El cruce de lo real y lo imaginado Un profesor de literatura se ve cada vez más perturbado por los textos de un alumno. Difícil definir qué es En la casa, del indefinible François Ozon (Bajo la arena, La piscina, El tiempo que queda). Un homenaje a la literatura, sobre todo del siglo XIX: sí. Un ejercicio metalingüístico, que evita ser críptico: también. Pero, más allá de las generalidades, y detrás de su aparente sencillez, hablamos de una película extraña, compleja, cuya cómica levedad va mutando en oscuridad inquietante y, después, perturbadora. Como toda buena narrativa, mantiene la ambigüedad y el suspenso, y no condesciende a la explicación ni el subrayado ni el sentido único. Fabrice Luchini interpreta a Germain, profesor de literatura de un colegio secundario, casado con Jeanne (Kristin Scott Thomas), que dirige un pequeño centro de arte contemporáneo: una pareja madura, intelectual, que desplazó su libido hacia “la cultura”; peligro tan silencioso como la hipertensión. Entre irónico y cínico, Germain se burla de sus alumnos, que lo decepcionan. Hasta que uno, Claude (Ernst Umhauer), empieza a pasarle ¿ficciones? escritas por él, en entregas, estilo folletín: un vicio que irá adueñándose de la pareja. En los relatos, Claude -suerte de Sherezade de Germain y Jeanne- se hace amigo de un compañero (real) del colegio y, una vez que logra meterse en su casa, en su familia, mantiene una relación rara con la madre, suerte de Emma Bovary actual. La historia, que de lúdica pasará a perversa, y que irá fusionando ficción y realidad, empezará a tornarse peligrosa. Los palabras, lo sabemos, son actos. Las de Claude pertenecen a un chico desamparado, inteligente, que busca algo más que una relación prohibida. Al principio, Germain le dará buenos consejos para escribir. Después se verá desbordado por la potente trama de su alumno. La manipulación, la vida burguesa, los deseos reprimidos (o no) y los vacíos afectivos se cruzarán en los textos y en la película, cuyo género tiene fronteras difusas: de comedia sofisticada gira hacia el melodrama, el filme de suspenso y el drama. Adaptación de la obra teatral El chico de la última fila, de Juan Mayorga, tal vez Ozon se excede en el giro final. Pero atrapa. Y cumple con un precepto del gran escritor Julio Ramón Ribeyro: “La historia puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada; si es inventada, real”.
Un mundo infeliz La corporación gira en torno de una buena idea, aunque su ejecución es despareja: alterna hallazgos y obviedades. Por momentos, la película inquieta y genera suspenso; por otros, subraya sus alegorías sociales y deja la sensación de que podría haber sido más sutil, más confiada en la perspicacia del espectador, mejor. Fabián Forte (Mala carn e, Celo, ¡Malditos sean!) pasa del terror de bajo presupuesto a un filme ambicioso. En este punto tal vez se encuentre la clave de varios aciertos y deficiencias. La corporación combina géneros. Pero predomina una atmósfera de pesadilla futurista muy actual, de distopía que ya estamos viviendo. El protagonista, Felipe Mentor (Osmar Núñez), es un empresario frío, rapaz, obsesivo, que le delega su vida íntima a una misteriosa empresa. Digamos, sin revelar detalles, que se trata de una corporación que actúa sobre la vida sentimental de las personas -de clase alta, de las que pueden pagar sus servicios- con la misma lógica con la que sus clientes manejan dinero y mercancía. Ah, Mentor está casado con Alma (Moro Anghileri): hermosa, servicial, mucho más joven que él. Una chica plástica que, más que amarlo, parece repetir un libreto. La vida de Mentor se complicará cuando pretenda algo más -o algo menos- que lo que le ofrece su paraíso artificial; cuando pase de manipulador a manipulado. Las actuaciones -en algunos casos, deliberadamente mecánicas- son buenas; también la fotografía, que juega con los contrastes entre el mundo gélido del empresario y el real. Algunos giros inesperados funcionan; otros, no. La música, que remarca sensaciones, molesta. Como también ciertas moralejas demasiado obvias.
La otra educación El título De trapito a bachiller no sólo es feo: da una idea imprecisa sobre el eje de este documental. El “personaje” principal es, sí, un muchacho de la calle, Gonzalo, que cuida autos mientras lucha por estudiar. Pero el centro de la película es la interpelación a parte de la educación tradicional -la que nos domestica y nos vuelve sumisos-, mostrando el funcionamiento del Bachillerato Popular Maderera Córdoba, que ofrece, como alternativa, una “educación popular comunitaria”. No es raro que el realizador Javier di Pasquo comience con una cita de Paulo Freire, autor de Pedagogía del oprimido y difusor de la idea de que todo acto educativo es un acto político. Al principio, De trapito... sobrevuela a varios personajes, haciendo foco en Gonzalo, pero rápidamente va hacia su verdadero objetivo: bucear en una escuela en la que los alumnos no sólo estudian para ser calificados: participan, por ejemplo, de debates sobre el concepto de plusvalía y toman decisiones en asambleas que, como una materia más, son propiciadas por la dirección de la escuela (un festín para el acting de Eduardo Feinmann, ¿no?). Y sin embargo, a pesar de cierto voluntarismo ingenuo, De trapito...no es autocomplaciente: muestra a alumnos que cuestionan esta forma de educación y a docentes que atacan al capitalismo entre botellas de Coca y atados de Marlboro. La película se abstiene de hacer una apología -prejuicio a la menos uno- de la dignidad de los nadies. La opresión, parece decirnos tácitamente, suele ser compleja y sutil: lo importante es tener herramientas para entenderla.
Búsqueda frenética En su opera prima, nada desdeñable, Iván Vescovo cae en la trampa que acecha a los debutantes: la tentación de demostrar todo lo que se sabe en la primera obra. Errata, filmada en blanco y negro, en 16 mm., con mucha cámara en mano, prueba que Vescovo -egresado de la FUC- tiene capacidad para crear atmósferas, fotografiar, componer planos, etc. Pero el realizador no luce tan sólido en la dirección de actores -lo evidencian varias escenas a cargo de los protagonistas- ni en el uso del mecanismo narrativo. En este punto, Errata apela a la fragmentación tipo rompecabezas, la atemporalidad y el juego entre lo real y lo subjetivo (por la dudas, un personaje repite que no existen hechos sino interpretaciones). La historia transcurre dentro y fuera de la mente de Ulises (Nicolás Woller), un joven fotógrafo desesperado por la desaparición de su novia, Alma, estudiante de Letras (Guadalupe Docampo). Un raro y valioso ejemplar de un libro de Borges queda en el centro de la trama. La película combina el policial negro, el thriller psicológico -con secuencias onírico/pesadillescas- y el drama sentimental. Su estructura y algunos diálogos, pretenciosos, parecen menos al servicio de la historia que de cierto alarde ornamental. Los secundarios con nombres de peso -Claudio Tolcachir, Arturo Goetz, Martín Piroyansky- resaltan una potencialidad no explotada. Vescovo, que no carece de talento, intenta dialogar con Borges y con el El jardín de los senderos que se bifurcan. Pero se olvida o ignora un consejo de su homenajeado: que el estilo del autor no debe interponerse entre el lector (en este caso, espectador) y la obra.
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Un mundo infeliz Para los que no conozcan el cine del austríaco Ulrich Seidl, una advertencia: sus películas -que suelen deslumbrar o causar repulsión- son un golpe de nocaut (algunos dirán que un golpe bajo), del que el espectador se irá recuperando con muchas sensaciones, ninguna de esperanza. Paraíso: Amor es la primera parte de una trilogía, aunque funciona de un modo autónomo, haciendo foco en el cruce de dos grupos de excluidos: mujeres europeas maduras practicando turismo sexual con africanos jóvenes y pobres. La protagonista, Teresa (magistral Margarete Tiesel), es una austríaca rubia, obesa, cincuentona, solitaria, que viaja a un resort en Kenia. Durante gran parte del filme, parece no tener en claro qué quiere de los muchachos que se le ofrecen: desea acostarse con ellos, claro, y sabe que debe pagarles. Pero al principio parece estar buscando que la quieran, un sentimiento que ni siquiera tiene por sí misma. Luego se irá comportando como sus compañeras de viaje, como una clienta. Al modo de Todd Solondz, o de Michel Houellebecq en literatura, Seidl busca ser revulsivo. Con total naturalidad, sin atenuantes y sin retórica, exhibe lo más perturbador de la condición humana. Basta comparar a esta película con Bienvenidas al paraíso, de Laurent Cantet, protagonizada por Charlotte Rampling. El tema es el mismo; el abordaje, distinto. Cantet tiene una perspectiva, digamos, humanista; Seidl, iconoclasta. Paraíso: Amor se desarrolla en dos planos: uno íntimo -nuestro punto de vista es el de Teresa- y otro social. Los personajes pasan de sometedores a sometidos, y viceversa: en el fondo, son dignos de lástima. A largo de dos horas veremos prostitución con los roles de género invertidos; racismo, en una variante patético-festiva; y vínculos siempre mercantilistas. Cuerpos gordos contrapuestos con cuerpos flacos: vacío primermundista frente a desesperación subdesarrollada. En resumen, observaremos casi todo, menos amor o paraísos. Aunque juega con los contrastes, Seidl evita el maniqueísmo. Y sabe aplicar los principios de la metonimia. Un solo plano revela un cosmos: cuatro mujeres blancas toman sol en una playa sobre reposeras y, al otro lado de una cuerda custodiada por un policía, varios hombres negros esperando para venderles cualquier objeto, en especial sus cuerpos Por momentos, Paraíso: Amor parece una comedia cruel y amarga; por otros, un drama social con personajes que deben rebajarse al grotesco. En definitiva, es una película de autor que no se parece a nada de lo que suele estrenarse en nuestra chata cartelera comercial y que, observada sin prejuicios, es una de las películas más rescatables del año que se termina.
Tiempos violentos Es saludable que en una cartelera comercial pobremente homogénea se estrenen películas como Policeman, provocativas desde lo formal (no es éste el caso) o lo temático. Contra lo que pueda presuponerse, no estamos ante un filme de acción, sino ante un drama social centrado en la violencia. El realizador Nadav Lapid nos presenta, en la primera parte, a un comando de policía de elite israelí, especializado en combatir, no siempre dentro de la ley, a extremistas islámicos. En la segunda, hace lo mismo con un grupo civil armado, pero no musulmán sino también israelí: jóvenes que declaman la lucha de clases. En el último acto, con el eje ya corrido de lo usual, el realizador hace chocar a ambas fuerzas: a la que representa al Estado (o mejor digamos: al estado de cosas) contra la que lo cuestiona. Con una estética fría y precisa, adecuada para lo que retrata, Lapid hace hablar a las imágenes, como corresponde en cine. Pone el foco en los vínculos entre los policías del escuadrón y, después, entre los muchachos y las chicas de la patrulla revolucionaria. Es sutil y efectivo al mostrar a los combatientes profesionales: construye a esos personajes a través de su ruda amistad, de sus complicidades, de su dualidad, de la dimensión humana -que no significa idílica- que alcanzan con sus familias. En el tramo de los guerrilleros los trazos son más toscos y el filme, menos logrado. Al borde de lo inverosímil, los personajes parecen los de Los edukadores, pero aun más ingenuos, con proclamas planas y acciones delirantes (la Historia abunda en ellas, pero no es el caso). Policeman tiene problemas un tanto paradojales; es, a la vez, lacónica y enfática. La relación de los protagonistas con los armas -para matar, amedrentar o transmitir masculinidad o deseo- es apenas un ejemplo de este último exceso. Sin usar palabras, Lapid subraya lo que quiere decir: que la convicción ciega propicia la violencia extrema, se defienda el ideal que se defienda. Lo suponíamos.
El lado B del boxeo Boxing Club, de Víctor Cruz (El perseguidor), es un documental impecable. De observación, pero jamás aburrido. Ajustado en los rubros técnicos, pero sin el corsé de la estilización. Sin sensiblería, sin moralina, sin miserabilidad, sin (pre)juicios negativos ni positivos. El espectador se siente simplemente ahí: sumergido en el gimnasio del subsuelo de Estación Constitución ( Gimnacio Ferroviario , como figura en una bata), entre hombres que intentan abrirse camino, a golpes y defensas. Una experiencia en el fuera de campo de los grandes rings: el lado B del boxeo. Los personajes principales son un entrenador, Alberto Santoro, tan preciso -en sus marcaciones y trato con sus pupilos- como la película. Y un boxeador, Jeremías Castillo, crédito del lugar. La película -que transcurre en un sótano hasta el tramo final- comienza con una pelea de Castillo, filmada en contrapicado, con encuadres en los que sólo lo vemos a él, mientras escuchamos el ruido de los golpes y respiraciones. El filme, que prescinde de cabezas parlantes y voz en off, continúa en el lugar de entrenamiento, mostrando la vida cotidiana como si la cámara no estuviera. La acción, los gestos y el ambiente hablan solos. En algún momento, Santoro y Castillo saldrán para una pelea de semifondo en Villegas: entonces sentiremos la empatía creada y la viviremos como un título mundial en Las Vegas.
Dulce y melancólica Comedia dramática uruguaya, sobre el vínculo de un padre divorciado con sus hijos. Tanta agua es, al mismo tiempo, melancólica y luminosa. La tentación, tratándose de una película tan uruguaya, una de las tantas surgidas de la matriz 25 Watts / Whisky, es llamarla comedia triste. Pero no, porque la opera prima de Ana Guevara y Leticia Jorge no intenta ser una comedia ni, mucho menos, un drama. En realidad, parece no tener intenciones, en el mejor de los sentidos, en el sentido de no manipular, ni siquiera tensando un nudo dramático. La narración surge de los actos y actitudes de los personajes. Actos y actitudes que suelen ser pequeños y que son transmitidos con un delicado uso de la elipsis. En resumen: Tanta agua no subestima al espectador, y funciona en base a las sensaciones de los personajes -sin necesidad de que ellos las expliquen verbalmente- y de sus vínculos. Los protagonistas son un hombre divorciado, de alrededor de 50 años, llamado Alberto (gran trabajo de Néstor Guzzini); su hija adolescente, Lucía (Malú Chouza, genial en su apatía); y su hijo menor, Federico (Joaquín Castiglioni), un niño de diez años, que vive con la boca fruncida. Al comienzo, en Montevideo, el hombre pasa a buscar a los chicos por la casa de su ex esposa. La idea es disfrutar de unos días al aire libre, en unas termas cercanas a Salto. Pero la lluvia constante los obligará a una convivencia incómoda -por la falta de espacio, por la falta de hábito, por mil razones- en una cabaña. Con naturalidad, Alberto le pide a Lucía -a la que quiere, aunque le cueste comunicarse con ella- que se encargue de algunas tareas domésticas. Su leve machismo, que tal vez él no perciba, se completa con un vínculo más fluido con su hijo varón, cuya edad es menos problemática. Ninguno de los personajes es maniqueo: todos tienen sus razones, aunque las directoras no las hagan explícitas. Cuando el tedio aplasta al trío familiar, Alberto finge pasarla fantástico: la forma más contundente del patetismo. Si en Whisky uno de los protagonistas simulaba, ante su hermano, estar en pareja; en Tanta agua, el padre inventa ante sus hijos que se divirtió en una pileta de la que, en realidad, lo echaron por la tormenta eléctrica. Pero su frustración estallará, brevemente, contra otro automovilista (las letras de la patente de Alberto conforman la palabra SAD: triste, en inglés). La película, lograda también en lo formal y nada estridente, fluye con naturalidad. En la segunda parte, el punto de vista será, con mayor exclusividad, el de Lucía, quien irá abriéndose a la vida adulta, con sus vaivenes, que a veces son tan oscilantes como los meteorológicos.
Escenas frente al mar Mar del Plata es una comedia nacional pequeña -sin llegar al extremismo bonsái de esta crítica-, amable, fluida e irregular. Dos amigos de treinta y pico, edad a la que tantos sueños ya se convirtieron en frustración, viajan a la costa, donde se encuentran con la ex novia de uno de ellos y su actual marido: un escritor tan soberbio como mediocre. Nuestros antihéroes, bastante infantiles, agresivos entre sí (el paso del tiempo dificulta, también, la convivencia entre amigos), pusilánimes con los demás, nos darán su punto de vista. Sobre todo Joaquín (Pablo Pérez), que incluso hablará a cámara y nos invitará a acompañarlo en flashbacks simpáticos: el tono que, junto con una ligera melancolía, nos transmite la película. La opera prima de Ionathan Klajman y Sebastián Dietsch comparte elementos con Incómodos, aunque el filme de Esteban Menis tenía un registro más enrarecido. Mar del Plata se corre del realismo de un modo leve, discreto: por ejemplo, cuando un simple peloteo playero se transforma en una suerte de duelo de western. Así como la Patagonia suele representar un territorio de quiebre y redención en el cine nacional; la costa atlántica -fuera de temporada- representó el mapa interior, semiamargo, del paso de la adolescencia a la adultez. Así ocurrió en el Nuevo Cine Argentino; así ocurre, más allá del humor, en Mar del Plata.