La parodia del genocida Sátira que muestra a un Hitler absurdo, a finales de la Segunda Guerra. La sátira trágica Mi Führer muestra, en el tramo final de la Segunda Guerra, a un Adolf Hitler paródico: patético, infantil, acomplejado, impotente, pusilánime, contradictorio. A un genocida que, tras tomar contacto con un prisionero de un campo de concentración, y revivir las humillaciones sufridas a manos de su padre, llega a decir que su idea no era asesinar judíos sino confinarlos al desierto del norte de Africa. Ojo: cuando este personaje queda al borde de la justificación -en base a una aplicación simplona del psicoanálisis- o la lástima, el realizador suizo Dani Levy nos recuerda lo terrible (en realidad, lo desagradable) que fue Hitler. La gacetilla del filme nos explica, además, que Levy es judío -hijo de una alemana que escapó del nazismo- y que por momentos trabajó desde "el odio, la comicidad subversiva". En primer lugar: ser judío no exime a nadie de incurrir en irresponsabilidades cinematográficas (Levy mismo muestra, con los créditos, imágenes, supuestamente documentales, de gente joven que no sabe quién fue Hitler). En segundo, la comicidad de Mi Führer no es subversiva sino revulsiva: y sólo por el "facilismo" de jugar con uno de los símbolos más abominables de la Humanidad. Levy nos recuerda que Charles Chaplin y Ernst Lubitsch también rodaron sátiras sobre el nazismo. Claro que El gran dictador es de 1940; y Ser o no ser, de 1942. Y que ambas son obras maestras: un detalle nada menor a la hora tomar grandes riesgos. Aclaremos: Mi Führer no es una película pronazi; más bien procura ser lo contrario, con sentimentalismo incluido. Pero su resultado es, por lo menos, polémico: aunque su fin principal sea ridiculizar a Hitler, la historia abona la teoría del cerco alrededor de un dictador más extraviado que cruel, con Goebbels como representante del mal en estado puro. El resultado artístico es apenas discreto: Mi Führer no tiene consistencia como drama ni efectividad como comedia; funciona como una mezcla de grotesco y fábula trágica, de grandilocuente moraleja. La trama comienza a fines de 1944. Hitler (Helge Schneider, cómico y músico alemán) se hunde en la depresión. Pero Goebbels (Sylvester Groth, que hace el mismo personaje en Bastardos sin gloria) tiene un plan para levantar la moral alemana: armar un desfile por calles de Berlín reconstruidas con decorados cinematográficos y filmar un encendido discurso del Führer ante la multitud exacerbada. El único capaz de ayudar, en la lógica de filme, es un actor judío, antiguo profesor de oratoria de Hitler, que está en un campo de exterminio. Se llama Adolf Grünbaum y es interpretado por el ya fallecido Ulrich Mühe, protagonista de La vida de los otros. La película se centra en la relación entre los dos Adolf: Hitler, que se va humanizando -a su pesar- por Grünbaum; y Grünbaum, que tiene el dilema de asesinar o no a Hitler. Para agregar tensión, Goebbels planea volar a Hitler por el aire en pleno discurso, culpar a Grünbaum y crispar -aun más- a los alemanes. El filme ofrece algunas actuaciones acertadas, cierta intriga y puestas grandilocuentes. No mucho más.
Caras del abuso Drama coral basado en distintas historias con víctimas y victimarios. Mercedes García Guevara tiene una filmografía breve pero valiosa: Río escondido y el documental Tango, un giro extraño. Silencios, su tercer largo, es su película más irregular. En parte, por el intento de abarcar demasiados tópicos de la realidad postcrisis 2001; en parte, por cierta impostación en la puesta de escena y algunos excesos retóricos que, por momentos, la hacen parecer anacrónica. Como si algunos personajes intentaran dejar en claro qué rol ocupan dentro de la película -y de la sociedad argentina- y no pudieran respirar del todo, fluir, tomar vida propia. Como si el guión los limitara. Si bien la película es coral, porque se narran varias historias paralelas, sin un centro, García Guevara evita los cruces artificiales -que Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga volvieron a poner de moda hace pocos años-, aunque remarca la presencia de dos mujeres con entereza, que no se conocen entre sí y que se irán acercando sin saberlo. Son Eloísa (Marta Lubos), una señora de sesenta y pico, optimista, alejada de la vida urbana, volcada a los trabajos comunitarios, e Inés (Ana Celentano), una mujer soltera, algo frustrada, bien de ciudad, que padece el mandato del padre (Duilio Marzio) y entabla una relación pasional -¿sadomasoquista?- con un joven (Nahuel Pérez Biscayart) que le deja anónimos provocativos en el contestador. Como el lector notará, a la película no le falta elenco. Y hay que sumar a Guillermo Arengo, en el difícil papel de un cura que abusa de un adolescente pobre. La película entera gira en torno de abusadores y abusados, incluso muestra (remarca) la cadena siniestra que va generando un solo abuso. De todas formas, hay momentos en que los personajes responden de un modo demasiado mecánico, con poca justificación: en esos tramos el filme no genera empatía; mantiene la distancia del artificio. La gama de "abusos" tratados en Silencios es amplia, y abarca a los ejercidos sobre otros o sobre sí mismo: violaciones, consumo de cocaína, robos, anorexia, bulimia, destrato general. La inequidad social, abuso permanente, consentido -activa o pasivamente- por todos, también se destaca en el filme. Pero la dignidad humana, representada por Eloísa e Inés, en especial lejos de la gran urbe, mitigará el pesimismo. Silencios no es un filme desdeñable: tan sólo fallido en algunos tramos. Lo mejor es su ambigüead para mostrar algunos vínculos sentimentales. Lo peor: su obviedad para señalar causas y efectos de una pirámide en la que, claro, conviven victimarios y víctimas.
El horror y la dignidad femenina Es un documental centrado en tres generaciones de mujeres víctimas de la dictadura militar. Nosotras ..., cuyo hilo conductor es un juicio en Roma a ex represores argentinos, y cuyo centro es la condición femenina para afrontar la brutalidad de la dictadura, alterna aciertos y desaciertos cinematográficos. Entre los primeros, se destacan algunos enfoques novedosos de un tema tan transitado como medular e inagotable. Los reparos son estéticos: el abuso de imágenes de archivo trilladas (para los argentinos) y de músicas y puestas en escena -innecesarias- para subrayar la emoción y el dramatismo. La atrocidad y su contracara, la dignidad, reverberan en las palabras y gestos de tres generaciones de mujeres que dan sus testimonios: no necesitan representaciones suplementarias ni otras redundancias. Pero estas "intervenciones", típicas en directores extranjeros que abordan el genocidio argentino de los '70, quedan vastamente compensadas con la decisión de Cini de abordar temas ríspidos: la culpa de las sobrevivientes (una ex detenida cuenta cómo salvó su vida a último momento, cuando su padre, militar, logró que lo ayudara Massera); la sensación de demencia que provocan el encierro y la tortura sistemática; la doble degradación a la mujer-militante por parte de los represores; la maternidad -propia o ajena- en cautiverio; las antagónicas posiciones de dos hijas de desaparecidos apropiadas durante la dictadura. Mientras el eje narrativo es el proceso judicial realizado en Italia entre junio de 2006 y marzo de 2007, la película se abre, con fluidez, en un delta de temas vinculados con el campo de concentración que funcionó en la ESMA. Pero el núcleo de Nosotras ... es, en realidad, la condición femenina para afrontar el exterminio, y no sólo desde agrupaciones como Madres o Abuelas de Plaza de Mayo. Entre otras historias se cuentan la de la hija de Estela Carlotto y la de la madre de Juan Carlos Dante Gullo, detenida-desaparecida de mayor edad que el resto de sus compañeras de prisión clandestina. Pero la mayor potencia, el mayor logro del filme es no quedarse en los durísimos datos históricos sino adentrarse en la subjetividad de estas mujeres: subjetividad transmitida no sólo a través de palabras sino de gestos. Las imágenes de los testimonios en el juicio se alternan con otras archivo y otras más, filmadas actualmente en la Argentina. Aunque el documental cierra con la condena -en ausencia de los condenados- de Alfredo Astiz, Jorge "Tigre" Acosta, Jorge Raúl Vidoza, Antonio Febres y Antonio Vañek, Nosotras ... deja más interrogantes -o mejor: deseos de seguir interrogando- que respuestas rotundas. En las partes de ambigüedad, de emotividad natural, de contraposición entre voluntad y horror se juega lo mejor de esta película, que por momentos es irregular, aunque siempre es vital, necesaria.
El dolor de ya no ser Drama sobre cambios sociales chinos. No es raro en el cine chino contemporáneo: Ri ri ye ye, opus dos de Wang Chao (cuya opera prima, El huérfano de Anyang, se exhibió en el Bafici 2002), se apoya en personajes lacónicos que se mueven en paisajes que van siendo devastados -tomados, casi siempre, en planos muy generales- para transmitir de un modo íntimo los más radicales cambios sociales y económicos de ese país. La filmografía de Wang es heredera, entre otras, de la de Jia Zhang-ke, aunque, en este caso, con alegorías más obvias. En Ri ri ye ye se cruzan, en un ámbito rural, el final de la era comunista y una tortuosa relación sentimental con -lo explicó el director- el mito de Sísifo (el hombre condenado al sometimiento y una deshumanizada repetición, en cualquier sistema) y algunas teorías freudianas, como el complejo de Edipo. Guangsheng, el protagonista, trabaja en una mina de carbón, junto a su admirado maestro Zhongmin, un hombre mayor cuya esposa es amante de Guangscheng. Hasta que, tras una explosión, la mina queda en ruinas. Desde entonces, Zhongmin no desaparece de la vida de Guangsheng: por el contrario, se transforma en una mirada omnipresente, generadora de culpa, impotencia sexual y dolor recurrente ante la pérdida. Hasta que el Partido Comunista indemniza a los mineros, para que emigren a zonas urbanas de trabajo, y le alquila la mina -en paso hacia el capitalismo- al obsesivo Guangsheng, quien por momentos trabaja con el fanatismo de Daniel Day-Lewis en Petróleo sangriento. Las viejas contradicciones darán paso a una ciega voluntad laboral -que sublima al placer- y luego a nuevas contradicciones, siempre movilizadas por el mandato de Zhongmin; mandato que, como el de cualquier figura paterna, trasciende a la muerte. La economía discursiva, la belleza de la puesta y un estilo narrativo alejado de los parámetros occidentales hacen de Ri ri..., más allá de sus imperfecciones, un valioso aporte a la cartelera comercial porteña.
Casa tomada Terror a lo cotidiano cuando se vuelve extraño. Al margen de su producción de bajísimo presupuesto y de su éxito comercial -lo que le dio la doble condición de cenicienta cinematográfica y de tanque publicitario/mediático- Actividad paranormal acierta al jugar con el terror "de interiores": de la propia casa, de la propia cotidianidad, de la propia persona. Obvio: en ésto, no es precursora. Pero sí distinta a El proyecto Blair Witch -que generó un fenómeno parecido hace diez años-, Cloverfield, REC y tantos otros filmes hechos como falsos documentales, grabados con -supuesta- cámara casera, subjetiva, dejando desesperada constancia de un mal externo. En Actividad..., en cambio, la cuestión del mal no es tan clara: esta vez, el infierno podríamos ser nosotros. Veamos: una pareja joven que parece tenerlo todo empieza a experimentar un leve malestar en su casa de San Diego: algunos ruidos nocturnos (que podrían tener explicaciones lógicas), algún objeto fuera de lugar (que podría ser efecto de la desmemoria)... Nada grave, aunque ella repita que percibe distorsiones parecidas desde su infancia. El, más escéptico, compra una cámara sofisticada para filmar(se) todo el tiempo: sobre todo durante la noche, mientras duerman. Por las mañanas, mirará todo en una computadora: la tecnología, que abunda en ese hogar, ocupará el lugar de lo cierto. Es posible que Actividad... provoque en algunos espectadores una suerte de paranoia residual: cierta hipersensibilidad posterior ante los ruidos y movimientos caseros. Pero la verdadera virtud de la película es otra: devolvernos una imagen propia distinta de la que tenemos. El extrañamiento que experimentamos al vernos en un foto o en una filmación, pero potenciado por la chance de que algo más no esté en su lugar. La pareja del filme acaso termine de condenarse al exponerse todo el tiempo a cámara y observarse obsesivamente. Los mejores momentos de Actividad -que no es una maravilla ni una película desdeñable- se parecen a los mejores de La habitación del niño, telefilme de Alex de la Iglesia. Allí, la temible cámara nocturna era la de un circuito cerrado para que unos jóvenes padres cuidaran a su bebé. Oren Peli, declarado fanático de El exorcista, le agregó a Actividad... componentes demoníaco-invasivos. Pero El exorcista, detrás de sus elementos religiosos, no deja de representar la dualidad humana que Stevenson dejó plasmada en Jekyll y Hyde. Hay terror en no ser lo que pensamos que somos: en ver, clara, bruscamente, lo que apenas sospechamos. No hace falta tener problemas psicológicos para que esto ocurra. Bastaría con que alguien filmara su vida entera y observara, en pocos minutos, sus transformaciones de años. Quién sabe: tal vez ahora mismo, en algún lado, alguien se esté encargando de este arduo, económico, aterrador proceso
El fin de la inocencia En tiempos en que la suma de todos los miedos está puesta en el afuera, Puentes muestra una perspectiva distinta: la carga de angustia, malestar y violencia preadolescente que se engendra (o no se sabe contener) en la familia y en instituciones como la escuela. La opera prima de Julián Giulianelli, egresado de la FUC, se centra, sin caer en psicologismos ni obviedades, en la pequeña historia de tres chicos de 12 años del conurbano, que avanzan -sin saberlo- hacia la implosión. El relato tiene tres partes bien diferenciadas. En la primera, Matías, Tomás y Pedro son mostrados jugando al fútbol en baldíos, aburriéndose en el colegio y, sobre todo, acumulando angustias en sus casas. Giulianelli los muestra y compara, sutilmente, en sus mesas familiares: ámbitos que transmiten opresión a través de imágenes y silencios. Matías come sólo con su madre, de aspecto sufrido, sobre un mantel de hule, en lo que parece ser un humilde patio interno. Pedro asiste a un contrapunto entre sus padres, que se termina donde empieza la resignación. La familia de Tomás es la más pudiente y la menos comunicativa: mientras el chico hace zappingcon el control remoto, el padre -de aspecto autoritario- lee el diario: la madre tiene cara de mujer sometida, temerosa de las reacciones de su marido. La segunda parte, en la que Tomás se apodera de un arma del padre de Pedro, amenaza con convertise en una suerte de Elephant vernácula, aunque también tiene otros guiños a personajes alienados. En una escena, Tomás prueba en su cuarto el modo de sacar el arma que lleva bajo la ropa. Una versión infantil de De Niro en Taxi Driver. Sobre una mesa, un autito de plástico delata los restos de su infancia. La tercera parte, casi un largo epílogo, transcurre tras un desborde violento que conviene no adelantar. Los chicos -de actuaciones dispares, no siempre tan naturales como intenta ser el filme- irán errando por el centro porteño, donde, en medio de la noche, se cruzarán con personajes que suelen ser considerados "peligrosos" por familias como las de ellos. Hay algo de réquiem, de despedida, de dura iniciación, de desamparo y de final de infancia.
Gallero tiene un trabajo visual mucho más acabado. Con una fotografía en HD por momentos preciosista, una puesta en escena más ambiciosa y un guión estructurado, la historia transcurre en Catamarca. Mario (Gustavo Almada) es un criador de gallos de riña que, en una changa en un pueblito alejado, conoce a Julia (Silvia Zerbini), una mujer ya anciana que perdió a toda su familia en un accidente, y se aferra a los recuerdos y la religión. Con gran sentido plástico, Mazza juega con los contrastes paisajísticos: la casa de Mario está en una zona montañosa y húmeda; la de Julia, en una región árida, arenosa. El irá acercándose a ella, sin animarse -al principio- a pensar en su creciente impulso sexual, que desahoga con una prostituta de un burdel. Como en El amarillo, el espectador sentirá empatía con los personajes y pertenencia momentánea al lugar retratado: su bella gravitación y su infinita melancolía.
El amarillo, filmada con extrema austeridad, transcurre en La Paz, Entre Ríos, y tiene un registro casi de documental antropológico, con permanente utilización de la cámara en mano. El protagonista masculino (Alejandro Barratelli) es un porteño que llega a esa zona del litoral -nunca sabremos por qué ni su historia, salvo que sufría problemas respiratorios de chico- y se acerca a una misteriosa mujer que toca la guitarra y canta en un bar prostibulario. La música, compuesta e interpretada por Gabriela Moyano, que hace el papel de la mujer del cabaret "El amarillo", es central en el filme. Como también lo hace en Gallero, Mazza narra con pocos trazos y extrema naturalidad un melodrama rural, mientras transmite con eficacia y belleza la atmósfera local, muchas veces rústica, rica en matices cromáticos: en El amarillo, el espectador puede experimentar el calor, la humedad, los sonidos del campo, la resignación siestera, cierta catarsis colectiva, nocturna, a puro chamamé y lucecitas de colores. Bajo su capa melancólica, la película, basada en sutiles observaciones, tiene destellos de humor. Su ritmo es deliberadamente moroso y marca un estilo de vida.
Romanticismo bello y terrorífico Basada en la novela "Déjame entrar", combina vampirismo, amor y angustia adolescente. Algunos opinan que en Criatura de la noche, del sueco Tomas Alfredson -basada en la novela Déjame entrar, de John Lindqvist- prevalece la historia de vampiros; otros, la de amor. La atracción casi hipnótica que provoca la película se basa, precisamente, en su carácter lábil, inasible, indefinible, ambiguo: el mismo de su protagonista femenina, Eli, interpretada magistralmente por Lina Leandersson: una niña, llamémosle, vampiresa. Aclaremos, en este punto, que Criatura... no desecha los lugares comunes del género. Mucho mejor: los reformula como background, los resignifica, les da un tratamiento delicado y novedoso -perdido en el cine de terror-; los transforma en una hermosa, potente, siniestra combinación de arte y divertimento. El miedo y la furia, la angustia y la potencia/impotencia adolescente, son el motor de este filme que cruza una y otra vez la frontera entre realidad y fantasía. En un suburbio de Estocolmo, siempre helado y nocturno, vive Oskar (Kare Hedebrant): un chico abusado por sus compañeros, que amenaza con convertirse en una especie de personaje de Elephant. De algún modo, le fascina que en su barrio estén apareciendo cadáveres desangrados. Como también que llegue Eli, un vecinita que se instala con un hombre mayor. En el primer diálogo entre ambos, en medio de la noche y la nieve, Oskar se sorprende de que ella esté desabrigada y despida un aroma raro. El le dice que tiene 12 años; ella, que tiene 12 desde hace mucho tiempo. En el horror, como en el erotismo, lo sugerido es mucho más eficaz que lo mostrado. En las antípodas del terror pornográfico de sagas como El juego del miedo y tantas otras, Criatura... excita -aterroriza- con lo entrevisto, lo inexplicado, lo imprevisto: así hunde al espectador en una suerte de estado de irrealidad y otredad que conoce el que ha presenciado algún accidente grave. Alfredson crea una atmósfera gélida y espectral -con una fotografía y un trabajo sonoro, muchas veces basado en el silencio, impresionantes- y prefiere los planos generales, en los que algún detalle quiebra la lógica de esa composición y petrifica al que mira. El maniqueísmo y el juicio moral quedan afuera de este sofisticado -y a la vez simple, a la mirada del espectador- relato trágico. En la novela de Lindqvist, también autor del guión, Eli es un chico castrado 200 años antes; en la película, una anciana encerrada en un cuerpo infantil, o algún ente no aclarado. Varias veces, le pregunta a Oskar si ella le atraería igual si no fuera una niña. Las paredes y los vidrios, como los siglos y la condición, los separan: hablamos de la infinita atracción y desdicha de los amores imposibles. De un chico extraño y una niña sobrenatural que provocan empatía. Y terror y comprensión y lirismo. La historia transcurre en el mundo bipolar de los '80. El título original -basado en la leyenda de que los vampiros sólo pueden entrar si se les permite el paso- fue traducido como Let the Right One In (Deja entrar al correcto), que refiere además al romántico y fatalista Let the Right One Slip In, de Morrisey. En España, se degradó a Déjame entrar; en la Argentina, a Criatura de la noche. Esperemos que el descenso termine acá. Leve reparo local a una película bella y terrible, cargada de significados que el espectador puede o no intentar interpretar. Una obra mayor, detrás de su sencilla apariencia.
El melancólico final de la infancia El filme de Julia Solomonoff se centra en dos chicos. Más allá de que su relato avance en torno del misterio y la ambigüedad sexual de un personaje, El último verano de la Boyita, opus dos de Julia Solomonoff, transmite -a través de todos los sentidos- una cálida transición entre la infancia y la adolescencia. Esta mirada -parcial, por momentos graciosa, melancólica- de un mundo en transformación es la de Jorgelina (Guadalupe Alonso), que durante unas vacaciones en el campo de su padre, médico, entabla una relación con Mario (Nicolás Treise), hijo de trabajadores rurales: un chico parco, de sexualidad ambigua. El primer acierto de esta película es la dirección de estos jóvenes e inexpertos actores. El modo en que Solomonoff logra que se manejen con naturalidad frente a cámara, que se contrapongan en sus personalidades y que a la vez generen un vínculo estrecho, con una delicada carga sexual y códigos ajenos al mundo adulto. El trabajo sobre el principio de autoridad que ejercen los padres es también logrado: el de ella, lo hace sin violencia (no la necesita, es profesional y propietario); el de él se muestra autoritario y machista. Pero Solomonoff no juzga a sus personajes. Ni le otorga al campo un carácter especialmente primitivo o brutal: lo muestra. Jorgelina, observadora y perspicaz, proviene de un ambiente "progre", pero que también revela prejuicios a la hora de dividir y explicar los (supuestos) roles masculinos y femeninos. La niña, a punto de entrar en la pubertad, mantiene una relación de cariño/rispidez con su hermana mayor: durante el verano que narra la película, Jorgelina elude las vacaciones en Villa Gesell y prefiere irse al campo sólo con su padre. Ahí, en un bucólico paisaje, irá comprendiendo la complejidad del mundo que la espera. La narración de Solomonoff incluye la intriga, pero no es forzada ni cerrada: funciona, fluidamente, en base a detalles, más que a acciones. El trabajo sobre el ámbito rural, que Solomonoff conoce bien, es impecable: el espectador puede sentir al campo de un modo físico. Este logro se basa en lo visual (con imágenes bellas, aunque no estilizadas), sonoro (los ruidos típicos de esa zona de Entre Ríos) y los tempos cinematográficos, que jamás parecen más lentos ni veloces que lo necesario. La directora no se demora en la mera contemplación, ni tampoco condesciende a las manipulaciones ni el vértigo narrativo. Alguna vez Solomonoff declaró que le gustaba el melodrama sin estridencias. No se trata de una contradicción. En El último verano... queda demostrado: todo lo que sería dramático está tamizado por el punto de vista infantil. Algunos detalles sitúan la historia a mediados de los '80. Pero son apenas eso: detalles; nada que distraiga de la historia ni que anteponga un "clima de época". Hay que destacar la breve pero notable interpretación de la uruguaya Mirella Pascual (Whisky), como madre de Mario. El último verano... transmite con delicadeza el mundo eufórico, angustiante, feliz, melancólico e impreciso de final de infancia.