Ménage à 4 Lil (Naomi Watts) y Roz (Robin Wright), la cuarentena resplandeciente, son dos amigas desde la infancia inseparables. Viven cerca una de la otra en la ladera de un acantilado frente a una hermosa playa de la costa australiana, un paraíso casi virginal. Ahí criaron sus dos hijos juntos, que se volvieron dos jóvenes Apolos. Los días transcurren dulcemente entre las salidas en surf de los hijos y las cenas para cuatro, hasta que Ian, el hijo de Lil, se acuesta con Roz, y, en represalia, Tom, el hijo de Roz, termina imitándolo con Lil. Poco a poco, de manera irreprimible, esas dos madres y sus dos hijos harán el vacio alrededor de ellos, construyendo un Edén para cuatro, para una pareja de Adán y Eva desdoblada y reinventada. La transgresión tomará cuerpo dulcemente, tranquilamente. Es a la vez la fuerza y la debilidad de Madres perfectas. Es su fuerza porque la directora francesa Anne Fontaine, en esa adaptación del cuento de Doris Lessing, Las abuelas, hace florecer esa doble relación pasional, transgresiva porque es casi incestuosa, de manera natural, dejando de lado la mirada del psicólogo o del moralizador que hubiera podido debilitar su relato. Está ayudada en esto por las dos actuaciones impecables de Watts y Wright, que realmente sostienen la película. Es su debilidad, porque el relato sufre a veces de caídas de ritmo demasiado prolongadas que resultan bastante perjudiciales: por ser una historia de pasión, sigue un curso bien tranquilo, sin mayores sobresaltos, hasta casi adormecer al espectador. Esa pasión se hace esperar tanto que uno termina pensando que nunca se manifestará. Por suerte, justo al final, la pasión estalla y hace de los diez últimos minutos de Madres perfectas los más apasionantes de todos, durante los cuales arrastra todo para devolver, en un último plano absolutamente perfecto, la tranquilidad que nunca debe dejar de tener un paraíso en la Tierra para los que lo habitan, sin importar la forma que toma.
Ese aprendizaje llamado vida Boyhood (infancia en inglés), la última película de Richard Linklater, es la crónica de la vida de un joven texano, Mason (Ellar Coltrane), desde sus seis años y su mudanza a Houston con su madre, Olivia (Patricia Arquette), y su hermana mayor, Sam (Lorelei Linklater, la hija del director), hasta sus 18 años y su entrada en la universidad. Entretanto, su padre (Ethan Hawke) reaparecerá para ocuparse de sus dos hijos cada dos fines de semana, terminando por madurar (si madurar significa tener un buen trabajo y formar una familia), y su madre volverá a estudiar y acumular casamientos desastrosos. En realidad, esta película es mucho más que una simple crónica: está la confluencia del experimento cinematográfico, de la ficción y del documental. Richard Linklater lleva aquí hasta su máxima expresión el dispositivo que regía su famosa trilogía de los “Antes”. En Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes de la medianoche (2013), retomaba los mismos personajes principales con los mismos actores (Julie Delpy y nuevamente Hawke). En Boyhood, lo hace cada año durante doce años y eso en una misma película de 165 minutos, enfocándose además en esa etapa de la vida donde todo cambia, donde uno se busca, se construye de a poco: la infancia y, aún más, la adolescencia. En lugar de usar varios actores en las distintas edades o envejecerlos de manera artificial, los juntó unos días cada verano durante todo ese período. Más allá de las transformaciones radicales que opera sobre los cuerpos adolescentes, el paso del tiempo se hará notar de manera sutil, sin indicación precisa: un corte de pelo que cambia, unas arrugas más en los adultos, algunas referencias dispersas a la actualidad del momento (la publicación de un libro de Harry Potter, la guerra en Irak, la campaña que precede la elección de Obama) y el uso de las canciones pop del momento como tantas balizas musicales que puntúan el relato. El resultado no deja de asombrar. La proeza no es menor. De hecho, el desafío era doble. Por un lado, cada verano, los actores tenían que reencontrarse con sus personajes. Para Ellar y Lorelei, Mason y Sam, al mismo tiempo que construían sus personajes se construían como personas, volviendo borrosa la frontera entre los dos, entre la ficción y el documental. Por otro lado, el dispositivo elegido no dejaba lugar a la equivocación: siguiendo sus actores a lo largo de sus vidas, no se podía volver para atrás, no se podía volver a filmar una escena o agregar otra al final del rodaje. Cada año, había que elegir las escenas de manera definitiva e intuir sobre las posibilidades que dejaban para el montaje final. La simplicidad del relato facilitó esa construcción. El film casi no cuenta con grandes escenas, quizás la única termina siendo la separación de Olivia de su primer marido. Es más bien una sucesión de esos pequeños momentos que caracterizan la vida de cada uno, que parecen haber sido elegidos al azar, esas instantáneas sobre las cuales uno se detiene cuando pasa las páginas de un álbum de fotos que armó su madre o su abuela para que recordara su infancia, pero que tendrían todavía toda la frescura del momento en el cual se tomaron, desprovistos de la nostalgia que los acompaña habitualmente. Esa simplicidad no solamente permite al dispositivo funcionar; también lo hace olvidar. Cada uno podrá encontrar una u otra escena que le habla o lo conmueve, porque resuena con su propia existencia: las peleas que siguen a la separación de los padres, las relaciones complicadas con los padrastros, la fiesta de cumpleaños con los nuevos suegros del padre, la fiesta de graduación con su familia, etcétera. Obviamente Boyhood no sería una película de Richard Linklater sin esas charlas interminables entre sus protagonistas, que a veces pierden rápidamente su interés, siendo demasiado trilladas (las consideraciones sobre Facebook son ejemplares a este respecto). Sin embargo y por suerte, quizás por el hecho que esa vez se hacen en auto (estamos en los Estados Unidos) y no como en la trilogía europea de los “Antes” caminando, esas habituales fallas (en mi sentido) no se hacen notar tanto en la historia. Incluso, a medida que avanza el relato y que el tiempo pasa, se disfruta cada vez más, como un buen vino. De esta delicada película se podría decir mucho más y hablar de las temáticas que la inervan: la enseñanza, la transmisión de padres a hijos, la renuncia a los sueños, la cuestión de la responsabilidad y lo que implicaría para muchos (tener una situación profesional, casarse, y obviamente tener hijos, preferiblemente en ese orden), y más. En ese sentido, Boyhood forma parte de esas películas que merecería una segunda mirada. Nos quedaremos con lo que Ethan Hawke le contesta a Mason cuando este le pregunta cuál es el sentido de todo: “todos, improvisamos, lo bueno es que sientes la cosa y te aferras a eso. Creces y no sientes tanto. La piel se pone dura”. Película de la infancia y de la adolescencia, del aprendizaje y del envejecimiento, Boyhood termina siendo una bella historia sobre la gran improvisación que sigue siendo la vida.
Un chico frente a la ausencia de su madre Jojo (deslumbrante Rick Lens), diez años, es un chico solitario y arisco. Vive solo con su padre (Loek Peters), quien es guardia nocturno y no está muy presente, y cuando lo está, es presa de repentinos estallidos de violencia. Su madre cantante está de gira en los Estados Unidos y no se sabe bien cuándo volverá, y, de hecho, rápidamente se sospecha que nunca volverá. Un día, encuentra a un bebé granilla caído del nido. A escondidas, porque para su padre los animales no tienen su lugar en una casa, empieza a criarlo. El pequeño animal se volverá su principal compañero de juego, llenando el vacío lleno de dolor dejado por la ausencia de su madre. En realidad, el ave será mucho más que eso. Permitirá a Jojo aceptar la ausencia de su madre, al padre superar su enojo y a los dos reparar el vínculo que los une y reconstruirse como familia. Aprendiendo a volar cuenta cómo un chico afronta la dureza de la vida y la fragilidad de los adultos. Lo hace con una gran ternura, gracias a la mirada comprensiva de un adulto que todavía tiene la mirada de un niño, el director holandés Boudewijn Koole. En relación a eso, es emblemática esa escena donde Jojo, enojado con su padre, le apunta con sus pequeños soldados de plástico desde el borde de su ventana. Abrazando los movimientos cotidianos de ese chico desbordando de vida que busca domesticar su dolor, entre partidos de waterpolo y salidas en el campo con su ave revoloteando, la cámara a veces se hace vivaz, a veces se congela en preciosos instantáneos fotográficos. Los tonos azul verde de las imágenes y la música folk de Ricky Koole que las acompaña operan como bálsamos tranquilizadores y, en algunos momentos, el relato casi se torna en una elegía. Es todo un logro por parte de Boudewijn Koole transmitir con gran sensibilidad, gracias a una puesta en escena delicada y la actuación impresionante de su joven intérprete, cómo un niño pasa por el duelo de un ser muy querido.
El coming-out de un francés afeminado Guillaume (Guillaume Gallienne, famoso actor a sueldo de la Comédie Française, el equivalente del Teatro Colón para el teatro francés), un adolescente de la alta burguesía francesa, está fascinado por su madre -también actuada por él-, con la cual la gente lo confunde a menudo: tienen la misma voz afectada. Tiene también maneras afeminadas, le gusta travestirse y no le gustan los deportes. Para el resto de su familia, sus padres, sus hermanos, sus tías, es obvio: es gay. Lo asimilan a una chica y están convencidos, casi lo decretan, que es gay. Esa comedia que es Yo, mi mamá y yo es también una “autoficción” cinematográfica, es decir una mezcla de autobiografía y de ficción, que gira precisamente alrededor de ese prejuicio, según el cual un hombre afeminado es necesariamente homosexual. Esa confusión, entre los géneros y entre una madre y su hijo -esa última temática probablemente genere cierto interés dentro del público porteño-, sumado al desdoblamiento del protagonista entre él mismo y su madre, es una de las buenas ideas de la película. Las apariciones regulares de la madre, con una mezcla de elegancia parisina y vulgaridad, y sus comentarios irónicos sobre la ingenuidad de su hijo, funcionan a pleno, aprovechándose del contraste entre el virilismo de ella y el manierismo de él. Sin embargo, además del hijo y de la madre, Gallienne quiso hacer todo, absolutamente todo o casi. Es también el guionista y el director de la película, que adaptó de su propia obra de teatro donde hacía todos los personajes -por eso los vaivenes entre la sala de teatro donde monologa y las escenas sacadas de la vida real-. El primer problema del Gallienne, actor (doblemente), guionista y director, es que decidió poner a Guillaume hijo en cada plano. Infelizmente el actor se destaca mucho más como Guillaume madre que como Guillaume hijo y esa acumulación de Guillaume hijo termina siendo medio insoportable. Su segundo problema es que elaboró una película que termina siendo una acumulación de sketches, donde Guillaume aprende siempre un poco más sobre él mismo hacia su coming-out final: Guillaume en el pensionado francés, luego en el pensionado inglés, Guillaume durante el proceso de selección para el servicio militar, Guillaume en el consultorio del psicoanalista, Guillaume en el spa bávaro, Guillaume en el boliche gay. Como en muchas películas de sketch (¿todas?), el nivel de cada uno de ellos es desigual. Algunos resultan ser muy divertidos (la escena en el dormitorio del pensionado francés, el encuentro con los psiquiatras del ejército en su minimalismo, el encuentro con el psicoanalista), pero muchos otros no (los encuentros con los homosexuales o con los otros psicoanalistas que tienen desenlaces bastante comunes). Tampoco son todas logradas las transiciones entre los sketches, como por ejemplo la del semental. Por lo tanto, por un exceso de Gallienne, Yo, mi mamá y yo no convence del todo. Además, alimenta con una escena de “air douche” -el equivalente del “air guitar” para tomar una ducha- esa fama, obviamente totalmente inmerecida, de no bañarse que tienen los franceses para algunos argentinos. Y, para un francés que vive en Argentina, eso es absolutamente imperdonable.
El despertar de una conciencia alemana en 1945 Al final de la Segunda Guerra Mundial, la familia de un oficial nazi de las SS -Totenkopfverbände, la unidad encargada de vigilar los campos de concentración- se ve obligada a esconderse en una cabaña de la Selva Negra, después del arresto de este por los Aliados. Pronto, la madre se entregará y sus cinco hijos quedarán abandonados a su suerte. Lore -la prometedora Saskia Rosendahl-, la mayor de la hermandad, todavía una adolescente, guiará a sus hermanos a través del campo alemán hacia el norte del país, donde vive su abuela. Lore es un viaje iniciático, pero más fundamental que los que estamos acostumbrados a ver habitualmente en el cine. La directora australiana Cate Shortland intenta mostrar cómo una joven conciencia logra deshacerse del adoctrinamiento ideológico nazi transmitido por sus padres. En este sentido, el uso insistente que hace de las fotografías resulta particularmente interesante. A través de ellas, Lore descubre y absorbe poco a poco la verdad sobre sus padres y el régimen al que sirvieron. Estas fotografías vehiculizan la verdad. Algunas desaparecen, como las que quema el padre de Lore o las que saca del álbum de fotos su madre para tratar de ocultar su función y los crímenes que conlleva. Pero en este propio intento de esconder la verdad empiezan a revelarla. Todo no se puede borrar: las marcas que dejan esas fotos en los álbumes quedan y los niños no son tan ingenuos. Otras fotografías aparecen, como las de los campos de concentración que publican los Aliados para mostrar la verdad horrenda a los alemanes -para que no puedan seguir fingiendo que no sabían-, o las del joven judío y de su familia, último testimonio de un pasado feliz. Quizás estas fotografías terminen siendo las más decisivas para Lore, porque a través de ellas la figura del judío deja de ser un otro abstracto y deshumanizado, tal como el discurso infame nazi lo proclamaba, y se encarna en un ser humano, con una familia, hijos, una vida similar a la suya. Sin embargo, la película no logra convencer del todo. Es cierto que su estética es muy lograda, muchas veces hermosa, y consigue un sentido en su primera parte con estos planos bucólicos que corresponden a los últimos momentos de felicidad de Lore con sus hermanos y que se contraponen a la atmósfera de derrota que los rodea. Se vuelve más problemática en la segunda parte, cuando los niños emprendan su viaje por el campo. La acumulación de planos tranquilizantes de la naturaleza que los rodea termina debilitando las secuencias en las cuales se enfrentan con los peligros de un mundo caótico. Por otro lado, la conflictiva relación que desarrolla Lore con un joven judío que los acompañará y ayudará en una parte de su periplo, esa mezcla de odio arraigado profundamente en su mente y de deseo adolescente, parece a veces un poco artificial. En todo caso, no está muy bien construida, incluso tomando en cuenta su giro final -por sí mismo sumamente interesante-. Sin embargo, a pesar de esas fallas, vale la pena emprender este viaje a lo largo del cual una joven alemana descubre la verdad sobre los crímenes de sus padres, la acepta y los condena.
Una cebra distinta Khumba es una joven cebra muy acomplejada. Nació con rayas que cubren sólo la parte delantera de su cuerpo. Por esta razón, sufre de las burlas de sus compañeros. Para colmo, por causa de esta diferencia, su manada la designa como responsable de la sequía que la está afectando. Khumba decide entonces salir a la búsqueda de la supuesta cueva mágica de la cual la primera cebra salió con todas sus rayas. En este viaje iniciático, la ayudarán una ñu y un avestruz para superar algunos obstáculos -un encuentro con algunos perros salvajes, otro con damanes de El Cabo-, y se enfrentará a su peor enemigo, el leopardo Phango -una especie de primo de Shere Khan de El libro de la selva-. Si es muy bien lograda en términos visuales, acercándose a la estética de Pixar, descrita de esta manera, Khumba, la segunda película de animación del estudio sudafricano Triggerfish -después de Zambezia- no se destaca por su originalidad y, de hecho, por su trama general, no lo es. Muy tierna y sencilla, apunta sobre todo a los espectadores más pequeños. Sin mucha sutileza, busca transmitir un mensaje de tolerancia y de aceptación de lo distinto. En cambio, los más grandes podrán ver una clara referencia al régimen de segregación que caracterizó ese país durante el siglo pasado. La manada de las cebras se construyó un santuario para aislarse del mundo, del cual excluyó todos los demás animales. La originalidad de este film y el interés que puede despertar para los más grandes residen precisamente en algunos pequeños toques que no se podría esperar de una película estadounidense, pero sí de una realizada en Sudáfrica: una referencia al rugby y los famosos Springboks en el encuentro con un grupo de gacelas medio tontas, en una de las secuencias más divertidas de la película; otra al negocio de los safaris organizados para el cual los supuestos animales salvajes terminan bien domesticados. Sin embargo, por ser refrescantes, estos toques y los efectos que logran producir son momentáneos, demasiado cortos para que esta película sea realmente apasionante para todas las edades. Si los más pequeños podrán salir encantados por la cebra y los varios amigos que se hará en su camino, es probable que los más grandes con Khumba terminen como aquel leopardo Phango: quedándose con hambre.
Viaje iniciático de una monja judía En la Polonia de los años 1960, Anna (Agata Trzebuchowska), una huérfana criada en un convento, está a punto de profesar sus votos. Antes de que decida sustraerse definitivamente del mundo profano, su madre superiora le revela que tiene un pariente vivo, una tía, Wanda (Agata Kulesza), y la manda a conocerla. Anna irá de revelación en revelación. En su primer encuentro, su tía le anunciará que es “una monja judía”. En realidad, se llama Ida Lebenstein -en alemán, Leben significa vida y Stein piedra, y esto no es casual-. Sus padres desaparecieron durante la Segunda Guerra Mundial. Las dos emprenderán entonces un viaje por las rutas de un campo helado y gris, donde el drama se originó, buscando las tumbas de sus padres. Se enfrentarán a la amnesia voluntaria de los campesinos polacos y de la propia Iglesia Católica. Para Wanda, que ya volvió de todos sus ideales, será como un último combate para saber lo que pasó. Para Ida será un viaje iniciático. Descubrirá la mediocridad de la sociedad que la rodea, la venalidad que empuja algunos a cometer horrendos crímenes para acapararse bienes, casas, terrenos. Pero explorará también la libertad que le deja entrever su tía. A través de estos dos personajes, se dibujan los dos rostros de la sociedad polaca de la época: un país católico, tradicional, con Ida que se resiste a abandonar su vestido de monja, y otro mucho más moderno, con Wanda, que fuma, toma vodka y acumula las aventuras de una noche. Gracias a un blanco y negro bellísimo y un formato cuadrado en desuso, el director Pawel Pawlikowski logra resucitar en Ida esta Polonia triste, que se debate entre la tradición y la modernidad, pero que está al mismo tiempo aplastada entre la cruz y la hoz y donde los crímenes de los nazis y de sus cómplices polacos están aún escondidos -literalmente: enterrados-. En una sucesión de planos fijos sin mucho diálogo, los pocos personajes aparecen siempre cortados, al borde del marco, como si fueran aplastados por el peso de la historia, como si estuvieran luchando para existir. Al final del camino, Ida y Wanda decidirán quedarse fuera de esta sociedad, cada una a su manera, cada una siguiendo su destino. Sin embargo, a pesar de la sensación de ahogo que la habita, Ida es una película muy depurada que logra mostrarnos, ayudada en esto por su delicada fotografía y el talento de sus dos actrices, que frente a la fealdad de la sociedad siempre se puede encontrar destellos de belleza en el mundo.
Por suerte, la que se va es Deneuve Ella es Bettie o Catherine Deneuve, la dueña sexagenaria de un restaurante en Bretaña. Para Bettie, todo va de mal en peor. Su restaurante se encuentra al borde de la quiebra y una noche se entera por su madre -Claude Gensac, un amor, la verdadera abuela, en su sentido más tradicional, de la película- que su amante deja a su mujer… por una jovencita. Al día siguiente, a la hora del servicio del mediodía, deja su local para ir a comprar cigarrillos. En realidad, sin todavía saberlo, ella se va: a los sesenta pasados, Bettie se fuga. Emprende de golpe un viaje por el interior de Francia, su campo, sus pequeños pueblos donde no pasa nada -casi sólo ella-, sus zonas periurbanas con sus casas todas idénticas y sin alma, sus estaciones de servicio y restaurantes de autopista tristes, sus ciudades medianas moribundas que buscan reanimar un pasado que quizás era más alegre. Algunos dirán que la imagen dejada por la directora -Emmanuelle Bercot- del interior del país está exagerada. Pero, si probablemente no se resume a esto, lo es también un poco. Por otra parte, esta fuga es precisamente para Bettie una vuelta a algunos lugares dolorosos del pasado, para darse la oportunidad de cerrar las cicatrices que dejó -el fin trágico del gran amor de su vida nunca olvidado, el casi abandono de su hija y su nieto Charly-. En este sentido, este road movie resulta bastante convencional, en particular en las escenas tumultuosas de domesticación recíproca entre Bettie y Charly que ya anuncian la reconciliación, pero incluso también lo es cuando intenta salirse un poco de los caminos más tomados, por ejemplo cuando Bettie se cruza en un bar-discoteca con un joven seductor. Le falta originalidad tanto en su desarrollo como en su último tramo. Es cierto que la recomposición familiar que se opera al final es poco común. Sin embargo anuncia una reconciliación que no termina de ser un poco forzada. Sólo falta que se escriba en la pantalla “vivieron felices y tuvieron muchos niños” -como se podrán dar cuenta, esta última parte siendo obviamente más difícil por la edad de los protagonistas-. Al final, lo que queda de esta película es Bettie, o mejor dicho, Catherine Deneuve, que la saca adelante y que muestra una vez más, incluso en una película menor, que sigue siendo la gran dama del cine francés, gracias a la cual las abuelas nunca han sido tan modernas.
Tras la puerta, no pasa absolutamente nada Tras la puerta explora, en la Hungría de los años sesenta, la relación compleja y conflictiva entre Magda, una escritora que se encamina hacia el éxito, y Emerenc (Helen Mirren), la vecina de enfrente que se vuelve su mucama, una señora gruñona e imprevisible, con un pasado rodeado de rumores. Tras la puerta de la casa de Emerenc estarían escondidos supuestamente grandes misterios, en relación con la historia grande, la persecución de los judíos durante la segunda guerra mundial y el régimen comunista mortífero que la siguió. El director István Szabó, un veterano de la cinematografía húngara, juega un poco con esto, insinuando en particular que Emerenc se habría aprovechado de una familia judía, ya que posee una parte de sus bienes. No obstante, el tratamiento de todo este contexto histórico resulta extremadamente superficial, pues el director prefiere focalizarse en pequeños momentos de la vida cotidiana que esclarecerían la relación tortuosa entre Madga y Emerenc, pero que en realidad son desprovistos de interés. De hecho, esta película concentra lo peor de los telefilms: actuaciones pésimas (con la excepción de Helen Mirren, impecable), diálogos lenitivos, puesta en escena sin relieve, flashbacks muy torpes, hasta efectos especiales feos para agregar un toque de realismo mágico totalmente incongruente. Además, para colmo, probablemente por una cuestión de producción y conseguir la adhesión de Helen Mirren al proyecto y a pesar de que toda la historia transcurre en Hungría, se eligió como idioma el inglés. Al final, lo mejor de esta película es la escena que revela lo que se esconde literalmente detrás la puerta, ese interior modesto y bien cuidado, con Emerenc dando de comer a sus nueve gatos y explicando por qué deja siempre su puerta cerrada: para que sus gatos no se escapen y sufran las desgracias del mundo exterior. Es precisamente uno de los grandes fracasos de esta película: deja la impresión de no haber tocado realmente los dramas que Emerenc atravesó en su vida, y esto a pesar de que fueron numerosos e importantes.
Una buddy movie dramática La calificación es 6 puntos (si no te gusta llorar en el cine), 7 puntos (si te encanta usar toda una caja de pañuelos en el cine). En 1952, en aquella Irlanda rigorista de posguerra, Philomena Lee (Judi Dench), todavía adolescente, quedó embarazada. Rechazada por su familia, fue enviada al convento de Roscrea donde las hermanas le quitaron el hijo que tuvo para ser adoptado. Nunca lo volvió a ver. Cincuenta años después, vuelve a emprender su búsqueda, esta vez con la ayuda de Martín Sexsmith, un periodista desempleado y desilusionado (Steve Coogan, también coguionista). Philomena lee novelas lacrimógenas. Martín estudió en Oxford y trabajó en la BBC y en el Gobierno. Ella es ingenua y humilde. El es a veces condescendiente. Ella sigue siendo devota a pesar de lo que sufrió. El es agnóstico. Obviamente aprenderán a conocerse mejor y a apreciarse y, en este mismo viaje, descubrirán lo que le pasó al hijo de Philomena durante estos cincuenta años. Con estos ingredientes típicos tanto del drama como de la buddy movie, el director inglés Stephen Frears elabora una salsa (muy) emotiva y (bastante) divertida en Philomena. Gracias al talento de sus dos actores, en particular de Dench -que con su reserva contiene la inclinación de Coogan hacía el histrionismo-, logra mantener este equilibrio frágil entre drama y comedia. Los toques de humor y la dignidad de Philomena, que nunca se apiada de ella misma, permiten también no caer del todo en el sentimentalismo hacia el cual empujan inevitablemente los varios giros del relato (que no contaremos acá), inspirado en una historia auténtica. Si por la fuerza de esta historia, hasta su última y desgarradora vuelta de tuerca, Philomena es un fuerte alegato contra la Iglesia católica irlandesa, su moral reaccionaria y su crueldad desmedida, la complejidad de la protagonista la vuelve menos edificante que, por ejemplo, Las hermanas de Magdalena, de Peter Mullan. Philomena no deja de ir a la iglesia y, al mismo tiempo, a pesar de su devoción, está lejos de tener el mismo pensamiento conservador. En contraposición a esa institución que es la Iglesia, es la que lleva lo que sería el verdadero mensaje evangélico: busca entender a los demás, sin juzgar y hasta perdonando. Es posible también que parte de su comportamiento refleje simplemente esta tendencia que tienen a veces las víctimas a incriminarse en lugar de los verdaderos culpables. Por suerte, el perdón de Philomena Lee encontró su límite: decidió divulgar su historia. Pero lo hizo a su manera, sin odio. Gracias al talento de Judi Dench y su interacción en total sintonía con Steve Coogan, la película de Stephen Frears logra evitar gran parte de los escollos del sentimentalismo para contar sin demasiados estereotipos una historia terrible acerca de las exacciones de la Iglesia católica.