial típicamente 70’s, que es de lo peor de una película que no sobresale por sus cualidades positivas: es un pasaje feo narrativamente, falto de rigor, exclusivamente manipulador y hasta mala leche. De todos modos esos saltos temporales le aportan, además de la mirada social mencionada anteriormente, un ritmo que es fundamental para sostener un mínimo interés en lo que se está viendo. Hacia el final, la película conecta con una historia contada al comienzo, seguramente la que más peso tiene en el relato y la que más afecta emocionalmente. Es una historia de crecimientos y pérdidas, de amores frustrados y amargura general. Ese pasaje es lo más atractivo, porque se aleja levemente del subrayado para poner en escena con acierto el significado de esos vínculos que se construyen en pantalla. Y porque sobre el desenlace, Dennis Quaid le aporta la solidez y sobriedad que La razón de estar contigo no tiene. Ahí además se ve lo mejor de Hallström. Que tampoco es tanto, básicamente porque La razón de estar contigo es antes que una película, un manual de instrucciones sobre cómo emocionar al espectador sin el más mínimo esfuerzo. Es una película mensajística, sobre el destino, la providencia y la imposibilidad de que nuestras decisiones nos terminen afectando porque, básicamente, todo parece estar escrito. Aquí, por el diseño de un perro que no conforme con ser mascota, también opera como Cupido. En todo caso, La razón de estar contigo había avisado a los cinco minutos. Y quien avisa puede ser lo peor del mundo, pero no traiciona.