EL ESPECTACULO COMO FORMA DE SUBSISTENCIA Con el espíritu intuitivo del documental de observación, la directora Lorena Giachino Torréns se acerca en El gran circo pobre de Timoteo a un grupo de artistas circenses que recorre el territorio chileno con su espectáculo de transformismo desde hace más de 40 años. Pero, especialmente, hace foco en René Valdés, director y creador septuagenario que atraviesa una complicada situación en su estado de salud, lo que pone entre sombras el futuro del espectáculo y de la compañía. Si el material distintivo del film es la curiosidad que genera el impacto del humor provocador y sexual, y la reconfiguración de lo genérico y la exposición de lo gay en el contexto de la sociedad conservadora chilena, la película opta progresivamente por desviar su mirada hacia otros temas: fundamentalmente, la solidaridad que se respira en la comunidad circense y la incertidumbre ante la posibilidad de que el show, contrariando a la canción, no pueda seguir. De Giachino Tórrens conocimos hace tiempo en algún Festival de Mar del Plata el documental Reinalda del Carmen, mi mamá y yo, que partía de la experiencia personal para trazar una mirada universal sobre la sociedad y la memoria. Esa fluidez entre lo público y lo privado que la directora mostraba en aquella producción, vuelve a aparecer aquí: de la alegría hiperbólica que se da sobre el escenario, a la melancolía del backstage. Incluso, en un uso inteligente del montaje, se fusiona el misticismo de René Valdés, su espiritualidad y sus rezos a la virgen con uno de los números del circo que hace gala de un repertorio indecente de humor genital. Sin caer en lo periodístico-explicativo ni en el recurso del busto parlante, El gran circo pobre Timoteo nos permite intuir la importancia de este espectáculo de transformismo, su relevancia contracultural y su elogio del desparpajo. Posiblemente la película funcione mejor en un público que conozca al personaje de antemano, ya que por su apuesta formal nos mete de lleno en un universo sobre el que avanzamos un poco a tientas. Por eso que para algunos espectadores (entre los que me incluyo) El gran circo pobre de Timoteo tarda un rato largo en encontrar su tono, entre diálogos fragmentarios y un minucioso seguimiento del armado de la carpa. Pero cuando la presencia de la enfermedad se hace explícita y la tensión en la comunidad del circo se hace tangible, la película crece sobre la base de un tema recurrente: el espíritu del artista, su inmanente lucha contra la oscuridad que no es otra cosa que la falta de contacto con la gente, con el público, su horizonte definitivo, y contra el olvido. Claro que el marco de lo circense, del tipo de vínculos que se generan en ese universo, potencia la melancolía del relato, incluso porque se trata de un arte que en cierta medida se encuentra entre la readaptación a nuevas formas o su inexorable desaparición. Entonces el espectáculo, el show, como forma de subsistencia.
ESPECIALISTA EN DIVERSIÓN Ese conjunto gigantesco de citas y autoconciencia que es el universo cinemático de Marvel ha dado otro paso adelante con la incorporación definitiva al equipo de Spider-Man, uno de los personajes más emblemáticos y populares que andaba deambulando por el mundo un poco perdido. Y lo hace con una película que cumple con múltiples objetivos que se dan bajo la apariencia de un producto simple y eficaz, pero repleto de niveles y complejidades. Digamos que el director Jon Watts logra en Spider-Man: de regreso a casa hacer fluir las necesidades artísticas y comerciales de la compañía, sin que se noten demasiado las costuras (o al menos un poco) y sin que esa historia global que está por encima de todas las películas resulte un lastre demasiado excesivo. Uno de los problemas principales de las películas de Marvel -lo hemos dicho por estas páginas- es la necesidad de tejer una historia que relaciona todas las tramas (alcanzando el objetivo infrecuente de que cada película tenga un tono diferente sin perder coherencia con el resto), haciendo que al final de cuentas ninguna película importe demasiado por sí sola. Salvo Ant-Man (una comedia genial que se divertía jugando con las imágenes que un tipo de propuesta como esta es capaz de generar), el resto de la factoría tiene sus picos creativos desde la imagen o desde la construcción de personajes carismáticos, pero nunca alcanza un vuelo artístico real (tal vez el mayor aporte de la enorme franquicia sea la utilización del humor). En ese sentido es que esta Spider-Man logra cierta personalidad que la hace brillar con un signo distintivo: en este caso se trata de un aire de comedia adolescente de secundario, de cierto espíritu a lo John Hughes, que va desde una cita directa a Un experto en diversión hasta la presencia de Martin Starr en la actuación y John Francis Daley en el guión, dos ex Freaks and geeks, gran serie hughesoniana si las hay. Introducido el personaje en Capitán América: guerra civil, la película avanza sin necesidad de preámbulos (y con alguna divertida burla al cine de cámara en mano) y con la conciencia suficiente de las demasiado cercanas reencarnaciones del héroe en el cine. Durante buena parte del relato (la mejor), Spider-Man: de regreso a casa es una comedia adolescente sobre la imposibilidad de encajar y la dificultad de un joven por evidenciar sus emociones y sentimientos, lo que incluye su necesidad de ser tomado en cuenta por Tony Stark (Robert Downey Jr.). Se podría decir que Watts aporta durante esos minutos una personalidad al film, que lo hace andar bastante libre de las obligaciones por enlazar cincuenta mil datos del universo Marvel. Con Tony Stark/Iron-Man/Robert Downey Jr. como convocante ante el desconocido Tom Holland (en una aparición consagratoria), la película también se olvida del exceso moralizante de las mejores (y miméticas) adaptaciones que hizo San Raimi, deudoras a su vez de los viejos cómics donde la tía May era una vieja baja-línea algo insoportable. Y se vale también del talento de Michael Keaton como un villano alejado de la afectación habitual: lo suyo es tensión, nervio, en dos escenas claves donde la película demuestra que no es necesario hacer volar mil cosas por los aires para que un tipo de propuesta así resulte atractiva. Si pensamos las películas individuales por fuera del núcleo duro de Los vengadores, sin dudas que esta es la que más se sostiene en función del plan general de Marvel (la que más links tiene a otras películas), lo que le hace perder bastante energía como historia individual. Aunque corre la posibilidad, también, de que este cronista mire este universo demasiado desde afuera y no termine de asimilar la dimensión de lo que la compañía está construyendo. Sea como sea, es indudable que detrás de cada película de Marvel hay ideas de guión que pueden estar más o menos desarrolladas, pero que aciertan en el tono que se le quiere dar respecto del personaje: si las historias de robos y estafas le caían perfecto a Ant-Man, lo shakespereano encajaba en el mundo de Thor, o la fantasía audiovisual cínica era el espacio ideal para que Doctor Extraño se moviese, sin dudas que la comedia adolescente es lo que tiene que ser Spider-Man. Y la película lo hace, lo sabe hacer, elige a los ejecutantes ideales y recorre el arco dramático con fluidez, incorporando todas las referencias al universo general sin que la película se resienta. No estamos ante el drama desaforado y romántico que planteaba Sam Raimi en su trilogía (sobre todo en la perfecta segunda entrega), aunque esa película pertenece a una edad antigua en la que las historias cinematográficas de superhéroes (y los superhéroes en sí) no tenían más compromiso que el de valerse por sí mismos.
LA POCO SALVAJE Y AMARILLA MEDIANÍA Aprendida la lección de la segunda parte, Mi villano favorito 3 le devuelve la centralidad del relato a Gru contra unos minions que revelaron su caducidad por la vía del exceso: a más minion, menos gracia causan. Más allá de las varias subtramas (hay como demasiada poca confianza en lo que se tiene que contar), esta tercera entrega dirigida por Kyle Balda, Pierre Coffin y Eric Guillon pone en el centro de la escena el conflicto del ex villano, quien conoce a su hermano gemelo Dru y se enfrenta al dilema moral de tener que dejar de lado el bien y regresar a lo malvado. Ese será el mínimo conflicto -no mínimo porque lo sea, sino porque se exhibe como tal- sobre el que la película avanzará de forma fragmentaria, demostrando al fin de cuentas que Gru ya está agotado como personaje y que esta franquicia apenas sobrevive por su increíble llegada al público. El ejemplo de Mi villano favorito es similar al de Shrek. Su estreno fortaleció a una empresa nueva -antes Dreamworks, ahora Illumination-, se convirtió velozmente en el mascarón de proa de la firma y agotó sus recursos de una manera veloz. La catarata de chistes regulares, lo escasamente seductor que resulta el universo construido, y la endeblez de lo que se está narrando (una sucesión de ideas sin mayor profundidad) es una sumatoria demasiado fuerte como para que el producto llegue a buen puerto. Un ejemplo de esto que decimos es por ejemplo el villano, Balthazar Bratt, que tras toda la iconografía ochentosa que desprende, nunca adquiere un peso real como personaje y mucho menos como antagonista. Es pura superficie. Tal vez lo único interesante de Mi villano favorito 3 es cómo va construyendo un entramado familiar alrededor de su personaje, película tras película. Si en la primera el tema era la paternidad y en la segunda la posibilidad de encontrar el amor, aquí el vínculo entre hermanos resulta fundamental. Y si hay algo coherente dentro de la franquicia, es cómo el tema de la villanía repercute de alguna forma en los vínculos del protagonista. No es nada complejo el lugar al que llegan estas películas (bueno, la primera tenía su encanto y sus niveles de lectura), pero al menos hay una idea más ambigua que en la mayoría de la producción mainstream animada hollywoodense. Lo que queda como saldo negativo es la idea de que las cosas podrían ser (si sus creadores se animaran) mucho más salvajes y divertidas, como por momentos dejan entrever las peripecias que los minions viven en paralelo a la trama central. Luego de Mi villano favorito 3, queda demostrado que Illumination tiene claro cómo juntar dinero: estamos ante un film a reglamento, pensado para darle al espectador menos exigente aquello que espera. Ahora sólo falta que se acerquen a la comicidad desbocada de Dreamworks o a la complejidad emocional de Pixar.
UNA DENUNCIA Y UN POCO DE CINE Si hay algo que Ken Loach no es, es sutil. Su cine, sus mejores y peores películas, tienen siempre una carga panfletaria en primer plano (y que no se entienda aquí lo “panfletario” como algo negativo), a la que el director apuntala con herramientas más o menos cinematográficas. Si en el camino tiene que caer en algún trazo grueso o exceso sentimental no le preocupa demasiado. Es decir, sus historias (cuentos de hadas de la clase obrera) tienen como principal objetivo la denuncia social; luego, y una vez cumplido el propósito, parece preocuparse porque sí, porque se parezcan un poco a una película. Yo, Daniel Blake es el último ejemplo de esta militancia fílmica que lleva adelante el octogenario realizador británico, una película que resume en cierta medida todo lo bueno y lo malo de su cine. En Yo, Daniel Blake (ganadora de tres premios en Cannes 2016, incluyendo la Palma de Oro) Dave Johns interpreta al Daniel del título, un carpintero que tiene que dejar de trabajar tras sufrir un infarto y que se somete durante los 100 minutos que dura la película a las idas y vueltas en que lo mete el sistema de asistencia social británico. Si bien el universo que retrata Loach aquí es habitual de su cine, el laberinto kafkiano que propone, su mirada hasta por momentos sardónica sobre esa burocracia estatal, tiene muchos elementos del cine rumano contemporáneo. Con ese detalle, Loach se muestra actualizado respecto del cine que instala conceptos formales y temáticos. Y no es menor, cuando el tema de la tecnología y su impacto en las generaciones más viejas es uno de los elementos fundamentales del relato: a Daniel lo obligan a realizar una serie de trámites a través de Internet, pero su desconocimiento en la materia (“si usted me da un terreno, le construyo una casa, pero no sé nada de computadoras”, dirá) le complica mucho más el panorama. La forma en que el sistema fecha el vencimiento de sus ciudadanos es uno de los macabros subtextos del film. Uno de los problemas fundamentales del cine de Loach es que lo que denuncia resulta irreprochable: quién en su sano juicio no se compadece con el pobre Daniel, con las peripecias que le hacen vivir y con la situación límite en que lo colocan. Desde la construcción maniquea de un mundo repleto de criaturas inocentes enfrentadas a un estado omnipresente y diabólico (en eso se diferencia del cine rumano, donde sus personajes pueden ser aún gentes bastante ruines), se impone una verdad difícil de refutar. Incluso, Loach conoce tanto la herramienta cinematográfica que su película funciona como un mecanismo tan perfecto que asfixia al espectador y a sus protagonistas. La forma de soltarse, de perderle un poco el respeto a ese muestrario de miserias de la Europa dominante, es descubrir aquellos resortes que el director utiliza para manipularnos. Esos resortes, en este caso, están accionados por el personaje de Hayley Squires, Katie, una joven con dos niños que llega de Londres a Newcastle sin un centavo y a la espera de la ayuda de la caridad estatal. Contra el camino pulcro y casi de observador que Daniel representa (es constantemente el ojo del espectador con la bronca atorada), Katie es la chica sobre la cual cae la sordidez que el relato precisa para reforzar el panfleto: y se da esa secuencia efectista en la que abre una lata a escondidas, hambrienta como está, o aquella en la que termina aceptando una propuesta laboral indecente. Son descensos un poco bruscos de una película que no parece precisar de esos detalles para decir lo que tiene que decir. Ni para qué mencionar un final que simbólicamente funciona, pero que hace agua narrativamente. Y ahí otra vez, los objetivos políticos de Loach confrontando con la idea de hacer cine. Y ahí, otra vez, la falta de sutileza. Así y todo, con lo negativo que se le puede marcar a Yo, Daniel Blake, la película funciona porque se edifica desde la empatía real que genera Dave Johns, que se lleva el relato sobre la espalda con una hidalguía inusual. Comediante británico, esa chispa que da el humor es la que enciende los mejores pasajes del film, aquellos en los que lejos de pensarse como parte de un programa de ideas se proponen como una mirada honesta y afilada sobre un sistema perverso.
ROAD MOVIE GERIÁTRICA Tal vez David Lynch haya sido el inventor hace algunos años con Una historia sencilla, pero es París puede esperar la que mejor se adapta a las nuevas reglas del mercado que piden a los gritos reversiones genéricas para todas las edades: si tenemos las comedias románticas geriátricas (Elsa y Fred), los policiales geriátricos (Un golpe con estilo), la escatología geriátrica (Mi abuelo es un peligro), este film de Eleanor Coppola instala el concepto de road movie geriátrica. Aunque seamos buenos: Diane Lane, Alec Baldwin, Arnaud Viard, entre cincuentones y sesentones, lejos están de El Exótico Hotel Marigold, pero también es cierto que a partir del punto de vista de la octogenaria directora (esposa de Francis Ford Coppola) la película se reviste de una estética algo avejentada, de una levedad un poco manipuladora y de una buena onda general que busca algún pacto entre el relato y el espectador, conocedores ambos de que afuera de la sala suceden cosas mucho más complejas y oscuras. Lane interpreta a la esposa de un productor de Hollywood (Baldwin, en plan “qué bien me salen los personajes un poco despreciables”) que anda por Cannes en pleno festival de cine y más atento a los problemas de un rodaje en Marruecos que al disfrute con su mujer. Por una excusa del guión, la señora no podrá tomar un vuelo que la iba a depositar en Budapest y terminará viajando a París en auto acompañada por un colega de su marido (Viard). A partir de ahí la película se convierte en la tan mentada road movie, intercalada por momentos en que los viajeros se detienen en restaurantes caros y pintorescos a comer riquísimos platos de alta cocina y tomar vino, mientras van charlando de la vida y se va cocinando un romance a fuego lento. El viaje se dilata, París nunca llega, y la pareja recorrerá una cantidad de destinos turísticos que ni al Woody Allen más pesetero y de viaje por Europa se le hubieran ocurrido. Hay algo autoconsciente en el relato y que emparenta el registro a lo turístico, y que tiene que ver con una serie de fotos que el personaje de Lane saca a todo lo que la rodea. También es cierto que esto, como la mayoría de las decisiones que toma Coppola, resulta bastante superficial y no termina por reforzar ningún concepto. Bueno, tal vez sí hay una decisión precisa y que fortalece a París puede esperar: la elección de Diane Lane para el personaje principal. Actriz talentosa y de belleza clásica, su presencia también invoca cierta levedad áurica que se lleva bien con este relato intencionadamente raquítico y desprovisto de tensiones. Su falta de intensidad para abordar el drama permite que la película avance sin demasiados problemas, construyendo casi sin esfuerzo un clima bucólico reforzado por el paisaje de la campiña francesa. El grado de tolerancia del espectador al empalague general también sirve para medir la efectividad de una película que se vuelve demasiado reiterativa, sostenida en base a clichés y que además es poco sustancial en su apuesta por el diálogo pseudo reflexivo y maratónico. Ecos del Linklater de la saga Antes del amanecer y del Kiarostami de Copia certificada sobrevuelan la película, pero claro que Coppola lejos está de la sofisticación formal de ambos directores. París puede esperar tiene objetivos más cercanos y mínimos, los de apenas satisfacer a un espectador mucho menos exigente que el paladar de aquellos que concurren a los restaurantes que pueblan el film.
LA MALDICIÓN DEL MERCADO Si Disney tiene en sociedad con Marvel una interminable saga de superhéroes y Warner lo mismo pero con DC Cómics, Universal no quiso perder el tren y buscó en el arcón de los recuerdos para poner en movimiento un universo similar de cruces y retroalimentaciones: un universo, oscuro según el diseño de marketing, donde sus viejos monstruos de los años 30 son el centro narrativo de films que reproducen el horror light con aventura y acción a puro CGI, regurgitando de alguna manera el cine de entretenimiento en la senda de lo que hacía Steven Spielberg, Joe Dante o John Landis en los años 80’s. El concepto busca concentrar un público que reúna tanto a los adultos con carácter nostálgico, como a los jóvenes adictos a la espectacularidad y el estímulo constante: si se lo piensa, ninguno de los otros universos cinemáticos se plantea desde un lugar tan ambicioso… y multitarget. En sí no es una mala idea recuperar al hombre lobo, a la momia, a Frankenstein y demás, siempre y cuando la idea no se ponga por delante de lo que se está contando. Y eso es lo que sucede con esta La momia de Alex Kurtzman, protagonizada por Tom Cruise. Durante un buen rato, La momia es un aceptable film de aventuras, con Cruise y Jake Johnson en plan buddy movie robándose algunos tesoros arqueológicos. Hasta que se terminan cruzando con el descubrimiento de un sarcófago y despertado una vieja maldición. Y a una momia, claro, la del título. De ahí en más, la película irá avanzando entre secuencias de una espectacularidad para nada sorprendente y una serie de chistes medio pavos que intentan repetir sin demasiada gracia el concepto actual de cine de gran entretenimiento. Si uno esperaba un toque de autoconsciencia old-fashioned, digamos en la senda de una Indiana Jones, el film de Kurtzman se esfuerza por desplegar una modernidad ampulosa que se desentienda de los orígenes de estos personajes (todo lo contrario a lo que Stephen Sommers planteaba en sus mucho más gratificantes películas). Sin embargo, ese no es el problema principal de un relato que se va quedando sin combustible a medida que pasan los minutos. El primer inconveniente de La momia se da con la aparición del personaje de Russell Crowe. No por el actor, que está muy bien, sino porque evidentemente se trata de un personaje fundamental dentro de este Dark Universe (sin entrar en spoilers), casi una suerte de espina dorsal en la que se irán articulando las demás películas. El ingreso de Crowe, entonces, detiene la acción para introducir una serie de guiños hacia lo que Universal tiene preparado hacer con todas estas películas. Y convengamos que más allá de lo acertado o no, los universos de Marvel y DC Cómics tienen bases en el papel mientras que aquí se da la necesidad de forzar todo para hallar un punto en común. Es a partir de ahí, de la confusión en la que entra el relato, cuando tomamos conciencia de que estamos más ante un producto de marketing que de una película, y que en vez de espectadores somos una suerte de testers puestos a probar el funcionamiento y la efectividad de esta idea de producción. Que Kurtzman tenga una carrera principalmente como productor da una noción de desde qué lugar se piensan estas cosas. Mencionábamos anteriormente el cine de los 80’s y cómo buena parte de las producciones actuales buscan recuperar aquella esencia juguetona. Sin embargo hay un conflicto casi generacional, que tiene que ver con la grandilocuencia del público de hoy: si vemos La momia, se observa cómo se pasa de un comienzo casi festivo e irresponsable a una última parte grave y solemne. Es cierto también que ahí ingresa la figura de Cruise (hacía rato que no se lo veía tan desorientado en pantalla), quien gusta exponerse en el centro del melodrama trágico, pero ni siquiera eso logra darle espesor a una película que es decididamente fallida, que pierde en la acumulación y que hablando de maldiciones ancestrales cae presa de la peor de las maldiciones: la del mercado y su necesidad de imponerse como producto de consumo.
LOS EXTRAS DEL DVD En 2015, Pablo César estrenó Los dioses del agua, una película que -como siempre en el director- goza de esos momentos en los que el ridículo no es consciente de su existencia y todo avanza sin importar demasiado el qué dirán. Y si bien uno puede valorar esa actitud de seguir a pesar del murmullo, en algún momento la honestidad intelectual nos exige el rigor con el que toda obra de arte debe ser juzgada: la indulgencia no es un lugar desde el cual analizar. Ahora, un par de años después, nos llega Amasekenalo, que funciona como un diario de rodaje de aquella producción, realizado por Paulo Pécora. Producción que, hay que decir, tenía sus particularidades por ser la primera que Argentina realizó en sociedad con Angola. El diario de rodaje o backstage tiene su valor en el cine, especialmente cuando la película que habilita ese detrás de escena alcanza valores míticos. El de Apocalipsis now! es uno de esos casos emblemáticos y no hay que ser demasiado entendido para vislumbrar que Los dioses del agua no alcanza ese estatus. Por eso que este documental de Pécora tiene su mínimo valor en la posibilidad de conocer otra cultura, una sociedad inescrutable de otra forma, a través del lente del director. Si bien la cámara captura momentos de ensayos, el trabajo del equipo técnico, el rodaje en escenarios naturales difíciles, la complejidad del encuentro entre personas que no hablan la misma lengua, reiteradamente el plano se desvía y posa su mirada en detalles que van desde insectos y demás especies que pueblan el lugar, hasta la fascinación de los lugareños por enfrentarse a eso que llamamos cine. Esa cámara que escruta es lo más atractivo y lo que justifica el voyeurismo del backstage. Pero los inconvenientes de Amasekenalo para convertirse en algo de real interés parten desde su mismo origen: la película de César no es un objeto particularmente fascinante, por lo que su rodaje nos genera poquísima curiosidad. Y tampoco el film logra profundizar en cuestiones culturales o en registrar de manera tangible lo violento de la invasión del rodaje cinematográfico en esas aldeas de Angola. Apenas las complejidades de un viaje en avión producen la tensión necesaria para crispar tanta amistosa fraternidad entre argentinos y angoleños. Y no es que uno busque forzadamente el conflicto, pero lo cierto es que así como está, el documental de Pécora podría ser un buen acompañante para el dvd de Los dioses del agua y no mucho más.
AGUAS RECONOCIBLES El encanto de las Piratas del Caribe, especialmente la primera, se sostenía fundamentalmente en una suerte de homenaje al cine clase B, que mezclaba fantasía con aventura para recuperar el ya muerto subgénero de películas de piratas, y al que le adosaba un pertinente espíritu cartoonesco a secuencias de acción que lograban vincularse acertadamente con el humor. Y en medio de toda la autoconsciencia emergía un personaje destinado a convertirse en ícono, como el Jack Sparrow de Johnny Depp, sin olvidar que asistimos a uno de los experimentos con final más feliz que se le hayan ocurrido a Jerry Bruckheimer: porque quién daba más de dos pesos por el éxito de una película que no era más que la traslación de un juego del parque de diversiones de Disney. Muchas cosas coincidieron para que obre el milagro, especialmente la visión detrás de cámaras de un tipo como Gore Verbinski, dueño de una imaginación significativa y de un poder de invención mayúsculo para hacer confluir todas las referencias e inspiraciones: de Errol Flynn a Buster Keaton. Si la saga fue ganando espesor con el paso del tiempo (fundamentalmente la trilogía original), también fue perdiendo ese espíritu de aventuras algo chusco de los orígenes que en verdad fue canjeado por un slapstick demasiado barroco. Su navegación hasta una quinta entrega es un misterio, aunque también una obviedad: el negocio sigue siendo rentable. Si Navegando en aguas misteriosas -la cuarta- fue un fallido relanzamiento hacia una nueva trilogía, esta La venganza de Salazar parece poner las cosas en su lugar desde un comienzo, con un prólogo que acierta en el tono a la hora de construir una mitología y una secuencia siguiente que cumple con las reglas de una película con Jack Sparrow: aventura, movimiento y comicidad física a puro timing. Es una secuencia que homenajea -otra vez- a Buster Keaton con una de sus obsesiones: la lucha entre el cuerpo humano y los objetos circundantes. La primera hora de La venganza de Salazar es así, feliz y radiante, una aventura despreocupada y vibrante, que repele la lógica narrativa y se preocupa sólo por el ritmo y el humor, y que presenta un esquema atractivo de personajes que, como siempre en la franquicia, se cruzan, se traicionan, se quieren, se odian, interminablemente. En esa primera hora también se incluye otra secuencia con una guillotina que es pura alegría, y que es un disparate absoluto por lo imprevisible y delirante. Es en esos pasajes donde los directores Joachim Rønning y Espen Sandberg demuestran tener algo de la fórmula que pone a la dicha en movimiento. Pero La venganza de Salazar opera, en este sentido, como una suerte de resumen de la trilogía inicial. En principio la podemos poner en paralelo al fenómeno de films como El despertar de la Fuerza (o la reciente Alien: Covenant), que más que continuar u homenajear, terminan calcando, reescribiendo su molde original; pero esencialmente la película opera como resumen porque intenta tocar, en dos horas, todas las cuerdas que a aquellas tres películas les había llevado casi nueve horas: está la aventura y lo espectral, el humor físico y la chapucería, también aparecen los lazos afectivos y la tristeza del mar y los hombres solos, la grandilocuencia de la noción del destino, la solemnidad de la tragedia, incluso la referencia al poder político representado por la Marina, y el romanticismo recreado con planos generales a lo novicia rebelde. Y las intenciones, claro está, respaldadas con una serie de regresos y reapariciones que son guiños para la platea y también motivaciones para continuar el negocio. Ese todo, que se acumula significativamente en la segunda hora y que no puede ser asimilado ni con el siempre útil montaje paralelo, termina haciendo encallar la nave en una secuencia final demasiado extensa y hasta problemática desde el punto de vista de los efectos visuales. Así, La venganza de Salazar se pretende heredera de la liviandad de la primera pero también del barroquismo de la dos y la tres. Y está claro que quien mucho abarca poco aprieta: la película consigue un rápido interés, para ir desinflándose a medida que avanzan los minutos hasta perderse en la intrascendencia.
YO NO ME SENTARÍA A TU MESA La única sorpresa real que tiene para aportar Perfectos desconocidos es que no, no se trata de ninguna adaptación de obra teatral francesa alguna, estilo Le prenom, La cena de los tontos o similares: si la película de Paolo Genovese, escrita por él junto a cuatro guionistas (¿no será mucho?), elige ser así de chata visual y discursivamente es por puro placer o pereza o morbo. O mejor dicho, sorpresas hay de a montones, pero ninguna sorprende realmente. Porque Perfectos desconocidos es ese tipo de película que reúne a un grupo de amigos en una cena hogareña (y en un único espacio) para ir, a partir de una premisa mínima, indagando en el interior de cada uno y sacando lo peor de todos. Y en este nuevo rosario de horrores burgueses de clase media alta europea surgen los engaños, los cuernos, los secretos más inconfesables, las revelaciones sexuales. Es decir, nada que no se haya visto antes y que uno espera por la mecánica de este tipo de producciones, ya un lugar común en sí mismo. Si Genovese y su armada de guionistas en un principio al menos tienen la habilidad del diálogo veloz y divertido, progresivamente la película irá perdiendo cualquier atisbo de amabilidad para ponerse seria, solemne, intensa en el peor de los sentidos. Como en tantas otras, aquí el grupo de amigos y sus parejas se reúnen en la casa de uno de ellos, mientras afuera hay un eclipse de Luna. La premisa que pone la maquinaria de revelaciones forzadas en movimiento es un juego que se proponen los comensales: por una vez, dejarse de secretos y abrir los celulares para que todos sepan con quién se comunican y de qué hablan con sus contactos. Se supone que el elemento externo tiene algún poder simbólico en el relato, aunque lo desconocemos (o mejor dicho nos hacemos los tontos), pero lo cierto es que el final del eclipse marca un giro del guión de lo más ridículo y caprichoso. Porque en el desenlace, la película no se conforma con haber maltratado a todos y cada uno de sus personajes durante hora y media, sino que además alecciona al espectador sobre los males de la tecnología y otras perogrulladas. Podemos perdonarle a la película lo forzado de su premisa e incluso el exagerado nivel de compromiso con el que los protagonistas se suman al juego, aún cuando las cosas se están yendo definitivamente al carajo. Lo que no podemos dejar pasar es su histeria visual, con un montaje digno de una película de Tony Scott, y una serie de diálogos entre ridículos y bochornosos a los que se les notan constantemente las intenciones. La próxima vez que se reúnan, no me avisen.
LOS CONDENADOS El director Diego Marcone mete su cámara entre un grupo de trabajadores de la tarefa (la cosecha de la yerba mate) en el pueblo de Montecarlo, provincia de Misiones, para retratar de manera casi física cómo es esa dura actividad, y en un segundo plano ir revelando las dificultades a las que se enfrentan, desde un empleo casi esclavo hasta sus horizontes vedados y sus problemas con el alcohol. Raídos es un documental de observación con toda la belleza formal de este subgénero, pero que a la vez se acerca al cine de denuncia con un pudor significativo: porque pone a los protagonistas a explicarse sin necesidad de subrayados ni de los típicos paternalismos en los que caen muchas veces este tipo de propuestas. Decimos que la cámara de Marcone retrata de manera casi física, porque se pone cuerpo a cuerpo con los laburantes mientras realizan su tarea. Para el director, felizmente, no hay manera más efectiva de conocer el trabajo del otro que el de acercarse milimétricamente. Y esta decisión formal es lo que muestra la coherencia y la honestidad en el registro, eso mismo que acompañará cada segmento del film hasta su melancólico desenlace: con una circularidad que se va marcando sutil y progresivamente, Raídos da cuenta del carácter estacional de este trabajo, pero en un círculo que no siempre empieza y termina en el mismo lugar. Retrato también familiar, en el film un grupo de hermanos involucrados con la cosecha de la yerba tendrán diferentes posibilidades de continuar su vida. Así es como asistimos a la emotiva despedida del que se va a estudiar a otra ciudad, pero también a la frustrante repetición del condenado a seguir trabajando en la tarefa. Para editorializar, Marcone entiende que alcanza con los testimonios de los propios tareferos y de sus familiares. La selección de voces es precisa, sin subrayados ni repeticiones. Los trabajadores dan fe de la dureza del empleo, del carácter extorsivo que sufren ante cada paga, de la imposibilidad de un futuro en otro lugar. Muchas veces son relatos conscientes hechos a cámara, pero en ocasiones surge de las charlas que se dan en los momentos de recreo o mientras se espera la próxima tarefa. Es casi la narración de un grupo de condenados. Por su parte los familiares, especialmente las madres, que sufren en silencio y padecen la crueldad con la que su descendencia tiene que pelear el día a día. De fondo, en Raídos se escucha casi siempre la voz de algún periodista deportivo que habla por la televisión o la radio de los entretelones del mundo del fútbol argentino, desde pases millonarios a los resultados de la fecha. Eso también da idea de un universo masculino de pobreza y exclusión, que tiene al fútbol como una posible escapatoria. De ese universo masculino, de su refugio en el alcohol y de un machismo que siempre está en la superficie, también habla este buen documental.