El aprendizaje de la vida por una chica de nueve años Inicio de la década de los ochenta. Rachel (Juliette Gombert), una chica de nueve años, tímida y un poco sola, quiere ser la amiga de Marina Campbell, la chica más linda de su clase y que recién perdió a su madre. Tiene también pequeñas angustias. Sueña que su madre, Colette (Agnès Jaoui), está muerta. Obviamente ésta, sobreprotectora como es, no es ajena a esto. Además, Rachel comparte su cuarto con su abuela (Judith Magre), que ya parece medio muerta, y su padre, Michel (Denis Podalydés), pretende haber sobrevivido a un campo de exterminación nazi. En esta atmósfera un poco mortífera, no hay mucha alegría. La irrupción de Valérie (Anna Lemarchand), una de las compañeras de Rachel en la escuela, viva y atrevida, y de su madre, una hermosa divorciada (luminosa Isabelle Carré), aportarán en la vida de esta familia gris esos colores que tanto faltan. Sin embargo, este remolino no llega hasta la puesta en escena, demasiado banal, a veces torpe, en particular cuando la directora Carine Tardieu busca representar a toda costa lo que pasa por la cabeza de Rachel, como si tuviera miedo del poder de su (nuestra) imaginación. Por suerte, la mirada se vuelve más justa cuando observa las relaciones entre las mujeres, en particular en la estupenda confrontación entre las madres de las dos chicas, ayudada en esto por el talento de las actrices, tanto las grandes como las pequeñas. Sin revelar demasiado, la ráfaga de colores será de corto tiempo. Al final, lo que cuenta esta película, a través de los ojos de una chica de nueve años, es cómo aprender a vivir y seguir viviendo, a pesar de la muerte, que siempre está al acecho, pero que nunca impide (tal como indica el título original de la película) que el viento siga soplando entre las pantorrillas.
Con la dulzura de Emmanuelle Devos, pero sin el talento de Capra A punto de entrar en la vida adulta, dos chicos, un israelí (Joseph) y un palestino (Yacine), descubren que han sido intercambiados por error en la maternidad. Esta idea, sin ser original -retoma el concepto de La vida es un largo río tranquilo, de Etienne Chatiliez-, tenía un potencial narrativo amplio por el contexto al cual se aplicaba, el conflicto israelí-palestino: podía poner en evidencia las líneas de fracturas sociales, políticas y religiosas entre y hacia adentro de las dos sociedades. El problema de El otro hijo es que apenas esboza estos quiebres, como por ejemplo en la escena donde el rabino plantea el proceso que tendría que seguir ahora Joseph para ser judío (ya que su madre biológica no lo es), a pesar de que el día anterior lo era (puesto que la madre que lo crió sí lo es). La trama narrativa se queda en la superficie de los hechos y la puesta en escena, sin mucho relieve tampoco, no ayuda. Es como si la directora Lorraine Lévy hubiera tenido miedo a la hora de afrontar todo lo que podía implicar para las dos familias, los padres y los hijos, los hermanos y el resto de las sociedades palestina e israelí, el error inicial y fundador de su película. El relato se transforma entonces en una marcha forzada hacia el consenso y la gran reconciliación final entre los protagonistas del drama. Se nota particularmente en la relación entre Yacine y su hermano mayor, que al enterarse que es un judío lo rechaza violentamente, hasta que de repente, casi de un día para el otro, gracias a las palabras conciliadoras de su madre y su gran corazón… lo vuelve a reconocer como hermano. Además, la historia acumula casualidades y clichés que la terminan entorpeciendo fatalmente. A la casualidad inicial (el intercambio de un israelí y un palestino), se agrega otra: la familia de Joseph es francesa, mientras Yacine se fue a vivir con una tía en… París. ¿Por qué será? ¿Por tener una determinada cantidad de diálogos en francés que permite financiar la película en Francia o tener a Emmanuelle Devos y Pascal Elbé actuando como los padres de Joseph (lo que seguramente ayuda también para conseguir un financiamiento)? En todo caso, que las dos madres, israelí y palestina, se hablen en francés, no tiene mucho sentido y no aporta absolutamente nada -excepto ver actuar a Devos, siempre radiante-. Por otro lado, los únicos que no aceptan la noticia cuando se da a conocer son los dos padres y el hermano de Yacine, o sea todos los hombres de las dos familias. Por suerte ¡están las madres! ¡Por suerte! ¿Qué se haría sin ellas? ¿Será que el conflicto israelí-palestino es sólo una cuestión de hombres, un problema de masculinidad? Hasta se da que Joseph y Yacine reproducen las elecciones de sus padres biológicos: el primero la música, para la cual su padre palestino tiene cierto talento; y el segundo la medicina, siendo su madre israelí psiquiatra. ¿Será que la elección profesional es sólo una cuestión de genes? A pesar de sus buenas intenciones o probablemente en parte por culpa de ellas, El otro hijo apenas toca lo que propone en su inicio, sin preguntarse sobre las identidades israelís y palestinas, sus similitudes y sus diferencias.
El verano de aprendizaje de un adolescente tímido Primera película de Nat Faxon y Jim Rash -ganadores con Alexander Payne del Oscar por el guión de Los descendientes-, Un camino hacía mi cuenta cómo un adolescente muy tímido, Duncan (Liam James), se abre a la vida durante un caluroso verano en un balneario de la costa de Massassuchets. En la primera secuencia de la película se condensa toda la historia: en el asiento de atrás de un auto antiguo, mirando en la dirección opuesta, Duncan tiene que soportar los comentarios humillantes del conductor, Trent (Steve Carell, a contracorriente de sus papeles habituales), el nuevo novio de su madre, Pam (Toni Collette), mientras esta duerme. De repente aparece un cartel anunciando la salida: “This is the exit. Water Wizz. Water Park” (“Aquí está la salida. Water Wizz. Parque acuático”). De hecho, allí será la salida para Duncan, donde podrá escapar de esta familia reconstruida que trata siempre de infantilizarlo. Porque a Water Wizz lo maneja Owen (estupendo Sam Rockwell), al que cruzará justo al final de esta secuencia, un adulto que supo conservar esa frescura infantil a la cual muchos prefieren renunciar o, peor, que nunca tuvieron. En este lugar de diversión está precisamente la frescura y el humor que hace que esta película, a pesar de tratar de un tema visitado una y otra vez, entusiasme mucho. Owen será el hermano mayor soñado que servirá de modelo a Duncan, lo empujará hacia nuevas experiencias y lo revelará a sí mismo. En este sentido, la escena fundadora durante la cual Duncan aprende a bailar hip hop es estupenda. Lo ayudará el resto del personal del parque, en particular sus dos compinches actuados por los dos directores mismos. Estos dos aciertan hasta el final en su mirada de la adolescencia que pueden atravesar los más tímidos, mirada a la vez tierna y nostálgica. La película está bañada en los años ochenta tanto por la banda sonora como por el decorado del parque acuático y los símbolos como Pac Man que aparecen cada tanto. Al final, Duncan deja el parque acuático, ocupando el mismo lugar en el auto, pero tiene la mirada cambiada y esboza una sonrisa. Ya no está solo. Y esa sensación se transmite, con total acierto, hacia el espectador. No es poco para un film como Un camino hacia mí, que no innova pero igual posee una gran sensibilidad.
Una fantasía livianita en tiempos de crisis Por un tren de aterrizaje que no quiere salir, un avión con destino a México DF termina dando vueltas una y otra vez en el cielo de Toledo. Frente a la catástrofe que se vislumbra, a la muerte que podría conllevar y a la angustia que esto genera, los azafatos intentan divertir a la clase ejecutiva, mientras prefirieron adormecer con somníferos a la clase económica. En otras palabras, frente a la crisis que asola a España y a la angustia que esto genera, Pedro Almodóvar intenta en Los amantes pasajeros, su último opus, divertir a los espectadores, y lo logra, apostando que el mejor remedio a la crisis sea el sexo, hablar de él sobre todo, en sus múltiples formas, sin restricción. De hecho, varios personajes, en particular uno de los azafatos, lo irá repitiendo: no se pueden reprimir, tienen que hablar, decir lo que sienten, lo que (les) está pasando. Así, frente a la angustia, los tres azafatos de la Aerolínea Almodóvar hacen circular el alcohol -y un poquito de drogas- entre los dos pilotos y los pasajeros, liberan la palabra, que termina ubicándose muy a menudo por debajo del cinturón, liberando a su vez todas las tensiones que se acumulaban. La canción de los Pointer Sisters que utilizan los tres anfitriones para armar un show irresistible resume lo que va pasando en la cabeza de todos los personajes: “I’m so excited, I’m about to lose control and I think I like it!”. Es cierto que esta película carece de la fuerza dramática, de los personajes complejos de las últimas películas de Pedro Almodóvar que, por hacer chistes fáciles, no vuela muy alto y no llega a la altura de Volver o de Hable con ella. Sin embargo, por ser una película liviana, no es del todo frívola. Al final, el avión aterriza en un aeropuerto vacío, como este aeropuerto internacional cerca de Madrid, producto del crédito barato, de la corrupción y del despilfarro generalizado de los años 2000, que nunca se usó. La puesta en escena de Pedro Almodóvar se vuelve entonces una vez más brillante y recuerda que parte de la joda se terminó en este momento.
El fin de la vida de una madre frente a su hijo Si está deprimido/a, quizás no deba ir a ver esta película ahora. Pero si tiene problemas con su madre (cuanto más graves, mejor), vaya corriendo al cine para verla. Imagino que la entrada de cine sale todavía menos que una hora con el psicólogo (imagino, porque yo siempre prefiero ir al cine). Escribo esto porque tengo algunos problemas con mi madre (me fui a vivir a más de 13.000 kilómetros de ella y antes averigüé en Google Map que no existía ningún itinerario que relaciona la ciudad donde ella vive con la mía) y me hizo muy bien ver esta película. Y si es su caso, quizás a usted también le va a hacer bien (y si no es su caso, vaya a verla igual, porque con las madres nunca se sabe). Ahora bien, ¿por qué? Porque Algunas horas de primavera relata cómo Alain (Vincent Lindon, maravilloso), al salir de la cárcel y a los 48 años, se ve obligado a volver a vivir en la casa de su madre (Hélène Vincent, increíble), a volver a vivir como un adolescente frente a una madre seca y maniática, los dos incapaces de hablarse si no es a los gritos, y porque ahí empieza uno a preguntarse si todas las madres son así. Porque hijo y madre nunca logran decir lo que sienten uno para con el otro y porque se nota poco a poco que la apariencia es sólo eso, una apariencia. Porque la madre, muy enferma, con pocos meses de vida, elige su muerte y porque el hijo lo acepta y la acompaña y porque le parece bien. Porque esta historia, tal como el director (Stéphane Brizé) la cuenta, conmueve sin golpes bajos, sin caer en el pathos, sin escenas innecesarias, algo que no es muy frecuente. Porque hay personajes secundarios (incluyo un perro que duerme de una manera muy divertida) que tratan de traer la luz que el hijo y la madre prefieren tapar, y porque así la historia encuentra la respiración necesaria. Porque, al final, se descubre que los pequeños problemas de la vida son justamente lo que son, pequeños problemas, pero que mientras tanto, el tiempo corre, inexorable, irreversible y que sería mejor no perderlo demasiado. Porque, al final, uno descubre que la madre es la madre, y que uno es su hijo/a, a pesar de lo que puede pasar, a pesar de todo.
Corazones indomables Tu amor, mi perdición, ópera prima de Louis-Do de Lencquesaing, que ya tiene una larga trayectoria como actor, apunta a mostrar que “los corazones no se pueden domar”, como lo dice uno de sus personajes -de ahí el título original Au galop, al galope, l’amour sans bride, el amor sin brida, sin refreno-. Esta intención el relato la desarrolla entremezclando de manera fluida tres historias, que serían las tres edades del amor, unidas a través del personaje de Paul. Paul -interpretado por el propio director -, escritor divorciado, oriundo de la burguesía parisina, se enamora de Ada (Valentina Cervi) que tiene un hijo y que está por casarse, y estalla la pasión adúltera. Al mismo tiempo, Paul pierde a su padre y su madre, Mina (Marthe Keller), va enloqueciendo poco a poco, incapaz de aceptar la muerte del ser amado con el cual compartió su vida tantos años. Por otro lado, su hija Camille (Alice de Lencquesaing) se apasiona por Louis, un joven jugador de futbol, a pesar de las vacilaciones de este. En un mismo movimiento tumultuoso, la pasión amorosa nace, irrumpe nuevamente cuando se está debilitando, y sobrevive a la muerte. Este ímpetu vital se debe sobre todo a la precisión de la actuación del elenco, que por esta razón se mencionó, y que por esta misma razón habría que completar, por lo menos, mencionando a Xavier Beauvois (el hermano de Paul) y Denis Podalydes (su editor), a quienes siempre es un placer verlos actuar. Sin embargo, esta película sufre quizás de las mismas limitaciones que por ejemplo La horas del verano, de Olivier Assayas, y El padre de mis hijos, de Mia Hansen Love, que también se enmarcan en la línea novelesca iniciada por las películas de François Truffaut. La calidad de la actuación y la elegancia de la puesta en escena no consiguen borrar por completo la impresión de ver una vez más las mismas historias de la burguesía parisina y peor aún, contadas de la misma manera. Por querer ser un film de autor, le falta estilo propio. A pesar de todo, si habría que dar una sola razón para ver esta película, sería su último plano. Una ventana abierta sobre los techos de París bajo una luz dulce al anochecer. Como una pintura de Pierre Bonnard. Una belleza. Una gran plenitud después de los tormentos de la pasión.