A sangre fría Como el nombre de esta película lo indica -en inglés, aunque estemos en la Argentina-, The Iceman se centra en un hombre frío. Con una doble vida un tanto extrema. Por un lado, es un buen padre; por otro, un asesino a sueldo, que existió, se llamó Richard Kuklinski, mató a muchísimas personas sin que su esposa ni sus hijas lo supieran, usó hielo para congelar a algunas víctimas y confundir a los investigadores, y fue objeto de varios documentales. the iceman drama/thriller EE.UU., 2012. 102’ Sam 18dea. Vromencon. Shannon, w. ryder salasVillage recoleta, Showcase belgrano buena GGG crítica michael shannonbuen padre e implacable sicario. gran trabajo. Un tipo que se preocupa por su familia y liquida sin piedad. Nada nuevo, si pensamos en personajes de la mafia, empezando por la saga El padrino. Pero Kuklinski, que se mueve en ese ambiente, es abordado por el realizador Ariel Vromen de unmodo muy distinto. Lo central, enThe Iceman, parece ser la múltiple condición de un mismo hombre. Jekyll y Hyde; la certeza de que, más allá de lo patológico, el ser humano tiene zonas oscuras, inaccesibles incluso para sí mismo. Si le quitáramos a esta película toda su trama “policial”, perdería poco. En un principio, The Iceman muestra a Kuklinsi (gran interpretación de Michael Shannon) en sus vínculos con su esposa Deborah (Winona Ryder), una mujer que no quiere ver lo que tiene enfrente, y con Roy (Ray Liotta), un capomafia que constata la sangre gélida de Kuklinski y lo contrata como su sicario. El acierto de Vromen, en este tramo, es no dar explicaciones psicológicas ni abrir juicios morales: se limita a mostrar -de un modo seco, como le corresponde al personaje- los actos de su protagonista. Pero luego el filme comienza a perder fuerza, a no definirse entre el retrato y la acción, que va ganando espacio pero no contundencia. Los personajes, salvo el de Shannon, se vuelven esquemáticos y chatos; también la trama. w
Cuando falla la puntería Uno, Emil Kovac (John Travolta), fue soldado serbio; el otro, Benjamin Ford (Robert De Niro), estadounidense. El destino los cruzó en la guerra en Bosnia. Y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel. Ah, no: esto último es lo que habría escrito Borges. Pero acá no hablamos del poema de un genio sino de una película de Mark Steven Johnson: pasamos, de un salto, de Juan López y John Ward a algo así como un capítulo de Tom & Jerry. Tiempo de caza apela al más elemental -por no decir ridículo- juego del gato y el ratón, desde que Kovac, ya en la actualidad, va a buscar a Ford, retirado cual ermitaño en medio de un bosque. La guerra se trasladará de los Balcanes a los Apalaches. Las persecuciones mutuas tendrán, también, algo de la vieja serie Batman, aunque sin humor. A saber: cada vez que uno tenga al otro a merced, le dará largas peroratas y, finalmente, chances de zafar y contraatacar. Como cazadores, Kovac y Ford dejan bastante que desear. Excepto que la gran metáfora de esta película, plagada de alegorías bélicas y religiosas, sea que en el fondo ninguno pretende matar al otro. En ese caso, lo ocultan bien, ya que los personajes o Mark Steven Johnson (Daredevil, Ghost Rider) no nos ahorran sadismo. En Tiempo de caza, combinación de drama bélico y filme de acción mano a mano, predomina el gore, aunque, atenti, en la naturaleza se agazapa el alegato onda new age, con epifanías incluidas. La composición de Travolta bordea la parodia. Su acento, como escribió el colega Ezequiel Boetti en otroscines.com , parece el de Borat. De Niro luce cansado y no sólo al encarnar al ex combatiente, que, norteamericano al fin, justifica su salvajismo señalando el salvajismo ajeno. Por lo demás, no alcanza con suspender momentáneamente la incredulidad: la película sigue siendo inverosímil. Sólo apta para espectadores que disfruten viendo a viejas estrellas, aunque ya no brillen como antes.
La ceremonia del adiós Documental con reflexiones, humor negro y fuertes imágenes en torno de la muerte. Con el tanatólogo Ricardo Péculo como centro. Ver El problema con los muertos...es como subirse a una montaña rusa. El documental de Oscar Mazú oscila entre los picos eufóricos y las caídas bruscas, casi sin llanuras, sin términos medios; puede provocar carcajadas -muchas veces nerviosas- y al mismo tiempo náuseas. No es apta para espectadores impresionables, lugar común en este caso cierto. Mazú decidió hacer El problema... cuando, a los 46 años, debió afrontar una muerte inconcebible: la propia. Al menos en el plano cinematográfico, encaró la situación con humor negro y naturalidad. Y sumó a un personaje, el tanatólogo Ricardo Péculo, que se devoraría el filme. Típica arma de doble filo: la película funciona, y muy bien, cuando Péculo y su entorno se apropian de las escenas. Pero decae cuando Mazú recorre, en primera persona, con un tono demasiado “leído”, deliberadamente gracioso, su experiencia. Como si se tratara de dos documentales unidos sólo por el tema. Péculo, empresario al fin, se queja de la falta de previsión de los clientes ante lo único seguro que les ocurrirá en la vida: morirse. Compara, como un sociólogo, a un ataúd con un vestido de novia: marcas distintivas en ceremonias de despedida. Aclara, cual experto en gramática, que la palabra cajón es para los escritorios, que ataúd no es lo mismo que féretro (ataúd + cadáver). Tiene agudeza de psicoanalista al decir: “A veces, en la elección de ataúd hay mucho sentimiento; a veces, mucho sentimiento de culpa”. Apenas unos pocos ejemplos. Y no se trata sólo de frases notables, sino de actitudes y situaciones casi surrealistas. En El problema...hay que estar dispuesto a verlo todo: desde una clase de maquillaje de cadáveres (en una suerte de Utilísima funeraria) hasta una cremación (inolvidable, en un sentido pesadillesco). Habrá que creerle a Péculo cuando dice: “Con la muerte pasó lo mismo que con el sexo: dejó de ser tabú. La gente empieza a hablar sin problemas”. Veremos si se anima, también, a mirarla en el cine.
Una temporada en el invierno Drama, de Ursula Meier, sobre un chico de 12 años que roba en un centro de esquí. El protagonista de La hermana es un chico de 12 años al que acá llamaríamos ratero, aunque su fenotipo no encaje con nuestros prejuicios. Simón es rubio, europeo, usa buena ropa para nieve, sabe mimetizarse con niños de clase alta, moverse con soltura en un exclusivo centro de deportes invernales. Ahí roba anteojos de sol, guantes térmicos, cascos y esquíes, para revenderlos abajo. Vive al pie de una majestuosa montaña, en una especie de monoblock casi de película rumana. Solo. O casi siempre solo: porque su hermana , una mujer joven, aparece de vez en cuando, en malas condiciones generales, para pedirle ayuda. La realizadora franco-suiza Ursula Meier (Home) trabaja la película en dos líneas, ambas en sentido vertical. Por un lado, la montaña/pirámide social, con seres ricos deslizándose por las cumbres y marginales sobreviviendo como pueden en la base, funicular de por medio. Por otro, el vínculo entre un chico que debe comportarse como padre de su hermana -con el dinero como elemento central-, aunque también lo hará, a veces, como hijo. Intercambios de funciones en el árbol genealógico. La película guarda algunos secretos al respecto. No los revelaremos. El párrafo anterior podría dar la idea de que La hermana es esquemática. Pero no: Meier jamás subestima al espectador. Tampoco se vuelve innecesariamente compleja, ni apela al prestigio del tedio. Es delicada, elíptica, talentosa para construir personajes ambiguos y para darle fuerza dramática al paisaje, el mapa anímico de los protagonistas. Las actuaciones son notables. Kacey Mottet Klein (el niño de Home) jamás condesciende a provocar lástima en el papel de Simon: parece hiperadaptado al lugar que le tocó en el mundo. Su desamparo, en todo caso, se sentirá en las reacciones de los demás hacia él: las de los esquiadores burgueses y las de los trabajadores que viven de la temporada. Su hermana, interpretada por Léa Seydoux (Medianoche en París), sufre otras humillaciones, que sólo percibimos en sus consecuencias, porque transcurren fuera de campo. Otra vez los hiatos, en los que el espectadores irá construyendo la historia. Es cierto que La hermana tiene un espíritu en común con el de los hermanos Dardenne (agreguemos que la directora estudió cine en Bélgica) y también con el del suizo Alain Tanner, del que fue asistente en dos realizaciones. Pero Meier, premiada por esta película con un Oso de Plata en el Festival de Berlín, tiene su estilo: un modo de trabajar sobre el vacío de personajes atrapados en familias disfuncionales, al borde de la locura, en un entorno que se vuelve hostil hasta la asfixia, sin que ocurran hechos extraordinarios. Un modo de captar el malestar, por debajo de la opulencia y la (supuesta) racionalidad europeas.
El futuro llegó, hace rato Seis personajes treintañeros, desencantados con sus destinos. Con Alan Sabbagh. Seis amigos treintañeros (cuatro hombres y dos mujeres), burgueses y desencantados, reunidos en un día de campo, son el centro de la opera prima de Luciano Quilici, que antes fue una obra de teatro de él. Enunciada así, Los quiero a todos, podría sonar a película trillada, película de replanteos personales disparados por un encuentro colectivo, de choque entre la ilusión juvenil y la realidad adulta. Y algo de eso hay: lo que varía, en este caso, es la construcción de los personajes y el tono del filme. Quilici crea seres patéticos, pero que generan cierta empatía. No hace apología ni se burla de ellos. Les da vida, con la gran ayuda de los actores (entre ellos, Alan Sabbagh), muy sólidos en las interpretaciones. El realizador, sí, transmite el malestar que cargan estos seres inacabados, a través de un crescendo dramático que se va a acercando a lo siniestro, sin llegar a la oscuridad total; mitigándola, incluso, con un humor ácido, de tragicomedia, y alguna secuencia musical leve. Los quiero a todos, título irónico, pasa, alternativamente, de las secuencias del sexteto en medio de la naturaleza a flashbacks de cada personaje en situaciones opresivas, urbanas. Estas microhistorias funcionan bien, a veces muy bien, a modo de cortos. Pero en algún momento, hilvanadas, hacen sentir que la estructura general se vuelve un tanto mecánica. El clima, revulsivo, está logrado. No es raro que varios críticos hayan evocado el cine de Todd Solondz, aunque acá en versión atenuada, sin regodeos cínicos, con más cariño hacia los personajes. Una pareja (Sabbagh y Valeria Lois) no puede seguir junta ni separada. El hijo de un militante (Diego Jalfen) toma el lugar del padre ausente y tiene una relación inquietante con su madre. Un lumpen de clase alta (Santiago Gobernori) se obsesiona con su mucama paraguaya. Este segmento, el más político, también tiene alguna analogía con el estilo Solondz. Ahí donde el director de Storytelling es feroz con el American Way of Life, Quilici lo es con los jóvenes individualistas de los años ‘90.
El viaje interior Cassandra es una película de cruces: de géneros, de culturas, de voces narrativas, de un personaje consigo mismo. Inés de Oliveira Cézar combina ficción y documental en una historia -inspirada muy libremente en la mitología griega- sobre una joven licenciada en Letras (Agustina Muñoz) que viaja al Chaco, enviada por una revista, para escribir una crónica sobre comunidades aborígenes. En el trayecto, irá cambiando su percepción sobre el tema de investigación y sobre el abordaje de la información; como también sobre sí, sobre el sentido de sus actos. De Oliveira Cézar, que en Extranjera y El recuento de los daños traspuso Ifigenia y Edipo Rey a la actualidad, incluye una suerte de Apolo (Alan Pauls): el editor de la periodista/Cassandra. Antes del viaje, le da órdenes disfrazadas de consejos, como que evite el uso del yo. Ella se cuestionará este enfoque: irá rompiendo, gradualmente, las imposiciones, se entregará a la subjetividad. Aunque, en otra vuelta de tuerca, él tendrá la voz narrativa de la película. Muchos señalaron las analogías de Cassandra con Los Labios, y de hecho las hay. Pero la fusión de ficción y documental era más fluida en la película de Santiago Loza e Iván Fund. Y el espectador sentía, de un modo casi físico, la fusión de las protagonistas con el nuevo entorno. Cassandra es más intelectual -lo que no es un demérito-, más solemne. Salvo en pasajes como el de Apolo/Pauls regalándole a la periodista un libro de Clarice Lispector, antes del viaje: “Va a servirte. Es genial, aunque no entiendo nada de lo que ella escribe”, le dice.
Las formas del abuso El drama De martes a martes, opera prima de Gustavo Triviño, hace eje en distintas formas del sometimiento. Su protagonista, Juan Benítez, un gigantón buenazo (notable actuación del debutante Pablo Pinto), carga mucho más peso que el que levanta haciendo fierros cada día en el gimnasio. Trabaja en un taller textil, bajo la órdenes de un jefe psicópata (Daniel Valenzuela) que lo compara con Hulk. Y, por las noches, se gana un extra como patovica en fiestas privadas, en las que es humillado por chicos de familia bien. Hasta su esposa, que parece una buena mujer, se pone un poco irónica cuando él le pasa lo que ella llama “el sueldito”. Durante la primera mitad de la película, notable en su puesta, en sus actuaciones y en su narración -parca, como el protagonista, pero fluida-, Triviño va acumulando una muda tensión dentro del personaje de Juan, que Pinto logra definir con su mirada: una combinación de bondad, agobio, resignación y tal vez odio. En esta construcción de un personaje solitario, callado y mecánico, aplastado por la rutina, De martes a martes tiene mucho en común con Gigante, de Adrián Biniez, y también -aunque en menor grado- con el El custodio, de Rodrigo Moreno. Nadie diría que Triviño, operador de steadycam, impecable en el manejo técnico, es un realizador debutante. Las actuaciones también son sólidas. A las mencionadas, de Pinto y Valenzuela, hay que agregar la de Jorge Sesán, como un compañero de fábrica que vende celulares de origen non sancto (casi un homenaje a aquel chico que fue en Pizza, birra, faso); la de Roly Serrano, vendedor, versero, de aparatos para gimnasios (Juan sueña con zafar poniendo uno); la de Malena Sánchez, como una simpática kiosquera, que parece naif pero cargará con la escena más cruda, y la de Alejandro Awada, quien, tan lacónico como el protagonista, transmite una repulsión casi ofídica, lo que, aclaremos por las dudas, es un elogio. No contaremos demasiado de la segunda parte, propicia para la polémica en torno de la actitud del protagonista ante un hecho atroz que lo saca del letargo. Diremos, apenas, que De martes a martes se va transformando en una suerte de thriller sin balas, en medio de un entramado social basado en el abuso, con un crescendo de tensión, real y psicológica. Y que las acciones e inacciones de Juan, abordadas desde el punto de vista de él, no serán juzgadas por el realizador, como corresponde. Más discutible es cierto intento final de redención, cierta caída en el maniqueísmo, cierto rulo innecesario en la resolución. Desnivel que no alcanza a nublar los méritos generales de la película.
Fuera de norma A esta altura, habría que decir que las películas de Jorge Polaco no son buenas ni malas sino fieles a sí mismas. En Príncipe azul -basada en una pieza homónima de Eugenio Griffero- el director de Diapasón y En el nombre del hijo, un realizador maldito, regresa con su estilo esperpéntico, revulsivo, desprejuiciado, fuera de norma, por momentos más cercano a la plástica y el teatro que al cine. La historia no es críptica, pero sí el modo en que Polaco la expone. Su lenguaje, rabiosamente libre, deliberadamente ridículo, carece de convenciones: se lo experimenta o no. Funciona o no: según la percepción de cada espectador; con autonomía. Las obsesiones del director siguen siendo, entre otras, la vejez, la sexualidad, la decadencia, la culpa y, al mismo tiempo, el desprecio por lo instituido. En Príncipe... dos hombres -interpretados por Ariel Bonomi y Harry Havilio- se reencuentran, en sus ocasos, para remedar un amor que los unió seis décadas antes. Lo hacen en una atmósfera entre onírica y apocalíptica, hecha de hecha de cruces, maniquíes y escombros. Inquietante. Salvo Luis Ortega, no hay muchos realizadores que se animen a las apuestas tan arriesgadas y extremas.
Lo que viene llegando Aclaremos que la calificación de esta crítica es absurda, apenas una convención periodística. Es obvio que nueve cortos de directores jóvenes -los que integran la octava edición de Historias breves- no pueden tener el mismo nivel. El “bueno” será generoso en algunos casos, y mezquino en otros (pocos). Tal vez, lo interesante en estas películas colectivas es establecer una tendencia, no calificarlas. Historias breves 8 muestra -en su inevitable, sana diversidad- una inclinación hacia el cine narrativo, en el que la tensión y el suspenso funcionan como motores. Se trata, en general (expresión que no repetiremos, pero que debería figurar en cada oración), de trabajos de buen nivel formal, con la participación de actores sólidos o de gran experiencia: Sergio Boris, Martina Juncadella, Guillermo Pfening, Javier Lombardo, Nicolás Scarpino, entre otros. El ciclo de Historias breves comenzó a mediados de los noventa, en paralelo con los inicios del Nuevo Cine Argentino. Casi dos décadas después, si nos guiamos por estos nuevos cortos, parece confirmarse un giro hacia un cine con un foco más argumental, más alejado del minimalismo, de cierto estilo contemplativo. La elección de actores profesionales marca, también, una tendencia. Los peligros, evidentes en algunos de estos cortos, son la obviedad, la sobreexplicación, las impostaciones. No tenemos espacio para referirnos a cada filme. Para no ser antipáticos, mencionemos dos de los logrados: El conductor, de Maximiliano Torres, con Sergio Boris, que transmite el agobio de un matrimonio en una ruta, y Liebre 105, de Sebastián y Federico Rotstein, sobre un chica hiperconsumista que va sumergiéndose en una pesadilla en un shopping. Para ser antipáticos, a modo de ejemplo válido para varios de los cortos, agreguemos que, en Liebre..., la protagonista podría haber sido descripta con menos trazos. Detalles que tienen solución: tendremos que esperar la evolución de estos nuevos realizadores.
La reconstrucción El documentalista Miguel Rodríguez Arias (Las patas de la mentira, El Nüremberg argentino) logra, en Buscadores de identidades robadas, lo que se propone: aportar una pieza más en el rompecabezas del genocidio que militares y paramilitares encabezaron desde mediados de los ‘70. La tarea del realizador se parece, en este punto, a la del grupo que retrata: el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), vital, desde el regreso de la democracia, para restituir la identidad de las víctimas. Rodríguez Arias utiliza, por momentos, un tono aséptico, como si buscara reproducir en su procedimiento cinematográfico el del grupo científico. No se trata de un rasgo de frialdad, sino de necesaria distancia. El realizador sabe que transmitir ciertos datos irrefutables, como lo hace el EAAF, tiene, a esta altura, mucha más contundencia que cualquier declamación, por justa que sea. Modesto, casi impersonal -otro rasgo que lo vincula con el equipo de antropólogos- elige una estructura clásica dentro del género: cabezas parlantes, imágenes de archivo, fragmentos de otros filmes (como El último confín, de Pablo Ratto), con contenidos más que valiosos, a los que no les agrega artilugios formales, sabiendo que tienen su propio peso: dramático e histórico. El documental Tierra de Avellaneda, de Danièle Incalcaterra, ya daba cuenta, en 1995, del trabajo del EAAF, en un caso recordado en Buscadores... Una de las mayores virtudes del filme de Rodríguez Arias es mostrar cómo fueron variando las tareas del equipo y sus posibilidades científicas, así como las posiciones de los distintos gobiernos y las del resto de la sociedad ante esta tarea. La película elude el maniqueísmo, lo que no quiere decir que sea neutral, un concepto -y más en este caso- imposible. Tal vez hace propio el testimonio de una de las antropólogas que, al margen de su trabajo riguroso, confiesa la emoción que siente cada vez que alguien encuentra los restos de un familiar desaparecido. Ella, entonces, busca la foto que le otorgue identidad a esos huesos que fueron durante tantos años su objeto de estudio. Un acto de reparación, en más de un sentido.