Unirse en el desamparo Una viuda, recién salida de la cárcel, se vincula con un parco pescador que vive con su madre en este drama francés. El amor de Tony , austera opera prima de la francesa Alix Delaporte, se destaca principalmente por lo que evita. Evita las sobreexplicaciones, el melodrama, la retórica y la moraleja. Bastante, tratándose de una película “romántica”. Romántica, no melosa. De hecho, sus personajes y su ambientación son atractivos aunque ríspidos, escarpados: una viuda que salió de la cárcel y no logra relacionarse con su hijo -criado por los suegros de ella- y un pescador que vive con su madre en un pueblito costero en Normandía. Ambos personajes están definidos por sus acciones mínimas: el modo de vestirse, de (no) hablar, de pararse -ella, con los brazos colgando al costado del cuerpo, en un estilo entre rudimentario y masculino-, de mirar, de hacer el amor. El filme comienza con Angèle (Clotilde Hesme) teniendo sexo a las apuradas, sin rastros de dulzura, detrás de un paredón, con un hombre oriental que le regala un muñeco llamado Action Man, acaso el tipo de hombre que ella busca en sus citas a través de avisos. En la siguiente cita aparece Tony (Grégory Gadebois), un gordo macizo, de dureza noble: un pescador, cuyo padre murió seis meses antes en el mar sin que apareciera el cadáver. El primer encuentro no parece ir a buen puerto. El le pregunta: ¿Por qué buscás sentar cabeza?; ella: ¿Por qué buscás coger? Nada será tan sencillo como parece indicar el prejuicio. La ambientación (Europa sin glamour), la rigurosidad de la puesta, el mudo desamparo de la protagonista y algunos conflictos sociales -los pesqueros están de huelga, con el hermano de Tony a la cabeza-, remiten al cine de los Dardenne. Hasta que el filme, siempre bajo la premisa de no explicar el origen de los actos de sus criaturas, da un giro un tanto brusco: no a través de un golpe bajo sino -digamos- alto. Verosímil, aunque un tanto dulzón; que no empalaga, pero que desentona un poco con el sabor general de la película.
Delirio y agudeza en 3D Los formidables personajes creados para la televisión llegan, sin grandes variantes, al cine. No hay discusión: Violencia Rivas, Micky Vainilla, Bombita Rodríguez, Jesús de Laferrere y Pomelo justifican, entre muchas otras cosas, ir al cine. Aunque sea para verlos, como lo aclararon Pedro Saborido y Diego Capusotto, en un película híbrida -que no signifca desabrida sino surgida y desarrollada en un cruce de géneros-, con preponderancia televisiva. En este caso, por ejemplo, hablamos de una hibridez potente, vertiginosa, aguda y a la vez delirante, ferozmente divertida. Creada para un programa de TV, y recreada para este filme en 3D. El hilo conductor -el mecanismo utilizado para hilvanar gags y personajes- es el ataque a la industria del entretenimiento. Pero, lo sabemos, Saborido y Capusotto no son obvios, lineales, ni políticamente correctos. Así que en Peter Capusotto y sus 3 dimensiones se burla, al mismo tiempo, de los que atacan... a la industria del entretenimiento (y de paso demuestran que se puede entretener sin idiotizar, siendo o no parte de la industria). En síntesis: mantienen su humor iconoclasta, anarquista y anárquico; múltiple: perceptible en más de tres dimensiones. De modo que a la película sólo se le podría “criticar” su tendencia a la recreación y al mantenimiento. Sus personajes -formidables- fueron concebidos y probados en otro formato, y traspolados, sin trama unificadora ni modificaciones, al cine. El resultado -buscado- es un pandemónium paródico/satírico. Un desborde de desenfado y absurdo: de argentinidad. Lo acostumbrado. Nada que se haya construido por ni para el cine. Pero que mantiene su esencia costumbrista-alucinatoria en la pantalla grande. Hablamos de la primera película nacional filmada en 3D, sistema que funciona muy bien como chiste y no tanto -digamos que sólo de a ratos- como recurso visual. La prueba está en el comienzo del filme, cuando una voz en off explica el uso de los anteojos tridimensionales y va dando instrucciones que conducen a una propuesta surrealista, cuya gracia no está en lo que vemos sino en la casi ilimitada imaginación de los guionistas. Después, el festival de personajes que, sin perder el eje del “ataque a la industria del entretenimiento”, abordado desde el punto de vista de Violencia Rivas, mantienen su línea clásica. Especial mención para Bombita Rodríguez, y su histórico intento (fallido) de penetrar a la cultura norteamericana, sobre todo hollywoodense, con armas de diversión justicialistas. Plan montonero, abortado por el enfrentamiento con la derecha peronista (en este filme hasta se recrea ¡Ezeiza!). Aplausos, también, para los gags sobre las redes sociales: sobre esos tipos que cuelgan 5.000 fotos de sus vacaciones en su facebook, o los que chatean abusando de la expresión ja ja .
Rompecabezas Thriller, extraño, construido en base a saltos temporales. Empecemos por lo obvio: Domingo de Ramos es un thriller cuya trama -no muy sólida- se apoya en una estructura rígida y mecánica: unidad de lugar -una casona pueblerina- y saltos temporales constantes. Deconstrucción. La película empieza con una mujer hallada muerta en una habitación (Gigi Rua), dos policías que se quedan con una valija con dólares que encuentran junto al cuerpo y un subcomisario (Gabriel Goity) que, después, revuelve el lugar, como si conociera la existencia del dinero. Desde entonces, el filme va saltando por los días previos, dosificando la información, para generar pistas verdaderas o falsas, misterio. El recurso -la manipulación, a través del montaje- resulta abusivo. Basta decir que, en la primera media hora, vemos flashbacks -casi viñetas- de lo que ocurrió en los cuatro días anteriores... sumados a otros flashbacks, en blanco y negro, atemporales. Demasiado. En cambio de agregar dinámica y tensión, la fragmentación resiente la fluidez del relato y genera -de a ratos- más confusión que intriga. También es difícil determinar si el tono inusual de este policial -mezcla de cine negro y absurdo- es deliberado. Por momentos, parecería que sí: en sus toques de humor, extravagancia y hasta ridículo. Por momentos, parecería que no: en algunas subtramas “serias”, fallidas, como la de una nena que necesita un trasplante. El elenco es notable. Algunos de los vecinos, excéntricos y sospechosos, son interpretados por actores como Mauricio Dayub y Pompeyo Audivert. Pero los personajes no generan empatía -una vez más, por la estructura narrativa- y hay varios pasajes de sobreactuación: un humor que sí parece buscado. En resumen: para disfrutar -módicamente- de esta película conviene prestarle mucha atención y no tomársela muy en serio. En su favor, hay que decir que José Glusman, su director, elude el naturalismo y logra atmósferas extrañas, sumadas a escenas inquietantes, como una en la que Gigi Rua -qué elegante belleza mantiene en su madurez libre de bisturíes- masturba a Héctor Bidonde, al tiempo que le canta. Instantes infrecuentes, creativos, en medio de un filme que termina siendo algo frío y confuso de tan calculado.
Paranoia y televisión basura Sátira desbordada, con la TV como centro. Un mundo seguro transcurre en una suerte de futurismo presente. Sus pocos personajes son extremos, estridentes, estrafalarios, indolentes, viles, megalómanos; se podría decir que paródicos, aunque se parezcan demasiado a los que nos invaden desde la TV basura. Igual que el estilo y los temas: la paranoia (fomentada), el sensacionalismo, la falta de escrúpulos y de respeto por la intimidad del prójimo. Para transmitir esa mediocridad mediática, y sus efectos devastadores, Eduardo Spagnuolo eligió la sátira desbordada, cercana al esperpento. Una sátira con violaciones, drogas pesadas, sexo usado como peaje laboral, voyeurismo y otros elementos de shock. Carlos Belloso -en un festival de desbordes- interpreta a un poderoso hombre de la televisión que se encierra en un departamento manejado por un sistema de seguridad de última generación. Más que seguridad, encontrará claustrofobia, vacío, descontrol y peligro extremo. Cámaras y cocaína. Como Al Pacino, salvando las grandes distancias, en el final de Scarface . Antonio Birabent y Carla Crespo hacen de conductores de un show de TV que siguen este caso en un tono entre burlón, sádico e invasivo. En resumen: varios tópicos de la realidad -sobre todo la del amarillismo mediático- transmitidos a través de una estética revulsiva. El problema de la película, que tal vez podría haber sido un buen cortometraje o una obra teatral, es que, en su intención de transmitir un mundo frío, chato, plagado de lugares comunes, cae en clichés y personajes muy previsibles, y, además, abusa del absurdo.
Paul Giamatti, en el papel de Paul Giamatti Comedia existencial, que imita el estilo de Kaufman. Esta opera prima de la francesa Sophie Barthes, con Paul Giamatti jugando -con melancólico talento- en el límite entre la ficción y la realidad, remite a los guiones de Charlie Kaufman. Intercambio de almas , comedia de la angustia existencial, se basa en un mecanismo externo delirante, pero con lógica propia: la posibilidad de hacerse quitar el alma e, incluso, de hacerse trasplantar la de otra persona. El verosímil científico no tiene importancia, siempre que una historia mantenga sus reglas internas. Lo demuestra una película extraordinaria: Eterno resplandor de una mente sin recuerdos , de Michel Gondry, con guión de Kaufman, en la que los protagonistas borraban sus recuerdos sentimentales dolorosos. Intercambio... parece emprender una búsqueda similar -un actor, a punto de estrenar Tío Vania , quiere librarse de su personalidad sombría-, aunque el tono y la intensidad metafísicos, matizados por el humor, terminan diluyéndose entre subtramas y personajes algo simplones. Volvamos a Eterno...: tras su andamiaje estilo ciencia ficción, era una honda, lírica, compleja, imaginativa reflexión sobre el amor y el desamor. Provocaba una rotunda empatía. Intercambio... amaga con ser parecida. Lo logra sólo por pasajes. No en la totalidad de su trama, que se extiende a la mafia rusa, y al tráfico y el mercado negro de almas: historias que dispersan, y terminan acercando al filme a una de esas típicas comedias de intercambio de cuerpos. Uno de los aciertos principales, y en este punto nos acercamos a ¿Quieres ser John Malkovich? , es que Giamatti hace de Giamatti. O, para ser más exactos, de un personaje que se llama igual, que se dedica a lo mismo y que se parece muchísimo a él o lo que imaginamos de él. Cuesta establecer si esa mirada triste, vagamente bovina, es sólo la del personaje de esta película o será también la de Giamatti cuando no actúa. Causan gracia los chistes consigo mismo: en Intercambio... alguien vende el alma del actor de Entre copas , desconocido en Rusia, haciéndola pasar por la de Al Pacino. En algún momento Giamatti habla de ser “menos pasivo, menos desesperanzado”. Podría referirse a él, a su personaje en Intercambio... o a su personaje en Tío Vania . Lástima que la película no mantenga esta línea.
Lo histórico, lo lúdico y lo onírico Documental antropológico, con el sello de Werner Herzog. Uno podría -ay de la tentación gacetillera- escribir: documental sobre una caverna hallada en el sur de Francia en 1994, con pinturas rupestres de más de 32.000 años y restos fósiles de animales prehistóricos. Nada. El mero título, La cueva de los sueños olvidados , demuestra que estamos frente a una película que trasciende -lo que no significa que se sitúa por encima de - su valor científico e histórico. Un filme de Werner Herzog, al fin: afán por bucear en el vínculo entre el hombre y la naturaleza, a través de una mirada que incluye lirismo, interpelación, humor, desmesura y hasta cierto grado de delirio. Como documentalista, Herzog es un director ecléctico, verborrágico, omnipresente. En La cueva... se muestra, una vez más, como una suerte de antítesis de, digamos, Frederick Wiseman. Herzog no funciona como una “mosca en la pared”, sino como una avispa que nos hace sentir su presencia y nos aguijonea con sus reflexiones y sus sensaciones frente a lo que estamos observando. Interviene, enfáticamente; aunque con un estilo más lúdico y provocador que pedagógico: nos cuenta lo arduo que fue conseguir permiso para filmar en Chauvet y trabajar con un equipo ínfimo sin salirse de una plataforma metálica; nos comenta -desde un off casi constante- lo que se pregunta y siente ante tanta maravilla; nos transmite, a partir de digresiones, su mirada irreverente, a veces burlona, sobre los entrevistados. Para algunos, tal vez, un rasgo de megalomanía; en todo caso, el efecto es divertido, fluido, asombroso. Aclaración: al margen de sus comentarios (casi siempre o siempre pertinentes), Herzog logra introducirnos en esa cueva onírica -formada y preservada por un desmoronamiento hace dos milenios- y nos hace sentir dentro de ella, física y espiritualmente. A partir de un delicado registro en 3D, y de una iluminación que procura reproducir los efectos de las hogueras del hombre de Neanderthal, convierte a la sala de cine en una experiencia sensorial, en una suerte de extensión de esa caverna. Más discutible es cierto uso que hace de la música, con la que quiere alcanzar una epifanía. Y, como ya sabemos, las epifanías, al igual que el amor y tal vez la felicidad, ocurren o no ocurren; indiferentes a las búsquedas humanas, incluidas las artísticas. En un momento del filme, un científico -los turistas tienen prohibida la entrada a Chauvet- propone que el grupo no hable e intente captar el sonido del silencio de la cueva, que tal vez sea el latido de sus propios corazones. ¿Y qué hace Herzog? En la postproducción, le agrega música... En otros tramos, sus intervenciones, sumadas a la increíble potencia y belleza de las pinturas, nos transportan, sí, hasta las fronteras de la metafísica. Hasta esa sensación -esa certeza- de insignificancia personal y, a la vez, de formar parte de un entramado universal, de una dialéctica con el pasado más remoto. Uno de los entrevistados opina que los dibujos rupestres -el arte, en definitiva- comunican lo que la palabra no pudo y no puede comunicar. Y los compara con la película en la que está quedando registrado. Herzog le da prioridad a este concepto. La cueva... tiene una coda con imágenes casi surrealistas, plagadas de seres cuya rareza se asemeja a la del axolotl de Cortázar. Un juego con el tiempo, el espacio y la perspectiva. La diferencia entre ver un documental de Herzog y el de un director cualquiera.
Secuelas de los años duros Un drama, que transcurre en el siglo XXI, sobre las consecuencias trágicas que dejó la última dictadura argentina. El principal desacierto de La última mirada, no el único, es su tendencia a la impostación y a la obviedad. Seamos sinceros: que en un drama sobre la dictadura, ambientado en el siglo XXI, un ex represor -que habla y se comporta como en 1976- diga: “Me llamo Francisco, pero me dicen Franco”, no suena a alegoría sino a broma de escasa efectividad y gusto. Ah, este comisario retirado aparece, para el que no haya entendido, en varios fotomontajes junto a Videla. La asociación que provoca, por su grado de absurdo, remite a Zelig al lado de Hitler... El eje de La última... es el vínculo entre tres personajes que, abusando de la retórica, condensan las principales atrocidades de la última dictadura: secuestros, asesinatos, desapariciones, apropiaciones de bebés. Una de las protagonistas se pregunta qué habría hecho Shakespeare con esta historia: seguramente no una tragedia lineal, con personajes sin profundidad, cuyos giros abruptos transmiten el artificio del guión, no las tormentas internas de seres verosímiles. Hablamos de una coproducción con España: lo que, en este caso, implica una didáctica para principiantes en genocidio argentino, postales patagónicas y, claro, escenas de tango bailado. El protagonista es un escritor español, nacido en la Argentina (Eugenio Roig), que viaja hasta acá para terminar una novela sobre sus padres muertos en los ‘70. En una estancia del sur, se vincula con la hija de un vecino autoritario (Arturo Bonín), que, básicamente, anda matando animales a los tiros por ahí. El resto es secreto, aunque todo lo que usted imagina ocurre en la película. Es una pena que actores de la trayectoria de Bonín o de Beatriz Spelzini -una de las pocas que logra lucirse, a pesar del guión- estén, en general, desaprovechados. Algunos personajes secundarios, como un viejo gaucho y un inglés estanciero, no sólo son estereotipados; son más: seres que parecen salidos de un show cómico/paródico. Puede haber muy buenas intenciones en el tratamiento de la restitución de identidades robadas por esbirros de la dictadura, pero, aun en este caso, no sólo importa el qué sino el cómo.
Una vida de lucha Emotiva y correcta biografía de Estela Barnes de Carlotto. La apuesta del debutante Nicolás Gil Lavedra era arriesgada. Llevar al cine a un personaje histórico, vivo, vigente, gravitante, de constante aparición en los medios. Pero este peligro, la posible distracción de la comparación, queda desvirtuado desde el comienzo de Verdades verdaderas... , cuando Susú Pecoraro demuestra su extraordinario talento para una interpretación casi mimética de Estela de Carlotto. Las actuaciones y la dirección de actores son claros aciertos de la película. Luego, una virtud que es, al mismo tiempo, limitación: el irrestricto respeto de Gil Lavedra por la figura de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. Obviamente, hablamos en términos cinematográficos. En esta conmovedora biografía, vemos, a partir del secuestro y asesinato de su hija Laura, la transformación de un ama de casa y docente en un ícono de la lucha por los derechos humanos. Pero otros abordajes, intimistas, secundarios, como la tensión de pareja entre Carlotto y su marido por la total entrega de ella a la búsqueda de bebés apropiados durante la dictadura, están apenas esbozados. La película, de producción cuidada y corrección narrativa, se articula en tres tiempos. Predomina un “presente histórico”, que abarca la dictadura y principios de la democracia, en el que vemos a Carlotto con su esposo (notable Alejandro Awada) y sus cuatro hijos (Inés Efron encarna a Laura). Se intercalan, además, bellos y alegóricos flashbacks de Carlotto con su hija cuando era niña; y un presente realista, hecho de militancia, búsqueda incansable y emotividad, como los monólogos de Fernán Mirás y Laura Novoa (hacen de hermanos de Laura), destinado a un archivo por y para jóvenes que aún ignoran sus identidades. La dupla Pecoraro-Awada logra secuencias de enorme intensidad, con menos apelaciones a la retórica que a la sutil gestualidad, como corresponde en cine. Así transmiten la infinita angustia de no saber dónde está su hija; el efímero alivio de enterarse, por una compañera de cautiverio, que sigue viva; la durísima (y catártica) indignación al reconocer el cuerpo; la esperanza renovada de hallar al nieto. Sabemos el final (abierto) de esta historia: Carlotto sigue buscando. Para compensar la amargura, que ella sobrelleva con acción y dignidad, la película muestra, a modo de coda, a la verdadera Carlotto y distintos “finales felices”: los de jóvenes que se reencontraron con sus familias biológicas.
Al otro lado del paraíso La solitaria vida en Cabo Polonio en invierno. El Polonio empieza con un plano, silencioso, del rostro de una mujer, que parece luchar interiormente contra la cámara. En su mirada, en sus gestos, en su forma nerviosa de fumar, incluso en sus rasgos, notamos una angustia añeja. Tiene motivos. Pero la película no busca indagar en ellos ni desarrollarlos, sino mostrar a Natalia, en su hábitat/refugio, que en la idealización turística es mero edén: Cabo Polonio. “Estuve unas vacaciones, con mi pareja, y me quedé, sola -cuenta-. Pero mis problemas se instalaron conmigo. Nadie se viene a vivir acá porque sí, o porque le gusta el lugar. Polonio es precioso, pero generalmente hay algo más. Este lugar es como un nosocomio; los pobladores somos como pacientes”. Curiosa forma de describir un paraíso, como si fuera La montaña mágica , de Thomas Mann. ¿Por qué usa Natalia la palabra “nosocomio”? Tal vez por su aversión a los hospitales, desde la muerte de su pequeña hija: el sinónimo como módico atenuante. En adelante, la cámara seguirá la vida cotidiana de ella, en esa costa hermosa y salvaje: su vínculo con pobladores -son apenas sesenta- que cargan con otros fantasmas. La extrema belleza natural se intercala con retazos de historias dramáticas, mitigadas por la distancia y el análisis relajado que permite. Natalia sigue yendo a terapia, tomando pastillas, escuchando a Maharashi y sintiendo una tristeza que se contrapone -sólo en parte- con un sitio apacible y duro. Una ballena muerta, al definitivo vaivén de la rompiente, da cuenta de esta amarga belleza. Los únicos paraísos posibles, lo sabemos, son los paraísos perdidos.
Una joyita cordobesa Lúcido filme que cruza géneros y clases sociales. Una gratísima sorpresa -para el que no la haya visto en el 25° Festival de Mar del Plata- llega a la cartelera: De caravana . ¿Humor cordobés? Mucho más: aventura, intriga, amor, drama mitigado por la gracia y cruces sociales no forzados. Como si los personajes snob de Cohn-Duprat ( El artista ) se mezclaran con los marginales de Caetano ( Pizza, birra, faso ), sazonados por el antiheroísmo de los de Néstor Montalbano ( Soy tu aventura ). Un gran cóctel de diversión y antropología. Y todo articulado con fluidez y soltura, apelando a un humor que se apoya en la construcción de personajes y en una potente narrativa. Ni gags forzados ni chistes fáciles, esos amparos de los que justifican su mediocridad en el “cine de género”. De Caravana , tan disfrutable para el espectador común como para el cinéfilo más exigente, demuestra que, si hay talento, es posible hacer películas populares no populistas. La acción se dispara durante un recital de la Mona Jiménez: registro documental combinado con ficcional. Ahí, Juan Cruz (Francisco Colja), joven fotógrafo de clase media, moderno, con pretensiones intelectuales, retrata un mundo ajeno y pintoresco. Hasta que conoce a Sara (Yohana Pereyra), atractiva morocha cuartetera que arrastra una historia densa. Ella termina posando para él en una casa/estudio, hasta que Juan Cruz se da cuenta de que le robaron algo y le dice a un amigo por teléfono: “Seguro que fue uno de estos negros de mierda”. Luego, la trama nos arrolla a ritmo sostenido, sencillo y sin alardes -como la música de Jiménez-, con notables personajes, incluidos los secundarios, sin obligarnos a tomar posiciones morales ni sociales, pero sin ser ingenua. Muchas veces, el humor surge de un modo lateral; muchas otras, como sutil epílogo de un plano que parecía que iba a cortarse antes. Delicados remates, como el del final de este filme lúcido y reconfortante.