No soy de aquí ni soy de allá Se centra en una argentina radicada en Barcelona que regresa. Para el que vio -ya hace más de una década- Plaza de almas, opera prima de Fernando Díaz, lo que más sorprende de La extranjera es el cambio estilístico del realizador, tras sus años vividos en Francia. Sobre todo en la primera mitad de su nueva película, cuando logra transmitir la realidad externa e interna de su protagonista -una argentina radicada en Barcelona, que regresa por la muerte de su abuelo- con elementos puramente visuales, haciendo buen uso de la elipsis: virtud, también, del montaje. Todo indica, a través de la lacónica composición de María Laura Cali, que María, su personaje, arrastra una vida desdichada, al menos en España, donde sobrevive trabajando en una discoteca Al volver, viaja a San Luis, a un pueblito llamado Indio muerto, donde su abuelo, que era su último familiar vivo, tenía una chacra. Gradualmente, María parecerá ir encontrando su lugar en el mundo, su destino sudamericano. Pero nada será simple. Por un lado, como le ocurre a muchos emigrados, termina por ser (sentirse) extranjera en todas partes. Por otro, su conflicto es más vasto e íntimo que el que le plantean los demás. María se siente "extranjera" de ella misma, de su propio deseo: la mirada exterior (desvalorizadora) es apenas una reválida de la propia. Juan (Arnaldo André), un separado porteño que lleva una vida de hacendado en la zona, un hombre también en fuga, más luminoso que ella pero también confundido, le devolverá -algo así como- la palabra y le dará un prisma nuevo. La relación entre ellos será, como todas las partes que funcionan de la película, ambigua. El personaje de Roly Serrano, dueño de un almacén que maneja la compraventa de los productos de la zona, también tiene idas y vueltas con María (a veces demasiado subrayadas, abruptas e inverosímiles: obvios puntos débiles de la segunda parte del filme). Sin embargo, con una minuciosa puesta en escena, bella pero no pintoresquista, y el trabajo sobre los clarooscuros humanos, Díaz consigue un filme muy digno.
El planeta de la corrección La superproducción animada española es amable, pero sin rasgos propios. Uno de los ganchos publicitarios de Planet 51 es su condición de "superproducción animada española", lo que supondría un carácter alternativo a los productos de Hollywood. Pero no: ni un solo rasgo de esta película europea de 60 millones de euros, cuyo guión es de Joe Stillman (Shrek y Shrek 2), le otorga personalidad al conjunto. Al contrario, el filme entero es una gran imitación -un tributo, dirán sus defensores- de los de las factorías norteamericanas, potencias del género. La resolución visual de Planet 51 es digna, aunque transitada; el argumento parte de una idea interesante, pero no remonta vuelo: se queda en un tono aleccionador, apenas discreto. Con incesantes homenajes a clásicos de la ciencia ficción -y de otros géneros- y un humor que funciona de a destellos, el envase es más atractivo, finalmente, que el contenido. El mayor acierto es su planteo general, que invierte la identidad de invasores e invadidos. La historia transcurre en un planeta alejado de la Tierra, cuyos habitantes -seres verdosos, sin fosas nasales, con cabellos que parecen bananas-, viven en una especie de mundo feliz, que remite a los Estados Unidos de los '50. La única perturbación es la paranoia por la posible llegada de "alienígenas", lo que finalmente ocurre: un arrogante astronauta de la NASA y una especie de sonda espacial/mascota con algo de Wall-E. Por esta vez, los humanos somos los seres extraños, de otra galaxia. Un grupo de chicos de Planet 51, encabezado por el adolescente Lem, esconde al astronauta y comprende que lo distinto (pregunta: ¿son tan distintos los mundos "confrontados"?) no constituye per se una amenaza. Esta lección será subrayada durante toda la película, en la que habrá acción, amor y chistes, digamos, previsibles. Los más efectivos aluden a la desesperación por aparecer en televisión y otras frivolidades. ¿Les suena? Cuando se plantea el amor de Lem por su vecinita, el muchacho queda envuelto en Unchained Melody -tema de Ghost, canción que alcanzó su cenit en los '50- hasta que una cachetada en la nuca lo devuelve a la realidad. Cuando los habitantes de Planet 51 analizan los elementos encontrados en la nave espacial terrestre, se espantan con un Ipod en el que suena la insufrible Macarena, y lo destruyen a tiros. En otro momento suena un fragmento del tango Por una cabeza, que alude a Perfume de mujer: guiño que, por supuesto, sólo capta el público adulto. Planet 51 es una película amable, de homogénea corrección: su punto débil. Un mundo apacible, de objetos curvos, retrofuturistas, con seres semejantes a los humanos del pasado, que se sienten "amenazado" por los humanos de hoy. La moraleja indica que no tienen nada que temer. Lo contrario de lo que planteó Ray Bradbury en Crónicas marcianas.
Hay un malevo en mi cuerpo "Fantasma de Buenos Aires". Un joven y su raro "cruce" con un guapo muerto en 1920. Lo primero que sorprende de Fantasma..., producción de la FUC dirigida por el debutante Guillermo Grillo, es que sea una película de género. Lo segundo, que sea de tantos géneros: comienza con guiños al cine de terror o fantástico y, luego, va convirtiéndose en una comedia dramática, en la que no faltan elementos de tragedia, de filme romántico ni de película de suspenso. Uno de sus ejes es la contraposición de dos ciudades (Buenos Aires), dos países (Argentina) y dos épocas, que es igual a decir dos mundos o formas de ver el mundo. En algún punto, Fantasma... parece hecha de fragmentos de películas norteamericanas (que el director habrá disfrutado sobre todo en los '80), pero con ambientación y personajes bien porteños. La combinación suena tentadora, pero su resultado es irregular. Por momentos, la historia genera interés -el tono y el tratamiento se mantienen bien alejados del cine contemplativo-; por otros, gracia, sobre todo a partir de un personaje de comienzos del siglo XX que, traspolado al XXI, debe "enfrentarse" a una realidad con mayor libertad sexual y menor sentido de la pertenencia. La película empieza en el pasado: con un cuchillero (Canaveri; Iván Espeche) muriendo violentamente en 1920. Luego, la actualidad: tres jóvenes juegan a la copita y terminan convocando al espíritu del malevo. Uno de los muchachos (Tomás; Estanislao Silveyra), cuya madre murió cuando era chico, hará contacto con el guapo y, más adelante, le prestará su cuerpo para que cumpla una última misión en la Tierra. ¿Una venganza? Como si se tratara de una combinación de Hay una chica en mi cuerpo -por el procedimiento para representar la "convivencia" corporal- con Sueños de un seductor -Canaveri le da consejos sentimentales al muchacho, como el fantasma de Humphrey Bogart a Woody Allen-, la película termina centrándose en la masculinidad, en los distintos modos de acercamiento a las mujeres. Y, si bien Grillo elude las tentaciones del "psicologismo", sus personajes caen en algunos lugares comunes y trazos gruesos. Y ciertas subtramas, como la de la madre muerta, parecen innecesarias o acaso excesivas: algo así como rizar un filme con demasiados rizos.
Nuevos cortes de carnicería Crítica "El juego del miedo VI" Desde el más allá, Jigsaw sigue con sus lúdicas torturas a personajes corruptos: moral aplicada de modo inmoral. No se trata de apelar al facilismo reseñero, pero contar la secuencia inicial de El juego del miedo 6 es la forma más eficaz de sintetizar su esencia. Un hombre y una mujer, usureros, están cautivos en celdas jigsawianas, obligados a "competir" para sobrevivir. A su alcance hay elementos cortantes y dos balanzas. El que logre quitarse más kilos corporales salvará la vida. El hombre, regordete, comienza a rebanarse la panza de a lonjas: se filetea. La mujer, más inteligente, prefiere el corte único con hueso: toma un hacha y le apunta a su brazo izquierdo... Lo previsible: morbosidad cada vez más extrema, explícita e ingeniosa; moralismo vengativo; exaltación de la tortura y la ejecución por mano propia, en tiempos en que esa exaltación crece sin ayuda de estas películas... Aclaremos: nadie sostiene que el espectador de El juego... saldrá de "cacería moral", ni que las apoyará. Sí que esta película las tiene en el centro de su ideología y que lo demuestra en cada una de sus decisiones, incluso estéticas y humorísticas. John Kramer/Jigsaw (Tobin Bell) se las sigue arreglando, desde la muerte (desde flashbacks y alucinaciones), para torturar lúdicamente a corruptos e inadaptados sociales: ahora, al ejecutivo de una compañía de seguros impiadosa. El ejercicio de la ley del talión es sofisticado y cargado de alegorías. En una escena, el empresario queda ante una calesita con seis subordinados suyos: debe ejecutar -en este caso, con culpa- a cuatro. En esos giros hay ruegos, bajezas, manipulaciones, y raptos de dignidad suicida: el mundo laboral a pleno. La otra subtrama sigue al detective Hoffman (Costas Mandylor): ¿aliado o enemigo de Jigsaw? En esencia, más de lo mismo, en una saga que ya tiene fans y detractores, lo que a esta altura hace estéril cualquier crítica.«
Dos personajes en la ruta del desamparo La nueva película de Santiago Loza es árida y bella. Hay que aclarar que La invención... es una película lacónica -por momentos, árida- realizada con absoluta libertad creativa y gran capacidad para la composición de planos por Santiago Loza, director de otros filmes con impronta experimental. El que haya visto Extraño, Cuatro mujeres descalzas,. Artico y/o Rosa Patria sabe que no puede ir al cine esperando una obra convencional de Loza. La invención... se centra en un estudiante de medicina -gay más o menos reprimido- y una mujer, mayor que él, que entrega su cuerpo a prácticas hospitalarias. Ella, lo aclara una de las pocas veces que habla, no puede tener hijos. El, atormentado por causas que no se aclaran, está obsesionado con la idea de ser padre. Juntos, emprenden un viaje cargado de misterio y elementos surrealistas -como los de un sueño-, en el que conforman algo así como una alternativa a la idea tradicional de familia. El director cordobés opta por una puesta en escena minuciosa, casi de entomólogo; planos muy plásticos, que parecen aludir a obras que van desde "El origen del mundo", de Courbet, hasta "La piedad", de Miguel Angel; y una fotografía fría, azulada o verdosa, estilo quirúrgica, que luego irá cedienco a una iluminación más cálida y natural. La música original, de Christian Basso, es dolorosa y bella. El trabajo sonoro, impecable. Esta vez, no hay caras conocidas en los protagónicos. Sí buenas interpretaciones, contenidas, de dos actores que vienen del teatro: Diego Benedetto y Umbra Colombo. Los personajes de ambos cargan con una inexplicada angustia existencial, un desamparo que no se reconstruye en flashbacks. Cruzados por elementos religiosos, tienen sexo fugaz con hombres: relaciones en las que predomina la frialdad, que más adelante será conjurada -en parte, sólo en parte- por cierto lirismo vinculado con la salida de ambos a otros mundos. El relato, que apela a la elipsis, a la fragmentación, deja espacios a llenar por el espectador. O no: se puede optar por la contemplación, el imperio de los sentidos. Lo importante es tener en cuenta que se trata de un filme críptico, que refleja universos internos. Si no, se corre el riesgo de entrar en territorios desconocidos. Riesgo que, como artista, decidió tomar Loza.
La tragedia de un hombre pequeño El drama sentimental de James Gray es mucho más de lo que aparenta. Detrás de un entramado grueso, tejido con lugares comunes y simplificaciones de un drama pasional cualquiera, Los amantes funciona -apariencias al margen- en capas secundarias: más sutiles y por lo tanto más eficaces; muchísimo más amargas. Antes que a las desdichas sentimentales y a la inutilidad del voluntarismo para (re)orientar pulsiones, la película de James Gray alude al encierro patólogico de un hombre inmaduro, a su incapacidad para ser mejor de lo que es, a su impotencia para librarse de las ataduras familiares o incluso comprenderlas. La adolescencia eterna es su condena perpetua. Leonard (notable composición de Joaquin Phoenix) viene de un fracaso de pareja, vive y trabaja con sus padres, y es bipolar. Estos elementos, de melodrama con final aleccionador, le otorgan al filme un punto de vista maníaco/depresivo, una mirada crédula, la de su protagonista, y sensación de asfixia y extrañamiento. En el papel de madre sobreprotectora -aunque, a diferencia de su marido, intuitiva del abismo en que se hunde su hijo- se luce Isabella Rossellini. La estructura es simple. Leonard conoce a dos mujeres casi al mismo tiempo. Una vecina, Michelle (Gwyneth Paltrow), enamorada de un hombre casado que la "mantiene": pagándole el alquiler y prometiéndole un improbable futuro. Y Sandra (Vinessa Shaw, mejor actriz que Paltrow): la candidata familiar a novia de Leonard. Los padres de él son amigos de los de ella, e incluso planean un negocio juntos: para el futuro de una pareja que, obviamente, no puede aspirar a la felicidad ni la autonomía. En resumen: la historia avanza a fuerza de deseos de lo que no se tiene -y nunca se tendrá-, frustraciones y amores no correspondidos. O, más que no correspondidos, asimétricos, como suelen ser los amores: el de Michelle por su amante, el de Leonard por Michelle y el de Sandra por Leonard. Michelle y Sandra son personajes arquetípicos: Michelle es "la otra", la que se consume en una espera ciega y obsesiva; Sandra, una mujer maternal, que ve en Leonard no sólo a un hombre enfermo sino a un hombre "genuino". Pero la película nos muestra que la autenticidad, en el amor, suele ser un concepto más lábil de lo que querríamos. Insistamos: el fuerte de Los amantes es mostrarnos el mundo desde la mirada distorsionada de Leonard, desde su sometida relación con un entorno endogámico, desde sus depresiones y sus euforias sin basamento. Una (gran) secuencia en una discoteca nos hace sentir que Michelle está cerca, aunque esté a años luz. Más adelante, ella, convaleciente y desamparada, le demanda ayuda. Pero, cuando entra imprevistamente su amante, le pide a Leonard que se esconda. El hombre resignado se oculta del que debería ocultarse: un espejo duplica a Leonard, el bipolar, en su escondite. La música, que va desde el tecno hasta la ópera, transmite más que los vaivenes anímicos del protagonista. El edificio en el que viven Leonard, su familia y Michelle es la unidad de lugar: una suerte de "cárcel". Michelle cita a Leonard en la terraza o le habla por teléfono, mientras se muestra desde una ventana interna. Por ráfagas, Leonard parece comprender su destino fútil y se acerca a Sandra. Peor el remedio...: ella es una extensión del mundo del que él quiere escaparse y, además, el "intento" de amar es siempre patético. Con los elementos del desenlace, Gray podría haber cerrado una mala película: cerró una desoladora. En esa distancia entre el parecer y el ser radica uno de los tantos encantos de Los amantes.