Endogamia en las mieles del deseo adolescente. Juana (Malena Filmus) y Mara (Lola Abraldes) son hermanas adolescentes que quedaron a cargo de una tía tras la pérdida de sus padres en un accidente. Inés (Umbra Colombo), la adulta, completa este triángulo, sumido en una estricta y rígida convivencia en una granja donde practican la apicultura. Entre ambas hermanas, además, persiste la complicidad en la intimidad y un coqueteo de roce sexual a escondidas como parte del despertar natural en una edad donde el deseo puja entre lo prohibido y la libertad que se busca como el agua en el desierto. En pequeñas dosis entre Juana y Mara aparecen diferencias de conductas y comportamientos cuando las condiciones del aislamiento de ese entorno son al menos hostiles. Todo se precipita con la llegada de un tercero, Lucio (Franco Rizzaro), primo rebelde, que transforma aquel triángulo endogámico en un triángulo amoroso en el cualpasa a ocupar uno de los vértices para que el thriller psicológico forme parte de la atmósfera que el director Lucas Turturro planta en su interesante propuesta. Así las cosas, la apicultura y el mundo de las abejas cobra un significado diferente en Cómo mueren las reinas (formó parte de la competencia Argentina en el último BAFICI) mientras que las riendas del despertar sexual de dos adolescentes compiten por el mismo objeto de deseo. El precio de salir de la zona de confort a veces se paga caro, pero no es el caso de este tercer opus que mantiene su autonomía y ritmo al contar con un elenco ajustado y sin sobreactuaciones.
Digno ejercicio de estilo. El padre no es una obra de teatro filmada, tampoco la trasposición lisa y llana de un formato teatral al cine. Entonces, entre una cosa y la otra existe una relación que termina entendiéndose al tomar contacto con la puesta en escena de la subjetividad del protagonista. Anthony Hopkins entrega, como siempre, una actuación impecable a fuerza de gestualidades y sutilezas al meterse en la piel y cabeza de este anciano, cuya percepción de su entorno y la realidad se ve distorsionada por su pérdida progresiva de la memoria,así como de esa endeble línea divisoria entre el recuerdo del pasado y la representación de lo recordado. El dramaturgo francés Florian Zeller parte desde la cáscara de su pieza teatral y se vale de los recursos cinematográficos para construir en la yuxtaposición de personajes, que cambian de rostros y roles en un mismo espacio-tiempo, el universo resquebrajado del deterioro cognitivo del protagonista, renuente a recibir cualquier tipo de ayuda por parte de su hija (Olivia Colman) y con un carácter intransigente a la hora de reconocer su vulnerabilidad y temores esporádicos cuando la noción de espacio y tiempo confabulan y la identidad se pierde totalmente. Sin aportar alguna arista novedosa sobre películas que giran en torno a las consecuencias de la pérdida de memoria, El padre es un digno ejercicio de estilo.
No da ma. Hay dos cosas que son seguras: las películas que ganan el Oscar no son necesariamente interesantes desde lo cinematográfico y en segundo lugar que Nomadland será olvidada con mayor velocidad que otras películas acreedoras de la estatuilla dorada de cuatro kilos y pico, que quita el sueño a cualquier productor que se precie. Dicho esto, el opus de la directora china Chloé Zhao en primer lugar es un tanto idealista en materia de su retrato de la marginalidad de la América profunda y su mirada idealista, revestida con dosis de humanismo y un positivismo edulcorado, hace que el resultado de esta road movie -protagonizada por la soberbia Frances Mc Dormand- pase desapercibida ante una primera mirada para camuflarse en el preciosismo estético a la hora de crear visualmente una escena, y abusar del trampolín emocional que implica ese sube y baja del drama y la comedia en pequeñas dosis. Sobre la estética documental de la propuesta, se percibe un estilo ya visto en sus anteriores películas Songs My Brothers Taught Me (2015) y The Rider (2017), además la inclusión de no actores que se mezclan con actores profesionales deja plasmada esa distancia con la ficción, pero no alcanza a dotar a la trama con el realismo que implica un abordaje que hace eje en un grupo de desclasados frente al avance del capitalismo que se lleva puesto el empleo, la vivienda, y lo que es más grave aún la dignidad de sentirse útil y productivo por elección y no por obligación. En ese sentido, la idea reivindicatoria de un estilo de vida apañado en esa libertad no esclavizante del trabajo es por lo menos falaz porque no parte de una elección, sino de una consecuencia que apela a la creatividad para resolver conflictos mucho más complejos e individuales. Hechas estas observaciones basta decir que seguramente el gran público no le haga caso a McDormand (sobrevalorado Oscar por su actuación) y espere la aventura de la sala oscura y la pantalla extra large porque en streaming todo es posible, y mejor en tiempos de viajes virtuales y no al aire libre.
Mi hijo es de madera. Pese a las declaraciones del director Matteo Garrone (Gomorra), quien sostuvo que su versión del clásico de la literatura infantil era bien recibido por niños, cabe aclarar de antemano que la historia de este Pinocho, que respeta el espíritu del relato original, Las aventuras de Pinocho, de Carlo Collodi, cuenta con secuencias sumamente perturbadoras y donde la inventiva en función de crear un mundo de fantasía -o el universo del cuento de hadas- apela a lo siniestro más que a lo diáfano y colorido. No obstante, teniendo presente los antecedentes cinematográficos que hasta incluyen la sosa versión dirigida por Roberto Begnini, aquí en el rol de Gepetto, estamos frente a la mejor adaptación y además con una impronta visual recargada de poesía. Hacer de la infancia una aventura es uno de los caminos que confronta la marioneta de madera cuando se pierde sin rumbo en este relato iniciático, pero también cruzarlo con el cuento moral que implica una recompensa por portarse como la norma indica, deja entrever una reflexión más profunda sobre la infancia, el maltrato infantil y la inocencia en un contexto hostil como el de los diferentes personajes que se cruzan en su travesía. El Pinocho de Matteo Garrone por momentos parecería estar dialogando con la Alicia de Lewis Carroll desde su apuesta al juego, a lo lúdico arraigado a la aventura, donde el zorro y el conejo desvían constantemente el sentido moral de la historia. Sin embargo, el director italiano suma la crítica sutil a otro orden de cosas para dejar transparentado un pequeño apartado político y social cuando por ejemplo ubica a un chimpancé en el lugar de un juez, quien declara culpable al inocente y libera al culpable entre otras sutilezas que a lo largo del film se insertan sin forzar situaciones.
El fantasma de la culpa. La subjetividad de la protagonista Cecilia (Elisa Carricajo) atraviesa tangencialmente este segundo opus de Francisco Márquez (La larga noche de Francisco Sanctis, 2016) para desarrollar un relato, que introduce elementos de género disparados por una situación límite que pone en juego un conjunto de valores relacionados con la ética y la moral, en un contexto donde lo cotidiano absorbe el contrasentido de lo que puede considerarse orden o justicia. En ese aspecto, la oposición entre teoría y práctica confronta discursos de la intelectualidad frente a realidades sociales que se alejan completamente de la retórica vacía o académica, la cual naufraga en intentos de explicaciones sobre conductas sociales o humanas cuando existen factores que definen otro tipo de código ético o moral. Trastocada, sería la palabra adecuada que encaja en Cecilia, profesora de sociología en la Universidad, a cargo de un hijo pequeño y ayudada en los quehaceres domésticos por una empleada, Hebe (Mecha Martínez). Una revelación alcanza para hacer de ese bienestar y círculo de confort la peor pesadilla y a partir de ese instante alimentar todo tipo de fantasmas en Cecilia, que incluyen el de la culpa a la vez que da rienda suelta al instinto de supervivencia ante amenazas latentes. Todo lo que sucede en los noventa minutos de la trama transita por una ambigüedad interesante que el realizador logra sostener gracias a la predisposición de Elisa Carricajo, cuya ductilidad a flor de piel se amalgama perfecto en un rompecabezas de emociones controladas y disparadas a partir de sutiles detalles, donde el terror subjetivo se conecta desde la puesta en escena con una pseudo objetividad. Como lo indica su título, la idea central de esta película obedece a la deconstrucción del término “común” ligado a la variable constante de que los hechos se repiten como una norma cuando en la realidad, en la suciedad del mundo de hoy, deberían verse u observarse como la excepción.
Familias ensambladas. Si desglosamos el título de este segundo opus de Mayra Botero (La lluvia es también no verte, El Espanto) tenemos por un lado la palabra casa, que representa entre muchas cosas un lugar donde refugiarse y encontrar contención del otro, y por otro lado la palabra lejos que en este caso más concentrado en lo lejano se puede asociar con las asimetrías entre los vínculos de las personas, así como la lejanía que conlleva el miedo a involucrarse con un desconocido. Por eso, y siempre partiendo de la base del punto de vista de la protagonista del relato, Graciela (Stella Galazzi), ya en su momento de retiro de la docencia y a cargo de un padre que vive solo en su departamento, pero que necesitaría por su avanzada edad estar acompañado, la presencia de una joven en situación de calle expone de buenas a primeras un conflicto en ciernes: la desconfianza sobre las intenciones de la chica respecto a la buena predisposición del anciano, quien la ayuda en todos los términos posibles (dinero, comida, casa) por empatizar con ella y su estado de carencia en la calle, a la vez de estar atada a una dinámica donde la salida puede significar riesgos y la cárcel. El enfrentamiento entre padre e hija remueve pase de facturas del pasado y alcanza decibeles que lejos de disminuir crecen minuto a minuto. Mientras tanto, Graciela transita su crisis personal, experimenta en carne propia la incertidumbre que conlleva terminar una etapa importante para encarar un nuevo rumbo donde el tiempo de ocio le gana a las horas del trabajo y aparecen otro tipo de fantasmas que la confrontan en la vorágine de tomar decisiones y resolver situaciones de extrema urgencia. Sin embargo, una serie de revelaciones que involucran directamente al padre con la muchacha de la calle opera como nexo invisible en esta trama social, que entre otras cosas bucea sobre la orfandad y la ausencia de un estado frente a sectores marginales por citar apenas la punta de un iceberg de gran tamaño y profundidad. No obstante, sin tensar al límite las cuerdas melodramáticas ni apelar al morbo de la representación de los clichés socioculturales, Mayra Botero también apuesta a esas historias que sacan de lo peor de un hecho cierto aspecto positivo, pero no cae jamás en el atajo de los relatos de segundas oportunidades habituales y falsos.
Deconstruyendo amores. La fusión de espacio y tiempo, sumado a la yuxtaposición de momentos importantes en la vida de una pareja, forman parte del menú de esta fresca comedia del director Christophe Honoré, cuyo título, Habitación 212, enmarca esta historia en un espacio simbólico donde la protagonista, María (Chiara Mastroiani) interactúa en primer término con su novio y actual pareja en la versión de 25 años, a la vez que confronta con el mismo personaje pero en su versión cincuentona y actual. El detonante de este conflicto -como suele ocurrir en toda relación de pareja- tiene que ver con el descubrimiento de un acto de infidelidad, pero también con la reflexión a cuestas de toda una serie de variables como el desgaste, la rutina, la pérdida del deseo, el rencor, los celos y recuerdos de anteriores romances esporádicos que marcan el derrotero de una vida amorosa álgida y cambiante para ella. Desde los diálogos y el ritmo en las confrontaciones que a veces resultan demasiado extensas se nutre un abanico de posibilidades para que el director juegue con recursos narrativos, siempre bajo la premisa de una suerte de realismo mágico en contrapartida al hiperrealismo del cine de estos tiempos. No puede aventurarse que esta comedia francesa genere risas en la platea pero sí la sensación de estar pasando un grato momento para liberar la cabeza de preocupaciones, o al menos para repensarse en función a las relaciones de pareja en el pasado, en el presente y con perspectiva de futuro.
No va más… Elegida como película de apertura para esta nueva edición del BAFICI, Bandido, del director cordobés Luciano Juncos (La Laguna) toma las riendas para adentrarse en la crepuscular vida de su protagonista Roberto Benítez, más conocido popularmente como Bandido, quien en sus épocas de juventud hiciese bailar y brillar, en clubes y teatros, al público con sus canciones de amor o sencillas melodías para hablar de las cosas importantes de la vida. Lo de crepuscular viene acompañado, en este caso, del momento umbral cuando decir que no va más acarrea en el entorno, en su manager y representante español, un cimbronazo importante, así como en la esfera íntima del cantante -interpretado por un contenido Osvaldo Laport- la chance de reconectarse con lo que alguna vez representara para él su rol de artista popular y su misión para con el resto del público, algo que va mucho más allá del éxito cosechado o no; de los discos grabados y comercializados, o simplemente del producto que su manager diseñó uniendo la palabra lealtad comercial con esclavitud moderna. Bandido como película de segundas oportunidades cuenta con el agregado de un entramado para nada sutil ligado a las causas sociales, y en ese ensamble entre la atribulada vida de su protagonista y su vínculo fortuito con temas realmente importantes, como asignaturas urgentes de un barrio o comunidad frente al sistema, quedan un tanto forzadas. Ese desajuste se nota y sobre todo afecta la actuación de Laport con un brusco cambio de registro que por momentos si bien apela siempre a lo humano y a la emoción genuina por otros genera alguna sospecha de artificio o costura visible de guión.
La anti teoría del caos Nostalgia aparte, podría decirse que en la nueva incursión del gato Tom y el ratón Jerry a la pantalla grande ocurre algo parecido a ese dilema que atormentaba a Tom cuando se le presentaba en la conciencia el ángel y el diablo a la vez en un cruce de decisiones que por lo general no terminaba del lado del bien. En este caso, el Bien y el Mal -o su aggiornamiento entre lo correcto y lo transgresor- terminan inclinando la balanza hacia lo obvio y así la película pierde esa frescura de caos y anarquía; pierde, en definitiva, el peso del descontrol que en algunas escenas surge de manera sutil. Mezcla de dibujo y acción real, el ensamble resulta conciso a la vista y la interacción entre las dos estrellas animadas con el elenco encabezado por Chloë Grace Moretz, en el rol de la joven desocupada que busca introducirse en el hotel de lujo haciéndose pasar por otra, y su antagonista, Michael Peña, encargado en dicho hotel pero que ve en peligro su puesto con la llegada de la intrusa, cumple con los objetivos de la acción en el espacio cuando el movimiento de los objetos empieza a marcar el ritmo de los gags físicos. Sin embargo, y fieles a la oposición entre gato y ratón, ambos personajes deben adaptarse a las reglas de los humanos y empezar a convivir para así lograr el beneficio de esa libertad negada a sus congéneres callejeros. Sin adelantar demasiado de la trama, el núcleo de la película gira en torno a los preparativos de una súper boda bajo los exóticos caprichos de un novio multimillonario y una novia que pretende otra cosa antes que ese evento desmesurado, el cual por supuesto será el caldo de cultivo para que la dupla se acuerde de sus orígenes y hagan gala al famoso juego del gato y el ratón.
Ellas bailan solas En este nuevo opus de Pablo Agüero, premiado hace unas horas con cinco estatuillas Goya, se juega al extremo con la idea de superstición y religión aunque sin jerarquizar una sobre otra. La religión, que busca desenmascarar los ardides del diablo en un ritual de danza en el que niñas adolescentes y vírgenes se inician por así decirlo, busca además imponer un relato de honda represión sexual, sin dejar de lado el propósito de mantener el poder del miedo ante cualquier intento de cuestionamiento de sus dogmas. No obstante, el relato de una de las acusadas de brujería, quien lleva la voz cantante dentro del grupo de adolescentes también acusadas, gana fuerza ante los azorados jueces y parte que reconocen -valga la redundancia- su desconocimiento, sin otro objeto que dilatar la sentencia final como aquella Scherezade de Las Mil y una Noches. El otro pilar donde se apoya el film de Agüero es el contexto en el que se desarrollan los hechos entre acusaciones, declaraciones, cantos paganos, silencios y miradas inyectadas, que además están ligados a esas creencias populares que explican ciertos acontecimientos como por ejemplo la ausencia de marineros en las costas vascas, a raíz de una “maldición” por convocar a las fuerzas oscuras. Más allá del trabajo minucioso en la psicología de cada uno de los personajes, el buen manejo de los tiempos y el ritmo sostenido en la trama, Akelarre cuenta con un plus en la introducción de parlamentos en el idioma original del país vasco y la dirección artística que realza las atmósferas oscurantistas que atraviesan la historia y encuentran en la parte visual y expresiva el contraste con la tenue luz natural del fuego, otro elemento simbólico frente a la cerrazón de los claustros oscurantistas. Por momentos hipnótica, otros atrapante pero siempre un peldaño por encima de lo convencional, la nueva película de Pablo Agüero, con una participación muy acertada de Daniel Fanego, rejuvenece un tópico tan añejo como el paganismo en tiempos de Inquisición.