Una historia de lucha y desarraigos En el comienzo están las excavadoras, las paredes que caen, el terreno que parece más territorio de posguerra que barrio porteño. Pero de eso se trata: del inicio del documental Errantes, que también es el final del asentamiento conocido como La Lechería, entre La Paternal y Villa del Parque, donde solían vivir más de mil personas. Así, los directores Lisandro González Ursi y Diego Caraballi reconstruyen por medio de imágenes y testimonios el recorrido de sus habitantes para conseguir una vivienda digna a partir de la fundación de una cooperativa. Aunque en un principio se utilizan imágenes de noticieros para contextualizar la historia, la verdadera fuerza del relato está en el seguimiento de esas personas/personajes que luchan por cambiar su precaria situación habitacional. Las cámaras recorren laberínticos pasillos, se detienen en los juegos de los chicos al borde de las vías del ferrocarril San Martín y en las asambleas donde se discuten los detalles del inminente desalojo y la obligada mudanza. En todas esas escenas, los realizadores consiguen transmitir el sentido de urgencia que sobrevolaba el lugar y a sus habitantes, decididos a trasladarse a Mataderos, donde la cooperativa había logrado comprar un terreno para que el gobierno de la ciudad construyera las viviendas prometidas. Menos lograda es la construcción del relato en el que se abusan de las elipsis -no se explica la génesis de la cooperativa-, sin aportar algunos mínimos datos sobre los vecinos. Así, sus declaraciones pierden contundencia. Testimonios "Este lugar me ganó por cansancio", dirá, lapidaria, una de las protagonistas del documental, una mujer que cuenta lo difícil de sus primeros años en el asentamiento y que, cuando la conocemos, es una de las más activas integrantes de la cooperativa. La elección de los directores y guionistas de no identificarla -a ninguno de los personajes- ni siquiera con un apodo podría funcionar a modo de afirmación y defensa del trabajo comunitario, pero combinado con las constantes elipsis en el desarrollo de la historia acentúa la falta de información del espectador. Por momentos conmovedor y visualmente atractivo -el contraste entre la ruina de La Lechería y la construcción de las nuevas viviendas-, el documental consigue escenas de impresionante crudeza, aunque no logre armar con ellos un conjunto del todo fluido. Las dificultades y desvíos en el camino hacia sus nuevas casas son mostrados en detalle, especialmente la discriminación y prejuicios que padecen los vecinos, pero poco y nada se explica de los resultados de esa injusticia..
Un documental que abarca demasiado El título de este documental hace referencia al 17 de octubre de 1945, pero comienza mucho antes. En realidad, los hechos puntuales de ese día recién aparecen en el tramo final del recorrido, que entremezcla lecciones de historia con escenas ficcionalizadas y los testimonios de quienes participaron de esa jornada fundamental para la historia argentina. El relato elige retroceder hasta fines del siglo XIX para explicar los orígenes del movimiento obrero peronista desde el punto de vista de los trabajadores de los frigoríficos asentados en la zona de Berisso. Un interesante y rico recorte en términos históricos que no se llega a plasmar en lo cinematográfico. Por momentos manual de historia con ánimo didáctico y expositivo que incluye recortes de diarios de la época y los aportes académicos de historiadores como Osvaldo Bayer, Norberto Galasso, Sergio Pujol y Roberto Tarditti y por otros floja ficción que utiliza viñetas protagonizadas por Lito Cruz y Rubén Stella para intentar personalizar lo que la voz en off explica con datos. Una estrategia innecesaria que estira y suma escenas que no agregan demasiado a lo que se quiere contar. Así, en una de esas secuencias ficcionalizadas se intenta resolver en pocos minutos y sin demasiadas sutilezas la relación entre la movilidad social de los trabajadores y sus consumos populares utilizando el tango como ejemplo. Un tema que daría para varios documentales y que aquí es tratado sin mucho rigor. Apenas una excusa para introducir una escena absurda entre Cruz y Stella, un paso de comedia tan innecesario como anacrónico además de la participación de Amelia Bence como una cabaretera milonguera que canta el tango "De mi barrio". Por otro lado, cada vez que aparecen los testimonios de los testigos directos del surgimiento del movimiento obrero en los frigoríficos y sus recuerdos del Berisso de aquellos tiempos, de su cotidianeidad y su lucha, este documental insinúa lo que podría haber sido, pero no es. Es allí, en la familiaridad de esos hombres y mujeres -ya ancianos- y su rescate emotivo y político de los hechos y personas que llevaron al histórico día del título donde el film escrito y dirigido por Jorge Pastor Asuaje y Sergio Pérez muestra su verdadera fuerza e interés. Una historia atrapante -además de relevante-, que no logra traducirse en un documental de igual medida.
Un documental conmovedor Cuando le preguntan sobre la amistad, Montenegro contesta ofuscado. "Nulo, nulo, nulo", dice, como si se tratara de un mantra. Que inmediatamente pondrá en duda aclarando que "amistades sí, amigos no". Montenegro se llama Juan de Dios Manuel Montenegro y es el protagonista del documental realizado por Jorge Gaggero que lleva su nombre. Montenegro es también un anciano que vive en una isla con la única compañía de sus perros y las visitas de César, un vecino que cría cerdos y con el que sale a pescar. El primero aporta las redes; el segundo, el bote. Se complementan y entonces la soledad casi militante en la que vive Montenegro no es tan extrema, aunque sí profundamente conmovedora. De hecho, Gaggero y su equipo consiguen un documental repleto de emociones siguiendo a un sujeto que hace un culto de la insensibilidad. Aunque sus miradas lo desmientan. La cámara del director capta, atrapa al vuelo, las pocas expresiones que dejan traslucir Montenegro y César. Y con esas expresiones talladas en sus rostros curtidos y de una fotogenia sorprendente cuenta una historia aparentemente sencilla. Claro que ni el protagonista ni el desarrollo dramático de Montenegro son verdaderamente sencillos. Todo lo contrario. Porque por toda su rusticidad física, Montenegro se acomoda un hueso literalmente a los golpes, el hombre es un manojo de contradicciones. Un ser que elige vivir como un ermitaño, pero que cuando una situación aparentemente menor lo distancia de César cambia. Pocas escenas en el cine documental -y en el argumental también- logran transmitir mejor la soledad que esa en la que Montenegro prepara la cena para el amigo al que supone ofendido. Velas, vino -el objeto de la discordia- y un grito que parte el alma. Con ciertos rasgos de humor -a veces Montenegro y César parecen dos viejos gruñones tan hoscos como tiernos-, el film consigue crear un clima, un mundo tan propio y aislado de lo cotidiano que cuando aparece alguien hablando por celular no se puede evitar la extrañeza. Así, Gaggero logró captar el universo de Montenegro en detalle y profundidad, con su belleza y, sobre todo, una profunda tristeza que el imponente protagonista niega mientras sus ojos lo desmienten.
Un relato repleto de historia Hay tantos elementos históricos, emocionales y generacionales en El amigo alemán que hacia el final del film dirigido por Jeanine Meerapfel cuesta identificarlos, recordarlos. Todo comienza en la década del 50 en la Argentina, cuando Sulamit, una nena hija de alemanes judíos, entabla una amistad con Friedrich, su vecinito de enfrente, hijo de alemanes con pasado de criminales nazis. La historia de Capuletos y Montescos, con sus peculiaridades históricas e interesante carga dramática, habría alcanzado para toda la trama, pero la directora eligió ampliar el espectro y sumar ingredientes que terminan por desdibujar su interesante mirada, esa que aparece en los pequeños detalles sobre la distante, pero concreta convivencia barrial entre los sobrevivientes del Holocausto y sus perpetradores y la sutil exposición sobre esa primera generación de hijos nacidos en la Argentina aunque anclados en el país -y el pasado- de sus padres. En el contexto de golpes de estado en la Argentina, revueltas estudiantiles en Alemania y persecuciones políticas en ambos países, la historia de amor entre Sulamit y Friedrich avanza. Al menos en lo que respecta al personaje que interpreta Celeste Cid con la suficiente solvencia y sensibilidad para que resulte tan creíble como adolescente y como mujer de mediana edad. Menos logrado es el Friedrich a cargo del actor alemán Max Riemelt, que debe remontar un personaje que carece de dobleces. Sus convicciones políticas, fogoneadas por la culpa de ser quien es y los conflictos de identidad, lo transforman en el menos romántico de los héroes románticos. Así, las situaciones dramáticas que sufren los personajes centrales de El amigo alemán no llegan a traducirse en escenas igual de profundas.
Mucho más que una comedia Esta película parece una cosa, pero es otra. En la superficie aparenta ser una comedia de Nancy Meyers al modo de Alguien tiene que ceder o Enamorándome de mi ex con la que ¿Qué voy a hacer con mi marido? comparte protagonista y unos títulos traducidos con la sutileza de un hachazo. Pero, por suerte, hay mucho más que superficie en este film de David Frankel, responsable de Marley y yo y El diablo viste a la moda, película en la que consiguió una de las mejores actuaciones de Meryl Streep de los últimos años. Que no es decir poco. Y, con un personaje en las antípodas de aquella Miranda Priestley (temible editora en control de su destino), aquí el dúo Frankel-Streep lo hace de nuevo. Gracias a un inteligente manejo de la fotografía y el ritmo de planos, a la actriz le alcanza con un suspiro y unas miradas en las que sus ojos se llenan de dolor, tristeza, frustración y resignación para contar la historia de un amor que sigue existiendo, pero despojado de todo menos un parco compañerismo. Kay y Arnold (Tommy Lee Jones) están casados hace 31 años y sus hijos ya no viven en la casa que ellos comparten como si fueran colegas, amables cohabitantes que se cruzan a la hora del desayuno y la cena, pero duermen en cuartos separados hace tiempo. Decidida a cambiar las cosas, Kay intentará seducir a su marido sin éxito y, al borde de la desesperación, se cruzará con el libro y el tratamiento intensivo de un terapeuta experto en arreglar estos entuertos. Hacia allá marchará el matrimonio por insistencia de la mujer y con el marido protestando por todo, desde el precio del hotel, la comida y, sobre todo, las sesiones de terapia. Será precisamente en esos pasajes con Steve Carell -inusualmente contenido- interpretando al analista donde la película mostrará su esencia. Allí, entre la resistencia inicial de Arnold y la entrega de Kay se irán descubriendo temas pendientes y una falta de comunicación que excede -sin minimizar-, la falta de actividad sexual de la pareja que ya no sabe, no se acuerda, cómo estar junta. Y que tal vez nunca lo supo. Una posibilidad que el guión de Vanessa Taylor plantea con honestidad, humor y algo de seriedad también. El resultado es un relato sobre la madurez y los vínculos desgastados que, gracias al trabajo de su director, actores y escritora, es mucho más de lo que aparenta.
La memoria poco emotiva Un científico de prestigio internacional regresa a la universidad donde se formó y desarrolló una teoría en el campo de la neurociencia sobre el funcionamiento de la memoria, que lo convirtió en sensación en el mundo académico. De aquel triunfo pasó una década. El retorno de Roberto Román aviva un pasado que tanto él como su viejo jefe y un colega que se quedó con su lugar en la universidad de siempre y con su novia también parecen no querer -o poder- recordar del todo bien. Todos los sentimientos provocados por la vuelta al hogar materno y a la institución de la que se fue como vencedor -y que ahora lo reclama pese a su resistencia- no se explicitan. En su lugar, el guión escrito por el también director chileno Sebastián Brahm hace que sus personajes dialoguen sobre complejas teorías científicas hasta conseguir que lo que podría haber sido un interesante viaje por las formas y representaciones del pasado se limite a tediosos intercambios difíciles de seguir. Mucho más sugerentes son esos pasajes en los que el protagonista transita silencioso por los espacios que en otros tiempos eran parte fundamental de su cotidianeidad. Allí, la fotografía, siempre en tonos plomizos, grises, acompaña a la historia que, por otro lado, sufre con unas actuaciones monocordes hasta la exasperación. Especialmente en la interpretación del protagonista Cristián Carvajal, al que le toca sostener, sin lograrlo, un relato que a mitad de camino abandona la linealidad para poner en práctica e imágenes las teorías que el film plantea. El recurso complica aún más al críptico guión que termina encerrado sobre sí mismo y sin dar lugar a una parte fundamental de la memoria: las emociones.
Sencilla y sin sobresaltos, la nueva aventura del hada resulta ideal para los más chicos La nomenclatura "cuento de hadas" es tan amplia que puede incluir los relatos de los hermanos Grimm, a todas las princesas de Disney y hasta relatos de acción con elementos fantásticos que involucren algún que otro reino en manos de una reina malvada. Claro que en el caso de TinkerBell y el secreto de las hadas la definición de cuentos de hadas se aplica de manera literal. Se trata de una nueva historia que transcurre en el bello mundo de TinkerBell, aquella hadita aventurera que acompañaba a Peter Pan en la Tierra de Nunca Jamás, creada por J. M. Barrie. Un relato que con dulzura y sin sobresaltos, ideal para los más chiquitos, amplía el universo de la ex Campanita, que ya había mostrado en 2010 TinkerBell: Hadas al rescate. Esta vez, todo transcurre en los bosques, donde las hadas viven una existencia feliz y laboriosa, cada una aportando su habilidad y destreza para el cambio de las estaciones. En el bosque de la artesana TinkerBell siempre es verano, primavera y otoño, pero el invierno queda afuera, más allá de las fronteras, donde viven las hadas del invierno. Apenas un paso divide el clima tibio de las tierras heladas. Por supuesto, la curiosidad de la protagonista la llevará a donde ninguna de sus amigos ha ido antes y una vez allí descubrirá que además de la belleza de los copos de nieve y la diversión de patinar sobre hielo algo mucho más fuerte la une a la tierra nevada. Más allá del pequeño misterio en el centro del relato, el guión del film no va más allá de la presentación del bosque y sus personajes, una sencillez que le quita vuelo pero al mismo tiempo resulta ideal para espectadores más chicos, que a veces son relegados a propuestas infantiles, donde se apunta más a entretener a los padres que a los chicos. Aquí no hay villanos ni parodias para hacer reír a los adultos, se trata de un cuento con y de hadas. No es poco.
La era del rock comenzó como un musical de Broadway que utilizaba conocidísimas canciones del rock de los ochenta para contar una historia de amor, triunfo, decepciones y reencuentros. Su traspaso al cine podía resultar en objeto de museo o en divertida fábula con guitarras y pelos al viento. Por suerte, el director Adam Shankman consiguió inclinar la balanza hacia la segunda opción, hacia el cuento con final feliz, moraleja y un sentido del ridículo y la diversión apropiado para las canciones al frente del relato. Todo empieza en un ómnibus de larga distancia que traslada a la pueblerina Sherrie (Julianne Hough) hasta el corazón de la movida del hair rock, el Sunset Strip de Los Angeles. Allí comienza un largo número musical, pura energía para sacudir las oxigenadas cabelleras, que servirá de presentación para otra parte del elenco: el joven Drew (Diego Boneta), un aspirante a cantante que trabaja en el backstage del bar Bourbon Room que manejan Dennis (Alec Baldwin) y Lonny (Russell Brand). Centro neurálgico para todos los fanáticos del rock de Def Leppard, Joan Jett, Journey y Bon Jovi, cuyas canciones aparecen en la película, el bar necesita de una nueva moza, puesto perfecto para la rubia Sherrie que Hough interpreta con corrección, aunque su falta de experiencia la haga palidecer -lo mismo ocurre con el méxicano Boneta-, frente al carisma de Baldwin y Tom Cruise. Este logra una de sus apariciones más divertidas de los últimos tiempos: parece que cuando le toca correrse del lugar de protagonista absoluto del film, el gran actor de cine que es Cruise se anima a divertirse y termina por robarse la película. Aquí interpreta a Stacee Jaxx, un dios del rock que tiene a un mono como mejor -y único amigo-, desconoce la existencia de las camisas y vive dominado por sus excesos y su manager, papel a cargo del siempre interesante Paul Giamatti. A pesar de su previsible guión y el par de villanos de caricatura que interpretan Catherine Zeta Jones y Bryan Cranston, La era del rock logra ser algo más que artefacto retro: logra ser una película entretenida.
Una propuesta irreverente que imagina a los Estados Unidos como un territorio invadido por hambrientos vampiros La premisa de este film prometía. Si es que a uno le interesan los films que combinan aventuras, acción y fantasías vampíricas. Es que la posibilidad de imaginar que uno de los próceres de los Estados Unidos, Abraham Lincoln, era, además de presidente, cazador de chupasangres le agrega -en los papeles- un condimento cuando menos novedoso al resurgimiento de las películas de vampiros, que no parece cerca de agotarse. Aunque viendo este ejemplo del subgénero ya sería tiempo de que fuera menguando el entusiasmo de sus productores. Después de los vampiros románticos y "vegetarianos" de Crepúsculo ahora llegó el turno de los chupasangres esclavistas. Sí, porque según el guión de Seth Grahame-Smith -adaptado de su novela-, la guerra civil norteamericana tuvo como objetivo liberar a los esclavos de sus dueños, vampiros que los utilizaban como alimento. Una propuesta tan absurda e irreverente necesitaba de una dirección y un tono acorde. Algo que el realizador Timur Bekmambetov ( Se busca ) no pudo conseguir. En lugar de intensificar la locura y el absurdo de mezclar la historia de los Estados Unidos con la más pura fantasía en la que Lincoln aprende a usar un hacha enchapada en plata para cortar cabezas, Bekmambetov se pone serio. Y en lugar de la diversión -básica, pero diversión al fin- que la premisa inicial anticipaba todo es un poco tedioso. Especialmente cuando el relato insiste en meter sucesos reales de la vida y obra de Lincoln para equilibrar los fantaseados. Frente a la locura de imaginar que la madre del protagonista murió asesinada por un temible vampiro y que en busca de venganza el hombre se transformará en un cazador implacable de monstruos hay largos pasajes sobre su experiencia como estadista que detienen la acción y la vuelven bastante menos entretenida cuando se reanuda. Especialmente por el abuso de los efectos especiales, que cubre todo con un efecto de museo de cera digital del que resulta difícil abstraerse. Las cosas mejoran bastante cuando aparece el villano central de la historia, un vampiro llamado Adam, que el británico Rufus Sewell interpreta con el necesario desenfado. Algo similar hace Dominic Cooper, que con su personaje -guía y entrenador de Lincoln en sus tareas como cazador-, se parece mucho al mejor Robert Downey Jr. Tal vez, haber interpretado a su padre en Capitán América le haya contagiado algo de ese carisma y energía que Downey Jr. suele transmitir en pantalla. Que es exactamente lo que le falta a Benjamin Walker, el actor encargado de la difícil tarea de darle nueva y aventurera vida al bronce de Lincoln.
Desigual antología de cortometrajes del Incaa La más reciente edición de Historias breves , nueve cortometrajes, seleccionados a través del concurso del Incaa, realizados por directores noveles, no funciona como una película. Y eso no sería necesariamente problemático si el grupo, aunque diverso, tuviera una coherencia y una presentación formal que los unificara. Así como están las cosas, de los nueve cortos, algunos dejan vislumbrar las posibilidades de sus realizadores para el futuro, pero otros apenas logran sostener las condiciones de contenido y técnicas necesarias para ser consideradas profesionales. Entre los trabajos más destacados, están aquellos que trabajan sobre los géneros, ya se trate del romanticismo que insinúa Fábula, de Agustín Falco: el policial de Crónica de la muerte de Paco Uribe, protagonizado por Alberto Ajaka ( que consigue dotar a su personaje de una intriga y profundidad que excede los estereotipos), y hasta la comedia con En carne viva, de Federico Esquerro,que hace explotar los prejuicios sobre el cine independiente y el trabajo de los actores, a partir de una historia bastante graciosa, aunque previsible. Algo similar -en cuanto a la previsibilidad- puede decirse sobre Tres historias cuatro, de Anahí Farfán, que aprovecha la limitación de su formato para contar una historia. Claro que si la impresión general que deja este Historias breves es más bien pobre se debe más al criterio de sus compaginadores. Inexplicablemente, decidieron abrir el film con dos de los trabajos más endebles de todo el conjunto: Cenizas , de Gwenn Joyaux, un relato de supuesto suspenso, en el que abundan los problemas técnicos y escasea la trama, y El hombre rebelde, de Martín Salinas.