Entretenida de principio a fin. El público de 10 a 25 años se moverá como pez en el agua. Para aquellos que no mantengan una frecuente relación con la nueva tecnología se le dificultará entender algunas cositas. Si alguien nota que una persona besa desconocidos en la vía pública, canta canciones arriba de las mesas de los restaurantes o intenta saltar de un andén subterráneo a otro, tiene que sospechar, porque esos individuos pueden estar jugando Nerve. En la primera secuencia de Mr. Robot, Elliot, el protagonista, demuestra que es posible destruir la vida de una persona en diez minutos. Los límites de internet son insospechables: los que no van “más allá” la utilizan en un mínimo porcentaje. Al igual que el personaje de la serie, la principal amenaza del jugador de Nerve es perder su privacidad, que su vida sea arruinada a causa de un hackeo. La película de Ariel Schulman y Henry Joost resulta un logro cuando la paranoia del espectador se cuela entre las reflexiones posteriores del visionado. Observador o Jugador, esas son las dos opciones que tienen los usuarios a la hora de dar por comenzada su partida en el juego online Nerve. Vee (Emma Roberts) e Ian (Dave Franco) son jugadores, lo que quiere decir que aceptan “retos” de los observadores con el fin de obtener dinero y puntos, que sirven para ganar. Es tortuoso imaginar el morbo que generaría la existencia de una aplicación así. Los observadores – o sea, los voyeurs-, que crean los retos en base al éxito de los jugadores, se convierten en el “gran hermano” de estas personas. En las redes sociales o en los reality shows, el usuario, aquel que “está fuera”, manipula a gusto y piacere sus posibilidades de entretenerse, entrenando su propia capacidad de morbo. Elige lo que quiere ver y cómo. Este efecto se representa en los retos, que son más difíciles a medida que el jugador logra superarlos. Schulman y Joost demostraron saber como plasmar en la pantalla su conocimiento y las posibilidades que ofrecen los ordenadores. En el documental Catfish, su ópera prima, el dúo investiga una relación a distancia entre Nev Schulman y una desconocida, quienes comenzaron a hablarse por Facebook y mantuvieron contacto mediante fotografías, mensajes de chat y llamadas telefónicas. Picados por la curiosidad de conocer con quién habló el protagonista durante su larga relación online, los dos directores y el muchacho viajan a la casa de la mujer. Cuando llegan, la sorpresa es abismal. En el documental el espectador primero se ríe a carcajadas, luego se enoja y por último se asusta o compadece, y en Nerve sucede algo similar. Lo que comienza como un thriller adolescente inocentón termina oscureciéndose hasta límites insospechables, momento premeditado y deseado a causa de la tibieza que el relato había demostrado hasta ese entonces. Los directores manejan los contenidos web en el cine como pocos, a tal punto que, en algunas escenas, la pantalla se asemeja a un monitor gigante. Nerve es una película tan actual como el día de hoy, que combina la acentuación de la fácil posibilidad de morbosearse de estos tiempos con un dominio preciso de los sitios webs y elementos informáticos del presente, no más ni menos que de 2016. De todas maneras, este tratamiento puede dificultar el visionado de un público que no está acostumbrado a maniobrar estos elementos cibernéticos. Schulman y Joost dan por sentado que el espectador conoce en absoluto el código que manejan, lo cual encierra al film en el círculo del público a quien está destinado. Es curioso imaginarse el choque que producirá Nerve dentro de decenas de años. El film se alimenta del mismo planteo estructural de The hunger games, Battle royale, The game o Cheap Thrills, películas de desafíos y de “supervivencia en arenas“. Si bien los retos impulsan a la trama de forma vertiginosa y efectiva hasta el final, más de la mitad de las pruebas que atraviesan los protagonistas resultan sosas y poco amenazantes. La carilinda pareja Franco-Roberts representa a aquellos participantes de realities o “estrellas de las redes sociales” -ya sean youtubers, instagramers o twitteros, etc.- que muchos jóvenes se fascinan con solo observarlos. Juliette Lewis y un reparto de caras no tan conocidas, así como la neonizada propuesta estética y el excelente soundtrack -la combinación causa un efecto muy similar al de Drive, de Nicolas Winding Refn– contribuyen a esa sensación de frescura y suma actualidad. Muy pocos espectadores se darán cuenta que Schulman y Joost meterán dos películas en un año en la cartelera argentina, ya que Viral, su anteúltimo trabajo, se estrenará en diciembre. Disfrazada de entretenimiento, besos, fiestas, y juegos online, se esconde una oscura moraleja en Nerve. Es admirable y monstruoso imaginarse que esta especie de cyberpunk sea totalmente probable en estos tiempos en los que una bandada de nuevos “thrillers gamers” pueda surgir. Los directores dejaron una marca de agua cinematográfica.
En la Nueva York de los años treinta, la creme de la creme, aquellas personas adineradas y famosas, se reunían en los bares a comer y beber y celebraban fiestas hasta altas horas de la noche, mientras ostentaban sus casas “con piscina”. Cafe society fue el término que se le adjudicó a ciertos grupos de aristócratas y celebridades de aquellos tiempos. Woody Allen dirigió y escribió una historia simple y nostálgica capaz de abrir las puertas del último festival de Cannes. Estrenada para las grandes masas en la plataforma online Amazon, es la película más regocijante del director desde Medianoche en París.
El protagonista de El Apóstata es interpretado por el madrileño Álvaro Ogalla. No es actor profesional, aunque trabaja detrás de cámara hace muchos años. La particularidad del film es que la trama condice con una situación particular de la vida personal del joven: su decisión de separarse de la Iglesia. El director uruguayo Federico Veiroj, conocedor de la historia, decidió hacer una película a partir de ese disparador. La apostasía eclesiástica trae consigo polémicas milenarias. Algunos cristianos creen que llegará la Gran Apostasía, otros defenestran a quienes toman estas decisiones, algunos simplemente las aceptan. El asesino y cruel Manasés, rey de Asiria que gobernó 600 años antes de Cristo, es considerado un ícono dentro de los célebres apóstatas, así como también el idólatra de los profetas Acaz, otro rey de Judá que gobernó 100 años antes que Manasés. Sin tener nada que ver con asesinatos u otros crímenes, un caso de apostasía se presenta dos milenios adelante: el de Gonzalo Tamayo (Álvaro Ogalla), un treintañero español al que sus padres bautizaron sin su consentimiento. El Apóstata es el tercer largometraje de Veiroj. Tanto en Acné (2008) como en La vida útil (2010), el relato avanza motivado por el camino hacia el objetivo de un personaje principal, con sus respectivos problemas de entorno. Gonzalo Tamayo, que es el alter ego del nombrado Álvaro Ogalla -y a la vez es interpretado por él-, se plantea situaciones referidas a su pasado, como la relación con sus padres, un amorío con su prima y su bautismo involuntario. El personaje se enfrenta a la burocracia del apostatado en España y a fantasmas que, como si estuvieran en cada lado de sus hombros, le aconsejan. La historia, llevada adelante por un buen manejo de Veiroj para lograr las naturales y excéntricas interpretaciones de su reparto, es tan reincidente como los obstáculos con los que se topa el protagonista para lograr su cometido. A medida que corren los cortos 80 minutos, los personajes secundarios toman fuerza y logran despistar el camino sin rumbo del personaje en su lucha contra la burocracia y sus propios ideales. La naturalidad de la representación del caso Ogaya-Tamayo y la cuota de humor negro que impone el director quitan a El Apóstata del común de vacuos dramas religiosos que llegan cada vez más a menudo a las carteleras. Situaciones oníricas, satíricas y surrealistas aparecen efectivamente en el recorrido del protagonista y otorgan esa cuota de sorpresa que rompe con algunas lagunas de monotonía, algo que también causa la “buñuelística” música del mismo Ogalla. Más pequeña que Ida (2013) y El Club (2013), aunque no por eso menos provocadora, El Apóstata fue seleccionada en el Festival de Mar del Plata y obtuvo la Mención especial del jurado en el de San Sebastián. Veiroj logra expresar y refrescar, de forma sutil y brutal a la vez, un tema cuestionado en forma milenaria. Convierte la historia real de un caso de apostasía en un cuento mágico, oscuro y provocador, o sea, la vuelve cinematográfica.
El pulso es un conjunto de explosiones fallidas, zombies para nada aterradores, personajes desgastados y una desilusión para cualquier fanático de Stephen King. La tecnofobia es el rechazo a las nuevas tecnologías. En Cell, novela que Stephen King publicó hace diez años, los seres humanos se ven alterados por una misteriosa señal emitida por los teléfonos celulares. Un extraño sonido los convierte en una especie de zombies capaces de destrozar cualquier cosa que tengan en frente, inclusive a sí mismos. Aunque la oferta de El pulso es seductora, en el camino queda cualquier ilusión de encontrar la nueva Carrie, Misery o, sin poner la vara alta y ya lejos de cualquier trabajo basado en un libro del autor, la reciente Guerra Mundial Z. Hace casi cuatro años el proyecto fue pensado como una miniserie, de la que también Williams sería el director. Pero antes de que el proyecto quedara trunco, la idea de adaptar el libro al cine tenía al director Eli Roth a la cabeza. Tras el fracaso consumado, quedó la sensación de que el director de Cabin Fever y Hostel, especialista en cine de terror, podría haberle exprimido el jugo a la historia más que Williams. La deficiencia estructural y de causa y efecto que el director y el autor de la novela le dieron a la historia -King trabajó en el guión- hacen que la función base de la película, que es entretener y asustar, no se cumpla. Y si la base no está, a no esperar adicionales. Es contraproducente que el resultado tan nulo del film deje escenas memorables, o por lo menos que encienden la lamparita del gustoso. Hay una escena que detalla el comportamiento de un aglutinado de zombies en descanso, mientras suena de fondo el “Trololo”, de Eduard Jil y saca sonrisas pícaras, de entendimiento para con las buenas intenciones del film. El pulso es una especie de road movie zombie -al estilo The Road pero solo como un aglomerado de las pocas deficiencias de esta-, en la que el personaje principal, Clayton (John Cusack), se dirige hacia un lugar específico en donde supuestamente está su hijo. Cuando va casi una hora de película y un sinfín de golpes de efectos que pierden la batalla contra el susto del espectador, llega un halo de esperanza: los personajes parecen encontrar su rumbo, los enigmas ya develados toman poder y la oscuridad de la trama tiñe a los que en ese entonces eran tibios ataques zombies. Pero para desilusionar aún mas al público, ese halo culmina a los pocos minutos, cuando llega un desenlace confuso, insulso y predecible. El resultado confluye en una excesiva carga de escenas inconexas que ahuyentan a cualquier posible lector de la novela. Cusack y Jackson compartieron reparto en 1408, otra adaptación de un libro de King. El resultado del film de 2007, dirigido por el sueco Mikael Håfström, fue más sólido y jugoso que este. Lastimosamente, la compañía de Cusack, un acumulador de residuos fílmicos contemporáneos, no tiene la incidencia a la trama y la definición que merece. Sucede lo mismo con el resto del reparto, inclusive con el legendario Stacy Keach, que parece intervenir solo para justificar su nombre en los créditos finales. Williams, que solo había incursionado en el terror en 2010 con la segunda parte de Actividad Paranormal, demostró que lo que mejor le sienta es la comedia, género con el que hizo reconocible su nombre, allá por el ’98, con The adventures of Sebastian Cole.
Al que le gustó la primera le va a gustar. Al que no, no espere nada nuevo, pero sepa que se va a entretener. ¿Cómo responder ante la supuesta verosimilitud de la explicación de un truco imposible? El espectador la tiene difícil, sabe que los movimientos de los Cuatro Jinetes son inexplicables pero se encuentra con la resolución mecánica y el fundamento de sus actos. La primera parte de Nada es lo que parece ahondó en esta cuestión, resumiéndose en un conjunto de shows cinematográficos que, de alguna que otra manera, podrían llegar a entenderse mediante argumentos de los personajes. En esta segunda parte todo se fue por la borda. Mas parecida a una película de la saga Misión Imposible que a la sutileza de The prestige, Nada es lo que parece 2 cuenta con escenas de acción más frecuentes que en su antecesora. Situaciones desfachatadas y espectáculos visuales desmesurados hacen que el film del director Jon Chu remarque un intento de explotación de recursos ya utilizados. Los Cuatro Jinetes -aunque ya develado el quinto- reaparecen en escena. Thaddeus Bradley (Morgan Freeman) quiere salir de la cárcel a toda costa y Dylan (Mark Ruffalo), Daniel (Jesse Eisenberg), Merrit (Woody Harrelson), Jack (Dave Franco) y Lula (Lizzy Caplan) combaten los caprichos de un joven multimillonario en las calles de la abultada Macao. Dos aspectos de la trama que asomaron en la primera entrega funcionan para que el nombre de los protagonistas vuelva a sonar en el mundo: el confuso episodio de la muerte del padre de Dylan, relacionado directamente con Thaddeus, y la importancia de “El ojo”. Estados Unidos, China y Londres son las locaciones que recorren los ladrones con el fin de hacer quedar mal a los malos y, a su vez, salvar su vida. El factor cómico y la inclusión de nombres pesados son las correctas novedades del film. La aparición de un personaje que en la película del 2013 es descrito en solo dos líneas es fundamental para delimitar el alto grado de comedia de este híbrido: el hermano gemelo de Merrit, o sea, de Woody Harrelson. Si no bastó con que el actor sea el más destacado del primer film, en esta entrega aparece en partida doble. Dos personalidades bien diferentes confluyen con el resto de los personajes con un grado de sorna capaz de darle al film la identidad de comedia. Tampoco hay que dejar de lado la expectativa de apreciar a Daniel Radcliffe nuevamente en un papel de mago. El espectador, acostumbrado a ver al actor británico en la piel del archifamoso, talentoso y ético Harry Potter, se llevará una sorpresa al descubrir su incidencia en esta película de ilusionistas ladrones contra mafiosos y multimillonarios. Caplan hace olvidar a la desaparecida Isla Fisher como participante femenina del elenco y Michael Caine, lamentablemente como en la anterior, posee una participación casi nula. El resto de estrellas, ambas con algunas gemas en el cine independiente tanto como en el comercial, cuentan con características bien denotadas y un trato equitativo en incidencia. Chu apuesta por segunda vez a la conducción de un film fuera del género musical. En 2013 dirigió G.I. Joe: El contraataque, una secuela no muy afortunada del tampoco muy afortunado film de ciencia ficción del 2009. La falta de Louis Leterrier, el director de la primera película de los magos, hace notar el sutil cambio que sufrió esta secuela. El film del 2013 se mostró más solido, serio y cauteloso, mientras que la segunda parte se desmadra en gags cómicos como en la utilización de los efectos especiales y grandes coreografías. Aunque el resultado haya sido de un notorio abultamiento visual, el producto “Nada es lo que parece” sigue siendo el mismo. La sensación de figurita repetida está latente, algo que el espectador gustoso de la antecesora puede aceptar y que el pretencioso puede tomar solo por un pastiche de impactantes imágenes visuales, aunque no por eso poco entretenidas.
Jason Bourne está de vuelta y cada vez con un poquito más de memoria. Paul Greengrass y Matt Damon se unen de nuevo para llevar adelante la quinta parte de la saga basada en la novela de Robert Ludlum. Desde que el director de Captain Phillips (2013) se puso a la cabeza en la segunda entrega (The Bourne Supremacy, 2004), las películas del personaje consiguieron un estilo determinado, sin desmerecer para nada la que lo inició todo en 2002, dirigida por Doug Liman. A pesar de la calma que trajo de nuevo la dupla director-protagonista, tras la fallida The Bourne Legacy (2012), Jason Bourne es el primer escalón que desciende del techo que tocaron ambos con The Bourne Ultimatum (2007). El amnésico Bourne -o ahora David Webb- pelea en las calles como si fuera un pandillero, mientras que dentro de las oficinas de la CIA se disputa una guerra cibernética bien al estilo Mr. Robot. Nicky Parsons (Julia Stiles) y el protagonista se ven perseguidos por "el programa", al igual que los viejos tiempos. Quieren sus cabezas aunque saben que les va a costar un poco conseguirlas. Si The Bourne Ultimatum fue una película "de venganza" y The Bourne Identity una "de escape", esta quinta parte conforma la combinación perfecta entre estos dos estilos de acción seria que planteó el escritor y director Tony Gilroy en todas las anteriores. En este caso, Damon, Greengrass y Christopher Rouse fueron quienes se encargaron del guión y estructuraron, de forma desprolija, un film mitad persecución con Bourne confundido, mitad sed de venganza con Bourne con las cosas más claras. Este repite la fórmula de sus antecesoras: hay chica acompañante, subidones tremendos por escaleras, escenas situadas en diferentes lugares en el mundo, personajes que son buenos infiltrados dentro de un grupo de malos, persecuciones y asesinos solitarios. Jason Bourne resulta una copia exacta del éxito, un aspecto que puede contentar, tanto como cansar. Las escenas de super-acción, dos en este caso, una en Atenas y otra en Las Vegas, son el principal elemento sostenedor. En The Bourne Ultimatum estas funcionaban para que el protagonista cumpliera con sus objetivos principales, en cambio en Jason Bourne están colocadas en situaciones que no lo ameritan, resolviéndose las que sí de forma débil y repetitiva. Otro de los aciertos fueron los chicos nuevos de la saga: Tommy Lee Jones, Alicia Vikander, Vincent Cassel y Riz Ahmed acompañaron a Matt Damon con personajes bien construidos e interpretados. La cámara nerviosa del inglés Greengrass es una de las dos claves del tan bien logrado frenesí constante que propone. La otra es el montaje maestro, sumamente acelerado, que se asemeja al estilo de su compatriota Danny Boyle. El director demostró nuevamente, con su manejo de las persecuciones, música, peleas cuerpo a cuerpo y escenas de multitudes dentro de las ciudades, que es uno de los que mejor se lleva con el cine de acción en la actualidad. Es difícil recordar una secuencia tan bien dirigida como la dada en medio de una manifestación violenta en las calles de Atenas.Los talentosos hacedores de Jason Bourne, si uno se pone quisquilloso, podrían haberle dado al espectador algo más, una nueva vuelta de tuerca o una excusa que sirva realmente un sostén. La película se posiciona como una más de la saga, aunque no desentona y la intromisión de un gran reparto y el nivel de las secuencias de acción maestras hacen que la saga Bourne vuelva a valer la pena. Que suene Extreme Ways...
Mágicamente llega a la cartelera argentina una película que parece acondicionarse especialmente al frío que hace. El cine islandés, más bien el nórdico, siempre pisa el suelo del país con la proyección de alguna que otra gema. Así como la nación de Björk y de la selección de fútbol revelación de la última Eurocopa nos dio a conocer el año pasado Historias de Caballos y Hombres, este le toca a Rams: la historia de dos hermanos y ocho ovejas (Rams o Hrutar). Gummi (Sigurður Sigurjónsson) y Kiddi (Theodór Júlíusson) son dos hermanos que no se hablan hace cuarenta años y viven en un pueblito rural de Islandia, de muy pocos habitantes. Como la mayoría de las personas del lugar, los dos crían carneros de forma metódica, de manera que siempre ganan el concurso anual de la zona al mejor "ejemplar". Cuando una enfermedad epidémica amenace la existencia de sus rebaños, el espectador descubrirá si la enemistad de estos dos grandotes barbudos pasa a segundo plano o no. El concepto del adjetivo mágico es especial para toda la tropa de películas nórdicas que se estrenan anualmente por esta región. El significado de esa palabra es el siguiente: "Que tiene cualidades que lo hacen muy atractivo y cautivador porque es extraordinario dentro de los de su género". La película dirigida por Grímur Hákonarson es mágica porque es extraordinaria y porque llega a los cines de forma repentina y contundente, como pocas veces al año se da. Casi muda y sin colores, esta fría fábula teñida de esporádicos gags de humor negro es densa y posee una estructura muy simple. Otro de los aspectos mágicos que reside en este film es que el espectador afín al cine comercial se olvidará de eso que casi nunca ve en las superproducciones. Con algo esotérico en su esencia y con el hipnotismo que produce la historia de estos dos fuertes personajes -con atractivos movimientos a seguir en todas sus escenas-, Rams es un cuento apto para todo público. El paisaje es uno de los elementos que más implicancia tiene en la construcción de la película bajo el concepto de realización mágica. Uno realmente siente que si coloca un celular o una cámara cinematográfica, en cualquier hectárea del campo en donde viven Gummi y Kiddi, puede sacar una bella fotografía y cubrir cualquier plano de belleza. Rams recuerda a Mandariinid, otro reciente estreno poderoso, no precisamente nórdico, que incursiona en las relaciones humanas dentro de un paisaje frío e imponente. Ambas tan dulces como duras. Redentora, emocionante y tan humana como una producción de Pixar, la historia se entreteje escena tras escena hasta confluir en un clímax final que sirve de moraleja. Elegida como mejor película en Un Certain Regard, en el Festival de Cannes del año pasado, Rams se fusiona en cartelera con Bajo el Sol (Zvizdan), la ganadora del premio especial del jurado de ese año. De manera simple y efectiva se coloca en una posición destacada dentro de la tropa de películas escandinavas que llegan al país, con cada vez mayor frecuencia.
Todo brilla -literalmente- en la nueva película del guionista de Arma Mortal. Ryan Gosling y Russell Crowe son los protagonistas de uno de los buddy films más completos del siglo. Que el cinéfilo se vista a la moda.
El director Rodrigo Grande se introduce en el cine masivo en un thriller que tiene atractivos y sabrosos condimentos. Al final del túnel es una coproducción entre Argentina y España que reúne estrellas iberoamericanas como Leonardo Sbaraglia, Clara Lago, Pablo Echarri y Federico Luppi -su actor fetiche- y concluye de forma sólida, es referencial y, por sobre todas las cosas, no pierde interés.
Kóblic es el "estreno Darín" del año. Esta coproducción entre Argentina y España aleja a su director, Sebastián Borensztein, de la comedia -La suerte está echada (2005), Un cuento chino (2011)- para introducirlo en un ambiente sórdido y violento. La dictadura militar, centrada en los vuelos de la muerte, pesa en la trama de un film que, a diferencia de los aviones que piloteaba Tomás Kóblic (Ricardo Darín), cuesta que despegue.