Con el final de la saga Crepúsculo y el éxito de taquilla que fue la primera entrega de la trilogía de Los juegos del hambre, era sólo cuestión de tiempo que otros libros apuntados al público femenino adolescente llegaran a la pantalla grande. Por suerte, el primero en la lista de los estudios de Hollywood resultó ser Hermosas criaturas, que puede compartir espectadores con sus antecesoras, pero poco tiene del tono meloso de la primera o el pesimismo de la segunda. Romántico sin ser empalagoso, el film tiene un conflicto central que, a pesar de poner en juego las fuerzas del bien y el mal en el mundo, también consigue retratar las vicisitudes del primer amor y las dificultades de la adolescencia con una frescura, humor y ciertos toques de realismo que sorprenden, especialmente porque en el núcleo del relato hay una dinastía de hechiceros afincados en el sur de los Estados Unidos, más precisamente en el somnoliento pueblo de Gatlin, escenario ideal del gótico sureño que aquí se vuelve sugerente atmósfera gracias al trabajo del director Richard LaGravenese y, especialmente, el director de fotografía, Philippe Rousselot (El gran pez), que lo aprovechan para contar la historia de amor entre Ethan (Alden Ehrenreich) y Lena (Alice Englert). AMORES BRUJOS El muchacho lee sin parar (de Matadero cinco de Kurt Vonnnegutt a Trópico de Cáncer de Henry Miller) mientras pena la muerte reciente de su mamá y sueña con salir de su pueblo natal, en el que nada sucede nunca. Hasta que llega ella, la sobrina huérfana de Macon Ravenwood (Jeremy Irons), el hombre más poderoso del lugar en más de un sentido. Acusados de brujería y tan temidos como criticados por los fanáticos religiosos del pueblo, los familiares de Lena tienen mucho que ocultar, y ella también. Aunque no conviene revelar demasiado de la trama detrás de los secretos de la protagonista, el que conozca algo del género sabe que a pesar de los impedimentos del mundo de los humanos y el de los hechiceros el amor adolescente prevalecerá, al menos en principio. Pero Hermosas criaturas va algo más allá que el resto de las películas de su género, porque además de contar con un elenco secundario de lujo que incluye a Irons, una divertidamente desatada Emma Thompson y la siempre brillante Viola Davis, consigue presentar a un par de adolescentes interesantes, entretenidos y carismáticos más allá del derrotero de su romance a lo Romeo y Julieta con hechizos, confusas maldiciones y excéntricos familiares.
Presentado en el Bafici de 2012, donde consiguió el premio del público, éste es uno de esos films que permanecen en la memoria del espectador, que con el tiempo redescubre las muchas capas de un relato tan complejo como fascinante. Claro que, más allá de su perdurabilidad -un valor del que no muchas películas pueden presumir-, el impacto de este documental es inmediato. Seguramente porque en el centro del relato se unen la experiencia personal de su realizador y una historia más amplia, que empieza siéndole ajena, pero que gracias al material conseguido y un cuidadoso trabajo de guión y edición termina siendo tan cercana como emocionante. Un recorrido que abarca las ilusiones de la juventud, las rigideces de la madurez y el final de las utopías como epidemia mundial. Todo comienza en 1989, con un viaje que el director, José Luis García, emprende hacia Corea del Norte para participar del XIII Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Al encuentro, organizado por la Unión Soviética, debía ir el hermano militante de izquierda del entonces estudiante de cine, que por una serie de casualidades termina volando hacia el exótico destino armado con una cámara de video prestada y más de un preconcepto sobre lo que se iba a encontrar en Pyongyang, capital del país asiático. Gracias a una aguda y precoz capacidad de observación, el realizador de Cándido López, los campos de batalla consigue retratar los últimos meses de un mundo que ya no existe con los jóvenes reunidos en pos de un mundo mejor, intentando arreglar los conflictos internacionales de sus respectivos gobiernos. Lo que podía quedar en documento político/turístico y retrato de época (con la curiosa aparición en cámara de unos jóvenes Hernán Lombardi y Eduardo Aliverti) deviene en exploración íntima cuando García se entera de la historia de Lim Sukyung, una joven activista de Corea del Sur que llega al encuentro luego de dar la vuelta al mundo para terminar al norte de la frontera de su propio país. Encargada de abogar por la reunificación de las dos Coreas, territorio dividido y enfrentado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la chica del sur del título representa todas las esperanzas de conseguir un futuro más pacífico -mejor- además de un misterio que las imágenes captadas por García y su propio relato insinúan desde el comienzo. Con una sonrisa y la valentía prendida en el ojal, la mujer se propone cruzar una de las fronteras más vigiladas y militarizadas del mundo, un gesto que puede costarle la vida, pero que resulta en un encarcelamiento de tres años apenas pone pie en su lado del mundo. MUCHO MÁS QUE PASADO El acertijo de "la chica del Sur" impulsa la curiosidad del director, que veinte años después la recuerda y se propone encontrarla con la asistencia de su amigo y traductor Alejandro Kim, que rápidamente se transformará en otro fascinante personaje del film cuando ambos viajen a Seúl para insistir en la búsqueda de la elusiva Lim Sukyung. Perseverancia por parte del realizador y resistencia del lado de su protagonista que le darán una inesperada tensión al film. Es que junto a la exploración de los contrastes culturales, García también tiene que lidiar con un "objeto de estudio" muy poco dispuesto a serlo. Una persona que en la madurez es aun más misteriosa que en los tiempos de su juventud, alguien que carga sobre sus hombros con la desesperanza de lo que no fue y no sólo en el mundo, sino en su propia vida. Un reflejo imperfecto en el que se mira el director y por extensión los espectadores.
Si es posible disfrutar de una película y al mismo tiempo sentirse desconcertado por su desarrollo, entonces El vuelo, de Robert Zemeckis, sea tal vez uno de los films más sorprendentes y sí, también disfrutables, que haya salido de Hollywood en los últimos tiempos. Con algo de film catástrofe de esos que ya no se producen, bastante de drama intimista y una pizca de intriga judicial, esta película tiene un tono tan cambiante como los ánimos de su personaje central, el piloto Whip Whitaker, que interpreta Denzel Washington. En un viaje directo al lado oscuro de la condición humana, el actor -nominado al Oscar por este papel- se anima a encarnar a uno de los protagonistas más crudos, complejos y humanos de sus últimos años de carrera. Si en Gángster americano y Día de entrenamiento Washington demostró que no temía encarar al villano de la historia y que su talento y su presencia escénica podían superar la antipatía de sus personajes, aquí se atreve a mucho más. Porque este piloto capaz de maniobrar exitosamente un avión a punto de estrellarse (una escena con virtuosa dirección que Zemeckis resuelve en el prólogo del relato), también es un hombre repleto de conflictos, un irresponsable y un alcohólico que va por la vida con una liviandad que destroza a los que se cruzan en su camino. Así, después de la pública tragedia aérea comenzará el calvario, privado primero y bastante público después, del piloto que se aferra a la convicción de que está del lado de los buenos, aunque no tenga forma de probarlo. SI TE DICEN QUE CAÍ En su espiral descendente, Whip ( interpretado por Washington con tanta sutileza y humanidad que por momentos resulta incómoda de ver), se cruzará en el camino de Nicole (Kelly Reilly), una adicta a las drogas en un camino tan autodestructivo como el suyo, aunque con una conciencia de su enfermedad de la que el omnipotente piloto carece. Así, si algo le faltaba a este film del director de Náufrago era el elemento romántico, que aporta la presencia del personaje que interpreta la actriz británica. Claro que el guión de John Gatins, nominado al Oscar, nunca pierde de vista que antes que una historia de amor, ésta es una tragedia humana, de vidas partidas por conflictos emocionales y adicciones. Aun cuando el inocultable carisma de Washington consiga generar empatía por un personaje que en manos de otro actor sería irredimible, lo cierto es que la película no se desvía de su objetivo: mostrar la caída de un hombre habituado a vivir al borde del abismo. Claro que en el desarrollo del relato, Zemeckis no transita el camino más directo sino que opta por tomar desvíos que obligan al espectador a cuestionar sus propias reacciones ante lo que está viendo. Así, cuando todo se vuelve demasiado denso, aparece el amigo de aventuras tóxicas del piloto, un personaje que John Goodman dota de un humor que en principio parece ir a contrapelo de lo que se está contando. Sin embargo, será cuando lleguen los tramos finales del relato que la irreverencia del amigo fiel demuestre su funcionalidad en la tragedia de Whip. Todo indica que luego de una docena de años dedicado a films realizados gracias a los avances de la animación digital -El expreso polar, Beowulf y Cuento de navidad-, Zemeckis decidió que si tenía que volver a poner a actores en pantalla lo iba a hacer con los protagonistas más dolorosamente humanos que pudiera encontrar. Tarea cumplida.
Hay muchas razones para ver El lado luminoso de la vida , la película dirigida por David O. Russell. A saber: el film está nominado a ocho premios Oscar, está recibiendo muy buenas críticas desde su estreno mundial en el festival de Toronto y es la única de las películas "importantes" de la temporada que se aleja de las polémicas ( Zero Dark Thirty-La noche más oscura ), los conflictos históricos ( Lincoln , Argo ) y los dramas ( Amour, Una aventura extraordinaria ) y puede ser considerada una comedia. Una comedia dramática que gira en torno a un puñado de personajes atravesados por enfermedades mentales, pero una comedia al fin. Y si todos esos argumentos parecen escasos, hay uno que los supera a todos, el único que debería inclinar la balanza para el espectador en duda: en esta película actúa y vive Jennifer Lawrence. La actriz, de 22 años, arrasa con cada escena en la que participa como un fenómeno de la naturaleza que no parece tener o necesitar ninguna distancia entre ella y su criatura. Así fue con Ree, la adolescente de Lazos de sangre, y así es ahora con Tiffany, la viuda joven que sufre de depresión y lidia con su duelo de maneras bastante autodestructivas. Hasta que se cruza en el camino de Pat, un hombre de salida de una institución mental a la que fue confinado después de atacar brutalmente al amante de su esposa, a la que está convencido (como sólo un paciente con trastorno bipolar puede estar convencido) de que podrá recuperar. De alguna manera de eso se trata El lado luminoso de la vida , de recuperar afectos perdidos y el camino extraviado en el lado oscuro. En esa cruzada de Tiffany y Pat -interpretado por un notable Bradley Cooper, que logra evitar la caída al transitar la delgada cornisa que implica jugar un personaje maníaco-depresivo-, también participarán los padres de él, despistados, amorosos, preocupados por el retorno al hogar del hijo no tan pródigo. Allí estará la mamá que defiende a Pat con uñas, dientes y bastante comida sin entenderlo demasiado, una interpretación conmovedora de Jackie Weaver que consigue destacarse a pesar de compartir la mayoría de sus escenas con Robert De Niro, en su mejor papel en años. El actor, que hacía tiempo no trabajaba con un personaje a la altura de su talento, completa un cuarteto protagónico que el director conduce con maestría y que incluye a personajes secundarios como los que interpretan John Ortiz (su hombre al borde de un ataque de nervios es inolvidable), Chris Tucker y Julia Stiles, entre varios otros. Russell tiene una especial habilidad para lidiar con elencos numerosos y conseguir pequeñas joyas de cada uno de sus integrantes, algo que ya había demostrado en su trabajo anterior, El ganador , otra historia de familias tan amorosas como disfuncionales. Claro que en este caso un guión con cierta tendencia a la cursilería y unas resoluciones en exceso convencionales conspiran en contra del resultado final. Que, de todos modos, es una película entretenida con algunos momentos emocionantes y repleta de vida todo gracias a su brillante elenco.
El camino del héroe La emoción de pasar de nivel, de descubrir el truco para conseguir esa vida extra, ese premio que hacía que el juego durara un poco más. Hasta que se terminaba y volvía a empezar cada vez que la moneda pasaba por la ranura y el mundo del videojuego se encendía de nuevo para nosotros. Mucho de ese entusiasmo ya perdido, previo al avance y la explosión de las consolas de videojuegos personales, de la inocencia y la repetición de las historias de las maquinitas, regresa ahora gracias a Ralph, el demoledor, el nuevo film de Disney. Con una combinación de nostalgia, personajes perfectamente escritos y una animación tan colorida como funcional a la historia que está contando, este film le debe mucho al universo de Pixar y especialmente a Toy Story, pero sin dejar de tener identidad propia. En este caso, en lugar de contar la vida secreta de los juguetes se trata de espiar qué sucede cuando los viejos juegos manejados a joystick y botoncitos se apagan hasta el día siguiente. Allí está el Ralph del título, un gigantón de manos extra large que usa para hacer su trabajo: la destrucción del edificio que el héroe del juego reparará diligentemente. Es decir, Ralph es el villano del relato, pero no por intención, sino por profesión. Pero harto de ser el "malo" y luego de una poco útil sesión de terapia grupal con algunos de sus colegas de famosos "fichines" como el fantasmita del Pac-Man o Zangief de Street Fighter , el protagonista decide rebelarse. Una opción que no forma parte de la programada vida de los personajes detrás de la pantalla. Así, Ralph abandonará su mundo ochentoso para intentar convertirse en héroe en otros horizontes más actuales. Su recorrido lo llevará hacia un mundo postapocalíptico, donde se unirá a la tropa de la sargento Calhoun, un gran personaje de acción que además aportará mucha de la comedia que el film administra con delicadeza. Ralph, el demoledor logra sortear el riesgo de exagerar los momentos nostálgicos y consigue que el humor sea un genuino recurso narrativo y no sólo -como suele ocurrir en muchos films infantiles- un guiño para los padres. La mayor deuda que tiene el film con la trilogía de Toy Story reside en la creación de sus personajes. Gracias a que John Lasseter, mandamás de Pixar y ahora también de los estudios de animación de Disney, pensó en Woody y Buzz Lightyear y los transformó en criaturas sensibles pero nunca sensibleras, ahora el director Rich Moore pudo dotar a Ralph y sus amigos de un espíritu similar. Cada personaje del film tiene su momento para brillar, pero en su colorido y a veces frenético desarrollo lo que más se destaca es la relación entre el protagonista y la pequeña Vanellope. Niña rebelde y paria en su propio juego, la nena buscará también ser la heroína de su partida, un camino que la conduce a ser uno de los más modernos, fuertes y entretenidos personajes femeninos del cine de los últimos tiempos. Un enorme valor agregado para un género que suele presentar a las princesas como única alternativa para que las chicas sean protagonistas.
Más superficie que sustancia Para algunos, el romance entre la norteamericana Wallis Simpson y Edward Windsor, heredero al trono -y más tarde rey- británico, es uno de los romances más fascinantes de la historia. En medio de una Europa convulsionada por el avance de los fascismos, el amor entre una mujer casada y el futuro monarca de Inglaterra es materia de leyenda. Un amor con el que sueñan las mujeres del mundo, especialmente si no son felices en su vida cotidiana. Al menos eso es lo que cuenta Madonna en su segundo largometraje como directora, un proyecto que se parece más a una publicidad de lencería cara o un videoclip de aquellos que la cantante solía hacer en los años noventa. Pura belleza superficial, una puesta en escena atractiva y cuidada, pero que carece del peso dramático para sostenerse más allá de lo estético. Lejos de bucear en los detalles de El romance del siglo al que hace referencia el título, el film busca dar cuenta de lo complejo de la vida de dos mujeres atrapadas por circunstancias que las superan. Por un lado está la figura histórica: Wallis Simpson (Andrea Riseborough), cuyo amor puso en peligro la monarquía inglesa. Por el otro está Wally Winthrop (Abbie Cornish), joven esposa de un exitoso médico que languidece en su existencia como ama de casa de la alta burguesía neoyorquina mientras se obsesiona con la vida de Simpson. Con más obviedades que sutilezas, las vidas de una y otra mujer se entrecruzan en un relato que transcurre entre los años treinta y la década del noventa. Cuando viaja al pasado más lejano, el film toma prestados elementos visuales del documental y saca partido de trajes, escenarios y paisajes y logra sus mejores secuencias, especialmente por el notable carisma de Andrea Riseborough, la actriz encargada de interpretar a la intrigante Wallis Simpson. Aun con ciertos pasajes que abusan del clima creado por la fotografía de Hagen Bogdanski sin sostener las imágenes con coherencia narrativa, cada aparición de Riseborough en pantalla da una pista de lo que esta película podría haber sido en manos de un director más experimentado y menos preocupado por imponer su estrecho punto de vista en cada cuadro. Cuando la acción se traslada al pasado más reciente, la buena actriz Abbie Cornish (Bright Star) poco puede hacer para sostener a su penoso personaje, una mujer de fines del siglo XX con actitudes victorianas. Obligada a dejar su trabajo por su marido que la ignora y maltrata en igual medida, la joven se pasa media película reverenciando los objetos de la histórica pareja. Una fijación que aparentemente comparte con la directora de El romance del siglo, a la que el entusiasmo estético por el pasado no le dejó tiempo para ocuparse de construir un guión a la altura de su ambiciosa propuesta.
Comedia al borde de la locura Nada en el desarrollo fracturado cronológicamente y atropellado narrativamente de este film de Martin McDonagh, director de la notable Escondidos en Brujas, es particularmente original. Con algunos pasajes que la acercan al cine de Quentin Tarantino y personajes que son puro artificio sin carnadura real o humana, la película podría ser una parodia de cierto cine inaugurado por Pulp Fiction . Si no llega a serlo es gracias a un sano nivel de autoconsciencia y autorreferencialidad que vuelve todo bastante más entretenido a medida que avanza la historia. Que es esencialmente un policial maníaco en el que Marty (Colin Farrell), un escritor irlandés más aficionado a la botella que a las letras, busca inspiración para un guión del que sólo tiene el título, Siete psicópatas , y la intención de que sea una película sobre asesinos violentos que predique un mensaje no violento. El problema es que todo lo que se le ocurre y le ocurre apunta más al baño de sangre que a la paz. Para ayudarlo en su búsqueda está Billy (Sam Rockwell), hiperquinético mejor amigo que se dedica al secuestro de perros y la recolección de macabras historias para la colección de Marty. En esa mezcla aparentemente sin sentido hay que agregar a Hans (Christopher Walken), un veterano socio de Billy, y a Charlie (Woody Harrelson) un gángster que ama a su perro hasta la locura. Por eso, cuando Billy se atreve a llevarse a la adorada mascota, la divertida reflexión metadiscursiva sobre el oficio de hacer una película queda en segundo plano para dar lugar a los tiroteos, las persecuciones y esa cabeza que, literalmente, estalla en pantalla. Con un guión que tiene grandes momentos -la escena que abre el film se destaca-, y pasajes bastante endebles-la reflexión sobre la misoginia en el guión de Marty no disculpa la que está presente en el de McDonagh-, la película cuenta con la enorme ventaja de tener al elenco perfecto hasta para sus costados menos logrados. A Farrell, que funciona como el apenas velado álter ego del director y guionista, este papel le permite una de sus interpretaciones más maduras y contenidas. Para hacerse cargo de los excesos está Sam Rockwell, perfecto como ese Billy que tiene los modos y la ansiedad por agradar de esos perritos que sustrae de sus dueños. Y todo funciona mucho mejor cuando Rockwell y Farrell comparten escenas con Walken. El veterano, sin demasiados gestos y apenas con unas líneas de diálogo, se roba cada una de las escenas en las que interviene. Lo mismo consigue Harrelson, el más prominente de los psicópatas del film que intenta darle rienda suelta a la locura de todos.
Los vampiros se despiden Después de cinco años y cuatro películas, la saga Crepúsculo cierra su marcha en el cine con el film más entretenido, coherente y autoconsciente de toda la serie. Reservado para los seguidores de la historia de Bella y Edward, la pareja formada por la tímida humana y el vampiro que se niega a tomar sangre humana, este último capítulo arranca exactamente donde había terminado el anterior: con la transformación de la heroína. Un momento fundamental del relato que el director Bill Condon muestra sin pausa ni demora, sabiendo que su mejor carta surgirá de allí. Es Kristen Stewart, que con Bella convertida en la vampira que siempre quiso ser consigue su mejor interpretación en la saga. Lejos de las angustias que torturaron hasta ahora a la adolescente enamorada, la actriz deja atrás ese personaje titubeante y de minúscula autoestima y se divierte interpretando a una chupasangre en pleno uso de sus capacidades. Así, después de demasiado tiempo tapada por los poderes y la belleza extraordinaria de sus dos pretendientes, el vampiro y el hombre lobo, el personaje de Stewart es ahora el más dinámico e interesante, algo que (a diferencia de Robert Pattinson y Taylor Lautner) la actriz hace creíble. De hecho, en este último episodio los pasajes más edulcorados -que muchas veces empujaban a la serie al borde de la parodia- están reducidos a su mínima expresión, lo mismo que las intervenciones de Pattinson y Lautner. Su tiempo en pantalla lo ocupa el bebe de Bella y Edward, cuyos rasgos fueron desprolijamente delineados digitalmente. Ya liberados del triángulo amoroso que era parte esencial de la trama y de la complicación de tener una pareja de enamorados separados por las diferencias entre humanos y vampiros, la guionista Melissa Rosenberg, el director Condon y la editora Virginia Katz logran un desarrollo intenso que cubre los puntos más destacados de la novela sin estancarse en ellos. Los realizadores también parecen haber abandonado toda pretensión de realismo en su trama o de densidad psicológica en sus personajes para aceptar la liviandad de una historia de fantasía romántica en la que los vampiros no tienen colmillos y los lobisones son modelos de músculos desarrollados. Dejando atrás el lastre del pasado, el conflicto aquí tiene que ver con los malvados Volturi, los monarcas del universo vampírico que, comandados por el siniestro Aro, buscarán apoderarse de las habilidades especiales de Edward y los suyos. Interpretado por el británico Michael Sheen, el personaje resulta tan ridículo como divertido, una bocanada de aire fresco en medio de muchas actuaciones mediocres y opacadas por el exceso de maquillaje que sufren los actores que interpretan a los vampiros en estado de alerta. Sin grandes despliegues en términos de efectos especiales -el costado más flaco en términos de producción de toda la saga-, el film presenta una creíble escena de batalla que sorprenderá a los conocedores de la historia de la novela. Esos que agradecerán los cuatro "casi finales" con los que Condon dará por cerrada la historia que los apasionó.
Oscura comedia de enredos En algún momento, a poco de comenzada la comedia de enredos oscura que es Ni un hombre más, alguien hablará de un plan perfecto y no se necesita mucho para darse cuenta de que el plan, todos los muchos planes que se elaborarán durante el desarrollo de la trama, serán de todo menos perfectos. Por un lado está aquel urdido por Karla (Valeria Bertuccelli) y Ricky (Juan Minujín), un secuestro exitoso durante sólo unos minutos. Claro que entre el festejo por el cobro del rescate de 100.000 dólares y los problemas pasará muy poco tiempo. Una víctima que se muere en el baúl del auto, un choque en medio de la nada y la llegada a una hostería en la selva de Iguazú que será el escenario del desastre. Allí estará Charly (Martín Piroyansky), el joven encargado del lugar que vive obsesionado por las iguanas que estudia, caza y cocina en un guiso que es su especialidad y que disfraza de pollo para los turistas sensibles. Por ahí también aparecerá Rolo (Luis Ziembrowski), un guardaparques amigo de Charly que tendrá un rol esencial en las complicaciones que incluirán a una misteriosa pareja, un par de mujeres despechadas y algunos personajes más que completarán el carácter coral del film dirigido por Martín Salinas, experimentado guionista que con esta película debuta en el largometraje. Muy hábil para construir los diálogos y las interacciones entre sus tres protagonistas, Salinas no obtiene los mismos resultados del resto de los personajes en los que muchas veces recae la obligación de explicar y resolver partes fundamentales de la trama. Una ardua tarea que por momentos atenta contra el frenético ritmo construido con la contribución de las notables interpretaciones de Bertuccelli, Piroyansky y Ziembrowski. Cada aparición de ellos -juntos o por separado- en pantalla pone de manifiesto los costados más cómicos y al mismo tiempo tensos de la historia. La Karla con K de Bertuccelli consigue evitar la caricatura de la mujer desesperada y dispuesta a todo por lograr zafar del desastre en el que se transformó su plan perfecto, mientras que Piroyanski resulta el héroe verdadero, complejo y sutilmente gracioso del cuento. Menos sutil, pero igual de rendidor es el personaje interpretado por Ziembrowski, un hombre que comienza siendo incapaz de matar una mosca y termina de una manera bastante distinta.
Una historia sobre la sexualidad Algunas cosas quedan claras muy rápido en Histeria. Por ejemplo, que en la Inglaterra victoriana la comprensión del alma femenina y el estado de la medicina están más cerca del medievo que del siglo XX. Otra certeza que aporta el guión de esta comedia que intenta ser romántica es que la represión es el único código de conducta aceptable para la época. Y la razón por la que todo el universo femenino se explica con una palabra: histeria. Las mujeres sufren de una aflicción uterina que sólo puede ser aliviada por los masajes genitales que aplica el doctor Robert Dalrymple (Jonathan Pryce) en su consultorio poblado de señoras en busca del alivio que nadie registra como sexual. A ese lugar llega el joven e idealista Mortimer Granville, médico harto de que los gérmenes sean considerados poco más que un rumor por su conservadores colegas, que tratan las infecciones con la aplicación de sanguijuelas. Reconfortado por la posibilidad de "curar" pacientes que salen del consultorio felices por el tratamiento, el doctor reparte su tiempo entre el consultorio y la casa de su benefactor, el aristócrata e inventor Edmund St. John-Smythe (interpretado por un irreconocible Rupert Everett). CUESTIÓN DE GÉNERO Más allá de los despistados personajes masculinos de la trama, lo más interesante del cuento sobre la invención del vibrador, un feliz accidente provocado por la fatiga manual del buen doctor, lo más interesante de esta liviana comedia dirigida por Tanya Wexler son sus personajes femeninos. Desde la señoras que necesitan "curarse" de su histeria hasta las hijas del doctor dedicado a ese menester. Por un lado está Emily, papel a cargo de la ascendente actriz británica Felicity Jones, una joven que cumple con todos los designios de su tiempo y que termina comprometida con Granville porque es eso lo que hará feliz a su padre. Padre que sufre porque Charlotte, su hija mayor, hace todo lo contrario. Interpretada por Maggie Gyllenhaal, Charlotte es una proto feminista que se niega a aceptar lo que la sociedad de su tiempo impone como el ideal femenino, que lucha por los derechos de los desamparados y es capaz de reírse del envarado Granville. Claro que no se necesita ser un experto en comedias románticas para entender muy rápidamente que los supuestos opuestos terminarán por atraerse y que el doctor deberá decidir entre la esposa ideal y la mujer que describe como irritante y volátil. Una actriz tan inteligente como sensible, en esta oportunidad Gyllenhaal debe arreglárselas con un guión que tiende a colocar a su personaje en situaciones algo forzadas, especialmente en el tramo final de la película. En una escena de tribunal en el que la directora decide -sin demasiadas explicaciones ni lógica- reunir a todo el elenco del film, el personaje de Gyllenhaal se ve obligada a dar un sentido discurso que parece más apropiado para el escenario que para una película que hasta ese momento pretendía ser una comedia de modales sobre la historia de la satisfacción sexual femenina..