Memorias del subsuelo El círculo es más que un documental sobre las consecuencias de las dictaduras latinoamericanas. Mucho más que un testimonio sobre el horror y los flexibles límites de la resistencia humana. Es, entre muchas otras cosas, un tratado en primera persona sobre la locura: hecho por alguien que la padeció y que ahora puede reconocerla y enfrentarla y abordarla desde otra orilla. Una película que si fuera ficcional resultaría inverosímil: la historia de Henry Engler, ex líder tupamaro que sufrió trece años de cárcel -con incomunicación total-, varios de ellos con delirios místicos. Y que, tras una lucha larga y tenaz, se convirtió en un prestigioso neurólogo radicado en Suecia. Los realizadores José Pedro Charlo y Aldo Garay sabían que un personaje formidable no asegura una película formidable. Entonces, construyeron en torno de Engler una estructura cinematográfica sólida y a la vez espontánea, que nos revela la subjetividad y los procesos interiores -restitutivos- del protagonista. El círculo funciona como un viaje -geográfico y temporal; emocional y analítico- desde la actualidad de Engler en Upsala hasta su atroz cautiverio en distintos presidios durante la última dictadura uruguaya. En su camino hacia el pasado, va reencontrándose con ex compañeros de lucha y padecimientos, con penales en los que estuvo detenido -a los que no había visto desde afuera- e incluso con algún guardiacárcel que a escondidas de sus superiores tuvo contacto con él y hoy es su amigo. La película juega, permanentemente, con la esencia del recuerdo: con los agujeros del olvido y las transformaciones de la memoria. No es un dato menor que Engler, un hombre que en medio de la película recupera imágenes y sensaciones perdidas, se dedique a estudiar el Mal de Alzheimer. La película, oscura y luminosa al mismo tiempo, aprovecha todo tipo de contrastes. En los pasajes de mayor dramatismo, cuando los personajes recuerdan hechos traumáticos, la cámara se remite a tomar sus rostros. Cabezas parlantes justificadas, porque en cada gesto hay una enorme carga de información, y ningún artificio visual. Al final del filme nos queda la certeza de que recuperar la memoria es el único medio de mitigar lo irreparable.
El foco en la adopción La calificación de una película es una mera convención sin importancia. Y más en este caso. Alumbrando en la oscuridad , documental sobre el vasto tema de la adopción, es cinematográficamente elemental, incluso pobre: apenas una sucesión de cabezas parlantes, algunas interpretadas por actores bienintencionados que reemplazaron a los que no quisieron o no pudieron dar testimonio. Pero el filme, de apenas una hora, cobra valor en su abordaje “teórico” -claro, tendiente a romper estigmas- de una cuestión que aún sigue rodeada de prejuicios y tabúes. Sus directores, Mónica Gazpio y Fermín Rivera, cuestionan -alguien dirá que lo hacen los entrevistados, pero la decisión última es siempre de los realizadores- el concepto de instinto maternal y la demonización de aquellas madres biológicas que entregan a sus hijos en adopción. En resumen: las construcciones socioculturales -mucho más arraigadas de lo que solemos suponer- y las presuposiciones -a las que podríamos llamar discriminaciones- son analizadas y luego refutadas. Alumbrando...es, por lo tanto, un filme que interpela a los espectadores. Otra idea interesante de la película es que todos, incluso los hijos biológicos, en algún momento somos adoptados (o no, según el caso) por nuestros padres. Y que adoptar no debería ser visto como un acto heroico ni altruista -típico estigma “positivo”- sino como una natural necesidad mutua. Alumbrando...alterna palabras de hijos y padres adoptivos, profesionales de distintos campos y actores que hablan con un énfasis dramático que este filme, cargado de ideas, no necesitaba.
Expectativas insatisfechas A contramano de lo que aconsejan el yudo y otras artes marciales, Las mujeres llegan tarde hace de la fuerza una debilidad. Su elenco y su equipo técnico son formidables: lo que magnifica su carácter fallido. Que se trate de una opera prima (de Marcela Balza) podría ser un atenuante. Un atenuante que, en el más benigno de los casos, lleva a preguntarse el porqué de tal asimetría entre la impericia y el exceso de pretensión, combinación que suele dar malos resultados. La película empieza con un marino, un electricista de a bordo (Rafael Spregelburd) que, en un casino/burdel portuario, conoce a una mujer (Andrea Pietra) que terminará dándole un bolso hinchado de dólares que él se llevará hacia un hotel austero de la provincia de Buenos Aires, donde piensa esperarla. Las dueñas de lugar, madre e hija (Marilú Marini y Erica Rivas), están en serios problemas económicos. De modo que ese dinero será una tentación para ambas... Una sinopsis, ínfima (como ésta) o minuciosa, no significa nada: jamás nos indica el valor de un filme. Los nombres de los actores, en cambio, nos hacen pensar -en este caso- en un piso más o menos alto. Y falta mencionar, en papeles secundarios, no siempre justificados, a Eduardo Tato Pavlovsky, Guillermo Pfening, Mike Amigorena y Martina Gusman, entre otros. Pero en Las mujeres..., desgraciadamente, no hay pisos altos ni intérpretes salvadores. La narración es dispersa; las puestas en escena, pobres; la tensión dramática, casi nula; los diálogos, acompañados de constantes planos y contraplanos, forzados. Si el director fuera hombre, tal vez hablaríamos de cierta misoginia, sobre todo en la construcción de los personajes de Marini y Rivas. Error. Subestimaríamos la posibilidad del mero dislate. El filme nunca encuentra su tono (en medio del drama flota un aire farsesco) ni su estética (que en cualquier caso luce antigua y poco cinematográfica). Por momentos, Las mujeres...parece avanzar hacia el thriller, aunque luego pega volantazos, sobreexplicados y tardíos, hacia la tragedia. Finalmente, nos hace pensar en que el exceso de expectativas suele ser el motor de las mayores desilusiones.
Crónica de un agobio La notable y agridulce opera prima ficcional de Blas Eloy Martínez se centra en un empleado judicial alienado por su trabajo. “En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo? Primero, en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado”. (Karl Marx. Manuscritos filosófico-económicos). Es notable cómo, en su primer largo ficcional, Blas Eloy Martínez logra poner en escena el agobio, la alienación, la enajenación -en palabras de Marx- del mundo laboral. Sabe de qué habla: él trabajó, como el protagonista de su filme, también llamado Eloy, de oficial notificador -empleado que entrega cédulas judiciales, casi siempre portadoras de malas noticias- durante nueve años. Su anterior película, el documental La oficina , también se centraba en el tema. La elección de Ignacio Toselli, al que Martínez había visto en Buena Vida Delivery , para el papel del atribulado Eloy fue inmejorable. Un actor ideal para “llevar la carga” -parece siempre vencido por un peso intolerable- de una película que alterna un humor agridulce -estilo uruguayo: el de Stoll, Rebella, Veiroj, Hendler- con el drama íntimo, asordinado, y cierto suspenso paranoico del tipo Después de hora . El guión de El notificador , siempre bien dosificado, es de Martínez y Cecilia Priego, directora del muy buen documental Familia tipo . En una de las secuencias iniciales vemos a Eloy en un plano cerrado, portando, como de rutina, una notificación. El plano se abre y nos permite constatar que está en un velorio. El destinatario de la cédula es el muerto. Obsesivo y cumplidor de normas, Eloy se empeñará en dejarle el documento entre la mortaja. Escena tragicómica, aunque manejada sin excesos. Con inteligencia, Martínez elude la tentación de hacer un mero encadenamiento de situaciones insólitas que él seguramente habrá experimentado. Su intención, lograda, es hacernos sentir la muda desesperación del personaje, su fatiga crónica, su asfixia, su peregrinar cada vez más neurótico. Los elementos dramáticos son tan leves como eficaces: un compañero nuevo (Ignacio Rogers), simpático aunque, para Eloy, amenazante; y una pareja desgastada por la adicción del protagonista a su trabajo. La voz en off de Eloy nos revela fragmentos de su vida gris, pero dirigiéndose no a nosotros sino a un juez indeterminado: con lenguaje solemne, en jerga judicial. Nuestro antihéroe va perdiendo la subjetividad, que es igual a decir la razón. Pero sigue, con una mochila heredada de su padre a cuestas, involuntariamente cómico, enajenado por un trabajo en el que ya no es él sino algún otro.
Entre la razón y la fe Thriller basado en la confrontación entre dos científicos que desenmascaran a farsantes y un psíquico ciego que encarna De Niro. Enterrado, aquel thriller claustrofóbico con un hombre que se despertaba atrapado en un cajón (Ryan Reynolds), le abrió al español Rodrigo Cortés las puertas de Hollywood. Luces rojas es, para bien y para mal, su consecuencia. Un filme de suspenso con elemen- tos sobrenaturales -o bien, con su refutación- plagado de estrellas, bastante esquemático -la industria borrando, una vez más, rasgos de autor-, en el que no sólo se ponen en juego enigmas y tensiones sino también posiciones frente a la existencia. Los doctores Margaret Mathe- son (Sigourney Weaver) y Thomas Buckley (Cillian Murphy) son una dupla de positivistas que combaten a farsantes amparados en las llamadas pseudociencias. Ambos, profesores universitarios, parecen arrastrar situaciones familiares traumáticas (Matheson tiene a su hijo en coma irreversible) y se complementan cual Sherlock Holmes (ella) y Watson, en un vínculo que, además, tiene mucho de relación materno/filial sustituta. En la primera parte, Cortés procura nuestra empatía con ellos, que están del lado de la razón. Que echan luz sobre oscurantismos mercantilistas. Que tienen, como cualquier persona de bien, confrontaciones con colegas esbirros. En este caso, el jefe de un departamento de su universidad (Toby Jones) que, amigo de las apariciones mediáticas y del dinero, intenta darles entidad a ciertos fenómenos supuestamente paranormales. Pero Matheson y Buckley arrasan con los impostores a pura raciona- lidad (en una secuencia intentan dejar en evidencia a un mentalista llamado Leonardo, interpretado con solvencia por Leonardo Sbaraglia, sin que falte un chiste sobre el típico chanta argentino). Pero todo será menos claro cuando aparezca, hacia la media hora de película, un venerado psíquico ciego (Robert De Niro, tan aplomado como ampuloso) que será la contraparte del dúo protagónico y cuestionará los límites de la ciencia. Lo cierto, sin dar más detalles, es que Luces rojas es una película irregular. Oscila entre el liso entretenimiento, con algún destello de humor, y la pretensión metafísica. Tiene calidad técnica, una edición demasiado vertiginosa -muchas veces sin justificación- y algunas puestas en escena pobres y al mismo tiempo grandilocuentes. Las actuaciones de Weaver y Murphy son convincentes; la de De Niro, más allá de las demandas de su personaje, luce más impostada, sobrecargada, distante. Aunque el guión elude ciertos lugares comunes del género, propende a la manipulación, algo que queda más claro en el final. Tal vez lo mejor sea ver Luces rojas sin fe ciega ni racionalismo, suspendiendo, en lo posible, momentáneamente la incredulidad.
Al otro lado de la realidad Las adaptaciones de la literatura al cine suelen dar, por mayoría abrumadora, decepciones. No es el caso de Cornelia frente al espejo , cuento mayormente dialógico de Silvina Ocampo que Daniel Rosenfeld transformó en un filme exquisito que más que respetar al texto -¿qué significaría respetarlo? ¿ser literal, ilustrarlo?- lo hace propio y lo potencia con elementos fílmicos. El cuento -elegante mestizaje de prosa y poesía- es singular, como casi toda la literatura de Ocampo: inasible, digresivo, alejado del concepto de trama e incluso de descripción. Su núcleo: una mujer joven (Eugenia Cappizano) que a mediados del siglo XX entra en su casa paterna, opresivamente aristocrática, con la intención de suicidarse, aunque su actitud parezca más lúdica que angustiada. Allí, en medio de un juego especular deudor de Lewis Carroll, mantiene una serie de conversaciones con personajes fantasmáticos: una mujer (ella misma en su improbable futuro; interpretación de Eugenia Alonso); un ladrón (Rafael Spregelburd), un amante (Leonardo Sbaraglia): acaso reflejos, proyecciones de Cornelia. Todos llevan algún elemento que los enmascara; a todos, ella les pide, en vano, que la maten. La apuesta es arriesgada y, hay que decirlo, sin que implique una valoración, esquiva para un público masivo. Cappizano (que demuestra sentir pasión por este papel) y Rosenfeld construyeron juntos el guión, que reproduce casi exactos los diálogos creados por Ocampo, siempre en base a una realidad transfigurada, onírica. El lirismo y un humor sutil, que incluye la melancolía y la crueldad, alternan con pasajes que resultan un tanto más solemnes, retóricos, en los que la estilización contrarresta la empatía. El trabajo impecable con los espacios y los objetos de la casona le da un marco visual y sensorial al cuento. Igual que la música de Jorge Arriagada, la fotografía de Matías Mesa, o los collages de Max Ernst, que acrecientan la atmósfera fantástica. En definitiva, más allá de algún automatismo, Rosenfeld (director de Saluzzi, composición para bandoneón y tres hermanos y La quimera de los héroes ) ha creado un filme original, fuera de norma, audaz, en tiempos dominados por la pereza, la seguridad, la repetición y la fórmula.
En fuga hacia ninguna parte Cinco jóvenes que se escapan de un correccional emprenden, en estado brutal, primitivo, natural, una huida entre la naturaleza. Hay, en esta opera prima solista de Alejandro Fadel, codirector de la notable El amor (primera parte), un elemento que él mismo procura no subrayar y que -tal vez por eso- alcanza mayor contundencia: la lógica naturalidad del salvajismo de Los salvajes, transmitida sin condescendencia ni, claro, juicios morales. Juicios morales que sí tenemos incorporados aquellos que formamos parte de la civilización -nombre benigno que le damos a la burguesía-, en perjuicio de los supuestos inadaptados, a los que, para ser más justos, podríamos llamar expulsados, huérfanos, abandonados, víctimas. En el comienzo de esta película plagada de sentidos y matices, pero dinámica, cinco jóvenes -interpretados por actores que no son profesionales- se fugan violentamente de un correccional. Así empiezan una huida hacia territorios personales que parecen más idealizados que reales, a través de una naturaleza hostil o, mejor, indiferente. Lo que ocurre en este primer tramo fue encuadrado como un western, y está bien. Pero también podríamos hablar de una lucha por la supervivencia en los términos más primitivos. En este contexto, ellos roban, cazan, carnean animales, cocinan, se drogan, pelean por el liderazgo: mueren y matan sin piedad y, suponemos, sin culpa. Son lo único que pueden ser: parte de las leyes naturales. Salvajes. Esta primera parte del filme funciona en dos líneas entrelaza- das con aparente simpleza: la de las peripecias, muchas veces brutales, y la de los vínculos de los cinco jóvenes, cuatro hombres y una mujer: entre ellos y entre ellos y su entorno. Fadel demuestra que la acción y la observación no son incompatibles, que lo narrativo no anula lo contemplativo. Además, no se reduce a buscar la empatía otorgándonos el punto de vista de uno de los cinco prófugos: va desplazando el punto de vista de uno a otro, alternando las miradas de un grupo que a la distancia nos parecía homogéneo, indiferenciado. Así, con imágenes que hablan más que las palabras -los prota- gonistas comparten una lacónica jerga-, avanza este viaje violento e inhóspito, que transcurre en una especie de no lugar, sin tiempo, o con un tiempo regresivo que parece avanzar hacia una suerte de prehistoria. Poco a poco, aunque el planteo estaba hecho desde el principio, los personajes -los que sobrevivan- irán avanzando también hacia un territorio místico, lo que vincula a Los salvajes con cierto cine de Bruno Dumont y, desde luego, con el de algunos de sus maestros: Robert Bresson y Carl Dreyer, entre otros. Tal vez, en algún momento del relato, el incesante devenir "salva- je" se frene ante la introspección, ante la búsqueda de la trascendencia, acaso de la redención, que parecen buscar algunos personajes. La película, en el último tramo, se vuelve algo más pretenciosa, más preciosista, aunque felizmente jamás cae en explicaciones psicológicas ni sociológicas. Así como es capaz de combinar puntos de vista sin ser disruptivo, Fadel logra hacer algo similar con los géneros cinematográficos. Los salvajes muta de drama social a película de aventuras y, después, a filme con matices religiosos. Pero, básicamente, es una crónica de niños solos, de esos que abundan a nuestro alrededor, en las grandes urbes, con el doble castigo de haber sido marginados y considerados, luego, salvajes por decisión propia.
El otro ídolo de la (otra) gente El otro Maradona, Esteban Laureano, médico rural que murió en 1995 a los 99 años tras una vida abnegada y austera, con mucha menos fama que la merecida, es un ejemplo neto de altruismo. Lo que lo convierte en un personaje de difícil abordaje, al menos para este documental carente de claroscuros, cercano al panegírico. Sin embargo, su destino no sólo abunda en nobleza, sino también en peripecias, ideas y acciones fuera de lo común, lo que lo torna interesante más allá de las virtudes propias, las alabanzas ajenas, o las herramientas cinematográficas utilizadas para transmitir su historia. Maradona, médico de la selv a abunda en cabezas parlantes elogiosas y material de archivo, especialmente eficaz en la parte sonora, en la que se destaca una charla/entrevista hecha por un familiar. “La invención suele surgir de la vagancia”, le escuchamos decir a Maradona. O: “Me gusta la pobreza”. O: “Soy un médico que no cree tanto en la medicina”. Mientras una cámara subjetiva recorre algunos parajes remotos que fueron parte de su destino, su voz suena tan reposada como lo habrá sido su personalidad, aún en los momentos difíciles. Durante su trabajo como médico en la guerra del Chaco Boreal, por ejemplo. O durante su tiempo en Guaycurú (hoy Estanislao del Campo), pequeño pueblo formoseño en el que se radicó durante 51 años, tratando a los aborígenes de la zona o investigando y escribiendo sobre la naturaleza. En tiempos de facilismo y fama vacía, su estilo ascético, generoso, alejado de cualquier tipo de exhibicionismo, resalta más. En la divulgación de su vida, que a la humildad de Esteban Maradona le hubiera costado aceptar, se encuentra la mayor virtud de este documental que no cuenta con una voz en off que sobreexplique: alcanza con las palabras de él y las de tantas personas que lo admiraron.
La represión, con ojos de niño El filme con Natalia Oreiro y Ernesto Alterio trata sobre un chico en la Dictadura. Entre las muchas virtudes de Infancia clandestina hay una que refuerza a las otras: que jamás condesciende al maniqueísmo. Alguien podría decir que el tema es la contraofensiva montonera de 1979. Pero el tema es el vínculo de militantes armados, en medio de la feroz dictadura, con sus hijos y, más lejanamente, con el resto de sus familiares. La película, cruzada de amor y de furia, de dolor, felicidad fugaz y miedo, aborda la perspectiva de un preadolescente: un punto de vista que, acertadamente, jamás abandona. Basada en parte de la historia de su director, Benjamín Avila, Infancia… nos muestra la vida cotidiana de Juan (Teo Gutiérrez Moreno), de 11 años, tras su vuelta al país con sus padres montoneros (notables Natalia Oreiro y César Troncoso), tras varios años de exilio. La idea de la pareja, que también tiene una beba, y vive en una casa/bunker “camuflada” de fábrica de maní con chocolate, es que el chico lleve una vida normal. Si es que alguien puede llevarla cambiando su nombre (Juan pasa a llamarse Ernesto, por el Che), fingiendo un nuevo acento (del cubano, debe pasar al porteño), festejando el cumpleaños según la fecha de un documento falso o viendo a la abuela que es traída a su casa con los ojos vendados, para que –en caso de ser secuestrada- no pueda delatar la dirección. Avila nos muestra, a través de escenas entrevistas por el chico, el costado combativo de sus padres, que por momentos parecen no tener tiempo para prestarle la suficiente atención. Por otros, en cambio, ambos demuestran calidez y comprensión hacia el hijo. Lo mismo que el tío Beto, un personaje entrañable, también montonero, interpretado con solvencia y ductilidad por Ernesto Alterio. La violencia represiva, la del terrorismo de Estado, queda siempre fuera de campo, lo que aumenta su carácter opresivo, asfixiante, amenazante. Otro modo elegido por el realizador para representar las secuencias sangrientas son dibujos animados, de Andy Riva, o imágenes oníricas, de pesadilla. En este contexto terrible, Juan/Ernesto se irá enamorando de una compañera del colegio: su entrada en la iniciática adolescencia. Las contradicciones y contrastres entre ciertas situaciones cotidianas, familiares, y la búsqueda de una utopía colectiva explotan en varias secuencias de confrontaciones ríspidas, lúcidas, dramáticas. Se destacan una discusión entre el padre y tío del chico: el centro es si esos años feroces son sólo de martirio o también pueden contener alegría. Y otra entre la abuela (extraordinaria Cristina Banegas) y la madre de Juan. El personaje de Banegas quiere llevar a los nietos a su casa para que no corran peligro. El de Oreiro se niega con agresividad. El espectador siente, por momentos, empatía con las palabras de abuela: pero, principalmente, porque conoce cómo terminó todo. Como en toda buena narración, cada personaje de Infancia… tiene sus razones, fuertes, entendibles, contrapuestas con las de otros. Avila sabe cómo alternar momentos de tensión casi intolerable con otros de ternura. La cálida intimidad de familiar acechada irremediablemente por lo atroz.
La creación de un universo ¿Y si no existiera la realidad sino interpretaciones de la realidad? ¿Si el mundo que percibimos fuera apenas una construcción cultural? Preguntas ampulosas que El etnógrafo no plantea y sin embargo genera, casi como si no quisiera hacerlo, a través de una historia sencilla, libre de retórica: para que cada uno le otorgue sentidos. Como en su documental Bonanza , Ulises Rosell (Sofacama) elige un gran personaje y lo muestra en armonía con su hábitat. La extrañeza (para el espectador, no para el protagonista) está en el cruce. El cruce de John Palmer, antropólogo inglés que en los ‘70 vino a investigar a los wichí -para su tesis en Oxford- y hoy es uno de ellos. Es y no es: lo más preciso sería decir que creó un universo con su familia. Sería erróneo pensar en un excéntrico, en un filántropo, en un conquistador benigno. Lo vemos en convivencia -tan distinta a la urbana- con su pareja, Tojweya, y con los cinco hijos de ambos. Alternando inglés, wichí y castellano. Defendiendo los derechos aborígenes sin declamación, porque no intenta ejercer el paternalismo ni la denuncia, sino reclamar lo propio, y mostrar que una misma ley es inaplicable para distintos grupos étnicos. Hacemos empatía con él (que es británico), aunque lo sentimos “del otro lado”, en un territorio que no terminamos de comprender, acá, en el norte argentino. La película tiene virtudes elusivas. Por ejemplo: prescindir de las explicaciones. Palmer -en realidad, Rosell- no nos dice cómo decidió cruzar la frontera ni por qué lo hizo. La huellas de su pasado se limitan a una charla telefónica, larga distancia, con su madre y a una foto de él, en medio de los créditos finales, en la que vemos a un niño bien british, casi aristocrático, en el que cuesta reconocer al gregario Robinson Crusoe que alguna vez partió en busca de misterios y terminó siendo parte de ellos.