Dulce romance a la italiana Con ternura y coherencia dramática, este film consigue sus objetivos No hay escena (en realidad, no hay siquiera un cuadro) en Cartas a Julieta que no tenga algún elemento romántico. De principio a fin, este film, dirigido por Gary Winick ( Guerra de novias ), se esmera por pintar su historia de color rosa. Si bien puede que el objetivo sea poco ambicioso para algunos, uno de los méritos de la película es que lo sostiene a rajatabla, demostrando una coherencia y honestidad con el material con el que cuenta que no muchos films consiguen. Todo comienza en Manhattan, cuando Sophie, una aspirante a periodista que se dedica a chequear los datos de las notas escritas por otros, tiene que encontrar a una de las personas que aparecen en la famosa -y romántica- foto tomada en Times Square de un marinero y una mujer besándose en el final de la Segunda Guerra Mundial. En pocos minutos, el guión establece los deseos profesionales de la chica y la manera en que su carácter dulce le impide tanto explicitarlos frente a su jefe -el siempre efectivo Oliver Platt- como cuestionar las verdaderas razones de su novio Víctor para emprender el viaje a Italia que están a punto de comenzar. Tan tierna e ingenua parece Sophie -interpretada por Amanda Seyfried con solvencia y unos enormes ojos siempre al borde de las lágrimas- que podría ser demasiado empalagosa, un derrotero del que la película se salva gracias al humor. Aunque no hay demasiadas sorpresas en el guión -no las necesita-, sí sorprende que el despistado novio que interpreta Gael García Bernal resulte lo más gracioso del film. Sin ridiculizarlo pero llevando al límite el carácter latino e hiperkinético del personaje, Bernal consigue hacerlo gracioso sin perder cierto aire de galán que el papel necesita. Claro que desde un principio es evidente que la historia de amor, el corazón que hace latir a Cartas a Julieta , no es el de Sophie sino el de Claire, una estudiante inglesa de intercambio en Italia que cincuenta años atrás le escribió una carta a la Julieta de Shakespeare para pedirle consejos amorosos. Cuando Sophie llega a Verona descubre no sólo la supuesta casa del personaje sino la costumbre de las misivas románticas y se sumará a las mujeres que se ocupan de contestarlas. Así conocerá a Claire, que medio siglo después está decidida a recuperar a su amor perdido. Para interpretar a la romántica en la madurez aparece Vanessa Redgrave, que transmite, sin aparente esfuerzo, cada sensación y sentimiento que atraviesa a su personaje. Y las emociones serán muchas cuando emprenda, junto a Sophie y a su nieto Charlie (Christopher Egan), la búsqueda del amor de su vida. La extremadamente fotogénica Toscana italiana servirá como telón de fondo de este relato encantador que, inspirado en la trágica historia de los amantes de Verona, propone una visión del mundo igual de romántica, pero de desenlace más sencillo y mucho más feliz.
Las chicas sólo quieren divertirse La nueva entrega cinematográfica de Sex and the City recupera el espíritu de la serie en formato más largo En la primera escena de Sex and the City 2 , la voz en off de Sarah Jessica Parker explica -como lo hizo durante seis temporadas en la serie de HBO- que existe una Nueva York AC y otra DC. Es decir que la Gran Manzana fue una antes de Carrie Bradshaw y otra muy distinta después de que la inquieta comentarista recalara en sus costas. Lo mismo puede decirse del efecto que ella y sus tres amigas, Miranda (Cynthia Nixon), Charlotte (Kristin Davis) y Samantha (Kim Cattrall), causaron en la platea eminentemente femenina que las sigue desde el ciclo de TV, que se entusiasmó con la primera entrega cinematográfica y que ahora volverá a los cines buscando una nueva dosis de la serie que amó. Y esta vez puede que la encuentre, aunque sea diluida bajo montones de cambios de vestuario y zapatos. Algo del humor, las ideas y el espíritu del programa consiguieron trasladarse a la pantalla grande a pesar de las evidentes dificultades de Patrick Michael King, autor y director, para entender el lenguaje cinematográfico. Claro que este film, aún en mayor medida que su antecesor, es más un desfile de modas de las marcas más caras del mundo que una película con argumento original. Aquí, las cuatro fabulosas de Manhattan pasan de reunirse para la elaborada fiesta de casamiento gay de sus amigos Stanford y Anthony - una exagerada puesta en escena más cercana a un musical de Broadway que a una película de Hollywood, que incluye a Liza Minelli como juez de paz y número ¿vivo?- a idear un viaje a Abu Dhabi. La idea es, en el caso de Carrie, alejarse del marido, que prefiere quedarse mirando la tele que salir a divertirse; en el de Charlotte, poner distancia del constante llanto de su nena de dos años; en el de Miranda, distraerse de la falta de empleo, y el de Samantha, disfrutar del paroxismo del lujo que sólo los Emiratos Arabes Unidos de esta fantasía pueden ofrecerle. No hay diálogos ni escenas sutiles en Sex and the City 2 y sí hay un par de torpes intentos de comparar la situación de las mujeres en Medio Oriente con las de Occidente. Sin embargo, entre tanto taco brilloso y tantas dunas del Sahara cada tanto aparece el destello de aquello que convirtió a estas mujeres en íconos globalizados. Allí está entonces la escena que abre la película con el cuarteto caminando por Manhattan, la charla entre Charlotte y Miranda -magníficas Davis y Nixon- sobre los sinsabores de la maternidad, el desfile principesco de Carrie por el zoco de Abu Dhabi y el momento del karaoke, un pastiche que no funcionaría en ningún otro contexto salvo en Sex and the City. Incluso en el marco de este film, el ridículo sobrevuela la secuencia y sin embargo gracias al carisma de sus cuatro protagonistas termina siendo una celebración. De sus seguidoras, de la amistad entre mujeres y de las ganas de divertirse aunque sea de la manera más superficial, probándose zapatos y vestidos a través de la gran pantalla.
La guerra como nadie la quiere ver Perturbador film de Brian De Palma sobre un caso de violación y asesinato en Irak "¿Qué hacemos acá?", se pregunta uno de los soldados apostados en Samarra, Irak, mientras a su alrededor el tiempo pasa entre ráfagas de violencia y un tedio constante que perturba. De hecho, cada plano de este film escrito y dirigido por Brian De Palma es perturbador. El realizador de Doble de cuerpo y Pecados de guerra , película con la que Samarra tiene más de un punto en común, eligió contar a través de un collage de imágenes recreadas para la ficción el caso de la matanza de Mahmudiya, donde una chica iraquí de 15 años fue violada y asesinada por un grupo de soldados norteamericanos que también asesinaron a su familia. De Palma imaginó a uno de los integrantes de esa unidad como un cineasta en ciernes decidido a grabar toda su experiencia en la guerra. Así, los videos "caseros" se suman a las imágenes de noticieros locales, a las escenas tomadas en las salas de interrogatorios, a las videoconferencias entre los soldados y sus familias, a los cortometrajes subidos a la Internet y hasta un documental francés sobre la cotidianidad del ejército invasor. Nada de lo que De Palma muestra es real y sin embargo todo es verdadero: reconstrucciones de lo que sucedió, conversaciones que recopiló en una investigación que lo llevó a mostrar todo lo que nunca se muestra de esta guerra, todo lo que se pierde entre la intención de censura y su ejecución en la sala de edición. De hecho, el título original del film hace referencia a esos documentos del gobierno norteamericano que son editados para que no se conozca la verdad de lo que sucede en Irak. El impresionante material fílmico recreado y la manera en que el director eligió estructurarlo causan impacto aun cuando su sucesión pueda resultar algo caótica y por momentos se subraye en exceso el punto de vista del que parte el film. Tal vez su costado más débil sea la representación de los soldados violadores y asesinos como seres malvados sin demasiadas dimensiones. Interpretados por actores desconocidos, los villanos resultan más creíbles en la superficie pero carecen de profundidad dramática. Claro que el mayor logro de esta película es el que, por momentos, la hace casi insoportable de ver. Porque aquí la violencia no es bella ni está estilizada en pos de tranquilizar al público, y la distancia entre él y la imagen parece borrada. A pesar de utilizar supuestas imágenes de los medios masivos audiovisuales a disposición, esas a las que el espectador ya está acostumbrado y hasta inmunizado, De Palma apela a su reacción, busca conmoverlo y, en gran medida, lo consigue.
Sugerente film sobre la adolescencia La directora debutante Sofía Mora consigue un relato intrigante con una bella fotografía en blanco y negro Toda la trama de este film transcurre en un día, más precisamente durante una tarde tan fuera del tiempo y del espacio para sus protagonistas, tan extraordinaria por su imposibilidad de repetición que el film cobra un aire de fantasía macabra digna de un relato de terror. Todo comienza con la muerte del padre de Checa y su hermano menor, "Flaco", una tragedia que no se explica ni se muestra, lo mismo que la ausencia de la madre, encerrada en una habitación con el cuerpo mientras su casa se llena de familiares que comen sandwichitos y pellizcan mejillas. Intentando esquivar la invasión de los dolientes, la mirada y la pregunta de los otros a la que sólo responden con un movimiento de hombros, marca registrada del adolescente taciturno, los chicos salen a la calle. Allí, con pocas palabras, Checa manda y comanda el recorrido del paseo sin rumbo. Cerrar los ojos Con una edición que estructura el relato en pequeños episodios divididos por segundos de pantalla negra -casi como si una escena y la otra estuvieran separadas por el lento parpadeo entre la vigilia y el sueño-, los chicos pasean por una plaza y una iglesia casi desierta en donde sostienen un diálogo aparentemente intrascendente pero gracias al que la directora Sofía Mora logra contar algo más sobre sus personajes. Allí están entonces la inocencia extraña de él y la sensualidad incipiente de ella, una tirana obsesionada con la capacidad de "los yanquis". Interpretada con notable naturalidad por la joven Belén Poviña, Checa parece convocar a quienes la rodean. Si recuerda a Genaro, un compañero de clases algo trastornado, su casa semiabandonada se le cruzará en el camino y él se materializará allí como si se tratara de un espectro de los confusos tiempos por venir, del final definitivo de la niñez y el comienzo de una adultez asfixiante. Como la de la madre de ella encerrada con el cadáver o como la de Genaro, luchando sin aliento por respirar. Más allá de cierta morosidad en su desarrollo, algunos diálogos fuera de tono y la despareja actuación de Elías Maidanik (El Flaco), La hora de la siesta consigue transmitir con mínimos elementos un estado de ánimo y el reverso de un momento de la vida tan angustiante y confuso como la adolescencia.
Las pesadillas y los sueños de un artista Film del guionista de ¿Quieres ser John Malkovich? Entre las pesadillas y el mundo real, en ese reino brumoso, condensado y desplazado de los sueños freudianos transcurre la ópera prima de Charlie Kaufman. El guionista de ¿Quieres ser John Malkovich? y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos trasladó de aquellos trabajos a ésta historia el denso aire melancólico, el humor nacido de la más desesperada angustia existencial y sus preocupaciones sobre el sentido y objetivo del arte pero esta vez sin contar con un director que frenara sus impulsos narrativos. Ahora, en lugar de confiarle su historia a Spike Jonze o Michel Gondry, Kaufman decidió contarla él mismo. El resultado es exitoso tanto en su gigantesca ambición como en su microscópica atención al detalle de cada plano, cada diálogo y cada sonido en pantalla. Como las bellas y minúsculas obras de arte que crea la esposa del protagonista, este film requiere de una mirada atenta y concentrada, aun en esos pasajes en que parece querer abarcar el mundo entero mostrando sólo una de sus muchas partes. Y a uno de sus más conflictuados habitantes: se trata de Caden Cotard, un dramaturgo y director teatral interpretado por Philip Seymour Hoffman con la suficiente cantidad de pesimismo y neurosis como para provocar que su esposa, la artista plástica Adele Lack (Catherine Keener) confiese a su terapeuta -la siempre maravillosa Hope Davis- que a veces fantasea con la muerte de su marido para poder ser libre. Allí está la pareja en un principio compartiendo una casa como cordiales extraños con una pequeña hija y gigantes resentimientos en común. Con una obra a punto de estrenarse, una versión de Muerte de un viajante de Arthur Miller que provoca una mueca de disgusto en Adele, Caden empieza a sufrir extraños síntomas de enfermedades que podrían ser tanto reales como imaginarias. Esa atmósfera de irrealidad es la columna vertebral de este film en dos actos. El primero termina cuando el protagonista es abandonado por su mujer, que se lleva a su hija a Berlín para convertirse en una estrella en alemán y al mismo tiempo -aunque la sucesión cronológica aquí es más intermitente que lineal-, gana una beca "para genios" que le permitirá alcanzar la gloria creativa. Allí comienza entonces la segunda parte de la historia, con el dramaturgo penando la pérdida de Hazel, esa mujer misteriosa que vive en una casa en permanente estado de incendio -interpretada con una naturalidad cercana a la perfección por la británica Samantha Morton-y armando una réplica de Manhattan y la vida de sus habitantes en busca de la verdad artística. Como un juego de muñecas rusas al infinito, la obra de Caden crece y se repite sin fecha de estreno ni público. Un sueño obsesivo y megalómano, tan pretencioso como confuso y emocionante. Algo similar a lo que provoca este film que narra una vida trágica, conmovedora, ridícula, como si a través de ella estuviera contándolas todas.
Cuando la astilla no quiere parecerse al palo Pecados de mi padre, un sólido documental La historia que cuenta este documental realizado por el director argentino Nicolás Entel tiene corazón colombiano, pero su mensaje es universal. Se trata de padres e hijos, de ausencias y orfandades provocadas por la lucha política y económica que dividió a aquel país en los tiempos de Pablo Escobar. Más allá de sus crímenes, de quienes lo consideraban un Robin Hood moderno o de aquellos que intentaron ponerle freno al narcotraficante de más alto perfil de la historia, lo cierto es que aquí la mira está puesta en su familia. Más específicamente, en las vivencias de su hijo varón, Juan Pablo. Con el nuevo nombre de Sebastián Marroquín, y desde su vida actual en la Argentina, el heredero de una historia de sangre y lágrimas protagoniza este relato fascinante. Y no sólo decide ponerse frente a cámaras, sino que, junto al director, se propone una suerte de reconciliación con su pasado tanto privada como pública. A través de una gran cantidad de material de archivo inédito y de imágenes ya conocidas pero igual de impactantes, Entel reconstruye al hombre que era Pablo Escobar desde la perspectiva de su hijo y, en menor medida, de su viuda. Claro que aquí lo que más impacta es la vida de este hombre, Sebastián, criado primero entre todos los lujos que el dinero del narcotráfico pudo comprar y que luego, con 16 años a la muerte de su padre, se transformó en un perseguido tanto de la justicia como de los carteles que buscaban reclutarlo o eliminarlo. Padres e hijos Lejos de quedarse en las anécdotas de su peculiar infancia, este documental se juega por una línea argumental conmovedora: intentar reunir a Sebastián con los hijos de Rodrigo Lara Bonilla y Luis Carlos Galán, dos renombrados políticos colombianos asesinados por Escobar. Con un tema tan rico desde el punto de vista tanto testimonial como emocional, el film no se atreve demasiado en términos estéticos. Prolijo pero sin salir demasiado de los recursos básicos del documental biográfico, en Pecados de mi padre nada desentona, pero tampoco nada se destaca demasiado desde una perspectiva cinematográfica. La voz en off, tal vez una de las herramientas más utilizadas en este género, utiliza constantemente la primera persona del plural, un nosotros inclusivo que termina por enfatizar escenas y situaciones que no necesitaban de esa ayuda. Aun así, Pecados de mi padre construye un relato apasionante a partir de las revelaciones de una vida tan trágica y tumultuosa.
Un romance con pocos matices La historia que cuenta este film podría figurar como una de esas anécdotas o fábulas con moraleja que aparecen en los libros de autoayuda. Una receta para el romance que tiene todos los ingredientes necesarios para la mezcla y sin embargo el resultado es un plato bastante insípido. En el centro del relato está Burke, un viudo que a partir del proceso de duelo que tuvo que sobrellevar cuando su mujer murió en un accidente se transformó en autor de unos mencionados libros de autoayuda. Conferencista y gurú al borde de dar el gran salto para esparcir su mensaje al gran público sufriente de los Estados Unidos, el hombre está en una encrucijada personal y profesional. Porque lejos de enseñar con el ejemplo, el hombre no cumple lo que predica, y aunque pasaron años del fallecimiento de su mujer él aún no superó la pérdida. Interpretado por Aaron Eckhart ( Batman: El caballero de la noche ), Burke resulta un personaje frío y contradictorio, pero no de una manera interesante o misteriosa, sino sencillamente poco atractiva. Algo similar sucede con Eloise (Jennifer Aniston), la mujer que comienza a interesarle a pesar de que en su primer encuentro ella finge ser sordomuda para evitar una invitación a salir. Aniston, una experimentada comediante, no consigue darle demasiada carnadura a su Eloise, que desde el guión es una sumatoria de tics y neurosis, la caricatura de una mujer adulta en busca del amor que últimamente los films de corte romántico repiten como si se tratara de calcos. Empeñado en resaltar el dramatismo de su historia, el director y guionista debutante Brandon Camp le da más tiempo en pantalla al seminario que organiza el gurú de autoayuda que al incipiente romance. Allí, sufridas personas que perdieron algún ser querido se someten a ejercicios conductistas que incluyen ridículas salidas de compras y una caminata sobre brasas calientes para el olvido. Claro que en esas escenas aparece el punto más alto del film, la conmovedora actuación de John Carroll Lynch ( La isla siniestra ), un intérprete de carácter que consigue emocionar como un padre intentando recuperarse de la trágica muerte de su hijo adolescente.
Un drama que golpea bajo Hay películas más o menos interesantes, entretenidas, profundas o superficiales. Y luego hay films tramposos. Recuérdame encabeza esa lista.El drama romántico promete ser una cosa, la historia de amor entre Tyler (Robert Pattinson) y Ally (Emilie de Ravin), pero sorpresivamente es varias otras y la sorpresa no es buena. El film dirigido por Allen Coulter (Hollywoodland) trata más bien de tragedias familiares y amores fraternales utilizados como excusa para explicar el comportamiento de un par de estudiantes universitarios bellos pero tan densos que aburren. Especialmente el personaje de Pattinson, protagonista de la saga Crepúsculo, que tanto en aquellas películas como en ésta demuestra tener un carisma frente a cámara que supera, por ahora, su capacidad como actor. Casi todas las escenas tienen al muchacho en estado de morosa reflexión mirando sufriente hacia la nada siempre iluminado para provocar el suspiro de las chicas que lo siguen desde su aparición como Edward Cullen en la película de vampiros. Aquí, el dolor de Tyler tiene origen en el suicidio de su hermano mayor y en la aparente indiferencia de su padre, interpretado por Pierce Brosnan. En el caso de Ally, el trauma tiene que ver con la violenta muerte de su madre durante un asalto del que ella fue testigo a los 10 años. Así, con esas mochilas a cuestas en común, los chicos se enamoran durante el verano neoyorquino de 2001. O al menos eso dice el guión, porque en cuanto a lo que se ve la química entre los protagonistas es inexistente. Ese mismo guión se toma mucho tiempo en plantear una situación al estilo Romeo y Julieta entre el muchacho y el padre de su enamorada que luego descarta rápido para ocuparse de otras cosas. Entre ellas, uno de los puntos más luminosos de esta sombría película: la relación entre Tyler y su hermana menor, Caroline, interpretada con emoción y sensibilidad asombrosa por la joven actriz Ruby Jerins. Es allí donde Pattinson logra mostrar algo más que las poses de modelo publicitario estratégicamente arreglado para parecer que su ropa necesita de un buen lavado. Siempre con un libro en el bolsillo y su cuaderno de poemas y reflexiones a mano y su empleo en una conocida librería de Nueva York, el personaje es un cliché andante. El contundente final de la película busca impactar al espectador, pero lo que consigue es asestarle un golpe de los más bajos.
Sandra Bullock y su papel para el Oscar Una historia menor de dolor y triunfo, que no invita a la reflexión y que cae en la sensiblería Desde la primera hasta la última escena de Un sueño posible se presenta una historia de dificultades, dolor y triunfo aparentemente muy simple. Un cuento a la manera de Charles Dickens, pero que tiene al fútbol americano como el pasaje de salida de las calles, la miseria, el analfabetismo y la soledad de un adolescente abandonado a su mala vida y suerte. Basada en la vida real de Michael Oher, un chico de la calle que por su habilidad atlética consigue una beca en un colegio católico privado, la película avanza fuerte sobre las emociones del espectador y logra conmover aunque no invita demasiado a reflexionar sobre lo que relata. Un cuento de hadas en el que la cenicienta es un deportista negro tamaño extra large y la madrina una privilegiada señora de sociedad sureña con un temple de hierro y la voluntad de un general preparado para cualquier batalla. Y así la interpreta Sandra Bullock, que gracias a este papel se quedó con el Oscar a la mejor actriz después de años de protagonizar comedias sin demasiado reconocimiento de la crítica. Luego de ver cómo juega a ser Leigh Anne Tuohy, pura actitud y muy poca interioridad, está claro que la estatuilla dorada tuvo mucho de premio a la carrera de Bullock y poco que ver con este papel en particular. Su trabajo es bueno y, sin embargo, como al resto del film, se le ven los hilos de la manipulación sensiblera por todos los costados. Muchas de las escenas entre Leigh Anne y Michael (el debutante Quinton Aaron) muestran cómo la mujer instruye al muchacho con métodos pavlovianos para obtener lo que quiere. Es apenas una anécdota que eso que quiere termine beneficiándolo a él. Habrá quien pueda pensar que este es un film racista en el que todos los personajes negros son en el mejor de los casos descuidados con el adolescente sin techo y, en el peor, maltratadores. Que un grupo de ricas mujeres blancas objeten la adopción de la familia Tuohy de manera casi caricaturesca no compensa el desequilibrio de un relato que intenta demostrar que el color de la piel nada tiene que ver con el amor y que, sin embargo, enfatiza las diferencias raciales con descuidado sentimentalismo.
Una comedia romántica más allá del final feliz Una historia previsible que consigue divertir Es prácticamente una regla de género para la comedia romántica que la historia se termine cuando la pareja protagónica se junte. Usualmente, luego del "fueron felices y comieron perdices", los títulos empiezan a pasar por la pantalla. ¿...Y dónde están los Morgan? es una excepción. Porque el relato escrito y dirigido por Marc Lawrence ( Letra y música ) comienza más o menos por la mitad del matrimonio de Meryl y Paul Morgan, interpretados por Sarah Jessica Parker y Hugh Grant. Lamentablemente, hasta allí llega su intento de originalidad. Casi desde los primeros minutos del cuento, situado entre las calles de Nueva York y las praderas de Wyoming, es posible ver cómo se desarrollará la película casi escena por escena. Claro que, a diferencia de otras películas de su tipo, en este caso la previsibilidad no empaña lo entretenido de los diálogos. Bien escritos y bien actuados, especialmente por Grant, que hace años -desde El diario de Bridget Jones- que está perfeccionando diferentes versiones de este mismo personaje. Un hombre sofisticado, gracioso e irónico que esconde una gran vulnerabilidad. Por el lado de Parker, a la que le toca interpretar a Meryl, una mujer fuerte pero herida por la infidelidad de su marido, el síndrome Sex and The City hace las cosas un poco más complicadas de creer. Su personaje aquí es una versión desglamourizada de Carrie Bradshaw, y sin embargo está lo suficientemente cerca de ella para que el espectador no pueda distinguirlas demasiado. Es cierto que, lejos del desenfado de la serie televisiva y luego la película, la esposa engañada de ¿...Y dónde están los Morgan? tiene más nervios que zapatos, pero ese detalle no la hace más querible. Del amor al crimen Cuando la pareja sea testigo de un asesinato y deba refugiarse con nuevas identidades en un pueblito de Wyoming, la cercanía y el aislamiento ayudarán al romance, y el absurdo de poner a dos bichos de ciudad en el campo aportará algunas risas, más a expensas de ellos que de los pintorescos lugareños. Sin caer en ridículos, pero utilizando estereotipos bastante marcados, la película podría haber derrapado si no fuera por Sam Elliott y Mary Steenburgen, la pareja de alguaciles que refugiará a los Morgan y de paso funcionarán como improvisados consejeros matrimoniales. El interpreta, como ya lo hizo antes, al cowboy americano por excelencia, estoico y tan imponente como las armas que maneja el personaje de Steenburgen, una actriz versátil y bellísima en su madurez. Con un desenlace más de fórmula que atrapante, ¿...Y dónde están los Morgan? consigue sin embargo entretener contando una historia del amor después del amor.