Mujer al borde Erica Rivas se luce en el papel de una actriz inestable, ante el protagónico en una obra. Ya lo explicó el realizador Santiago Giralt: Antes del estreno se basa en Opening Night , de John Cassavetes. Habría que agregar: tamizada por el estilo “Giralt”, en el que puede rastrearse al primer Almodóvar: cierta forma naif, leve y desbordada, vertiginosa, algo chillona, de transmitir lo agridulce; el barniz de un humor que deja entrever la angustia de los personajes. Erica Rivas, en un papel a lo Gena Rowlands -frágil y poderoso; inestable y explosivo-, es un gran acierto de esta película. No el único. Antes del estreno está construida con largos, jamás tediosos, planos secuencia, que nos permiten seguir a cada personaje como si pudiéramos fluir con ellos, montados -por momentos- en sus nucas. A través de ese devenir, percibimos, por la mera forma en que se mueven, sus temores, flaquezas, resentimientos y frustraciones. También, su euforia y su amor, tan lábil. Hay, en este filme, mucho devenir y mucha verdad, entendida como la transmisión de sensaciones tan complejas, contradictorias y reales como las oníricas. “Cuando el cine no es documento, es sueño”, es la frase de Bergman con la que Giralt abre la película. Entre estos seres de pasos vacilantes, encontramos a Juana (formidable Rivas): una actriz famosa, alcohólica, excitada y aterrada por el estreno de una obra en el San Martín, su primer protagónico en ese teatro. La acompaña -a veces la acompaña, a veces parece alejarse- Román (Nahuel Mutti), un cineasta no muy conocido, bastante estancado, hipocondríaco, en parte egoísta, también hundido en más de un exceso. Tan egocéntrico y débil como ella. El límite a esos narcisismos, el cable a tierra, parece ser la hijita de ambos, Lili: una notable, naturalísima, creíble y querible Miranda de la Serna. La historia, el fragmento de historia -ya que Giralt, fiel a Cassavetes, prescinde de la narración a través de los tres actos convencionales-, transcurre en una casa en las afueras de Buenos Aires, en medio de la naturaleza, donde la otra naturaleza, la humana, se pone cada vez más densa a medida de que se acerca el estreno. Como en Upa! , pero de un modo más maduro y reposado, Giralt muestra su agudeza para captar y transmitir los sueños y miserias de ciertos artistas independientes. Acá, con menos cinismo y con el énfasis más puesto en los vínculos familiares, pero con similares momentos de intensidad dramática. Aunque su intención -si el arte permitiera hablar de intencionalidad- ya no parece ser la provocación -desde adentro- ni la broma a las cofradías artístico/intelectuales, sino la búsqueda de los inasibles, mutantes sentimientos. Tras Toda la gente sola y Las hermanas L , en las que no había logrado el nivel de Upa! , aunque había probado dignamente nuevos registros, Giralt revalida su capacidad de observación y su talento para dirigir actores, como queda claro en una secuencia de Antes..., cercana al final, en la que logra, sin sentimentalismo, transmitir la esencia de una relación de pareja: el oscuro mar de fondo y la inesperada luminosidad. Lo intenso y lo frágil: lo intraducible a palabras.
Un tipo deleznable Un gerente de Recursos Humanos, en un grotesco que resulta fallido. Hay que reconocer que la comedia colombiana El jefe genera misterio y risa. El misterio es por qué la vieron 300.000 personas -lo que anuncia su gacetilla-; la risa, lo que genera sin proponérselo, como alguien que se cae en un lugar público: la risa, maliciosa, provocada por el traspié, no por la virtud ni el ingenio. Todo empieza con un hombre que se despierta a las 5.50 AM, escucha a su mujer quejándose por problemas de consorcio -ellos no pueden votar en las asambleas porque no son propietarios- y le cambia los pañales a su bebé, manchándose feamente la ropa. Una pesadilla. Después sabremos que se trata del gerente de Recursos Humanos de una empresa, un tipo deleznable, que goza haciéndole el mal a los empleados. Ah: y se convertirá en el amante de la mejor amiga de su esposa. Entre intrigas laborales y sentimentales mal resueltas, en tono más grosero que grotesco, la película se destaca por su desborde, su falta de lógica, su pobreza en las puestas de escena y construcción de historia y personajes, sus actuaciones irregulares y su apelación constante a lo escatológico. El jefe untará con caca la oficina de un empleado. Y recibirá, ay, el vómito de su secretaria (Mirta Busnelli, ¿qué hace acá?). Apenas dos ejemplos, válidos para el todo.
Un hombre dual, en un país en gestación Filme histórico, de Juan Bautista Stagnaro. Acierta Juan Bautista Stagnaro al ubicar en el centro de una película histórica a un personaje cargado de contradicciones, real pero casi desconocido, al que lo tocó en suerte una época poco transitada en general, la que le siguió a la guerra con el Paraguay. Luis Jorge Fontana (Guillermo Pfening), fundador de Formosa y primer gobernador de Chubut, es, en este filme, un héroe insuficiente: conjunción en la que radica el interés que despierta y acaso su grandeza. A partir de los textos que escribió Fontana al fragor de la acción, y de otros ficcionales, Stagnaro lo muestra en su doble función de militar/conquistador y naturalista/humanista. Militar que duda (pero no se jacta); naturalista que no cuenta con los elementos ni, tal vez, los conocimientos básicos. Un personaje que avanza herido, cargando su dualidad -por ejemplo, al tener que combatir a los pueblos originarios- a lo largo de un país en formación, con fronteras cambiantes. La historia, segmentada según las travesías que realizó Fontana (y filmada en los escenarios naturales reales), abarca desde 1879 hasta 1910, y juega con el entrelazado de la voz en off del protagonista en distintas etapas de su vida: la plenitud y la vejez. Un mismo hombre; dos puntos de vista: uno más testimonial; el otro, más reflexivo. Stagnaro evitó el estereotipo de personaje de manual, pero no algunos diálogos solemnes (en los que Pfening luce incómodo). La otra dificultad del realizador es (fue) haber afrontado un filme histórico con poco presupuesto. Algunas secuencias patagónicas parecen de un western sin acción, y sin embargo son dignas.
Rescate emotivo De Andrés Wood. Mucho más que una relato biográfico sobre Violeta Parra. Violeta se fue a los cielos no es una película biográfica. No, al menos, en los términos de costumbre. Tras verla, no nos sentimos en condiciones de abrumar con datos sobre Violeta Parra. Sí de decir que hemos experimentado -que seguimos experimentando- su subjetividad, como en un sueño, un sueño en el que por momentos fuimos ella. La palabra subjetividad y la palabra sueño indican que el realizador chileno Andrés Wood no procuró filmar la historia oficial de Parra, como tampoco intentó respetar la cronología de su vida ni abordarla desde el mero realismo. Prefirió lo episódico a lo abarcativo; lo pulsional a lo práctico; lo caóticamente onírico a lo prolijamente real. Su filme es, en más de un sentido, un rescate emotivo. Wood aclaró que sin Francisca Gavilán, la estupenda -y para nosotros desconocida- actriz que hace de Parra, no habría película. De acuerdo. Y no sólo por cómo encarna al personaje, o por cómo interpreta versiones bellísimas de sus canciones, sino por su compleja e intensísima capacidad para envolvernos en un universo íntimo y hacernos “sentir a” o “sentir como” Parra. Una Parra ficcional: aclaración sin importancia. La personalidad de Parra suele provocar incontinencia de adjetivos: justos y a la vez contradictorios. Wood y Gavilán logran que todos ellos se fusionen en pantalla, y dentro de cada espectador, sin ser nombrados, funcionando de un modo dual. La tracción, sí, es la tragedia, que va transportando a Parra desde una infancia rural y desdichada hacia una adultez resentida; desde un padre alcohólico y ausente hasta un tormentoso, obsesivo amor adulto -por un hombre 18 años menor que ella-; desde la angustia existencial de artista verdadera hacia el suicidio, a los 49 años. La redención, el milagro, el atenuante, el contrapeso es, desde luego, su impresionante creatividad, su arte, su música. El uso de las canciones en la película deja claro el tono predominante en Violeta... Durante la secuencia más estremecedora, en la que una tormenta azota la ya fantasmal carpa de La Reina -donde Parra quiso formar la Universidad del Folklore-, ella canta la hermosa, escéptica, rabiosa Maldigo del alto cielo . Su tema antitético, Gracias a la vida, sonará, lateral, sobre los créditos finales: para mitigar el efecto amargo del filme entero. Violeta... logra sus puntos más altos en las contradicciones y los desbordes pasionales de la protagonista, que nos recuerda a ciertos personajes de Favio. Y sólo se debilita -tenuemente- en la búsqueda de remarcar contrastes entre la artista “maldita”, capaz de hacer oro del barro, y la indolente burguesía o incluso la aristocracia. La película está recorrida por una entrevista, un duelo dialéctico, entre un periodista irónico, malicioso (Luis Machín) y una Parra brillante. Ella sólo parece responderle en serio cuando él le pide un consejo para artistas. “Que odien la matemática y que amen los remolinos. La creación es un pájaro sin plan de vuelo”, contesta Parra. Wood la tomó muy en cuenta.
Soy un envase vacío Filme épico, con mucha pirotecnia visual y escaso contenido. Una idea frecuente: que una película de aventuras con imponentes secuencias de acción es, simplemente por esto, buena o muy buena. Los tres mosqueteros (que se estrena en 2D y en 3D) lo desmiente. Ambientada en Venecia, París y Londres, en el siglo XVII, lleva la acción al paroxismo visual: por ejemplo, a través de batallas entre barcos voladores. Pero la construcción de los personajes y de la trama, en términos dramáticos, son muy endebles. El resultado es como mirar fuegos artificiales: fugaces instantes de deslumbramiento -en el mejor de los casos-; y después, la nada. Es claro que Paul W.S. Anderson ( Mortal Kombat , Resident Evil ) quiso hacer una versión tan dinámica como liviana y moderna del clásico de Alejandro Dumas. Para eso, ni se esforzó en establecer matices entre los personajes: todos, los “buenos” y los “malos”, se manejan con similar e indolente ironía y, en medio de situaciones que deberían ser por lo menos tensas, lanzan frases burlonas, supuestamente ingeniosas, como si fueran despreocupados inmortales. Un cancherismo que podrá sentarle bien a James Bond, pero no a la totalidad de esta película. ¿Para qué elegir este ilustre folletín, cargado no sólo de aventuras sino también de pasión? ¿Para quitársela? ¿Para poblarlo de elementos del siglo XXI y así justificar su espectacularidad? D’Artagnan, Athos, Aramis y Porthos han perdido acá su esencia: no basta con que repitan mecánicamente el trillado “Todos para uno y uno para todos”. Ni siquiera actores consagrados, en los papeles de personajes históricos, logran lucirse: ni Orlando Bloom como el duque de Buckingham, ni Jilla Jovovich como Milady de Winter, ni Christoph Waltz como el cardenal Richelieu. Un filme en el que la búsqueda de mercado vence al arte, la tradición, la Historia e incluso al buen cine de aventuras.
El origen de todos los males Cómo comenzó la saga de terror. La tercera película de Actividad paranormal ofrece más de lo mismo -cámaras, supuestamente caseras, intentando captar fenómenos extraños- y un módico plus: dos o tres secuencias que estremecen y la revelación de cómo empezó todo. El terror de interiores transcurre, en este caso, en dos casas, en 1988, con dos de las personajes de las anteriores películas (las hermanas Katie y Kristie) durante su infancia. En la primera película, en la que el realizador Oren Peli gastó 15.000 dólares y recaudó 190 millones, Katie (adulta) y su novio Micah utilizaban una cámara sofisticada para filmar lo que ocurría mientras dormían. En la segunda, más inverosímil, dirigida por Tod Williams, Kristie y su marido tenían un bebé, una mucama latina y un perro -que parecían comprender lo que pasaba- y cámaras de seguridad que registraban distintas habitaciones (no se aclaraba quién había realizado el montaje de lo que veíamos en pantalla). En esta tercera parte, que retrocede hasta la época del VHS, los directores son Ariel Schulman y Henry Joost (autores del documental ¿o docuficción? Catfish , un muy buen filme, no estrenado en la Argentina). Es claro que, encorsetados por el recurso -ya muy gastado- que inició El proyecto Blair Witch , intentaron incluir toques creativos y al mismo tiempo austeros: desde un amague de filmación de sexo casero entre los padres de las nenas, hasta alguna secuencia sobrenatural que causa impacto. La justificación, o el intento de justificación, a tanta cámara grabando adentro de la casa es que el padre de las hermanitas trabaja filmando fiestas de casamiento y es un fanático de las nuevas tecnologías de entonces, antiquísimas ahora. Para lograr que una cámara filme haciendo un barrido, el hombre necesita, por ejemplo, desarmar un ventilador y montarla sobre el mecanismo giratorio. Una metáfora de lo que procura esta secuela: intentar hacerse fuerte en lo artesanal, lo atado con alambres. Si bien lo siniestro sigue estando fuera de campo (y cierto tedio, dentro), Actividad paranormal 3 deja en claro cómo se originaron las tragedias que vendrían después. Lo raro, aunque no imposible, es que Katie y Kristie no vayan a recordar -en el futuro adulto- lo que les ocurre en este filme. También hace ruido que no se sepa, como en el filme anterior, quién editó lo grabado y para qué. En este punto, hablamos de un verosímil agotado, que tal vez ya no les importe ni a los directores ni a los fanáticos. Sólo a estos últimos se les aconseja pagar entrada para ver la nueva película.
Animar a una figura histórica Combina animación con documental. A través de una animación con propicios aires de época (la del primer peronismo), bien articulada con material de archivo, Eva... aborda la exégesis de dos figuras icónicas y combativas del peronismo: Evita (como centro) y Rodolfo Walsh (como ficcional narrador). Con pericia y sólido conocimiento histórico, en poco más de una hora, María Seoane (actual directora de Radio Nacional) traza lazos que fluyen -en un ida y vuelta- desde la génesis del movimiento hasta la militancia setentista. El filme cuenta con dibujos maquetados por Francisco Solano López (dibujante de El Eternauta , recientemente fallecido) y música original de Gustavo Santaolalla (que incluye un tema con León Gieco). Carlos Portaluppi interpreta la voz de Walsh, quien recorre hechos históricos desde la perspectiva de alguien que se fue acercando gradualmente al peronismo, a partir de la figura de Eva (cuya voz, acertadamente, no es doblada). No es raro que el punto de vista del autor de Esa mujer derive en una línea que sigue el derrotero del cadáver de Evita, robado y profanado. Los dibujos dan cuenta de imágenes históricas que no tienen registro y de otras muy transitadas, desde nuevas perspectivas visuales. Ejemplos: los pies en la fuente el 17 de octubre del 45 y las bombas lanzadas sobre civiles en 1955, también en Plaza de Mayo.
La ley de la calle Una violenta y vertiginosa historia suburbana, con grandes actuaciones. Eduardo Pinto, director de Palermo Hollywood , trasladó su estilo vertiginoso, expresionista y violento al conurbano bonaerense y, también, al río: los ámbitos en donde transcurre Caño dorado . Contó, en este caso, con actuaciones de alto nivel, en especial la del dúctil y talentoso Lautaro Delgado, como Panceta, marginal que vive con su madre (Tina Serrano), trabaja de herrero y fabrica armas caseras para venderlas. Despojado de miradas morales y de maniqueísmos, el personaje se mueve en un ámbito ríspido, opresivo, acaso con la única redención posible de su vínculo con una chica joven (Camila Cruz, gran revelación) en medio de la naturaleza. Caño dorado -título que no remite a un cabaret sino a las escopetas que fabrica Panceta y a su deseo de pescar dorados- combina la eléctrica estilización de Pinto (propicia para el ambiente que describe) con un realismo sucio que remite, al menos en la construcción de personajes, al cine de Adrián Caetano. La trama, que no condesciende a la mera denuncia social, incluye acción, suspenso y un romanticismo intenso y rústico, como les cuadra a estos personajes. Delgado compone a un ser que sólo puede fugar(se) hacia adelante, cargado, siempre, de adrenalina. Con música de Pity Alvarez, Karamelo Santo y Estelares, Pinto se regodea -al estilo Ciudad de Dios , sí, pero también al estilo Palermo Hollywood - con frenéticos planos secuencia, extraños encuadres y reencuadres, deliberados desenfoques y bruscos cambios de ritmo, que incluyen la ralentización extrema. Entre calles sórdidas, peligrosas bailantas, y alusiones a la devoción por el Gauchito Gil, los personajes transitan -en realidad parecen atrapados- un mundo duro y excesivo. El modo que tiene Pinto de crear ficciones.
En busca de las certezas perdidas Una joven pareja deambula, por separado, en una “minicrisis”. La principal debilidad de Solos en la ciudad , opera prima de Diego Corsini, es que la estructura general se impone por sobre cada elemento de la película. Aun en una comedia romántica que propone seguir las convenciones del género, una construcción rígida puede ahogar al desarrollo de los personajes y la trama. En este caso, el filme entero termina siendo una previsible sucesión de viñetas -que podrían ser teatrales- abundantes en sentencias sobre la pareja. Pero la tensión dramática y el humor no terminan de instalarse. La historia empieza con una pareja joven (Felipe Colombo y Sabrina Garciarena) que decide ver un amanecer en la costanera, al regreso de un casamiento. El cansancio y los efectos secundarios que genera cualquier boda hacen que de la esperada situación idílica se pase a una discusión (que, después de todo, no parece tan grave). Desde ese momento, Santi, profesor de Historia, y Flor, abogada, más ambiciosa y estructurada que él, se separan y empiezan a deambular por Buenos Aires, durante un domingo de confusión y desvelo. ¿Y qué ocurre? Cada uno va encontrándose con diversas personas (desconocidos, amigos, ex parejas, familiares y pretendientes) con los que mantienen largas conversaciones -a puro plano y contraplano- sobre los volátiles sentimientos y la vida conyugal. Algunos de estos personajes están trabajados desde la parodia; otros, desde el realismo: lo común es que todos tienen algo importante, casi aforístico, para decir sobre el amor. Esta road movie urbana avanza en dos líneas similares aunque divergentes, hasta que apela al montaje paralelo para procurar la confluencia. Entonces, todo encaja como en un rompecabezas: es decir, de un modo artificial. Los rubros técnicos son prolijos; las actuaciones principales, poco convincentes, sobre todo por el peso de un mecanismo muy cerrado.
Tres a quererse Magnífico filme rumano sobre un triángulo amoroso en un callejón sin salida. En Aquel martes..., el realizador rumano Radu Muntean nos da, al igual que muchos compatriotas suyos contemporáneos, una lección cinematográfica de cómo lograr un crescendo dramático sostenido, con picos de tensión casi intolerables, a través de un estilo tan despojado que puede parecer sencillo o hasta banal. El arte de transformar lo ordinario -lo común, lo transitado, lo universal- en extraordinario, sin más artilugio que el talento propio y el de los actores. Hablamos, en este caso, de una historia de adulterio: de un hombre casado que mantiene, desde hace meses, un affaire con la odontóloga de su pequeña hija. Paul parece amar a su amante, Raluca, y también a su esposa, Adriana, aunque, desde luego, de otro modo, en otro estadío: menos pasional, pero no menos profundo. Dilema, no verbalizado, que la película transmite de un modo tan natural como misterioso, tan opresivo como delicado, tan doloroso como fatalista. Aquel martes...es, en definitiva, un melodrama que, a través del hiperrealismo, evita todos los lugares comunes del género y lo transciende. La puesta en escena carece de ornamentos y simbolismos; los personajes no son grandilocuentes ni retóricos ni autoconscientes; no hay música que apuntale los sentimientos. Alcanza con un registro casi documental. Muntean, desde luego, desecha el maniqueísmo, el psicologismo, los juicios morales y el sentimentalismo. Su exquisito poder de conmoción alcanza, por lo tanto, efectos demoledores. El filme está estructurado en largos planos secuencia, en los que funcionan a la perfección la elipsis -como modo de hilvanarlos y hacerlos avanzar en el tiempo- y el fuera de campo. Las actuaciones son formidables, especialmente la de Mirela Oprisor, en el papel de la esposa. En una misma escena hace pasar a los espectadores, y a Paul, y a ella misma, por todas las variantes de la desesperación: son veinte minutos, fugaces y eternos, sin cortes ni chances de respirar. Otro punto vital es el equilibrio que logra darles Muntean a los protagonistas. Sentimos que se trata de tres seres, básicamente bienintencionados, prisioneros de sus pulsiones, sin otra opción que comportarse como se comportan (siempre que se desdeñe, como lo hace el realizador, el punto de vista moral). En todo caso, los personajes provocan algo así como una empatía triplicada, en la que sentimos que todos están atrapados -y de hecho lo están- en sus subjetividades y en la dura realidad. La cercanía de la Navidad, elemento que parece inocente, multiplica la intensidad de cada sensación. Casi todas las secuencias podrían ser vistas, aun por separado, como joyas. Por ejemplo, la del encuentro casual, y no tanto, entre Paul, Adriana -que todavía ignora la verdad- y Raluca, en el consultorio de Raluca, quien turbada, intenta mantener su concentración profesional. O la de la confesión de la infidelidad, seguida por una montaña rusa anímica protagonizada por Adriana. O la del encuentro navideño, en la que el matrimonio pospone, ante la familia de él y la hija de ambos, contar todo. Un golpe nada ampuloso, sí elegante y feroz, de un gran estilista.