Inconsciente colectivo Freud, Carl Jung y una paciente, luego colega: cóctel de sexo, psicoanálisis y abusos. A veces tenés que hacer algo imperdonable para poder seguir viviendo.” La frase, dicha con más dolor y arrepentimiento que con regodeo o deleite, sale de la boca del Carl Jung que crearon Christopher Hampton (autor de la obra teatral en la que se basa el filme) y el director David Cronenberg, cuando al atribulado Jung ya no le queda espacio para la dialéctica analista/paciente. Teniendo a Sigmund Freud como mentor -no está de más recordar aquello de la figura paterna-, Jung es uno de los tres vértices del triángulo entre ideológico y perverso de Un método peligroso . Otro es Freud, y el tercero y responsable de que el padre del psicoanálisis y el eminente psiquiatra se conozcan, dialoguen, se envidien y separen a comienzos del siglo pasado es Sabina Spielrein. El asunto es que la palabra por sí misma no había sido hasta ahora el vínculo más directo de Cronenberg con su público. Realizador de buen pulso para el relato sugerente, aquí Freud, Jung y Sabina son lo más antiperonistas que se pueda imaginar: hechos y no palabras. Hay marcas en el relato que son propias a cualquier Cronenberg: el sexo, la relación de poder, el abuso, el amor/odio, y -si se bucea más profundo- el tema del doble, y el querer ser y el ser. Y no hay que ser un experto en neurosis o histeria, ni reconocer la influencia de los impulsos sexuales o las meras pulsiones eróticas para entrarle al asunto. Que no es un tratado ni una aproximación histórica al psicoanálisis. Saber quiénes fueron los personajes, ayuda, pero no limita. Algo maníaca y perturbada, Sabina ingresa a la clínica donde Jung la atenderá de acuerdo a las lecturas que ha hecho de don Sigmund, y su método. De a poco la cuestión empieza a enturbiarse, no por la enfermedad de la paciente, sino por el amor que se despierta entre ambos. Como para analizar es que la relación entre el analista casado y la enferma comienza mucho antes de que la mente de ella empiece a liberarse, y a sanar, y pueda ser muchos años después, más que discípula, colega. La contraposición entre los personajes, por distintas raíces, sea de pensamiento, de experiencia vivida o de religión -Cronenberg remarca que Freud y Sabina son judíos, y Jung, protestante- es riquísima, tanto en los diálogos como en las actitudes -la media sonrisa de Viggo Mortensen como Freud, mascando su cigarro; los ataques de Sabina, que se excita recordando cómo la castigaba su padre (Keira Knightley); y el triste y consternado Jung de Michael Fassbender. La relación cuerpo mente, cóm o el sexo interviene y predomina en las conductas lleva aquí a pensar aquello de que si se actúa como se piensa en vez de como se siente, pasan cosas raras. Como le pasa a Jung.
De la guerra acá a la guerra en Marte Un humano del siglo XIX lucha en un Marte dividido. Basada en la obra de Edgar Rice Burroughs. Máxima futbolera: no hay que confundir dinámica con vértigo. John Carter... tiene lo segundo: avanza, aluvional, sin que nadie haga una pausa. Alguien podrá decir que se trata de una película de acción pura. Bien, el problema es que su trama, que no es lo mismo que su acción, se bifurca a un ritmo que no parece del todo justificado y que no permite mayor empatía con los personajes. En este aspecto, esta megaproducción termina siendo plana. Claro que hablamos de un producto de uno de los fundadores de Pixar, Andrew Stanton, director de Buscando a Nemo y Wall-E , que hace su debut en un filme que combina animación y actores. La película tiene, como podríamos esperar, hallazgos visuales -más vinculados a la ambientación “retrofuturista” que al uso del 3D- y búsquedas, como la de combinar géneros y estilos, y encarar una historia en la que los marcianos no son invasores sino seres en conflicto interno, autodestructivos: una suerte de espejo nuestro. John Carter..., personaje creado en 1911 por Edgar Rice Burroughs, autor de Tarzán , empieza como un western y se transforma en un filme de ciencia ficción; tiene mucho de películas de gladiadores y también de fábula de guerreros y princesas; oscila entre la Tierra y Marte; podríamos decir, también, que entre el siglo XIX, el XX y, por qué no, el XXI; se apoya de lleno en la acción, pero no carece de destellos de lirismo. En definitiva: un eclecticismo que por momentos causa fascinación y, por otros, la sensación de estar ante un híbrido, una especie de pegatina de distintos episodios de un cómic (esta obra de Burroughs fue publicada como serial por entregas y como libro). La historia empieza cuando un veterano de la Guerra de Secesión, el capitán John Carter (Taylor Kitsch, que saltó a la fama en la serie Friday Night Lights ), se esconde en una caverna, en medio de un enfrentamiento entre soldados y apaches. Un rato después, aparece en Marte. Como si no pudiera escaparse de su destino, deberá seguir participando en guerras internas. En su nuevo planeta se enfrentan seres muy parecidos a los humanos, y también criaturas raras que alternan -como nosotros- entre lo noble y lo miserable. Carter, un renegado en la Tierra, irá transformándose en un héroe extranjero y extraño. La épica bélica, y la romántica, transcurrirá en una geografía polvorienta, abierta, natural, en la que los efectos especiales no lucirán abrumadores ni impostados: un acierto.
Pasión de preembarque Una mujer con cáncer terminal se enamora de su médico. La cartelera veraniega vuelve a traernos romanticismo oncológico. Como en 50/50 , en Amor por siempre un tumor maligno irrumpe en alguien joven y vital que -en medio de un sismo íntimo- se enamora de su terapeuta. Ambas películas son tragicomedias (por lo tanto, irreverentes): la protagonizada por el inescrutable Joseph Gordon-Levitt tiene progresión lógica y una ácida impronta a lo Judd Apatow; la protagonizada por una expansiva Kate Hudson parece una combinación de Sex and the City con Antes de partir , filme en el que el cáncer era apenas el trampolín hacia ampulosas lecciones de vida. En Amor..., Hudson interpreta -con convicción, aunque el personaje bordee el absurdo- a Marley: una publicista simpáticamente avasallante, libérrima, que no quiere catorce de febrero ni cumpleaños feliz. Vive en Nueva Orleans, con saludable liviandad, hasta que, ay, un virulento cáncer de colon le cambia las coordenadas. No al punto de hacerle perder su estilo filoso, pero sí de rever sus vínculos (padre distante, madre sobreprotectora -Kathy Bates- amiga embarazada, etc) y, maravillas de Hollywood, de enamorarse de su médico (Gael García Bernal: anodino, más allá de que el personaje lo obligue a funcionar como contraste conservador de Marley). Irrealismo mágico: basta comentar que, en algo así como una nube, Marley tiene encuentros con algo así como un hada madrina (Whoopi Goldberg, otra vez en un personaje que procura mitigar la tragedia, como aquella médium de Ghost...). En Amor...casi todo falla: la pareja no tiene química -ella parece llevárselo, siempre, a él por delante-, el cinismo superficial alterna con la emotividad manipuladora -sin provocar mayor efecto, en ambos casos- y se respira un tufillo moralista. Veamos: una mujer desprejuiciada recibe castigo divino, procura -sin saberlo- redimirse a través del amor del que renegaba y se enfila hacia un paraíso... estilo new age, claro.
Microcosmos en el Once Documental de Diego y Pablo Levy en torno de una sedería en la que trabajan entrañables personajes. En tiempos de películas ampulosas y mercantilismo impersonal, Novias, madrinas, 15 años rescata -con elaborada sencillez- un universo cargado de identidad: ínfimo, atávico, artesanal, acaso en vías de extinción. El de los vendedores de telas del Once. O, más exactamente, el de la sedería del padre de los realizadores: microcosmos en el que, detrás de la mirada externa y la igualadora rutina, conviven personajes de barniz común y esencias peculiares. Sin énfasis, pero sin indolencia, los Levy los retratan individualmente e interactuando, en una suerte de ecosistema laboral con leyes creadas por los años. El resultado es una película honesta, perspicaz, cálida, nada tediosa. En apenas una hora, a través de suaves y precisas pinceladas, los directores transmiten también una atmósfera rica en matices. Atmósfera que los hermanos Levy conocen a la perfección, aunque no la hayan elegido como destino laboral sino -en este caso- artístico. Los empleados y el dueño del negocio van hablando a cámara, cada uno a su turno, con un fondo de seda que va variando, excepto en su delicada belleza. Pequeñas anécdotas, rasgos, gestos, confesiones: elementos suficientes para trazar las coordenadas de este mundo. Siempre dentro del local, entre clientas, nos acercamos a esos entrañables hombres mayores: a aquel que, después de 60 años en el ramo, confiesa que nunca le gustó ser comerciante; a aquel otro que, en las antípodas, jura que vender sedas es el centro de su vida, un arte, aunque perdió todo lo ganado por su adicción al juego. O a ese otro, el más freak , que canta una rara versión de Me gusta ese tajo , con un palo de escoba a modo de guitarra, y narra un pasado nocturno, en ámbitos de “alcohol, drogas, mujeres, travestis, prostitución”. O al religioso, que recuerda haber contactado a un pastor cuando las ventas eran pobres. Levy padre, centro de ese cosmos, cierra los testimonios: parece tan cabrón como noble. La ropa impecable, el tono -estricto y melancólico; apasionado y resignado al mismo tiempo-, y cierta incomodidad frente a cámara lo definen mejor que cualquier palabra. El resultado de un cine simple, cuidado, al margen de la manipulación sentimental, pero con alma.
Antipatía por el demonio Una película displicente, que copia fragmentos de otras. Cuántas películas más sobre exorcismos -sin ideas nuevas- estaremos condenados a ver? ¿Y falsos documentales de terror, sucedáneos de El proyecto Blair Witch ? Y sin embargo, lo peor de Con el diablo adentro no es su condición de copia de lo mil veces copiado, sino su displicencia argumental extrema, su desdén a la hora de construir personajes. ¿Construir? Un verbo indulgente para este filme, en el que todo es unidimensional, chato, olvidable. Algún fanático del subgénero podría decir que el “chiste” es que el material que uno ve corresponde, supuestamente, a filmaciones encontradas ( foundfootage ), entre ellas las de cámaras de seguridad de, por ejemplo, un hospital psiquiátrico. Respuesta: Con el diablo... ni siquiera se toma el trabajo de fingir algo así. Indolencia pura. Lo que vemos en pantalla pretende ser un documental sobre una chica cuya madre mató a dos sacerdotes y a una monja en 1989, mientras le practicaban un exorcismo. Veinte años después, acompañada por un camarógrafo, la chica viaja hasta Roma, donde su madre está internada en un neuropsiquiátrico. De paso, se mete como si nada en cursos que dictan en el Vaticano sobre exorcismos y entabla vínculo con dos curas: uno de ellos reniega de varios preceptos católicos; el otro... también, pero con culpa. Los dos aceptan ser filmados mientras intentan arrancar al diablo de cuerpos de mujeres que no paran de contorsionarse, poner los ojos en blanco y hablar con la voz de Alfio Basile antes de la cirugía de garganta. Aunque -tal como lo resalta la película en su inicio- el Vaticano prohibe expresamente que los exorcismos sean filmados, estos sacerdotes no tienen problemas en que la cámara los siga en cada round contra el demonio. Por momentos, vemos lo que filma el camarógrafo amigo de la chica. Hasta ahí, un mínimo de verosimilitud. Pero, más adelante, veremos al camarógrafo también en cuadro, como un personaje más, en planos generales fijos. ¿Quién filmó eso? En algún momento, Satanás empieza a saltar, cual pelotita de un flipper, de un cuerpo a otro. La lógica ya no importa ni va a importar, si es que alguna vez importó. No queda mucho más. Salvo, un buen chiste. Un sobreimpreso que aclara: “El Vaticano no participó en la producción de esta película”.
Duelo y odisea Discreto filme, inferior al libro de origen. Jonathan Safran Foer publicó Tan fuerte, tan cerca (en la traducción española el título no llevaba el “y”) en 2005. Escrita bajo el influjo reciente del atentado a las Torres Gemelas, la novela no sólo confirmó el talento literario del autor de Todo está iluminado : mostró, además, una forma novedosa de instalar al libro/objeto como instrumento narrativo, en especial a través de imágenes que representaran lo que no pueden representar las palabras. Un ejemplo: Oskar, el chico que narra sus sensaciones ante la muerte de su padre en el ataque del 11/9, cuenta que se va a dormir. En las páginas siguientes, se suceden trece imágenes, bellas y perturbadoras, lógicas e ilógicas: su sueño/pesadilla. Hay muchos otros pasajes que demuestran ingenio y versatilidad, sumadas a una prosa que reproduce el punto de vista infantil, en equilibrada oscilación entre el dolor contenido, la melancolía, la candidez, la agudeza y el humor amargo. La película, dirigida por Stephen Daldry, es un ejemplo, uno más, de la ineficacia que supone traspolar la literatura al cine, sobre todo cuando las imágenes parecen ser meras ilustraciones de la palabra escrita. Una mudanza, en este caso, con grandes pérdidas. En primer lugar, el delicado lirismo; en segundo, la sutil creatividad para abordar un tema complejo. El guión de Eric Roth ( Forrest Gump , El curioso caso de Benjamin Button ) muestra, especialmente en la segunda hora de película, una clara tendencia al sentimentalismo, la manipulación, el golpe bajo. Recurso que Safran Foer evitó y que la dupla Daldry/Roth utilizó como gancho de taquilla. Hasta ahora les valió la nominación al Oscar a mejor película, por ¿absurdo? que suene. El que no leyó el libro, y busque conmoverse sin cuestionar la ética de esta adaptación, encontrará –probablemente- la emoción deseada. El debut actoral de su protagonista, Thomas Horn, es más que aceptable. Lo secundan actores de peso, como Max von Sydow (otra candidatura al Oscar), Tom Hanks (en el papel del padre) y Sandra Bullock (la madre). El filme se basa en recursos transitados: la voz en off del chico, que reproduce la primera persona del libro y nos transmite su encierro interior; y flashbacks , que nos muestran la relación con su padre y, de a poco, qué ocurrió durante lo que él llama “el peor día”. Hay secuencias que sí funcionan: la del 11/9, cuando Oskar sale del colegio, percibe la realidad distorsionada –como en una pesadilla- y, al llegar a su casa, se encuentra con los primeros mensajes dejados por su padre desde una de las torres. O, más adelante, cuando el niño nos transmite toda su paranoia. Oskar, fóbico con razón, encuentra una llave que perteneció a su padre en un sobre con la palabra “Black”, que él interpreta como un apellido. Entonces, urde un plan monumental y alocado: visitar a todos los Black de Nueva York, hasta dar con la cerradura. Una bella metáfora, en el libro resuelta con elegancia. La película, en cambio, opta por ser enfática. Por caso, al transmitir la angustia suplementaria de Oskar ante la imposibilidad de recuperar, al menos, el cuerpo de su padre. O al mostrarlo en su vínculo con un personaje –imposibilitado de hablar- que también sufrió históricas orfandades. Safran Foer los moldea en base a estilo y astucia; Daldry, apoyándose en lacrimógenas demandas del mercado.
Crónica de niños solos Documental sobre chicos cartoneros que conducen carros con caballos. En la calle, la pobreza es unánime y transparente: lo que no tiene matices, no se piensa o directamente no se ve. En los medios, lo que queda al margen de la caracterización “ la gente” y ocupa, con suerte, secciones policiales. En casi todos lados, una amenaza: no de caer en ella, sino de ser “atacado” por ella. En política y en cine, demasiadas veces, una herramienta, una excusa, un estilo retórico o incluso estético. Siempre, en el fondo, injustamente, la otredad. Yatasto , opera prima de Hermes Paralluelo, se anima, en cambio, a mirar a la pobreza de frente, desde adentro, sin demagogia ni preconceptos ni estereotipos ni golpes bajos: sin hablar en nombre de; con una naturalidad difícil de encontrar en otros documentales intimistas. Entonces es cuando dejamos de hablar de pobreza -generalización, prejuicio, vaguedad- y hablamos de personas, con nombres y vidas y sueños postergados; de gente, sí, que no se automargina del sistema sino que busca entrar en él (los porqué quedan para otro filme). En Villa Urquiza, barrio suburbano de Córdoba, Paralluelo se centra en un grupo de chicos, en el vínculo que tienen con sus caballos y los carruajes con los que juntan cartones y desechos. Sin estridencias -sin voces explicativas en off, sin músicas piadosas, sin búsqueda de alegorías conmovedoras-, a través de un magnífico trabajo de campo, logra mostrarlos en su trabajo diario y también en sus vínculos familiares, casi siempre complejos y fragmentados. La película está estructurada en largos planos fijos, trabajados minuciosamente desde la fotografía -basada, aun en interiores, en la luz natural- y el sonido. La desenvoltura de los chicos frente a cámara, el olvido de que se encuentran ante un dispositivo cinematográfico (de puestas elaboradas) hace que nos sintamos frente a una buena ficción. Lo que ocurría, por mencionar a otro documental premiado en el BAFICI, en Unidad 25 , que también impactaba con diálogos que parecían guionados, salvo por el hecho de que los diálogos guionados suelen sonar artificiales. Acá, en cambio, todo fluye como en cualquier vida, incluso con destellos de humor y esperanza. Aunque el trasfondo sea triste. Como el de esa nena que le dice su hermano -mitad en serio, mitad en broma- que de grande será policía, para encarcelar a su padre y tenerlo más tiempo junto a ella.
Consorcio de terror Filme nacional, con una mujer española que va quedando encerrada en una situación de pesadilla. Penumbra trabaja sobre la claustrofobia y -tal vez- la paranoia, que siempre son reales, aunque sus motivos fueran imaginarios. Lo hace en dos aspectos: el físico/espacial y el mental. El primero, a través del encierro en un edificio en el que transcurre casi toda la película; el otro, a través de un punto de vista que transmite dudas acerca del grado de realidad de lo que percibe la protagonista: nosotros. Receta clásica del cine de terror psicológico, que muchas veces abusa del recurso manipulador de invalidar o dudar de lo que previamente nos muestra. Los hermanos Adrián y Ramiro García Bogliano, dos entusiastas del género, tuvieron su primer estreno comercial con Sudor frío . En Penumbra muestran el mismo profesionalismo -impecables fotografía y sonido-, pero más aplomo, paciencia y solidez para crear atmósferas y situaciones ominosas, en las que se mueven personajes de pesadilla. Tensión en ascenso, a pesar de algunos baches en la verosimilitud, y astucia para eludir los artificios típicos de las coproducciones, en este caso con España. Marga (Cristina Brondo) es una abogada catalana, una suerte de nueva rica que desprecia a los sudacas, especialmente argentinos (mirada externa que, al mismo tiempo, le otorga localismo a la historia). En un día en el que habrá un eclipse de sol, está a punto de alquilar un departamento algo decadente que tiene en Buenos Aires. En un pasillo del edificio se encuentra con el agente inmobiliario que, supuestamente, va a ayudarla a cerrar una operación importante. A partir de este vínculo, el suspenso y el horror ganarán terreno. Hay algo -algo- del viejo Polanski, el de El inquilino , con toques de un humor a lo Alex de la Iglesia en La comunidad . Y, también, alusiones a pirámides sociales y laborales -levantadas, con indolencia, sobre los perdedores del sistema-, y a la discriminación, como en algunas bromas de Fase 7 , filme argentino apocalíptico. Con una pátina perturbadora, que apenas condesciende al estallido gore , Penumbra tiene buenos protagónicos y actuaciones secundarias irregulares, más una breve , vital aparición de un Arnaldo André entre new age y diabólico.
Rara avis argentina Thriller con toques oníricos, durante la crisis de 2001. Que lo pague la noche , opera prima que Néstor Mazzini filmó hace más de una década, durante la crisis de 2001, en Lugano 1 y 2, es una película indefinible, lo que no implica un demérito. Su trama, que incluye tensión y misterio, la acerca al thriller; sus diálogos y personajes, al documental de raíz social condimentado con realismo sucio; sus atmósferas, al género fantástico apocalíptico. O incluso al surrealismo. En este eclecticismo radican su atractivo y también sus puntos débiles. Que lo pague...es, ante todo, una película de atmósferas sobrecargadas, oníricas. Una pesadilla trabajada desde lo visual y lo sonoro, abundante en imágenes ominosas y ruidos inquietantes, líquidos. En el comienzo, un travelling nos encierra, con eficacia y asfixiante belleza, entre infinitas moles de cemento: un mundo simétrico e interminable de monoblocks, que parecen vacíos, salvo por la apertura o cierre de algunas pequeñas ventanas. Más adelante, apretados desde la pantalla por el calor veraniego, la rabia y aquel derrumbe general, asistimos a un casamiento al aire libre, con los grises y monolíticos edificios como escenografía de fondo. De pronto, como en cumplimiento de un oscuro presagio, el novio se desploma sobre la mesa. Un grupo, sospechoso, intenta llevarlo -supuestamente- a un hospital. Pero empieza un viaje siniestro, que se irá abriendo como brazos un delta cenagoso. Los elementos que se ponen en juego, teñidos por la marginalidad, son múltiples. La premonición del que se va a morir. Una red de estafas y posterior ocultamiento de la verdad. Un infierno vecinal de prejuicios, rumores y búsqueda de culpables. Todo, en el marco expresionista de un país que estalla en pedazos. Las interpretaciones, a cargo de actores no muy conocidos y de verdaderos habitantes de Lugano 1 y 2, son irregulares pero hiperrealistas. El guión, en este caso, no se siente como un artificio. Muchas películas argentinas filmadas durante la crisis del 2001 -tan lejana, tan cercana- hoy parecen obvias, anacrónicas. Que lo pague noche , en cambio, evitó los lugares comunes y optó, con virtudes y defectos, por una potente extrañeza, tal vez algo confusa. El que quiera ver una alegoría de aquel período podrá hacerlo. Mazzini, atinado, no subraya nada.
Un gran personaje Documental sobre un ex interno del Borda que graba su primer disco. Un hombre, sonrisa de pocos dientes, se mira en un espejo de mano. Se afeita como si se lijara la cara, con agua y jabón. En una pieza descascarada, no más amplia que una celda, que no lo oprime ni lo avergüenza, recibe al músico/dandy Sergio Pángaro: anteojos negros, bigote anchoíta, parquedad. En la pensión de Constitución, planifican la grabación de un disco, con canciones del hombre del espejo: Moacir Dos Santos, cuyo nivel de entusiasmo es sólo equiparable con el de su simpatía, su candidez (para ser entusiasta se necesita ser cándido), su extravagancia sin impostación. Esta primera secuencia contiene casi todos los elementos del filme de Tomás Lipgot. La cruza de documental con elementos de ficción (luego devorados por la realidad). De un personaje riquísimo -más adelante sabremos que Moacir estuvo internado durante diez años en el Borda- y otro que funciona como contrapunto y puente. Pángaro ayudará a Moacir a concretar un sueño redentor: la grabación de un CD. Motor ficcional que finalmente se va transformando en un hecho verdadero, como todo, absolutamente todo, lo generado por lo único genuino: el deseo. Entre estas fronteras difusas se mueve el protagonista, hablando un portuñol vehemente, seguido por una cámara discreta que no parece intervenir en su vida. Por ejemplo, cuando se compra ropa “glamorosa”, en negocios tipo saladita, o una peluca unisex, para acompañar su traje blanco y su moño rojo. De pasada, Moacir hablará de la punta de un iceberg triste: su vida. O hará un comentario fugaz, “La música nos hace olvidar cosas feas”, antes de lanzarse a una enérgica catarsis musical. Con inteligencia y amor por su personaje, Lipgot evita la mirada burlona, la piadosa, la pedagógica. Permite que el verborrágico Moacir hable a través de palabras, pero mucho más a través de acciones. Lipgot podría haber hecho una película volcada hacia el pleno humor (como la recomendable Sueños de Polvorón ) o la oscura emotividad. Pero optó por un cálido, íntimo retrato que avanza hacia el cenit casi sin rispidez. El final, suerte de estallido rítmico, no incluye moralejas sino puro goce dionisíaco, único antídoto posible, carnaval.