Un microcosmos cada vez más horizontal En su primer documental, la directora de “Ana y los otros” retrata un universo educativo, el de su viejo colegio, menos rígido que antes. La idea no es hacer periodismo del yo, sino aclarar desde dónde se escribe. El autor de estas líneas cursó el secundario en el Carlos Pellegrini, en plena dictadura. Un microcosmos fascista abordado, desde distintas perspectivas, en películas como el documental Flores de septiembre o la ficción La mirada invisible , que transcurría en el Nacional Buenos Aires, y se basaba en la novela Ciencias morales , de Martín Kohan. Estas menciones, ajenas hasta cierto punto a Escuela Normal , no son del todo arbitrarias. Porque el filme de Celina Murga dialoga, con agudeza y sin alzar la voz, con la educación escolar que cada uno haya tenido. Incluso con la que tuvo la realizadora, que estudió en la escuela de Paraná que retrata en esta película, en los ‘80, cuando, según lo que dijo ella en algunas entrevistas, los alumnos eran una suerte de “recipientes a ser llenados de conocimiento por los docentes”. La escuela de Escuela Normal es del siglo XXI: con menos objetos y más sujetos; sin tanta domesticación, sin tanto verticalismo. Murga, cineasta de sólida formación, no cae en la tentación de la apología ni la exégesis. Sutil, conocedora de las herramientas cinematográficas, abarca la diversidad de este universo educativo, con sus problemas, sus contradicciones, sus carencias; a pura observación, sin voces en off, sin cabezas parlantes, sin retórica. En las aulas vemos a alumnos que cuestionan y debaten con los profesores. Pero Murga le da mucho más tiempo al lenguaje visual. Nos muestra la naturalidad con la que se mueven los cuerpos, liberados de disciplicinas cuasi castrenses y, también, acostumbrados a la presencia de cámaras. O el modo en que los chicos ocupan los espacios. Espacios físicos o simbólicos, como el político. No es casual que el eje narrativo sea la elección de autoridades del centro de estudiantes, con sus contiendas y fricciones juveniles, a veces cándidas, siempre vitales y fervorosas. La base de un sistema más horizontal, más democrático. Sobre el final de la película, sin subrayados, Murga nos muestra un encuentro de graduados, gente muy mayor, y pone el foco en el conmovedor discurso de una egresada de la promoción 1928. ¿Y qué dice esta señora centeneria? Entre otras cosas, que le tenía bronca a un profesor, porque había maltratado a su hermano. Lo sintomático es que, a pesar de haber elegido esta anécdota, una espina clavada por décadas, aclara que no va a decir el nombre del docente: un respeto o un temor que ha trascendido la muerte. Otra vez el diálogo entre dos modelos de educación, entre dos épocas. Para no dar la única perspectiva de los alumnos (actuales y antiguos), Murga elige a la jefa de preceptores, una hiperactiva mujer apodada Macacha, a la que sigue -con la cámara sobre la espalda, al estilo dardenniano- a través de pasillos de pisos ajedrezados, en medio del caos y el griterío. Macacha es el personaje más cercano al protagonista de Entre los muros , pero en versión menos dramática, con estudiantes de clase media. Algunos pasajes transmiten humor; otros, restos de solemnidad -el discurso durante un acto patriótico o una banda policial tocando en la escuela-; casi todos, el avance de la política. Debates y búsquedas de consensos: el modo de formar ciudadanos menos obedientes y chatos, más libres.
Con los lugares comunes Cerca del final de Ningún amor es perfecto , Wally (Patricia Sosa), licenciada en letras, correctora, traductora y escritora, que vive un romance complicado con Daniel (Diego Olivera), editor literario, escribe: “No, esto no; suena cursi”. Su texto, columna vertebral de la película, convertido en una voz en off masculina que narra en tercera persona, tiene más reparos que el filme mismo, que recae -por momentos- en la cursilería. Claro, no es tan grave: hablamos de una comedia romántica. Con casi todos los lugares comunes del género. También, con muchos de sus defectos: esa voz en off, que se va tornando casi aforística; la música, intrusiva, para realzar climas; algunos flashbacks fallidos; la obviedad; el psicologismo y la falta de verosimilitud, sobre todo en torno del personaje de Diego, que vive en un velero con el que sueña dar la vuelta al mundo. Sosa y Olivera hacen, dignamente, lo que pueden, con un guión que no colabora demasiado. Fabián Arenillas, en el papel de un escritor exitoso, pedante y afectado, carga con los intentos cómicos del filme. Su personaje, satíricamente estereotipado, tiene un aire a ciertas composiciones de Gabriel Goity. No está mal, aunque parece salido de otra película. Con dirección de Pablo Sofovich y guión de Patricia Agejas (es claro que el punto de vista del filme es femenino, por eso, no se entiende el porqué de la voz en off masculina), Ningún... se centra en los devaneos de Wally. Divorciada, madura, ella duda entre volver a creer o no en el amor. Se encontrará con un hombre más conflictuado de lo que ella imaginaba y, por supuesto, con muchos dilemas. María Rosa Fugazot interpreta a la madre de Wally, una viuda que está de vuelta de todo, otro de los personajes que le aportan una módica comicidad al filme. Marta Mediavilla, hija de Sosa en la vida real, hace de la hija de la protagonista: aunque ella está en pareja estable, también tiene conflictos sentimentales. Silvana Bosco encarna a la mejor amiga de Wally. Ambientada en un mundillo literario, con algún giro que pretende borrar los límites entre realidad y ficción, Ningún... se vuelve cada vez más edulcorada y obvia. En una secuencia cercana al final aparece Dalmiro Sáenz: apenas un cameo. El resto se queda, apenas, en las buenas intenciones.
Un terso drama Alejandro Awada interpreta a un alcóholico en recuperación, que viaja al sur para pescar tiburones y reencontrarse con su hija. Como se viene publicando y publicando: en Días de pesca, Carlos Sorín vuelve a la Patagonia, a las road movies agridulces y emotivas, a las películas con actores profesionales mezclados con lugareños -tiernos, nobles, ingenuos: antihéroes queribles- que hacen de sí mismos. Y sin embargo, si la comparamos con Historias mínimas , ícono del cine alla Sorín, Días... es, en muchos aspectos, muy distinta. Esta historia protagonizada por Alejandro Awada -en el papel de Marco, porteño de clase media pudiente, alcohólico en recuperación que viaja a Puerto Deseado para pescar tiburones y reencontrarse con su hija- rehusa, casi, de la narración verbal. No decimos que carezca de diálogos. Ni, mucho menos, que en Historias... Sorín subestimara los silencios. Al contrario: los usaba con intensidad. Pero en Días... los convierte en esencia, en vacío elíptico, en supresión gramatical para que el espectador reconstruya. Reconstruir: es lo que también intenta Marco. Reconstruir, en lo posible, su vida. Pero sobre todo la relación con su hija (Victoria Almeida). Durante la secuencia del reencuentro entre ambos, en apariencia natural, sentimos o intuimos el abandono de él, su temporada en el infierno, la amargura y el rencor de ella. La charla es trivial, la que podría tener casi cualquier padre con su hija -que además acaba de ser madre-, aunque se va agrietando a partir de ínfimas incomodidades, de gestos, de posturas corporales. El trabajo de Awada y Almeida es minimalista: magnífico. Otro cambio notorio en Sorín es que dejó de lado el humor irónico, en especial el de su mirada -tan aguda como paternalista, tan porteña como empática- sobre los personajes lugareños. De hecho, el foco de Días... no está puesto en ellos. Acá la Patagonia no es un territorio a explorar sino un lugar ajeno y al mismo tiempo balsámico. El protagonista está tan extraviado como Bill Murray en Perdidos en Tokio . Pero intenta integrarse a ese universo distinto que lo alivia: la mayor parte del tiempo con la dolorida sonrisa del paciente que recibe visitas. El desamparado es él, no el mundo que lo rodea, cuyas reglas son naturales, no solidarias exageradamente. La fotografía, de Julián Apezteguia, tiene, sí, la belleza melancólica (y profesional) de otros filmes de Sorín. La música, de Nicolás Sorín, también es bella y melancólica. Sorín padre la utiliza, por momentos, de un modo demasiado ostensible, lo que genera un cierto efecto edulcorado, levemente contradictorio con el tono general austero . Sorín dijo que filma cuentos, no novelas. Que por eso sus filmes no suelen superar la hora y media. En esta analogía literaria, Días... se alinea con el estilo Chejov: un breve y terso drama humano.
Autocelebración del dislate La primera secuencia de Un amor de película muestra una partida de póker en un casino clandestino. Bernardo (Miguel Angel Rodríguez), un productor de cine de traje cruzado a rayas y habano, le gana -en una mano- tres millones de dólares al exitoso director Juan Pérez (el español Antonio Chamizo, de notable parecido con el recio zaguero Rolando Schiavi). Y, como forma de pago, le exige que filme un guión pésimo y lo transforme en una película taquillera. Desde entonces, esta comedia que oscila entre el desdén y el disparate juega con una trillada forma de metaficción: el cine dentro del cine. Pérez, que teme perder su prestigio, empieza a rodar una película en la que Geraldine Chaplin (que luce realmente incómoda) y Luciana Salazar hacen el mismo personaje, una mujer que se encuentra a sí misma en distintos momentos de su vida. En el plano de “lo real”, Pérez tiene acercamientos y distanciamientos de su novia (María Grazia Cucinotta). Ninguna de las situaciones dramáticas ni románticas está respaldada por la verosimilitud ni la lógica. Como tampoco existe justificación alguna de la multiplicidad (el pandemónium) de acentos. A saber: español (Chamizo), italiano (Cucinotta), inglés (Chaplin), porteño de Barrio Norte (Salazar), latinoamericanos varios (personajes secundarios). Una coproducción que no se preocupa por ocultar su condición. En realidad, nadie parece preocuparse mucho por nada. Virtud: no tomarse en serio. E incluso bromear consigo, a veces bordeando el cinismo. En una secuencia, Chaplin, que llega al rodaje sin que nadie la haya ido a buscar al aeropuerto, lanza una frase rotunda y poco elegante: “Este es un guión de mierda, pero la plata es la plata”. Abundan los comentarios por el estilo. Un amor... es de esos productos, llenos de dislates, que provocan risa cuando pretenden emocionar y tedio cuando quieren ser graciosos. Aunque siempre existen virtudes. El duelo de escotes Cucinotta-Salazar (este crítico prefiere a Cucinotta) y la capacidad de la argentina para resultar creíble en el rol de una actriz sin talento.
Las dos caras de un continente Drama, con eje policial, que se muda desde Toronto a zonas marginales argentinas. Otros silencios , de Santiago Amigorena, periodista, escritor y cineasta argentino radicado desde hace casi 40 años en Francia, comienza como un thriller ambientado en Toronto. En las primeras secuencias vemos a Mary (la solvente Marie-Josée Croze), una policía canadiense cuyo marido e hijo son asesinados a sangre fría. Desesperada, averigua -con una facilidad que demuestra que lo policial no será el eje del filme- que el asesino es un narcotraficante argentino (Ignacio Rogers), detenido por ella tiempo antes. La acción, narrada lacónicamente, desde el punto de vista de Mary, salta a una zona marginal de Buenos Aires y desde ahí al norte argentino, frontera con Bolivia, donde la protagonista seguirá los pasos del criminal. En este tour de force veremos, en un mismo personaje, a una mujer agobiada por el dolor, en un ambiente que le resulta extraño; a una policía violenta, sin nada que perder; y a una ciudadana del mundo desarrollado -con un pasado difícil- que intenta comprender a los que viven en la marginalidad y la pobreza. En Toronto, un superior le había dicho: “Tiene que haber sido algún sudaca o un ruso de mierda”. Al conocer el entorno del asesino, en el interior de Mary lucharán la sed de venganza contra cierta “piedad” por el subdesarrollo. Pero el principal problema de este drama íntimo y a la vez social es su falta de verosimilitud. Ni siquiera la presencia de buenos actores nacionales, como Ailín Salas, Martina Juncadella y Oski Guzmán, mitigan la falta de credibilidad de varias escenas.
El tiempo recobrado La película cierra una lírica trilogía que el realizador había comenzado con “El árbol” y había continuado con “Elegía de abril”. Uno de los enigmas centrales de la vida es el paso del tiempo. El devenir entre el ser y el dejar de ser, entre nuestros precarios destinos y la ausencia definitiva. En una trilogía que ahora se completa con La casa (precedida por El árbol y Elegía de abril ), Gustavo Fontán logra acercarnos -sin retórica, solemnidad ni sentimentalismo- a este doloroso misterio natural, dotarlo de fantasmal lirismo y establecer -apenas con un delicado plano final- el módico consuelo de la sucesión biológica y de la creación artística: nadie ni nada se muere del todo mientras haya alguien o algo que lo recuerde. La función, precisamente, que cumple el cine de Fontán, capaz de poner en imágenes -y de impulsar en el espectador- los mecanismos de la memoria. Su nueva película se desarrolla en el mismo lugar que las anteriores: su casona natal de Banfield. Aunque decir se desarrolla es injusto. Porque en este caso, aun más que en los anteriores, la casa es el personaje principal o incluso “es” la película. La cámara -que se mueve en travellings y nos otorga planos subjetivos- funciona como sus ojos; el sonido, como sus oídos. Las percepciones, cargadas de reflejos borrosos, ruidos cotidianos y espectros queridos, nos permiten recobrar, transitoriamente, lo perdido. Pero entre estas evocaciones poéticas se cuela, bruscamente, la realidad. La casa está a punto de ser demolida: su nostalgia tenía motivo. El trabajo de vaciamiento, hecho por humanos, y el de destrucción, a través de topadoras, es experimentado por el espectador de un modo casi físico. La atmósfera onírica, de interiores, le deja paso a un presente duramente concreto, arrasador. La película, que prescinde de diálogos y narración, no exige un espectador intelectual, ni siquiera analítico, sino uno abierto a experimentar con los sentidos, a completar con su subjetividad una propuesta abierta, a no ser pasivo, a “sentir” el filme. Fontán y su equipo trabajan en base a ideas generales claras y a una pericia técnica sustentada en la investigación minuciosa de los espacios y de las posibilidades fotográficas y de sonido. Sin embargo, este conciencia de qué se quiere lograr no hace que La casa funcione como un mecanismo: la película abunda en imágenes que parecen captadas casi por casualidad, como si fuera posible capturar fantasmas. Si la trilogía comenzaba con una acacia muerta, sostenida por otra frente a esa misma casa, este último filme de la serie cierra con dos árboles fwrondosos, meciéndose con la brisa. Un gran alivio, luego de la tarea de demolición: una forma sutil de demostrar que los procesos de la existencia se clausuran para habilitar a otros.
La paz tiene cara de mujer Hay cierto cine llegado de Oriente Medio que, a través de la fábula, intenta dar cuenta de la violencia y dejar moralejas sobre la necesidad de tolerancia. Ese cine suele celebrado por el público y también suele ser fallido. ¿Y ahora adónde vamos? , de la libanesa Nadine Labaki (directora de Caramel ), forma parte de esta corriente. Pero su mirada, ingenua y maniquea -hablamos de una fábula-, se redime con algunas osadías. Sobre todo, la de alternar géneros, tonos y registros con cierta fluidez. Del drama o de la tragedia pasa a la comedia; del alegato social, a las coreografías musicales. La historia transcurre en un pequeño pueblo del que sólo sabemos que está sitiado por francotiradores y minas enterradas. Y que sus habitantes, cristianos y musulmanes, conviven en permanente conflicto. Hablamos solamente de los hombres, quienes, al igual que los de La fuente de las mujeres , conforman un universo tosco, primitivo, machista, vengativo: generador, en gran parte, de la violencia. Las mujeres de ¿Y ahora adónde vamos? , en cambio, entienden -acaso por su capacidad para ser madres- que lo mejor es suprimir las fuentes del odio. Para esto, se unirán en una cruzada en la que no intentarán convencerlos con argumentos sino apaciguarlos con argucias. Desde fingir una comunicación mística hasta esconder un crimen; desde hacerles consumir hachís sin que lo sepan hasta llevarles -como si fuera obra de la casualidad- a un grupo de apetecibles bailarinas ucranianas. Habrá otras situaciones por el estilo, menos verosímiles que simpáticas. Se destaca una coreografía, al comienzo, con todas las mujeres vestidas de luto, indiferenciadas, en el cementerio del pueblo, donde los muertos de ambas religiones yacen separados. Una secuencia eficaz que hace pensar que acaso esta película habría funcionado mejor como un musical completo.
Animales políticos Locos por los votos es una de las películas más graciosas del año y al mismo tiempo termina dando un poco de pena. ¿Tiene un costado triste? No (en realidad sí, pero de esto hablaremos más adelante). Lo penoso -el término tal vez sea un poco exagerado- es que esta sátira de Jay Roach (director de la saga de Austin Powers ) desanda en su tramo final todo lo mordaz, lo irreverente, lo políticamente incorrecto que había mostrado hasta entonces. Y lo hace de un modo deliberado, demagógico, complaciente: como si a último momento se hubiera arrepentido o asustado de sus transgresiones. El centro son dos políticos en disputa por llegar al Congreso: Cam Brady (Will Ferrell) y Marty Huggins (Zach Galifianakis). El primero es demócrata; el otro, republicano. Pero la película casi no hace foco en sus diferencias. Al contrario: los iguala en su condición de seres idiotas, pusilánimes, indolentes y, sobre todo, manipulables: por corporaciones y jefes de campaña. Brady y Huggins son, en síntesis, dos tipos vacíos, dos hombrecitos, pero feroces e inescrupulosos en su lucha por alcanzar el poder, al que quieren llegar para beneficio propio o para aplicar la lógica de Hood Robin: quitarles a los pobres para darles a los ricos. Con inteligencia, Roach no se ensaña sólo con estos dos personajes (interpretados con talento por Ferrell y Galifianakis), sino con la sociedad entera. Entre la ironía y el cinismo, la película se estructura en base a gags dinámicos y a un guión muy pulido, estilo sitcom, con chistes disparados de a ráfagas; humor de ametralladora: plano en el que los estadounidenses resultan imbatibles. Hay varias secuencias antológicas. En una, Huggins (hijo de un millonario que lo desprecia; marioneta de un asesor de imagen omnipresente y de poderosos lobbistas) se sienta a la mesa familiar y les explica a su mujer y a sus dos hijos pequeños -solemnes, prolijos, obedientes- que a partir de entonces los medios adversos les buscarán defectos para generar escándalos. Les pide que confiesen, en pacífica intimidad, si alguna vez han cometido alguna pequeña transgresión. El salvajismo de lo que se escucha a partir de entonces parece salido de la boca de Borat... En los spots, un mero bigote alcanza para vincular al adversario político con Saddam Hussein y Al Qaeda; y un perro/mascota de raza china sirve para hacer macartismo. A mayor vileza, mayor intención de voto. Brad, un mujeriego compulsivo (estigma Bill Clinton), repite las palabras “Estados Unidos, Jesús y libertad”, sin saber bien de qué habla. La apología del uso de armas y las muestras de intolerancia con los inmigrantes son bienvenidas por el electorado. Se trata, apenas, de una parodia: triste. Pero Locos... nos propone reírnos de nuestra pobre idiosincrasia y de la ajena. El problema, como se dijo al comienzo, es que en última instancia termina perdiendo su ferocidad, buscando la redención de los protagonistas. Acaso, sólo acaso, cumpliendo con el mandato de alguna corporación a la que no toma como objeto de burla.
La influencia de un penal trágico Documental sobre la relación entre la famosa cárcel y la ciudad chubutense. Rawson es un documental -en gran parte- de tesis, en primera persona. Uno de sus directores, Nahuel Machesich regresa a su ciudad natal, Rawson, desde Buenos Aires, para investigar la incidencia de la cárcel del lugar sobre la población y sobre él mismo. Hablamos de un penal grande en medio de una urbe relativamente pequeña. Un penal cargado de trágico sentido histórico: de ahí se fugaron, el 15 de agosto de 1972, presos políticos miembros de Montoneros, ERP y FAR; dieciséis de los cuales fueron fusilados a sangre fría, una semana después, en la Base Aeronaval Almirante Zar, en Trelew. La teoría, lógica, de Machesich es que varios de sus antiguos vecinos, a los que él había tratado con candidez durante su infancia y juventud, tienen que haber participado directa o indirectamente en la represión de los años ‘70, sobre todo a partir del golpe de Estado de marzo del ‘76. Al estilo de Fabián Polosecki en El otro lado , el realizador se interroga, analiza, indaga y procura sacar conclusiones, en un territorio que le resulta familiar y a la vez ajeno. Sus principales entrevistas son a ex guardiacárceles: el diálogo más tenso e interesante (aunque todos, a su modo, lo son) se da con el hijo de uno de ellos, Juan Valenzuela, asesinado durante la fuga del ‘72 por los miembros de las organizaciones armadas. Rawson atrapa y aporta perspectivas locales al vasto tema de la represión ilegal. Además tiene atractivo antropológico, ya que traza un perfil de los pobladores de esa zona árida, ventosa, tan influida por un centro de detención en donde se cometieron violaciones a los derechos humanos, especialmente durante la última dictadura. La primera persona, siempre subjetiva, está justificada: Machesich es y no es -fue, sin saberlo- parte de este ríspido microcosmos. El problema son algunas puestas en escena -como las que representan sueños del director-, que sólo aportan artificio. Y tramos, además, en que la voz en off suena más “escrita” que espontánea. Una entrevista, sobre el final, está realizada desde cierta agresividad, a lo Michael Moore, y rompe con el tono general del filme. Pero, aun con sus defectos, Rawson es una película dinámica, con atmósferas logradas y valor histórico.
Comedia del malestar Un joven comete una pequeña estafa y va sintiéndose acorralado. Masterplan , primera ficción de los hermanos Diego y Pablo Levy (que debutaron muy bien con el documental Novias, madrinas, 15 años ), es una película sencilla, pequeña, poco o nada pretenciosa. Ningún demérito. Al contrario: en esa aparente o no tan aparente levedad hay dinámica narrativa, gracia no impostada y notable sentido del timing : sutilezas del guión -en el que colaboró Marcelo Panozzo- y también de las interpretaciones. Alan Sabbagh es ideal para encarnar a Mariano Cohen, el agobiado protagonista. En la secuencia inicial, huye con su futuro cuñado (Pablo Levy), al volante de su Siam Di Tella, tras haber cometido una pequeña estafa con una tarjeta de crédito. Varias amenazas, en apariencia externas, aunque tal vez tengan un origen más íntimo, irán acorralándolo. Alguien se preguntará por qué se metió y sigue metiéndose en problemas, si trabaja con amigos en una agencia de publicidad y está por casarse con un buena chica (Paula Grinszpan) de familia judía. Acaso por eso: porque nada (ni su vida sentimental ni su vida laboral) le provoca entusiasmo. Mariano es un ser fuga, aunque no sepa exactamente de qué, de quién ni de dónde. En una Buenos Aires melancólica como él, sólo parece sentirse bien en su anacrónico e impecable Siam. Pero, en el tobogán de mentiras y ocultamientos, lo denunció como robado, así que tendrá que deshacerse del auto No del todo, porque después irá a buscarlo y se encontrará con un “sin techo” viviendo adentro (como el protagonista de Vida en Falcon ). Este personaje es interpretado por un personaje: Andrés Calabria, uno de los empleados de la sedería de los Levy en Novias, madrinas... A pesar de que este hombre vive en otro registro (en la realidad, Calabria vive en otro registro), Mariano irá acercándose a él. Como si su único alivio genuino estuviera en los márgenes. No es casual que en las situaciones más burguesas -en una cena con la familia de su novia o en una fiesta con ella y sus compañeros de trabajo- nuestro antihéroe luzca ausente, incómodo, asfixiado, paranoico. Al punto de ver un ahogado en donde hay alguien en una prueba de apnea. Masterplan tiene disparador de thriller y cuotas de tensión, aunque en esencia es una suerte de comedia del malestar. Una comedia que no apela a la demagogia ni los subrayados, sino a una inteligencia que no sea, no tiene por qué serlo, de intelectuales.