Mujer contra mujer Dos amigas divididas por la Segunda Guerra. El principal mérito de La canción ..., de Karin Albou, es su aproximación -ambigua y sutil, pero potente y desprejuiciada- a la amistad adolescente femenina. La exploración de un vínculo complejo, en un ámbito y un tiempo complejos. Túnez, 1942: antigua colonia francesa en el Magreb, pasando de la lealtad al régimen pro alemán de Vichy al dominio total nazi. Myriam es judía; Nour, musulmana: ambas viven en un barrio modesto y son, casi, una fusión. Hasta que la Segunda Guerra las escinde, con el filo ideológico. Propagandístico: la exacerbación del odio al otro, que en este caso es muy parecido a uno mismo. Albou trabaja la identificación, los celos y la confrontación desde dos puntos de vista. El íntimo, el del crecimiento, vinculado con el dolor de ir mutando de la simbiosis adolescente a la individualidad adulta. Y el social, con los alemanes demonizando a los judíos, buscando aliados musulmanes, recordándoles la postergación que les imponían los franceses. Estos componentes invitaban al maniqueísmo, el melodrama de fórmula y el pintoresquismo. Albou los eludió (casi siempre) con un trabajo notable sobre la libido, los goces y los sometimientos femeninos. En primer lugar, hay un cierto erotismo reprimido entre ellas. Pero sus cuerpos "pertenecen" -por la voluntad o la fuerza- a hombres. Mucho peor: a una cultura machista. Myriam es obligada a casarse con un médico mayor para sobrevivir; Nour no puede casarse con un joven -al que sí desea- hasta que él consiga trabajo, aunque goza del sexo y lo debe ocultar. Más adelante, él conseguirá trabajo ... con los alemanes: los opresores de la familia de Myriam. Las mujeres adultas participan de las distintas coerciones a la feminidad. Los primeros planos de una dolorosa depilación púbica a Myriam "para su futuro marido" -filmada a modo de una tortura- y la espera de la sábana manchada por la (supuesta) sangre virginal de Nour en su noche de bodas son ejemplos. Los cuerpos de las mujeres hablan en esta película. Como en una escena en que Myriam se niega a tener sexo con su flamante esposo: la desnudez completa, la falta de vello, los muslos apretados y su espalda doblada contra una pared transmiten más desamparo que cualquier narración o palabra. Aunque los personajes son ambivalentes, y la película le da preponderancia a lo íntimo por sobre lo bélico (la guerra llega a través de sonidos, imágenes fugaces y reacciones), el tramo final cae en cierta tentación aleccionadora. Pero desde la delicadeza de una realizadora que, más allá de sus desniveles, logra un filme de calidad, de esos que no sobran en la cartelera, y menos en fílmico.
Revolución íntima El filme, nominado al Oscar, se centra en una adolescente seducida por un hombre de 35. Nick Hornby, que en Enseñanza de vida (fea traducción, con aires de autoayuda, de An Education) adapta las memorias de la periodista Lynn Barber, se caracteriza por su estilo literario basado en la fresca perspicacia, el sentido del humor, la aparente levedad, la ausencia de academicismo, aunque él sea egresado de la carrera de Letras de Cambridge. Ese tono -con un humor más cálido que irónico- y esa contraposición -educación de claustro vs. educación sentimental- dominan esta película de Lone Scherfig (Italiano para principiantes), candidata al Oscar a mejor película. Enseñanza ... está ambientada en Inglaterra, a principios de los '60. Aunque sería más justo hablar de los últimos reflejos de los '50: de una sociedad, satisfecha en su conservadurismo, austera en su recuperación de la Segunda Guerra. Jenny (extraordinaria Carey Mulligan, también candidata al Oscar) es una estudiante, de 16 años, con futuro de Oxford. Pero sus fantasías están en otro lugar, menos estructurado, más vital, menos conformista. Geográficamente, en Francia: ella sueña con conocer París; admira a Jacques Brel, la Nouvelle vague, Albert Camus. "El libro trata sobre un hombre que no se conmueve ni por la muerte de la madre ni por asesinar a otro", les explica, a sus pueblerinas compañeras, lejanas al existencialismo, para acercarlas a El extranjero. Falta poco para el Mayo del '68. Pero el mundo de Jenny -que vive con sus padres; interpretados por Alfred Molina y Cara Seymour- se revuelve y estalla -ideológica y hormonalmente- cuando conoce a David (Peter Sarsgaard): un bon vivant que la dobla en edad, un seductor despreocupado, capaz de impostar con encantadora naturalidad -como todo seductor-, un tipo que sólo deja ver -y esto lo hace más interesante- la punta de un iceberg. Su extrema facilidad para mentir, simpática a la hora en que seduce a los padres de ella, se va volviendo cada vez más misteriosa e inquietante. El ambiguo David -siempre acompañado por una pareja de su edad: sofisticada, sibarita, extraña- es un tipo al que muchísimas mujeres le perdonarían casi todo, incluso los pequeños delitos. En una secuencia notable, tratada con deliberada ligereza, él y sus amigos -que se dedican al negocio del arte- roban un cuadro. Jenny amaga con indignarse y separarse. Pero un rato después le dice a David: "No sabés lo aburrida que era mi vida antes de conocerte. Acción es carácter: sé lo que significa, pero nunca hice nada de mi vida". Sin personajes maniqueos, ni diálogos forzados, ni contrastes extremos, Enseñanza ... es una delicada historia iniciática, un fresco de época, un filme romántico que no tensa en extremo su dramatismo. Mantiene un predominante tono luminoso (estilo La felicidad trae suerte), aunque con necesarias dosis de desencanto y amargura. Las (muy) buenas actuaciones, la recreación -poco ornamentada- de época y la ausencia de giros pretenciosos la convierten en una película sensible, pero no enfática, elegantemente británica, para el goce cosmopolita.
Con alas, pero poco vuelo Historia de un deportista convertido en hada. Muchas veces es difícil evaluar un filme para chicos. Pero Hada por accidente parece, en realidad, un filme escrito por chicos. Perdón: por chicos poco imaginativos, repetitivos. Chicos sólo capaces de armar una seguidilla de gags previsibles con elementos demasiado sencillos: una crema que achica a las personas, un polvillo que hace olvidar los instantes previos, un aerosol que torna invisible al que lo usa ... Ay. Para que fuera apta para varoncitos y niñitas, la película combina hockey sobre hielo y, como su nombre lo indica, hadas celestiales. Principalmente, un hada masculina: musculosa, ruda, pragmática, por momentos violenta y vulgar. ¿Cómo? En realidad, se trata de Derek Thompson (el nada dúctil Dwayne Johnson), un jugador de hockey, en presunto ocaso, que lleva ese apodo. Está de novio con una mujer con dos hijos: un nene, que no lo quiere, y una nena, a la que Derek le roba el dinero de un dientito de leche para apostarlo con sus amigotes... Desde entonces, una suerte de corporación divina lo convierte en un hada verdadera y lo obliga a cometer buenas acciones. Con secundarios desaprovechados, como los de Julie Andrews y Ashley Judd, poca creatividad y muchísimas lecciones en favor de la familia unida, y la importancia de ser un soñador y no un frío calculador, la película nunca levanta vuelo, ni siquiera en las partes humorísticas. Su secuencia de apertura incluye un primer plano de una marca de gaseosas. Ojo, es sólo publicidad de la cancha: no una contradicción en un filme blanquísimo.
Apenas el fin del mundo Desaforada y desopilante mirada de un grupo de marginales perdidos en un territorio apocalíptico. Un nerd depresivo, neurótico obsesivo (Jesse Eisenberg); una suerte de cowboy, tan traumado como duro e inescrupuloso (Woody Harrelson); dos hermanas ventajeras, tramposas (Emma Stone y Abigail Breslin), perdidas en una ruta devastada. Esto es lo que queda de los humanos tras una hecatombe que convirtió al planeta en una carnicería zombie. El sarcástico, feroz, gracioso apocalipsis que plantea Ruben Fleischer en su opera prima: un tanto irregular, pero desaforada, espasmódicamente entretenida. Tierra de zombies, narrada desde la perspectiva de Columbus (Eisenberg), recibe al espectador con un cross al mentón y un desenfrenado combo cinematográfico que bombardea los sentidos. La película es una road movie que transcurre en un ambiente de fin del mundo, estilo La carretera, de Cormac McCarthy, o Soy leyenda, de Richard Matheson. Pero que combina elementos de películas de zombies, de comedias de iniciación amorosa, de westerns y de filmes de familias disfuncionales (Breslin, la nenita de Pequeña Miss Sunshine, acá aparece como una adolescente nada cándida). El tema de la formación de una familia, como también el del sexo, obsesiona al torturado Columbus, del que nunca sabremos cómo se llama, ya que los personajes se mencionan entre sí por los nombres de los sitios a los que quieren llegar. El muchacho, cuya voz en off domina gran parte del relato, suena tan neurótico que, por momentos, el Apocalipsis no parece ser más que la representación de sus temores. Y una serie de reglas que inventó, para evitar a los zombies, a las manías compulsivas de los obsesivos. Pero Fleischer, felizmente, no cae en psicologismos. Transmite las personalidades de sus protagonistas a través de la acción vertiginosa: motor de la película, junto con un gore humorístico -en las antípodas del de sagas estilo El juego del miedo- y el perfil bien trazado de cada personaje. Entre secuencias de mayor o menor efecto cómico, se destaca una en la mansión de Bill Murray, con una breve pero efectiva participación del actor de Perdidos en Tokio y Flores rotas. El tramo final de Tierra, en un parque de diversiones, es un verdadero remolino de adrenalina. Esa es, justamente, la simple propuesta de Fleischer. La posibilidad de reírse de las convenciones, de hacer catarsis a los golpes y, por qué no, formar una familia donde había sólo destrucción, nada.
Que juntos somos más Clint Eastwood muestra a un Mandela que intenta unificar a Sudáfrica a través de un mundial de rugby. Al filo de los ochenta años, Clint Eastwood es uno de los últimos cineastas clásicos. Respaldado por un amplio consenso, lógico, de que sus películas, aun las menos inspiradas, tienen un nivel respetable. Es el caso de Invictus (respetable, pero poco inspirada), en la que retoma el prejuicio racial, el odio y la venganza, como lo había hecho en su anterior trabajo, Gran Torino, aunque a través de un enfoque totalmente opuesto: con predominio de la épica, los mensajes ampulosos y los personajes previsibles, que en este caso son reales y conforman una especie de biopic con mezcla de epopeya deportiva. Nelson Mandela (Morgan Freeman) y Francois Pienaar (Matt Damon), capitán de Los Springboks, selección de rugby de Sudáfrica, organizador del Mundial de 1995. Invictus empieza con Mandela recién llegado al poder -tras haber estado 27 años en prisión- en un país dividido por los efectos del apartheid (representado, en la secuencia inicial, por una partido de fútbol entre negros y uno de rugby entre blancos, rejas de por medio). Freeman se muestra natural y solvente, aunque en este tipo de papeles -personaje histórico encarnado por actor ultrafamoso- el espectador termina juzgando la capacidad de mímesis más que la creatividad interpretativa. Algo similar ocurre con la inevitable comparación entre los hechos reales y su "traducción" ficcional: otro elemento distractivo de lo puramente cinematográfico. El Mandela de Freeman, a pesar de su soltura, es un Mandela para la canonización. Muchos lo justifican sosteniendo que el verdadero es y fue exactamente así. No importa. El problema es que el tratamiento canónico de un personaje lo torna unidimensional, tedioso, carente de nervio. El protagonista de Invictus, más allá de su soledad personal, casi carece de contradicciones; puede generar admiración y respeto de prócer, pero no empatía. El nudo de la historia, narrada con fluida sobriedad, es la necesidad de apoyo (esquivo, por parte de la mayoría negra) a Los Springboks en el Mundial. Y la búsqueda de un resultado que "unifique" al país. El Mandela versión Eastwood, a pesar de sus padecimientos pasados, opta por la tolerancia, el perdón y, tal vez, el olvido (posición al menos discutible). Pienaar -un correcto Damon- arrastra los prejuicios de su familia blanca, pero recibe y comprende y se motiva con la "lección de tolerancia". Es sintomático que la subtrama más interesante, la más tensa, la menos subrayada, sea la que enfrenta a personajes anónimos: a los custodios blancos y negros de Mandela. El resto es una historia (la Historia) filmada con procedimientos correctos, rematada en escenas deportivas logradas aunque grandilocuentes, que avanza hacia lo que presagiamos, imaginamos o, peor, conocemos.
Que me mato por tener algo contigo Comedia negra, con humor de funeral y amores recobrados. Nora, la mujer del título de esta película, fracasa durante toda su vida hasta que un día, en la vejez, tiene éxito: se mata. Pasa de potencial suicida a suicida: un objetivo que había perseguido durante toda su vida. Su intención, al parecer, era la mera desaparición física, porque -pulcra, minuciosa, delicada- deja un plan póstumo, en el que se volverá una presencia constante. Un plan que abarca a familiares y conocidos pero que, principalmente, "encierra" a José, su ex marido, y vecino, en la casa de ella. Y lo obliga a pensar (la), evocar(la), valorar(la), revalorar(la), cuando todo es inútil. O tal vez no. O no del todo. La transformación de José (Fernando Luján), un hombre escéptico, cínico, obligado -por el Pésaj y otras tradiciones judías- a esperar cinco días hasta el entierro de su ex esposa será gradual. El arco de metamorfosis afectiva de él se irá trazando, lentamente, alrededor de un humor negro basado en rituales fúnebres, ortodoxias religiosas, disfunciones familiares y hasta sospechas de antiguos adulterios de ella. Distintos personajes -desde rabinos conservadores hasta un equipo de empleados de una funeraria católica convocado por José- entrarán y saldrán de la casa como en un vodevil. Por momentos, bordeando el tono farsesco. Pero anclándose, finalmente, en un costumbrismo que acentúa con la llegada del hijo, la nuera y las nietas de José y Nora. Cinco días, ganadora del Astor de Oro en el último festival de Mar del Plata, es algo así como una comedia negra romántica, aunque este último punto no sea tan ostensible. La ácida comicidad domina el tono general, pero no con la exaltación sarcástica de -por ejemplo- Muerte en un funeral. Al contrario: tras los enredos y los gags mortuorios -algunos eficaces, otros no tanto-, la opera prima de la mexicana Mariana Chenillo va mostrando su carácter sentimental y melancólico, sin volverse solemne ni melodramática, pero tampoco generando una gran empatía. En su debut, Chenillo muestra encuadres virtuosos, y una fotografía y ambientación -siempre en el interior de la casa- que transmiten la densidad del momento, más allá de las situaciones graciosas que mitigan asperezas y juegan con los contrastes. La actuación de Luján es uno de los puntos fuertes; el resto del elenco es correcto, aunque ciertos personajes derrapan en el grotesco. Los flashbacks de José y Nora jóvenes son lo menos logrado del filme. Al final, no predomina el desenfado estilo Monty Python sino el módico, triste consuelo de la reparación póstuma, tamizada por un humor tenue, agridulce. La idea de que los vínculos sentimentales -erosionados en vida- pueden regresar y resignificarse en la muerte, un tema que no es tabú para la cultura popular mexicana.
Los sedimentos del malestar femenino Un filme ecléctico que nos introduce en el malestar de varias mujeres. Medusas no es un filme redondo ni acabado: de ahí proviene parte de su encanto. Porque después de vaivenes narrativos, giros estilísticos bruscos y líneas que no terminan de cerrarse, uno siente -y no es menor- que experimentó el mundo interior de algunos personajes. La sensación crece después: los realizadores israelíes Etgar Keret y Shira Geffen, que son pareja, logran, con esta extraña, breve marea (de 78 minutos) dejarnos sedimentos de una vasta angustia femenina. Medusas. La película, alrededor de tres mujeres en Tel-Aviv, empieza siendo realista: una suerte de comedia melancólica que, suponemos, irá derivando en drama(s) sentimental(es). Lo peor: hay amagues de cruces casuales entre personajes (los habrá) y de que ese mecanismo se convierta en centro del filme (no ocurrirá). Una camarera que acaba de separarse (la talentosa Sarah Adler, actriz de Nuestra música) y una novia que se quiebra un tobillo en su boda irán transmitiéndonos el creciente malestar, la extrañeza de sus íntimos infiernos. El mar, omnipresente, funcionará como fantasía de reparación, de alivio. Conflictos con madres, conflictos con padres, conflictos con hijos, conflictos con parejas: conflictos, sobre todo, consigo mismas. Las mujeres de Medusas -que funcionan en duetos, como si representaran dos caras de una persona- nos trasladan sus sensaciones frente al mundo. Logro de los directores, que hacen de una fiesta de casamiento un mecánico ritual; de una luna de miel en un hotel de Tel-Aviv, una convivencia erosionada por el tedio. La película va dejando atrás todo naturalismo e intenta representar, a través de escenas casi oníricas -por momentos tendientes al surrealismo; por momentos, a la fábula-, el complejo océano de la psiquis humana. Claro que es difícil alternar las acciones de los personajes, tratadas desde una perspectiva externa, con la representación metafórica de sus miedos, traumas y pulsiones. Las alegorías sobreexplicadas acechan por un lado; el sinsentido y el sentimentalismo, por otros. Medusas intenta evitarlos: en muchos casos, lo logra. Y con puestas y resoluciones visuales de gran belleza y creatividad. El resultado es una película enrarecida, ecléctica, de apariencia simple y creciente oscuridad. Una película que va cambiando de sentido(s), según la mirada de cada espectador, a medida que se aleja en el tiempo. Imperfecta, sí, pero arriesgada y vital: poco rutinaria.
Canción de dos por tres Una comedia previsible, para los más chicos. Si la creatividad y la innovación no eran los puntos fuertes de Alvin y sus ardillas, qué decir de la segunda película de la saga, tan parecida a la primera. En la anterior, los simpáticos animalitos animados -nacidos en la TV en 1958- triunfaban como cantantes, luego de una disputa entre el buenazo y solitario Dave (Jason Lee) y un vil productor discográfico (Ian; David Cross). Ahora Dave pasa casi todo el filme internado (la participación de Lee es breve) y es reemplazado, en el cuidado de las mascotitas, por Toby (Zachari Levy), otro solitario, sin rumbo en la vida. Toby manda a Alvin, Simon y Theodore al colegio, donde transitan todos los tópicos de las comedias de estudiantes secundarios, pero desde su perspectiva de animalitos. Mientras, el farsesco Ian prepara a las Chippetes, un grupo de ardillas (hembras) para destronar musicalmente a Alvin y compañía ... La película, más sofisticada en lo técnico, apta para entretener a chicos muy chicos, sólo muestra eficacia en las partes musicales -con temas famosos reversionados por las ardillas- y en ciertas ráfagas de humor cándido. Pero es absolutamente previsible, con más lecciones morales que aciertos cinematográficos. A la idea central de la famiglia unita, remarcada por el cierre a puro We Are Family, se les suman mensajes en favor de la ecología, en contra de la discriminación, en favor del amor, en contra del mercantilismo calculador. Ian lo representa. La película, supuestamente, la desaprueba.
Los adioses Drama japonés sobre un hombre que maquilla cadáveres. Final de partida fue sorpresa en los últimos Oscar. Les ganó, en el rubro extranjero, a grandes candidatas, como Entre los muros y Vals con Bashir. El premio pudo haber sido objeto de asombro o desacuerdo y, sin embargo, fue coherente. La película, que parte de un planteo poco convencional e incluso revulsivo, termina siendo funcional al gusto de la Academia: con tendencia al drama conmovedor, mitigado por el alivio cómico; personajes entrañables o en vías de redención; altísima emotividad (reforzada por una utilización ampulosa de la música e imágenes estilizadas): lecciones de vida y, en este caso, de muerte. La primera parte promete y no defrauda. Daigo, violonchelista fracasado, desocupado reciente, ve un aviso en el diario: "Se busca empleado para una empresa que ayuda a los demás a viajar". El y su mujer creen que se trata de una empresa de turismo. Pero no: es una que brinda servicios de Nokan, ritual de acicalar cadáveres, de embellecerlos en presencia de los familiares, antes de "la partida". Esa ceremonia del adiós, trabajada desde la curiosidad -acaso algo morbosa, ¿y qué?- y el humor negro es uno de los ejes logrados de la película. En este tramo, el filme funciona como una novedosa tragicomedia y presenta, con sencilla sensibilidad, a los personajes. En una escena, la esposa de Daigo pega un grito de horror: un pulpo que compró para cocinar se mueve dentro de la bolsa de las compras. Piadosa, la pareja lo devuelve, un rato después, al agua. Pero el animal flota, inerte. Distintas puntas temáticas y perfiles de personajes se concentran, impecables, en una sola secuencia breve, fuertemente visual: cine en estado puro. Además de Daigo, otro personaje central es el jefe/maestro de Nokan, Sasaki (Tsutomu Yamazaki, actor de varias películas de Akira Kurosawa). Sasaki comienza pareciendo un profesional fríamente lucrativo, lindante con el cinismo, hasta que se va revelando como una mezcla de artista y altruista que ayuda a resaltar la belleza de lo efímero y la única forma de "inmortalidad": el recuerdo de quienes nos amaron. Final ... aborda, con variada delicadeza, un abanico de temas en torno de la muerte: desde la pregunta acerca de la naturalidad (la dignidad) de trabajar con cadáveres, hasta la pulsión sexual como contracara de la tanática; desde el sentido de esforzarse en un partido perdido de antemano, hasta el dilema de alimentarnos con carne de cualquier tipo (de "cadáveres", resume Sasaki). El problema es cuando la película, en su resolución, intenta conmover con grandilocuencia y se acerca a un sentimentalismo previsible, manipulador. Los conflictos de Daigo -que casi siempre maquilla cadáveres bellos y jóvenes- se van cerrando de un modo redondo y subrayado. En la búsqueda deliberada de belleza extrema, la película pierde poder de empatía: devela mecanismos. Otro japonés, Hirokazu kore-eda, demostró en After Life que -con el mismo tema, y sin rehusar de los sentimientos- se puede alcanzar mayor sutileza.
Música del alma Bahman Ghobadi y otra fábula contra el totalitarismo. El cine iraní alla Kiarostami -tempo moroso, personajes lacónicos, planos-secuencia extensos- ya fue objeto de culto y burlas. El de Bahman Ghobadi, realizador kurdo-iraní de gran aceptación internacional, comparte el trasfondo social y geográfico, pero en otros aspectos funciona como su antítesis: está hecho de un expresionismo exacerbado, tragicómico, cercano al de cierto cine balcánico, italiano o, por qué no, argentino, en su vertiente familiar/grotesca. En realidad, Media luna, una road movie lírica, combina elementos del costumbrismo, la fábula, la alegoría política y hasta el realismo mágico. A partir de anécdotas pequeñas, de sufridos personajes kurdos en la frontera de Irán e Irak, Ghobadi suele buscar impacto a través del shock trágico, matizado con humor negro: siempre con espíritu antibélico y antitotalitario. En Las tortugas también vuelan, un éxito en festivales internacionales, se valió de elementos revulsivos (y criticables): en especial, niños mutilados por minas antipersonales. En Media luna, felizmente, dejó de lado la estética de lo atroz. Optó por la metáfora: algunas veces sutil; otras, no tanto. La historia se centra en Mamo, un famoso músico kurdo, anciano, que, tras 35 años de haberlo intentado en vano, obtiene un permiso para dar un concierto en el Kurdistán iraquí. Para hacerlo, convoca a sus numerosos hijos, instrumentistas, los va subiendo a un viejo micro escolar en el Kurdistán iraní y emprende viaje: los miembros de una etnia sin territorio fatigan territorios familiares y a la vez hostiles. Además, Mamo está convencido de que necesita la voz celestial de una mujer, y las mujeres tienen prohibido cantar frente a hombres en Irán. En un pueblito perdido en la montaña, donde viven 1.334 cantantes exiliadas, suma a la bella Hesho a la banda. Los personajes de Media luna, muchos de ellos interpretados por no actores, eluden -cuando pueden- los abusos totalitarios, aunque son víctimas de variadas injusticias. Y sin embargo se desenvuelven en un tono farsesco, hablando siempre a los gritos, con abundantes ademanes: algo así como la famiglia unita en medio de la asfixia sistémica. Más adelante, los componentes graciosos del filme van dejando paso a la angustia y un lirismo que roza lo onírico. La narración es irregular; la fotografía y los paisajes, imponentes. Media luna, Concha de Oro en San Sebastián 2006, transcurre tras la caída de Saddam Hussein: la brutal opresión -en especial, la ejercida sobre los kurdos-; la barbarie de los "liberadores" norteamericanos; la llegada de la modernidad en medio del atraso; la melancólica crisis de las tradiciones y, a la vez, su carácter perdurable: todos estos elementos están en la película. También está, en forma preponderante, la muerte. Y el arte, la voluntad, la unión: los vanos aunque necesarios intentos de ganarle espacios.