Las historias de las películas del director Denis Villeneuve son bien diferentes entre sí: una tragedia en un colegio de Montreal; un conflicto familiar durante la guerra del Líbano; un hombre en problemas con su clon; la búsqueda de una niña desaparecida; la lucha incesante entre narcos y agentes. Respecto a la diversidad de tramas, Arrival -adaptación del relato The Story of Your Life, de Ted Chiang– no es la excepción a la regla. En su primer film de ciencia ficción, el canadiense demuestra que le hace frente a cualquier género. El motor es tan sencillo como efectivo y se resume en la primera pregunta que la lingüista Louise (Amy Adams) le hace a los recién llegados: “¿Por qué están aquí?”.
Un pequeño pueblo en medio de un bosque; un niño sordomudo, otro en estado vegetativo; una desaparición; una tormenta que se avecina; un psicólogo; una madre desesperada. A primera instancia, los elementos disparadores de la trama de Shut In resultan interesantes. Lo mismo sucede con el trío protagónico Naomi Watts–Jacob Tremblay–Charlie Heaton. Sin embargo, el producto no es el esperado. A pesar de contar con todo lo que presuntamente tiene que tener un buen thriller psicológico al estilo de Sixth Sense, el tercer largometraje de Farren Blackburn (Hammer of the Gods) es irregular. Watts no es una actriz que tiene un palmarés distinguido, pero se lució en gran parte de su extensa filmografía, ya sea en películas como 21 Gramos, Lo imposible, Birdman, Mulholland Drive, The Painted Veil o Funny Games. El pequeño Tremblay cautivó al mundo a fines del año pasado con su performance en Room, así como también llamó la atención en la ceremonia de los Premios Oscar, en la que aprovechó todo momento para fotografiarse con famosos. Heaton, por su parte, acarrea la fama repentina por su participación en una de las series del año: Stranger Things. La buena elección del reparto no garantiza el andar de la película, aunque uno de los atractivos del film -si no el principal- es Tremblay. El talento y el momento del actor son desaprovechados por sus acotadas y esporádicas apariciones, que no condicen con su importancia en la trama. La complejidad física y psicológica del personaje de Heaton varía escena tras escena, lo cual indica una disparidad entre lo efectivo y lo que no lo es. Watts, a pesar del contexto cuasi ridículo que la rodea, sale airosa. Sin llegar al nivel de la extraña We Need to Talk About Kevin, ni a parecerse a un film con la firma de M. Night Shyamalan, Presencia Siniestra tiene toda la intención de ir más allá de lo genérico y plantear algún tipo de moraleja. Lejos está de lograrlo. Blackburn recurre a innumerables golpes de efecto, construye a un inverosímil psycho killer y recae en lo predecible. Al contrario que la mayoría de los thrillers, la excusa para hacer llegar “el mensaje” es el planteo de un film de manual, efecto conseguido en su firme posición paródica por The Cabin in the Woods. La desgraciada historia de los personajes está plagada de decisiones éticas y ajusticiamientos resueltos de forma desprolija. Shut In llama más la atención por sus intérpretes y su misterioso argumento que por sus creadores. Ni Blackburn, quien dirigió capítulos de las series Daredevil y Vera, ni la guionista debutante Christina Hodson están en los planes de aquel que espera los estrenos de las películas nominadas en alguna premiación. Cuando la historia por fin se encamina y se ubica cómodamente en lo que tendría que haber sido desde un principio, el espectador ya habrá visto su reloj y se habrá dado cuenta de que pasó casi una hora. Presencia siniestra juega en el límite entre lo mediocre y ambicioso, a costas de no enderezarse.
La última vez que un grupo de pájaros revolvió una sala de cine fue en 1963, durante el estreno de una de las mejores películas de la historia: The Birds, de Alfred Hitchcock. 53 años después, otro director clásico los vuelve a poner en primer plano. Sully narra los acontecimientos del accidente que le otorgó al piloto Chesley Sullenberger el título de héroe. El 15 de enero de 2009, el vuelo 1549 de US Airways se estrelló en el río Hudson porque dos pájaros destruyeron uno de sus motores. Clint Eastwood, basándose en el libro homónimo escrito por Sully y adaptado por Todd Komarnicki, enaltece nuevamente el nombre de una persona y realiza una de las más logradas y sutiles películas de aviación del siglo.
1375 años le hubieran llevado a Philip Johnson conseguir todo el dinero que se robó en 1997. Sin el trabajo soñado, comprometido con una mujer que no quería y ganando 7 dólares por hora durante 10 años, el empleado se hizo famoso de un día para el otro. La tarde del 29 de marzo se fugó en un camión de caudales de la empresa en la que trabajaba -Loomis Fargo- con 17 millones de dólares. Jared Hess, director de Napoleon Dynamite y Nacho Libre, lleva la historia al cine con un super-reparto de comediantes a la cabeza. Pero aunque la travesía de Johnson -en la película es Dave Ghantt- contenga todos los condimentos para crear la comedia perfecta, hay veces que la ecuación no funciona.
En muchas ocasiones el cine ha presentado escritores perturbados con su profesión. A Paul Dano se le aparece la protagonista de su libro en Ruby Sparks, Charlie Kaufman sufre una crisis creativa en Adaptation y, más cerca en el tiempo, Oscar Martínez es atosigado por los habitantes de su pueblo de origen en El ciudadano ilustre. Un hombre perfecto, de Yann Gozlan, no está exenta en este tipo de problemáticas. Pierre Niney es Mathieu, un fletero y escritor -o intento de- sin talento que comete un error que le cambiará su vida. Con algunos elementos hitchcockianos y un ritmo que no da respiro, a pesar de sus flaquezas, este thriller francés con aires de producción norteamericana logra su objetivo principal: entretener. La segunda película de Gozlan aterriza en Argentina un año y medio después de su estreno en Francia. El director, que había estrenado en 2010 el la terrorífica Capfits, esta vez apuesta a un thriller mucho más pretencioso. Un flashback anticipa un posible suicidio del protagonista. Pocos minutos después la historia presenta al personaje que, al parecer, no tiene nada de extraño, sino al contrario, presenta características prototípicas del joven con aspiraciones que se las rebusca para vivir. Tampoco tarda en llegar el episodio desencadenante. En tono amenazante, un misterioso personaje le dice a Mathieu: “No hay que violar la memoria de un muerto”. Yves Saint Laurent, Frantz, Altamira, en esas películas se refleja el buen momento profesional que atraviesa el joven Niney. Su extraña elegancia y carisma logran que el espectador desee que Mathieu, a pesar de ser un completo canalla, sortee todas sus complicaciones. A medida que el relato avanza -en un principio la historia bordeo la entrada de un terreno cómico-, el personaje sufre un cambio de personalidad clarísimo. Al comienzo, Niney es sometido a una parva de clichés, pero con el correr de los minutos su interpretación resulta absorbente. Un hombre perfecto tranquilamente podría haber sido un culebrón. La historia es una conjunción de episodios que suceden a través de los años en los cuales los personajes sufren cambios drásticos en sus vidas. A la media hora, cuando en muchos otros títulos comienza a revelarse de qué va la historia, en el film de Gozlan ya pasaron muchas cosas. El director hace lo posible para que se entienda todo a la perfección en muy poco tiempo, aunque las escenas no sean tan complejas. Entonces aparecen resoluciones drásticas y engaños infantiles. Pero cuando la película apuesta a la intriga y el ánima de un tal Alfred Hitchcock revolotea por los aires al estilo Enter the void, Gozlan da en la tecla. Aunque el relato no sea igual de complejo que los mencionados trabajos de Kaufman y Zoe Kazan, resulta entretenido. Amores, fraudes, muertes, robos, chantajes: en Un hombre perfecto hay de todo, salvo un hombre perfecto.
“Es una ficción que tiene medias verdades y algunas mentiras… Es tan ridícula que da para la risa. Esa es la impresión que me quedó”, declaró en 2006 el portavoz del ahora Papa Francisco al salir de la sala donde se proyectaba The Da Vinci Code. El abogado que presentó la primera acción judicial argentina en contra del film se dio a conocer como “católico apostólico romano, afectado por la película” -el profesional quería que las distribuidoras aclararan que se trataba de una ficción-. Tanto el proyecto dirigido por Ron Howard como el libro homónimo en el cual se basa generaron infinidades de polémicas. Representantes de la mismísima Iglesia católica y portavoces de diferentes comunidades cristianas cuestionaron la veracidad de las teorías propuestas, basadas en la historia del cristianismo. La cuarta novela de Dan Brown, segunda protagonizada por el profesor Robert Langdon -publicada en 2003-, alcanzó más de 80 millones de ventas en todo el mundo. A la película le fue igual de bien: recaudó casi 760 millones de dólares. Diez años después de este boom, y de la mano de la misma dupla director-actor, llega a los cines Inferno.
A partir de una idea de los productores de Buffalo Films (Resurrección, Gato negro, Socios por accidente, El abrazo de la serpiente), Nicolás Silbert y Leandro Mark capitanean La Última Fiesta. A diferencia de Caídos del mapa -que es una comedia juvenil ATP-, lo erótico, escatológico y el humor negro se apoderan del segundo film de esta dupla, que logra acoplarse a los buenos directores y títulos que hacen quedar bien a la comedia argentina actual.
Volvió Bishop, volvió el mecánico -o el especialista-. En 2011, el director Simon West presentó The mecanic, la remake de un film de 1972 protagonizado por Charles Bronson y dirigido por Michael Winner. En la segunda parte de la nueva versión, el director y los guionistas son otros. El alemán Dennis Gansel, realizador de las buenas La ola y Napola, aparece por primera vez en la industria norteamericana. Arthur Bishop (Jason Statham) vive la buena vida en una isla paradisíaca hasta que desembarca en el lugar una preciosa joven llamada Gina (Jessica Alba). La llegada de la mujer se relaciona con un viejo enemigo de Bishop, que se acercará a su paradero con el fin de secuestrarlo y ofrecerle un trabajo complicado: asesinar a tres importantes traficantes. Tommy Lee Jones y Sam Hazeldine vienen a reemplazar a Donald Sutherland y Ben Foster, acompañantes de Statham en la primera parte. Uno de los traspiés de Resurrección es que su guion corre en el límite entre lo estereotipado y la vergüenza ajena. Jones interpreta a Max Adams, una de las tres personas a las que Statham tiene que asesinar. No solo es ridícula la construcción de este personaje, sino que también es totalmente inherente a la trama. Gansel, aquel que podría haber sido el héroe salvador del film, se entrega por completo a lo prefijado y realiza una “película fotocopia” de otras fallas del género. El único motor que tiene Bishop para cometer sus asesinatos es Alba, la damisela en apuros. La sensibilidad repentina que adquiere el asesino más eficaz y feroz lo introduce en situaciones descabelladas -algo tenía que “moverle el piso” para que pudiera aparecer en otra película-. Las escenas de matanzas de relleno -aquellas en las que el personaje se saca de encima infinidad de enemigos antes de dar con el “big boss”- están tan cuidadas como en una comedia de Jackie Chan. No hay desmesuras ni impacto en un filme que intenta consagrarse en el género como “seria”, algo que sí logra, por ejemplo, Jason Bourne. Las secuencias de acción determinantes, a diferencia de las de matanzas de relleno, se desarrollan con mayor eficacia y las resoluciones son creativas. En ese aspecto, Gansel da en el blanco. Alguna que otra buena risa incrédula y la destreza física del carismático Statham pueden ser dos buenas excusas para ver El especialista: Resurrección. Sin embargo, el film está plagado de fallas técnicas y de desilusiones, como el mal paso de un director interesante al cine norteamericano y la inexplicable ubicación del oscarizado Tommy Lee Jones en el reparto.
Es imposible imaginarse otra actriz en la piel de Gilda que no sea Natalia Oreiro. Los clichés son abatidos y el resultado final supera la conformidad. En las canchas de River Plate o de Racing Club los hinchas entonan -un poco menos dulce que con la voz de Gilda- reversiones de Se me ha perdido un corazón o Corazón valiente. En cumpleaños de 15 y casamientos los invitados bailan al ritmo de Fuiste y Noches vacías. Tu cárcel suena constantemente en las radios, interpretada por Los enanitos verdes, y la No me arrepiento de este amor de Attaque 77 es utilizada en diferentes publicidades. La legendaria Miriam Bianchi, más conocida como Gilda, está presente -como si fuese una deidad- en cualquier momento del día. En conmemoración a los 20 años del accidente en Entre Ríos que acabó con su vida, la directora Lorena Muñoz se encargó de que esas letras invasoras de fiestas se inmortalizaran en la pantalla grande. El camino a la fama -lo que atrae una recopilación de grandes hits- de una chica fuera del prototipo se refleja en una de las biopics nacionales mejor logradas desde Tango Feroz: la leyenda de Tanguito. El primer plano de Gilda, no me arrepiento de este amor, hace acordar -dentro de un contexto totalmente diferente- al primero de Los 8 más odiados, de Quentin Tarantino. Es extenso y el centro de atención es un Cristo crucificado. El inicio deja en claro las cosas: se saca de encima el obvio y amargado desenlace y determina la postura omnisciente de Muñoz. El final, resuelto de forma exquisita técnica y emotiva, es el producto de un rejunte de buenas decisiones. Si los polos funcionan, la inmediata impresión del largometraje conforma. Por más que el guión recaiga en clichés de las biopics musicales, hay ciertos factores en Gilda que la distinguen. Uno de ellos, el más importante, tiene nombre y apellido: Natalia Oreiro. Cada escena musical merece una distinción aparte. El impactante parecido físico y vocal de Oreiro con la cantante se potencia con la imitación de gestos y movimientos, tanto arriba como abajo del escenario. Ni en Infancia Clandestina -al igual que Gilda, producida por Habitación 1520-, Cleopatra o Wakolda, la actriz uruguaya se lució tanto como en esta ocasión. Javier Drolas, quien interpreta a Toti Giménez, músico que descubrió y enamoró a Gilda, es otro de los consagrados. El protagonista de Medianeras pega un salto al cine comercial y aparece en escena casi tantas veces como la figura central. Al igual que Marcelo Subiotto en La luz incidente, no cumple con el fisic du rol del galán, pero la construcción de su personalidad deja en claro que, en la historia y para el personaje principal, lo es. El siempre eficiente Lautaro Delgado nuevamente es marido ficticio de Oreiro, ya que en Francia, de Adrián Caetano, también lo fue. Si bien la directora despoja rápidamente un supuesto desenlace predecible, el accidente fatal está latente a través de “señales”. Una falsa colisión y un recorrido de luna de miel por una autopista son algunos ejemplos. Estos avisos golpean bajo y están en tono con la mística del personaje, ligada a poderes de sanación. La mano vibrante pero sensible de la directora del documental Yo no sé que me han hecho tus ojos se hace visible y es otro de los factores que diferencian al film de arquetipos de biopic musicales, como los recientes I saw the light o Nina. La elección de planos y un tratamiento fotográfico sublime -junto con La helada negra, de lo mejor del año- distinguen lo privado, lo expuesto, lo recordado y lo presagiado dentro de la historia. La participación delante de cámara de los tres músicos sobrevivientes al accidente y el pulgar arriba de Fabricio, hijo de Gilda, sirven como aval del trabajo de investigación de Muñoz. El manejo de la intimidad de los personajes y el escudriñamiento de la porción de vida más significativa de la cantante son aire fresco cuando la historia es dominada por los clichés. La fotografía de Daniel Ortega y el sonido a cargo de Leandro De Loredo y Guillermo Beresñak también agregan esa cuota de fuerza y distinción. Personal de seguridad, miembros de la banda, fanáticos, amigos y sonidistas de Miriam Bianchi influyeron, de alguna manera u otra, en la metamorfosis de Oreiro. Si algunos “fieles” creyeron en los poderes de la encarnación y le pidieron a la actriz la cura de un caso de diabetes, quiere decir que la canonización de Gilda, de parte de Muñoz, fue todo un éxito. El film inmortaliza el ascenso eterno de una estrella de la música popular argentina, finalizado de forma abrupta por una fatalidad.
Hermosa visualmente y bien interpretada, pero hay algunas traspiés en el guión que se hacen notar y anulan, en cierta manera, las buenas intenciones del director. Cuando se habla de faros en la literatura, enseguida resaltan The great Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, To the lighthouse, de Virginia Woolf, o bien Le phare du bout du monde, de Jules Verne. En esta ocasión, el que compete es el que desarrolló y creó la escritora australiana M.L. Stedman en su novela The light between oceans. Tom Sherbourne, el protagonista de la historia, consigue trabajo en el faro de una desolada isla Australiana, convirtiéndose en el único habitante de la misma. Derek Cianfrance, director encargado de llevar la historia a la pantalla, presentó su tercer largometraje de ficción en el último festival de Venecia rodeado de un equipo implacable: Michael Fassbender, Alicia Vikander, Alexandre Desplat y Adam Arkapaw. La conjunción de estos gigantes prometía un alboroto en los sentidos, pero algunos traspiés de guión opacaron, en cierta medida, una conseguida proeza visual. La luz entre los océanos tiene muchos aspectos en común con las noveleras Blue Valentine (2010) y The place beyond the pines (2012): todas superan las dos horas diez, sus historias dan saltos en el tiempo, el ser humano expone sus miserias y el primogénito obtiene una destacada importancia. La desgarradora Blue Valentine es una lograda bomba nostálgica de parte del autor, completa en su totalidad, efectiva para los sentidos e interpretada de forma excelente por Ryan Gosling y Michelle Williams. Está claro que los tres filmes de Cianfrance siguen la misma línea, pero la plenitud y la sensación de no haber sobrado ni un minuto que deja su ópera prima no aparece en sus otras dos películas. El romance entre Tom Sherborune (Michael Fassbender) e Isabel (Alicia Vikander) -también enamorados en “la vida real”- comienza en 1926, con la llegada del ex combatiente a los alrededores de la isla. Con el correr del tiempo, el matrimonio atraviesa diferentes etapas. El primer punto de giro es la decisión más desacertada del Cianfrance en toda la película. La historia se altera abruptamente y pierde credibilidad aquello interesante que se había hecho notar en la primera media hora. Este aspecto es potenciado en la mitad de la historia con la aparición de un segundo punto de giro, tan tirado de los pelos como el anterior. La manipulación del director para con el espectador está al tacto de todos los espectadores, subestimados, a veces, por la inocencia descarada de algunas escenas. Se nota a viva voz la -buena- necesidad del director de generar lágrimas y algún que otro planteo ético luego del visionado. Esta intención no se refleja en el desenlace, que llega arreado por la confusa veracidad de las resoluciones anteriores. A causa del cariño hacia los personajes, los mejores momentos del film llegan cuando aflora una tensión límite entre sus destinos, efecto generado consagratoriamente en los melodramas épicos A royal affaire (2012) o Expiación, deseo y pecado (2007). La isla australiana en donde habita el veterano de guerra Tom no puede ser mejor retratada que por Adam Arkapaw, director de fotografía de True Detective y Macbeth. El DF tiene a su disposición la belleza natural del lugar para hacer desastres. Uno de los planteos fotográficos más bellos de lo que va del año está acompañado por la música del francés Alexandre Desplat, compositor de la banda sonora de El Gran Hotel Budapest, El discurso del Rey y Argo, entre otras películas multipremiadas. Todas las historias románticas nombradas en este texto llevan consigo el poderoso arma de la nostalgia. Por más que Cianfrance ofrezca un trabajo menor respecto a Blue Valentine, en algunos casos logrará dar frutos a su desempeño de gladiador para conseguir que el espectador se emocione. Los textos banales, las resoluciones simples y la absolución de la sorpresa generan un film semejante a un culebrón que podría haber resultado más interesante si continuaba en el camino de sus primeros minutos. Fassbender y Vikander, que son dos intérpretes en alza de un talento innegable, y el resto de los profesionales que acompañan el proyecto de Cianfrance -incluido el mismo-, jerarquizan, a cierto punto, un melodrama que podría haber sido mucho más de lo que es.