Sal , coproducción argentino/chilena dirigida por el argentino Diego Rougier, se estrena mañana. Trata de un director de cine español (Fele Martínez, protagonista de Tesis y Los amantes del círculo polar ) obsesionado con hacer un western que, con un guión incompleto, viaja al desierto en busca de una historia y termina viviendo una aventura en la que él mismo se transforma en el protagonista de la película que nunca acabó de escribir. “El trabajo de Fele es increíble, de una entrega tremenda –recuerda Valenzuela-; su personaje pasa mucho tiempo tirado en la mitad del desierto solo, y él lo vivió, se la fumó de verdad estar ahí y pasar esos calores”. La película, un homenaje al western, aborda las situaciones con mucho humor. “Si bien yo tenía un personaje chiquito, estuve como tres semanas viviendo allá, y eso me encantó. Poder viajar y conocer filmando es un lujo, una maravilla –recuerda-. Conocía parte del desierto de Atacama, pero no había estado en Pica, que queda como 300 km hacia adentro. Además trabajé con un elenco de lujo: Fele, Sergio Hernández, un actor muy conocido en Chile, un viejo adorable. Y el Pato (Patricio) Contreras, que lo quiero mucho y nos llevamos muy bien”. Con el impresionante desierto de Atacama como fondo, las imágenes que captura la película son estéticamente impecables. “Es que el director de fotografía, David Bravo, es uno de los mejores de Chile; trabajó mucho con Silvio Caiozzi (importantísimo realizador chileno), se formó con él, ahora es como una escuela, la Escuela de David”.
El lado bello del planeta Tierra El ruso Victor Kossakovsky ha dado muestras de su talento para los documentales de temática -supuestamente, falsamente- mínima. ¡Vivan las antípodas! está en las antípodas de su propia filmografía: para bien o para mal es una película ambiciosa. Su premisa: “unir” ocho lugares -de a cuatro pares- que se encuentren, entre sí, en los extremos opuestos del planeta. El filme, una coproducción de la Argentina, Alemania, Holanda y Chile, empieza en Villaguay, Entre Ríos, donde dos hermanos cuidan el paso de un pequeño puente, por el que cruzan autos destartalados, en un ámbito bucólico, rural, que parece detenido en el tiempo. Cuando ya estamos acostumbrados a ese ritmo moroso, un giro de cámara nos envuelve y nos involucra en una rotación planetaria, hasta que aparecemos en la populosa y frenética Shanghai, mostrada a ritmo chamamecero. Contemplativa, sin voces aleccionadoras, pero con músicas e imágenes por momentos ampulosas (líricas, aunque a veces empalagosas de tan preciosistas), Kossakovsky contrasta estilos de vida. Estilos que tal vez no sean tan distintos. Los movimientos de cámara -manejada por el propio realizador- y la belleza extrema de los paisajes nos hacen sentir frente a una mezcla de cuidada producción de National Geographic con un filme de corte ecologista a gran escala, como Koyaanisqatsi . La gran calidad del realizador se realza, no tan paradójicamente, cuando apunta a lo pequeño en tomas panorámicas. Para captar detalles como el cándido e involuntario humor de los hermanos argentinos (“Yo nunca vi un chino. Son todos parecidos, nomás, y no se les entiende nada”) o la triste belleza de una ballena encallada en Nueva Zelanda. Instantes fuertemente sugestivos, en los que predomina la delicadeza cinematográfica.
Cuidado con el portero de noche César (el gran Luis Tosar), protagonista de este thriller psicológico, tiene doble vida. Durante el día, es el afable portero de un edificio catalán. Por las noches, un psicópata que pasa las horas debajo de la cama de una vecina (Clara; Marta Etura) tras haber entrado a su departamento sigilosamente. Dos problemas para ella: es bonita y es feliz, lo que provoca deseo y odio en César, un tipo -¿hay que aclarlo?- oscuro, frustrado y retorcido. Desde el comienzo, Jaume Balagueró ( REC ) nos entrega el punto de vista del encargado. Sabemos que percibe a su contravida como un vacío. Vacío al que parece dispuesto a tirarse desde la terraza del edificio. Lo frena el placer del tiempo junto a Clara, que quizás no puede verlo porque el tipo no representa nada para ella: alguien que le hace un comentario al entrar o salir, un hombre invisible, nadie. Así, entre la obsesión de él y la indolente ceguera de ella, transcurre esta convivencia nocturna -por decisión unilateral-, al borde de lo inverosímil. Balagueró sabe generar tensión, pero no intenta ser original. En su receta hay ingredientes de Hitchcock (en especial, el de Psicosis ) y del antiguo Polanski (el de Repulsión y El inquilino ). Sazonados con una secuencia cruel y morosamente sangrienta, que nos recuerda a los hermanos Coen. La construcción de los personajes principales funciona en base a un juego de antinomias. El rencor de él parece incluir un odio de clase que la vida burguesa de ella exacerba. Los personajes secundarios son mucho más endebles, absurdos. Como una nena fisgona que extorsiona a César y le pide ¡videos porno!, y un argentino insoportable (lo que, hay que admitirlo, no es tan absurdo). Las torturas de César, las atrocidades que irá haciendo, no mitigarán el optimismo de Clara (hay que admitir que los optimistas intransigentes irritan). La historia se transformará en una especie de tragedia griega con matices humorísticos. Un sello de Balagueró, que nos mantiene en vilo en el cine y nos hace pensar, al volver, por qué habremos entregado -aun sin ser bellos ni optimistas- la copia de nuestras llaves.
Filme luminoso La máquina..., película argentina animada en 3D, es una fábula iniciática, aventurera y espacial. Una road movie galáctica, cargada de lirismo infantil. Su historia, modesta, es también reparadora, como su protagonista, Pilo Molinet, un chico extraterrestre, que vive con su madre en un cinturón de asteroides, y está convencido de que algún día deberá arreglar un dispositivo para que las estrellas sigan brillando. Su madre, en realidad, descree de la existencia de tal máquina. Su abuelo es el que le habló de un mecanismo que genera estrellas cada noche y que algún día Pilo -siguiendo una tradición familiar- deberá mantener en funcionamiento. El padre de Pilo emprendió un viaje hacia allá tiempo atrás, pero nunca volvió. Ese padre ausente es. ahora, uno de los tantos motores de la historia. Los personajes de La máquina..., casi todos queribles, no hablan castellano aporteñado. Tampoco hay referencias nacionales en el filme, que logra generar fantasía con herramientas poéticas. Las naves, y los objetos espaciales, son una suerte de construcciones retrofuturistas , menos frías que las de otras películas de ciencia ficción galáctica. Echeverría tomó como punto de partida un corto de su socio Sebastián Sempront, cuya historia giraba en torno de los mismos ejes, pero con personajes humanos. La máquina..., que inventa comunidades y universos, logra imponer más belleza que asombro.
Un mundo violento Filme de mucha acción y humor negro, con Mel Gibson interpretando a un delincuente preso en una increíble cárcel mexicana. Si nos pusiéramos serios -si estuviéramos dispuestos a aburrir y aburrirnos- podríamos elaborar una larga lista de denuestos a Mel Gibson, protagonista, coguionista y coproductor de Vacaciones explosivas . Pero ahorrémonos la corrección política: hablamos de un entretenidísimo thriller carcelario, en el que Gibson muestra lo mejor de su repertorio: un héroe/antihéroe, violento e irónico, que vive en plena acción y no se toma en serio a sí mismo. Lo “acompaña”, como si fuera la coprotagonista, una cárcel mexicana que reproduce -según el director del filme, Adrián Grunberg- lo que ocurría en la prisión El Pueblito, en Tijuana: un sitio alucinante, en más de un sentido. La película empieza con una persecución en la frontera entre los EE.UU. y México. En un auto, dos tipos disfrazados de payasos: mezcla de Ronald McDonald y Krusty. Uno maneja; el otro, baleado, boquea en el asiento trasero, hundido en un mar de dólares y sangre. La policía los tiene paragolpes a paragolpes. El payaso herido vomita rojo. Imagen congelada. Voz en off de Driver (Gibson), el conductor/clown: “No hay nada peor que un payaso triste, salvo uno que tenga una hemorragia interna y sangre sobre tu dinero”. La secuencia termina del lado mexicano, con el auto volcado y policías de ambos países -a cual más corrupto- disputándose la jurisdicción del caso... tras haber visto los billetes robados. Ya tenemos el tono, cínico, y el ritmo, frenético, de Vacaciones... También su estética: una fotografía que oscila entre lo ocre, lo anaranjado y lo amarillo. Efecto “suciedad” que se acrecentará en la prisión en la que terminará Drive. Gran parte del filme, la mejor, nos entrega la mirada -menos angustiada que cautivada, excesivamente lúcida e indolente- del forastero detenido en El Pueblito. Ahí funciona un mundo dentro de otro: negocios de todo tipo, un casino, una moderna sala de operaciones. Obvio, en medio de la decadencia absoluta: muchas escenas oscilan entro lo revulsivo y lo esperpéntico, atenuadas por las ironías de Gibson. La trama gira en torno de un chico de diez años y su madre, acaso los únicos personajes “limpios”, que viven odiando a un jefe mafioso que maneja el presidio (el siempre sólido Daniel Giménez Cacho). El montaje vertiginoso, la banda sonora (que incluye Padre Nuestro , de Los Fabulosos Cadillacs) en primer plano, la voz en off del protagonista, la ralentización y el congelamiento de imágenes remiten no sólo a otros filmes de y con Gibson sino al cine de Sam Peckimpah, Quentin Tarantino, Clint Eastwood (que es mencionado con humor) o Sergio Leone. Vacaciones... puede ser vista como un noble spaghetti western. En los Estados Unidos fue lanzada en DVD. Gibson, que tuvo problemas con los grandes estudios, prefirió trabajar en forma independiente: una clara ventaja para todos.
Hermosos perdedores Hay películas amables. La despedida es, además, cálida, entrañable, íntima, noble, sencilla, como una buena amistad. ¿Cómo no sentir cariño por sus personajes? Hablamos de tres antihéroes del fútbol del último escalafón del Ascenso (término que oculta la esencia de ese mundo, más que revelarla). Uno (Carlos Issa) recibió malas noticias de su cardiólogo y está obsesionado con jugar su último partido, a 300 km. Los otros (Héctor Díaz y Fernando “El Rifle” Pandolfi, ex jugador de Vélez y Boca, grata revelación actoral) creen que tiene una lesión en la rodilla. Su esposa (Natalia Lobo) ignora casi todo, aunque irá presintiéndolo en el camino, cuando el filme funciona como una road movie . Más problemas: los tres amigos, cuarentones que fuman y toman alcohol, hacen banco y el técnico (llamado Caruso) se empeña en no ponerlos. La despedida , que combina humor (efectivo) y drama, tiene una construcción de filme independiente, de autor, y algunas búsquedas -interesantes- cercanas a un cine más masivo. La empatía con el personaje de Issa, que además de futbolista amateur es un rutinario empleado público, resulta inevitable. Más, cuando sale del vestuario al modo de héroe de película deportiva estadounidense, pero bajo una lluvia de basura que le tiran los pocos hinchas locales. Con puestas en escena simples, predomina el tono agridulce. Y la gran música de Christian Basso.
Lo eterno y lo efímero Historias que sólo existen al ser recordadas . Una película con este título no puede ser mala. Prejuicio que, como tantos, se confirma. La opera prima solista de la brasileña Julia Murat es bella, delicada, rigurosa, misteriosa, visualmente impecable. Mérito de la realizadora, fotógrafa -como uno de los personajes clave-, y del argentino Lucio Bonelli, que trabajó nada menos que con Julia Solomonoff (coproductora de Historias...), Lisandro Alonso y Mariano Llinás. La primera parte nos muestra a una anciana que hornea pan en un pueblito rural al que ni siquiera llegan el tren ni la electricidad. Madalena (Sonia Guedes), como el resto de los habitantes del imaginario, exuberante y desolado Jotuomba, vive encerrada o amparada en una rutina circular que, a la manera de cualquier rutina, provoca tedio y sensación de eternidad. Su única salida es viajar al pasado: escribirle, bajo la luz amarillenta y vacilante de una lámpara a kerosene, cartas a su marido muerto. Planos de atmósferas e iluminación casi pictóricas. Este tramo del filme, hecho de secuencias que se repiten como si aludieran a un mismo día que termina y vuelve a comenzar, está trabajado en registro casi documental: al estilo de, por ejemplo, Le quattro volte . De hecho, Murat hizo una investigación de años sobre los habitantes de la zona y eligió a varios para que “actuaran” en su película. Al principio, los vemos -como a Jotuomba- en planos abiertos, sin detalles ni explicaciones: la mirada de Madalena, que vive ahí y no se hace preguntas. Cuando irrumpe una joven fotógrafa, Rita (Lisa Fávero), que le pide a Madalena quedarse por dos o tres días en su casa, sentimos una alteración mucho más profunda que la que debería provocarnos una mera forastera. Rita nos remite a una viajera llegada del futuro, a una grieta entre dos dimensiones, a una invasora. Sus ojos y sus cámaras fotográficas nos revelarán, con mayor claridad, movilidad y minuciosidad, que el pueblito está detenido en el tiempo, sin jóvenes ni chicos. Los habitantes son hoscos. El cementerio está cerrado. La lista de muertos, en la pared de una pequeña iglesia, termina en 1976. Rita toma registros y avanza -sin angustia, como en un buen sueño- detrás de esos misterios. Misterios que más que ser revelados sugerirán distintas capas de sentido. El cruce de mundos se dará, como Murat explicó, bajo ciertos postulados del realismo mágico. Pero Murat también mencionó a Borges y en Europa, pobre Borges, lo incluyeron entre los impulsores del realismo mágico... Tal vez la alusión al autor de El Aleph se justifique si pensamos en El inmortal : el consuelo más sólido que existe contra la muerte. Historias... juega con la misma idea de este cuento: la eternidad personal nos conduciría fatalmente a la desidia absoluta; nuestra condición efímera le otorga sentido y belleza a la vida.
La ley del deseo Comedia sobre el intercambio de parejas, con humor eficaz y buenas actuaciones. ¿Vos me decís que vamos a salvar el matrimonio cogiéndonos a nuestros dos mejores amigos? La pregunta/reproche, lanzada por Diego (Adrián Suar) a su esposa Emilia (Julieta Díaz) al comienzo de Dos más dos , es acertada. Porque no está hecha de palabras correctas sino adecuadas. Porque Diego, fiel a su estilo conservador, machista, dice “cogerse a” y no “coger con”. Y, sobre todo, porque este es el modo en que él percibe la propuesta swinger que les hicieron Richard (Juan Minujín) y Betina (Carla Peterson), pareja que parece pasarla mejor que la propia (aplacada por la rutina) y que, para peor, o mejor, tentó y mucho a Emilia. Veamos: Diego y Richard son cirujanos cardiovasculares (por suerte, única alegoría del corazón), socios con recelos, amigos de más de una década. Ambos tienen niveles de vida muy altos y están casados con bellas mujeres. Pero, ay de la dulce condena humana: se desea lo que no se tiene. Más: lo prohibido atrae. El resultado, en este caso, es una invitación al amor libre. ¿Al amor libre? Corrijamos: al sexo libre. O no: al sexo programado, con reglas algo más laxas que las convencionales. Si la comedia Bob, Carol, Ted & Alice , un clásico del intercambio de parejas, representaba a fines de los ‘60 el impulso de la contracultura hippie, Dos más dos representa el malestar de la cultura burguesa del siglo XXI: sus personajes demuestran que no alcanza con tener prestigio profesional, mucho dinero, bienes necesarios e innecesarios, pareja ejemplar e hijos (Diego y Emilia tienen uno, adolescente). Los únicos paraísos posibles son -y seguirán siendo- los paraísos perdidos. Dos más dos elige abordar esta fatalidad con humor. Un humor eficaz que no condesciende a lo meramente paródico, aunque se base en arquetipos, y que siempre pivotea en torno del personaje de Suar, quien se luce -una vez más- en un papel de tipo común superado por circunstancias ligeramente extraordinarias. Díaz y Peterson también son solventes en sus interpretaciones, aunque el guión les imponga, en la segunda mitad, giros demasiado bruscos. A Minujín, gran actor, le tocó el personaje de menor densidad, de arco dramático con recorrido más corto. Los rubros técnicos, impecables, dan cuenta del mundo “perfecto” en el que mueven los cuatro. La pregunta, ante una propuesta así, es qué grado de osadía se permitirá. Mucha y poca. Mucha, porque las comedias comerciales argentinas suelen ser más pacatas: Dos más dos hace planteos que desdeñan la domesticación y el recato, elude ciertos eufemismos y tiene resoluciones agridulces o vagamente amargas. Sin embargo, esa audacia no se refleja en la puesta en escena, lo que se hace evidente -por ejemplo- en una secuencia en la que los cuatro amanecen desnudos y a la vez tapándose de un modo absurdo. Y en giros en los que se percibe el guión, con personajes libertinos volviéndose posesivos, tradicionales, como escapados de comedias blancas.
El lado B de la pasión El documental “El otro fútbol” se centra en el mundo del Ascenso. El Ascenso es el continente menos explorado -y el más pobre y acaso el más interesante- del planeta fútbol. Federico Peretti, que fatigó esa geografía durante años como reportero gráfico, nos entrega ahora un documental hecho de postales que, reunidas, dan cuenta de un territorio peculiar, densamente poblado, habitado por antihéroes que merecen nuestro cariño: a eso apunta El otro fútbol . A través de viñetas que hacen foco en detalles poco obvios, muchas veces graciosos, la película nos muestra desde polvorientos partidos en la altura de la Quiaca hasta partidos gélidos, cruzados por el viento, la lluvia o la nieve, en una cancha sintética en Ushuaia. En un momento, en esta ciudad, un plano fijo insiste con el banco de suplentes de un equipo que, durante el entretiempo, va perdiendo 6 a 0. Un jugador rompe el desolado silencio: “Cómo puede ser que en un tiempo, 11 contra 11, nos metan 6, boludo”. Hay otros futbolistas que dejan de ser anónimos, como Carlos Gabutti: jugador de Kimberley y colectivero. Relatores partidarios que llevan su fanatismo y sus equipos de transmisión a cuestas. Hinchas que ensayan cantitos poco sutiles y muy pegadizos: Ooohhh, yo soy de Burzaco/te la pongo, te la saco. Tal vez lo más parecido a esta película que hayamos visto en TV sea el formidable Atlas, la otra pasión . El otro fútbol tiene, también, ases en la manga. Como un equipo conformado por detenidos y guardiacárceles del penal de Campana. O un pastor que guía espiritualmente al plantel de Barracas Bolívar. “No somos menos que nadie. Y tenemos un plus extra (sic). Dios está de nuestra parte”, arenga a sus atribulados jugadores. Ojalá que así sea, para todos ellos.
Para un gran debate El documental Cuentas del alma tiene varios aspectos discutibles. Aspectos que son, precisamente, su fuerte. Sin los prejuicios que suele imponer la corrección política, el realizador Mario Bomheker decidió abordar la historia de Miriam Prilleltensky, ex militante del ERP que fue capturada en Tucumán y que en marzo del ‘76 apareció por TV hablando desde el arrepentimiento. En 2007, al enterarse de que ella seguía viva y radicada en Israel, Bomheker decidió viajar y entrevistarla. Cuentas... muestra los resultados de esa o esas charlas: sin material de archivo, sin otros testimonios, sin música, sin búsquedas estéticas que estorben; a pura cabeza parlante. Un modo de resaltar las palabras y gestos de Prilleltensky, que va soltando un relato para el debate, la polémica, la duda. Valioso, sin que esta palabra sea, esta vez, de ocasión. Como M , de Nicolás Prividera, o Los rubios, de Albertina Carri, aunque en otros aspectos, Cuentas del alma incomoda. Y otorga nuevos prismas para mirar a la militancia armada y al genocidio provocado por la última dictadura cívico militar. La historia de Prilleltensky, de la que conviene no adelantar nada, podría parecernos casi inverosímil, si lo casi inverosímil no hubiera sido -visto desde el hoy- un rasgo de época.