Un mito de la triple X Ficción sobre el “rey” del porno nacional, con él como protagonista. Si dijéramos, por ejemplo, que Maytland es una elegía al porno nacional , ¿cómo sonaría? Las palabras elegía y porno, combinadas, dan una idea de extrañeza, de incompatibilidad. Elegía alude a algo lírico y melancólico; porno (nacional), a algo grueso, prosaico, casi humorístico, bizarro. Bueno: la opera prima de Marcelo Charras, centrada en la vida de Victor Maytland, pionero y mito del género triple X argentino, combina todos estos componentes y tiene un resultado diverso: no desdeñable. En principio, Charras iba a hacer un documental y, para esto, se metió en los rodajes de las películas clase C de Maytland. Luego el proyecto se transformó en una ficción, con el propio Maytland como protagonista y algunas historias reales de su vida convertidas en centro de la trama. Un riesgo grande: las autointerpretaciones y las reconstrucciones ficcionales no suelen llevar a buen puerto. Y sin embargo, la peculiar historia del personaje, su carisma, el ambiente (decadente) en el que se mueve y el clima de final de época generan una atracción que atenúa las zonas fallidas. En esta ficción, Maytland está en decadencia terminal como realizador porno, tratando de hacer su último filme, con más voluntad que esperanza. Quiere hacer, él asegura que como siempre, una porno “con argumento”. Su productor, interpretado por el Facha Martel, lo desestima. Maytland retruca: “Yo no hago películas para pajeros. Hago películas para pajeros y tipos pensantes”. La relación de él con su hijo Luciano (buena actuación de Francisco Trull) nos introduce (mil disculpas por el verbo, tratándose del mundillo del porno) en la vida íntima del prolífico director. Luciano, que busca el VHS de Las tortugas pinjas , un clásico perdido de su padre, indaga a Maytland sobre temas diversos. En esos diálogos, se siente el artificio estructural. Maytland dice: “Tu madre no se bancó lo que yo hacía. Le daba mucha vergüenza todo”. Y uno siente que ese párrafo corresponde, en realidad, a la cabeza parlante de un documental. Hay, también, decisiones de mal gusto, aunque respondan a la realidad: como la de Maytland de hacer una porno sobre una detenida-desaparecida durante la dictadura. La película funciona mejor en sus cruces entre lo sórdido, lo hilarante, lo nostálgico y lo voyeurístico : el espiar no qué se hacía, sino cómo se hacían los productos triple X.
Sátira multiorgásmica Comedia erótica, con libertad creativa e irregular resultado. En 2006, en Upa! , Santiago Giralt, Camila Toker y Tamae Garateguy se rieron de la solemnidad, el esnobismo, la puntillosidad estética, la excesiva contención y el redondo aburrimiento de muchas películas del Nuevo Cine Argentino. Trabajaron, desde luego, con elementos antitéticos al estilo que parodiaban: con desprejuicio, urgencia, sin temor al ridículo ni a la desprolijidad. Fueron visceralmente divertidos. Los premiaron nada menos que en el Bafici, cuna del NCA. Las hermanas L ., realizada por Giralt también en equipo (con Eva Bär, Alejandro Montiel y Diego Schipani), tiene varios puntos en común con Upa! Pero ahora la “provocación” no se centra en la burla a cierta forma de hacer cine, sino en una machacona osadía sexual y en la postulación de vínculos familiares que sólo alarmarán a los más conservadores. Esta es la transgresión de Las hermanas L. Transgresión que, aunque es infrecuente en el cine nacional reciente, tampoco es tan extrema como se la publicita. Tal vez poseedora del récord de masturbaciones en filmes que no sean porno (las hay incluso simultáneas: algunas, a pantalla partida; otras, con montaje paralelo), Las hermanas... tiene algo del primer Almodóvar -con menor calidad argumental-, algo de John Waters -con menos desenfreno- y mucho del grotesco y la picaresca vernáculos. En estos últimos casos, la broma de Giralt no fue ponerse enfrente sino en la misma vereda genérica; por eso, por momentos, su película parece un producto de TV subido de tono o un viejo filme nacional populista. Abundan la cámara en mano, los desenfrenos visuales y musicales, los tonos chillones y los personajes kitsch, aun cuando incurren en algunas escenas dramáticas. La comedia se centra en un triángulo cuyos vértices son las dos hermanas L. (que en principio iban a llamarse Legrand), hijas de una vieja, frívola, egocéntrica y patética diva, y el marido de una de ellas. Las principales interpretaciones, dúctiles y jugadas, son de Silvina Acosta, Florencia Braier y Esteban Meloni. Soledad Silveyra hace el papel más satírico; Daniel Fanego, el más paródico. Hay algo de modernidad y algo de deja vu; de aciertos y desaciertos , de libertad creativa.
Un héroe dual Filme de aventuras, con un guerrero feroz devenido puritano. El secreto para disfrutar de Cazador de demonios es no esperar de la película -un filme de aventuras, brujerías y algunos dilemas ético/religiosos- más de lo que la película ofrece. La historia, basada en Solomon Kane , vieja historieta de Robert E. Howard, autor de Conan , se centra en un héroe brutal (interpretado por James Purefoy) que, en 1600, defiende al imperio británico en medio de un mundo presentado como salvaje, siniestro, ajeno a cualquier precepto moral: con nula civilización y abundante barbarie. En una de las primeras secuencias, en medio de un fragoroso combate contra las fuerzas del Mal, Kane, guerrero impiadoso, les grita a sus soldados: “No teman. Acá el único demonio soy yo”. Más tarde quedará frente a un representante del diablo, quien le avisará que viene por su alma, cargada de muertos y culpas. Un año después, veremos a Kane volcado a la religión... pero las circunstancias lo obligarán a (volver a) matar; incluso a hacer una ampliación del campo de batalla. Y así tenemos una historia -que transcurre en un universo sórdido, con personajes que oscilan entre lo oscuro y lo tétrico- centrada en un protagonista que carga contradicciones y dualidades morales: no sólo presentes sino pasadas. Estas últimas irán siendo develadas a través de flashbacks, en los que se destacará la breve aunque vital aparición del mítico Max von Sydow, como padre de Solomon. Von Sydow no es la única estrella del fime. También aparece Pete Postlethwaite, en el papel de un puritano padre de familia que, atacado por saqueadores diabólicos (que responden a Malachi, encarnado por Jason Flemyng), termina rogándole a Solomon que vuelva a imponer la “justicia” de su espada. Los mandatos paternos y divinos atraviesan este filme, aunque sería erróneo analizar a Cazador..., de Michael Bassett, desde este prisma, ya que la película se postula como una mera historia de acción en tiempos antiguos. Un tema bastante trillado y vigente en el cine. Esta travesía beligerante propone, en definitiva, un modesto entretenimiento, más cercano al cómic ominoso que a una superproducción pretenciosa. Con final previsible, moraleja, y, claro, la promesa de continuidad en saga.
Aportes para recuperar un mito Este documental ortodoxo sobre Perón -cabezas parlantes + voz en off + material de archivo- dirigido por Jorge Coscia, secretario de Cultura de la Nación, es honesto: 1) Se postula, meramente, como una serie de “apuntes para una biografía”. 2) Toma una posición ideológica clara, anunciada desde su misma dedicatoria: “A Néstor Kirchner”. Pero este prisma peronista, transmitido principalmente por historiadores vinculados al movimiento, no cancela las miradas divergentes respecto de algunas posiciones (o situaciones) del hombre que fue tres veces presidente de los argentinos. La película recorre desde el nacimiento y la formación de Perón, pasando por su vida íntima y sus posiciones ideológicas antes de su ascenso al poder (por lejos, la parte más rica del filme), hasta su ejercicio del gobierno. Esta última parte, obviamente la más transitada por los aficionados a la Historia, es resumida en una suerte de panegírico en el que se compara a las políticas justicialistas de los 40’, 50’ y 70’ con las del capitalismo más salvaje y las del stalinismo. Este segmento es el más flojo, por su breve desarrollo. Pero el vasto material audiovisual suma, y mucho, a una película de valor histórico.
Culebrón metafísico Un hombre y una mujer, atormentados por sus pasados, se cruzan en los Estados Unidos. Por su estructura, sólo por su mera estructura, podríamos llegar a vincular a Un buen día con películas como Antes del amanecer , de Richard Linklater. Veamos: un hombre y una mujer que se encuentran por azar, lejos de sus lugares de origen, y que, a lo largo de una morosa caminata catártica, van tomando distancia de sus cotidianeidades y creando una intimidad tan intensa como fugaz. Una intimidad que tal vez sólo es posible en esos encuentros mágicos, casuales, ajenos a las erosiones de la rutina. Y que dejan la marca indeleble de lo efímero, la que jamás se erosiona por el paso del tiempo. Esta es la única comparación posible entre Un buen día , que luego va derivando hacia la fantasía metafísica, y un filme logrado. Porque, más allá de algunos aciertos en los rubros técnicos, la película de Nicolás del Boca, con guión de Enrique Torres, es fallida. Sus diálogos “sobreescritos”, casi impostados, suenan ampulosos y antiguos, cercanos a una sucesión de aforismos. La música, incesante, funciona como un subrayado dramático meloso, innecesario, que termina por ser molesto. Las puestas son muy pobres, sobre todo en flashbacks que remiten a situaciones trágicas. Y, para colmo, abundan los golpes bajos o, por lo menos, las situaciones lacrimógenas, típicas de culebrones. Manuel (Aníbal Ferreyra) y Fabiana (Lucila Solá, novia de Al Pacino en la vida real) se cruzan en Long Beach, California. El (una suerte de seductor a lo Cacho Castaña) es un actor fracasado, que intenta escribir el guión de una película; ella, una estudiante de Derecho (mucho más bella y joven que él), distanciada de su padre y muy perturbada. Ambos cargan con dramas personales que irán surgiendo, de modo abrupto, poco verosímil, en medio de la gran caminata juntos a orillas del mar. Un buen... recorre los problemas del “ser” argentino, sobre todo del ser argentino en el exterior. No faltan la crisis de 2001 ni las escenas de tango. Durante casi todo el filme, Andrea del Boca (madre de Fabiana) es una voz preocupada en el contestador de su hija. Sobre el final aparecerá, en una secuencia breve pero reveladora, a pura lágrima mejilla abajo. El sello de su padre legendario, creador de ciclos televisivos como Andrea Celeste , Antonella , Celeste, siempre celeste o Perla negra , entre otros
Una sátira con poca eficacia, y moraleja Rodrigo de la Serna interpreta a un productor musical chanta. Uno puede hacer una mera descripción de Boca de fresa , de Jorge Zima. Decir que se trata de una sátira sobre el mundillo de las pequeñas discográficas. De un grotesco, con actores talentosos y de fama: Rodrigo de la Serna, Erica Rivas (su esposa en la vida real), más Roberto Carnaghi y María Fiorentino. O que apuesta a códigos televisivos y a interpretaciones paródicas... Nada de esto sería, necesariamente, un demérito. El problema, sí, es que la película no provoca humor en su primera parte -cuando lo busca claramente-, ni empatía en su último tramo: el que opta por las lecciones de vida, con diálogos ampulosos que parecen extractados de aforismos. De la Serna -el pelo tirante con colita, anteojos de marco gigante y blanco, saquito y zapatos al tono, camisa a rayas- es Oscar: un chanta exaltado, un farsante que, en las primeras secuencias, intenta estafar -en pequeña escala- a melómanos asiáticos. Mientras tanto, su tío (Carnaghi) les saca fotografías a músicos de tercera línea. En este panorama decadente aún falta Natalia (Rivas), una chica, que parece extremadamente ingenua (tonta), pero que se revelará también como sensible. En su mundo cursi y kitsch (estilos que el filme exhibe con orgullo) hay un sueño que está por cumplirse: viajar con Oscar a Miami. Pero, poco antes, él descubre que un viejo y olvidado artista (llamado Freddy Iturralde), que estuvo vinculado con la productora, “pegó” un hit tardío, en versión de un grupo noruego. El viaje a Miami, entonces, cambiará por uno a Córdoba, en donde Oscar buscará obsesivamente al músico que podría salvarlo y Natalia se quejará -cual niña boba- por el cambio de planes. Los actores aparecen encorsetados por roles estereotipados, sujetos a diálogos muchas veces mediocres e intentos de comicidad física que no siempre dan resultado. En Córdoba aparece un personaje central, encarnado por el músico Juan Vattuone (con su gran rostro que parece de boxeador, tallado a los golpes, y su voz cavernosa). Un hombre rudo, hosco, primitivo, que no es “grasa”, como los recién llegados, sino orgullosamente humilde. El les comunica que Freddy, ex amigo suyo, murió en un accidente, años antes. Y le hace escuchar a Natalia un simple: de un lado, el tema “A papá mono”, el que se convirtió en hit; del otro, del lado B, una canción más linda, con mejor contenido. “Las canciones no sirven para nada. Son todas mentiras, giladas para los giles que las compran”, le hace decir Zima, que también es músico, a Vattuone. Y también: “Es horrible no poder sacar lo que uno siente por dentro”, en referencia al costado comercial, salvaje, del mercado discográfico. Desde ahí habrá cierto misterio, que se revelerá; confusiones; y una gradual transformación de los personajes principales, siempre en dirección a la clara moraleja. Un cameo de Lito Vitale; el tema Boca de fresa , cantado por la Mona Jiménez; la simpatía y el oficio de los actores; y la prolijidad técnica son los elementos que intentarán realzar a un filme que tiene un aire antiguo, más afín al tema “A papá mono”, que Freddy quiso olvidar, que a la canción que hizo por amor al arte y que, por culpa de los mercaderes, se desbarrancó hacia el olvido.
Saga sin términos medios Viñetas de muchachos dispuestos a las situaciones más revulsivas. ¿Tiene sentido escribir críticas de películas como Jackass 3D ? La respuesta no es clara. Digamos, sí, que sus autores y protagonistas no son ni buenos ni malos, sino incorregibles. Muchachos incorrectísimos, escatológicos, revulsivos hasta la repulsión, que viven en una suerte de adolescencia eterna o, si se prefiere, en una infinita despedida de soltero -creativa, hay que admitirlo- transformada en cine taquillero. En resumen: a esta saga extrema, de estilo televisivo, se la toma o se la deja; no es raro que sólo tenga fanáticos y detractores. Para los pocos que no estén enterados del fenómeno, expliquemos que se trata de un grupo humano -en el que no faltan enanos y obesos mórbidos- que se gasta bromas pesadísimas o se expone a situaciones extremas y violentas. Gente ideal para tenerlos como animadores de viajes de egresados. En cine, donde funcionan a fuerza de viñetas estrambóticas, pueden tornarse monótonos. O no: la mayoría de los que pagan entrada sabe que va a consumir esta propuesta. El 3D, no del todo eficaz, aumenta el impacto de imágenes que buscan sólo eso: impactar. ¿Qué agregar? A uno le arrancan un diente con una tanza atada a un auto. A otro le ponen una manzana entre las nalgas y de ahí se la hacen comer a un chancho. Al mismo tipo, gordísimo, lo cubren con un nailon, lo hacen trotar, le escurren el sudor y se lo hacen tomar a alguien que vomita en cámara. No hay excremento que falte, de un modo aluvional, en la pantalla... Cada escena es repetida en cámara lenta, en primer plano, mientras el público grita: “Noooo” y a la vez disfruta. ¿Faltará mucho para tengamos un programa de TV así hecho en la Argentina?
Final de época Filme de atmósferas, basado en la novela de Fabián Casas. Fabián Casas, autor de la novela Ocio , “transmite” a sus padres de maneras muy distintas, casi antagónicas. Al padre suele exponerlo en las sobremesas entre amigos (el autor de esta crítica ha compartido algunas), como un personaje al borde de lo paródico, cargado de humor y antiheroísmo. En el caso de su madre, de la ausencia de su madre, opta por la palabra escrita; el íntimo lirismo desgarrado; la sobrevida en poesías bellamente melancólicas. Más allá del universo Casas -el barrio, el fútbol, el ejercicio de la amistad, la música, la literatura, la calle, el humo pensativo- aquellos dos seres constitutivos, ineludibles, tienen un peso muy fuerte en su obra. Alejandro Lingenti, amigo íntimo del escritor y debutante como director de cine, y Juan Villegas (realizador de Sábado y Los suicidas ) tomaron Ocio como punto de partida y construyeron un filme que guarda la esencia de la novela; no la literal sino la anímica. La película Ocio es exactamente eso: la transmisión, a través de imágenes y sonidos, de un estado de ánimo, en general vacío. Correspondiente a un muchacho joven (Casas en la realidad; Nahuel Viale en la ficción) que acaba de perder a su madre y parece estancado en un limbo triste y acogedor, en el que la infancia ya quedó en el camino y la adultez todavía no llegó, aunque está ahí, como una amenaza. Con destreza formal (en la que seguramente Villegas tuvo mucho que ver) y actuaciones acertadas, la película hace interactuar a dos atmósferas que se complementan y que, al mismo tiempo, funcionan como espejos, una de otra: la del mundo interno y la del mundo externo del protagonista. El primero está marcado por esa etapa de la vida en que la música (acá de Pescado Rabioso y Manal), un buen libro (acá de Camus), un cigarrillo y la mirada clavada en el techo de la habitación constituyen un cálido refugio que, uno lo sabe, tarde o temprano volará en pedazos. Después sólo quedará la realidad: inapelable, feroz, concreta. Este clima interno se completa con un padre subjetivamente ausente -que trabaja de payaso- y una madre objetivamente ausente. El afuera funciona en un no tiempo, en una Buenos Aires enrarecida, desolada, plagada de acechanzas: la obligación de entrar al mundo productivo -laboral o estudiantil-; el maltrato ajeno -representado por un grupo de recios motociclistas- y, como bálsamo, los amigos (varones). La literatura de Casas y la película de Lingenti-Villegas transmiten un mundo masculino. La única mujer gravitante, en el filme, funciona como un fantasma. Ocio también contiene -acaso a instancias de Lingenti- la banda de sonido de la vida de Casas , en la que se suceden desde el rock setentista hasta el actual. Por lo demás, no hay un relato creciente, hilvanado, sino una narrativa circular, acorde con la percepción del protagonista. Las irrupciones de ciertos personajes que monologan, y algunas secuencias demasiado despojadas, como una en una cancha de fútbol, parecen inacabadas. Sin descartar desaciertos, que los tiene, se puede decir que todo, en este filme, está un poco corrido de la realidad e inacabado como en un sueño. Ocio no procura divertir, ni generar humor o suspenso. Intenta crear atmósferas frías, distantes, abúlicas, que envuelvan a nuestro protagonista melancólico. Y lo logra, con sentido poético y visceral, ajeno al de otras películas contemplativas, que parecen hechas por jóvenes con gran conocimiento académico y poca garra, poco rock, poco núcleo, poca esencia.
La reinvención Una mujer, cuyo marido le es infiel, se deshace de todo lo que fue y tuvo. No es la primera vez que Benoît Jacquot convoca a la gran Isabelle Huppert para que sea la columna vertebral de una película suya, una película anclada en los sentimientos -si es que se puede anclar lo fluctuante y lo incierto-, basada en la novela de un autor de prestigio. En 1998 ( La escuela de la carne ) lo hizo con Yukio Mishima; ahora, en Villa Amalia , lo hace con la novela homónima de Pascal Quignard, autor de Todas las mañanas del mundo . El personaje de Huppert (Ann), con su sensualidad distante e inasible, “es” la película. Interpreta a una mujer de 50 años que, en la primera secuencia sigue a su marido (interpretado por Xavier Beuvois), hasta que lo ve llamar a la puerta de una casa desconocida y besar a otra mujer. Al mismo tiempo, ella -que es pianista, como el personaje sadomasoquista que encarnaba en el filme de Michael Haneke- se reencuentra con un viejo amigo (Jean-Hugues Anglade), quien la desea con temor y resignación: destinado a derrota. Pero lo central es que a partir de esa noche lluviosa algo se quiebra en el interior de Ann, algo que, en realidad, venía agrietándose desde hacía tiempo. La infidelidad de su pareja parece haberle provocado menos asombro que triste confirmación. Su decisión (¿su pulsión?) es dejar atrás todo lo que la constituyó hasta el momento: dejar atrás a la mujer que fue, y tal vez, sólo tal vez, reinventarse. Su destino -interno y externo- será, a partir de ese instante, peregrino. Jacquot no es un director condescendiente con el espectador: la trama no toma un rumbo convencional, sino introspectivo. El talento y las características de Huppert hacen que su viaje sea geográfico y también interior. Su personaje no procura la piedad ni tampoco redenciones mágicas: dos características que se les suelen “cargar” a las mujeres abandonadas en las ficciones. Pero, ¿es Ann una mujer abandonada? En realidad, su marido quiere volver acercarse a ella. Además, ¿a quién alude la palabra “ella”? Ni siquiera Jacquot o Huppert parecen saberlo. Ambos confesaron que, por momentos, avanzaron a tientas, o a pura intuición, durante el rodaje. El resultado es, por lo tanto, mucho más inquietante. Ann no tiene hijos, sí un padre -también músico- ausente, una madre de la que se aleja y un hermano muerto. Mientras la cámara elige una posición contemplativa, ella inicia el proceso de desaparecer completamente, de convertirse en una ausencia; desde ahí, acaso podrá ir encontrando o construyendo una identidad. Pero no hay certezas, sólo incomodidad. En la vida, en el amor y en el buen cine. O al menos en el de Jacquot, que funciona muy bien con Huppert como musa.
Obsesión por las cámaras Podría decirse que la saga de Actividad paranormal forma parte de lo que ya es casi un subgénero dentro del cine de terror: el del falso documental o la falsa película casera. Desde El proyecto Blair Witch hasta El último exorcismo , pasando por REC y Cloverfield : los ejemplos, más o menos logrados, se multiplican. Se trata de supuestas filmaciones amateurs en las que se cuela, imprevistamente, o ya no tanto, el horror. Aquel viejo enunciado de que lo siniestro es lo cotidiano cuando se vuelve extraño. Actividad paranormal , dirigida por Olen Peli, logró un gran éxito -pasó de producción modesta a tanque de taquilla- en base a estos lineamientos generales. Actividad paranormal 2 , dirigida por Tod Williams, hace un cambio sustancial: no se limita al uso de una sola cámara, trémula y subjetiva; se “apoya” en varias: las que usa una familia en su intimidad y las de seguridad, instaladas en una casa en la que ocurren fenómenos extraños. Como Williams cambia de unas a otras de acuerdo al lugar en que transcurre la acción, algo se pierde: la sensación de que estamos viendo una (única) grabación casera, sin “dirección” ni edición; caótica, desprolija. La intervención, la mano obvia del realizador no termina ahí: en esta segunda parte de la saga aparecen de pronto sobreimpresos que dan información tipo: “Murió sesenta días después”, referida a algún personaje. Hay, además, otro atentado contra el verosímil: los protagonistas filman a sus familiares en charlas íntimas, privadas; situaciones en la que es ilógico que una cámara esté prendida. En resumen: la base de esto que llamamos subgénero no es muy respetada en este caso. La película, con más desarrollo y producción que la anterior, se centra en una familia, en una casa ¿embrujada? Dos personajes, en principio laterales, son los protagonistas del filme anterior. Por lo tanto, la acción de Actividad paranormal 2 funciona como (una especie de) precuela de Actividad paranormal . Un matrimonio, con un hijo bebé, está en el centro de la paranoia o del influjo de lo demoníaco (la aparición del nene acerca aun más a esta saga a la La habitación del niño , telefilme de Alex de la Iglesia). Otros personajes, que le dan aire a la historia, son la hija adolescente del hombre, del primer matrimonio; un perro; y una mucama hispanoparlante (habla todo el tiempo en castellano y los demás, que sólo hablan en inglés, le entienden). El perro y la mucama, tal vez considerados, ay, seres elementales, son los que perciben con mayor claridad las presencias invisibles, macabras, extrañas... La construcción del suspenso es morosa y, por momentos, sólida. Hay ráfagas de humor, como durante el juego de la ouija (copita) entre la adolescente y su novio. Pero la estructura general presenta grietas. En la primera película, una pareja dejaba su cámara encendida por las noches y al día siguiente adelantaba las imágenes para ver qué había ocurrido. En la nueva, las imágenes de una cámara de seguridad son adelantadas sin que se sepa bien quién lo hace, cómo y por qué. Una de las tantas situaciones que resienten y enfrían el todo de la película.