Chantaje emocional y van... Si hay algo que le faltaba a la cantante pop Miley Cyrus, quien interpretara el personaje de Hanna Montana, es pretender crecer actoralmente hablando cuando las limitaciones son tantas y tan evidentes. Pero como Hollywood insiste en vender productos para pre-adolescentes, quienes se identifican con esta chica, resultaba predecible que se subiera al proyecto de recrear un best seller rosa del popular escritor Nicholas Sparks (también responsable junto a Jeff Van Wie del guión de este bodrio) orquestado completamente para explotar la figura de Miley para quien se reserva un elenco compuesto -lamentablemente- por el gran Greg Kinnear y Kelly Preston, ambos en los roles de padres, junto a un simpático niño llamado Bobby Coleman, a la sazón hermano menor de la susodicha y relevo cómico “anche” dramático para cubrir sus falencias interpretativas. A eso se le suma el galancito de turno, Liam Hemsworth, -oriundo de Australia- que encarna al chico rico con tristeza. Este pastiche con tufillo televisivo dirigido por Julie Anne Robinson se monta en el género melodramático exacerbando los dos tópicos básicos que resumen las novelas de Sparks (algunas de ellas llevadas al cine como Querido John): el amor y la tragedia enmascarada en una enfermedad. Ronnie (Cyrus) mantiene una actitud de rebeldía frente a su padre Steve (Greg Kinnear) tras sentirse abandonada por éste cuando decide separarse de su esposa Kim (Kelly Preston) y mudarse a las costas playeras, bien alejado de la ciudad de Nueva York. Sin embargo, debe pasar las vacaciones de verano junto a su hermano Jonah (Coleman) en la casa de su progenitor, sobre quien pesa la sospecha de haber sido responsable del incendio de la iglesia del pueblo al punto de dejarlo segregado de la comunidad. Parte de la rebeldía de la protagonista radica en abandonar los estudios de piano -pese a su talento- dado que esa es una de las cosas que tiene en común con su padre. No obstante, habrá lugar para el primer amor y para el operativo de reblandecimiento que tiene por objeto reconstruir los vínculos rotos entre padre e hija bajo el pretexto de vender una banda sonora. Una galería de personajes planos y tan elementales como los cinco acordes que imparte la melodía que corona al film, La última canción forma parte de un chantaje emocional orientado exclusivamente a la rama femenina del target adolescente, que seguramente suspirará por Will y sufrirá como Ronnie los avatares de una existencia acartonada y vacía. Lamentablemente no será la última película de este estilo ni tampoco la primera en romper siquiera el molde de la obviedad y la cursilería.
Aquellos que conozcan la serie televisiva Supernatural se sentirán defraudados al tomar contacto con este insípido largometraje que retoma la idea del enfrentamiento entre los arcángeles en las postrimerías del Apocalipsis. Cualquier episodio de la serie antes citada es infinitamente superior y mucho más complejo a nivel narrativo que esta lamentable copia...
Al filo del reality Bye, bye life por un lado nos plantea un dilema que se relaciona intrinsecamente con la ética en el cine y por otro nos propone reflexionar acerca de los límites de la representación cinematográfica. Sin embargo, la audacia y honestidad del actor y director Enrique Piñeyro despeja esos interrogantes en una propuesta documental anómala que expone el artificio y se adentra en la intimidad de una persona enferma de cáncer sin especulaciones sensacionalistas, pero con el convencimiento de registrar todo lo que sucede a su alrededor. Quizá una forma de ofender a la muerte sea trascender en una foto o en un fotograma. Tal vez este fue el pedido implícito que la escritora y fotógrafa Gabriela Liffschitz le hiciera al realizador de Whisky Romeo Zulu al enterarse de que le quedaban pocas semanas de vida. Este singular documental nace entonces de la urgencia y como tal refleja -como pocos- el caos y los vaivenes emocionales al correr contra reloj. También podría decirse que se trata de una película que documenta las últimas horas de una enferma de cáncer en un set cinematográfico, rodeada de cámaras, amigos, actores y actrices que van a interpretar a la protagonista en escenas que nunca se ven, y que procura captarla en todo momento y retratarla a veces con sus aires de diva y otras en el embotamiento y el cansancio al que decide someterse. Las discusiones con Piñeyro y esa sensación de no saber qué hacer o cómo contenerla se mezclan a veces con el sarcasmo de Gabriela Liffschitz, quien no pudo ver terminada la obra; con su intención de desdramatizar la situación, pero sobre todo con su voluntad que se va apagando de a poco en un film inclasificable, polémico, aunque fascinante al mismo tiempo.
Juegos violentos En los universos que se juegan en los filmes de la realizadora Anahí Berneri existe un "antes” invisible que funciona como reflejo de lo que sucede en el aquí y ahora. Así, el protagonista de Un año sin amor nos informaba mediante una elipsis de un año sobre su enfermedad del S.I.D.A., sin ahondar en su pasado y con el acuciante presente encima; la actriz encarnada por Silvia Pérez en Encarnación trataba de encontrar en un buscador de internet vestigios de aquellos días de gloria en el cine y la televisión. Ahora en Por tu culpa somos testigos del mismo mecanismo porque asistimos a una situación de desborde protagonizada por Julieta (Erica Rivas, brillante) junto a sus dos hijos Theo y Valentín (Zenón y Nicasio Galán) de dos y nueve años respectivamente. Ellos deberían estar durmiendo porque ya es tarde, pero sin embargo permanecen más que despiertos y sobreexcitados, en un departamento atestado de juguetes y el ruido de un televisor que proyecta dibujos animados. Mientras tanto, con un ojo puesto en ellos y otro en la computadora, Julieta intenta concentrarse en transcribir una entrevista a madres jóvenes -igual que ella- quienes contestan sobre las bondades de un producto light en lo que puede interpretarse como entrevistas banales para lanzar un nuevo yogurt. La presencia del padre no existe, salvo por un llamado de apuro donde le anuncia el atraso del vuelo y, subrepticiamente, le reclama mayor control de una situación que acumula tensión y presagia lo peor. Pasa lo que tiene que pasar y Julieta debe salir sola, cargar el auto con sus hijos para que revisen a Theo en el hospital. El niño, en un confuso episodio de forcejeo con su madre, se golpea la cabeza al caerse .A partir de ahí un cúmulo de miradas cómplices; preguntas inquisidoras sobre Julieta y su hijo mayor acrecentarán una atmósfera asfixiante y pesadillesca. Lo que podría definirse entonces como un drama intimista puertas para adentro traspasa la barrera de lo íntimo; de lo oculto; para volverse público y exteriorizarse sobre un entorno demasiado indiferente y hostil a la vez, que pone en jaque la idea de maternidad y responsabilidad de las parejas jóvenes, así como reflexiona sobre el -románticamente llamado- instinto maternal. Si bien este tercer largometraje de Anahí Berneri –elogiado por la crítica en el último festival de Berlín- no pretende calzarse el sayo de juez y parte, se sumerge con sutileza e inteligencia en un camino reflexivo acerca de los roles masculinos y femeninos en un mundo cada vez más individualista y donde el concepto de familia nuclear prácticamente ha desaparecido. Pero no se trata aquí de la disfuncionalidad, dado que lo que se desprende de la escasa información que va sembrando el guión, coescrito por Berneri junto a Sergio Wolf, no es otra cosa que una cruda exposición de la cotidianidad y el caos habitual que atraviesa cualquier familia de clase media cuando los límites no se tienen en cuenta. La directora consigue mantener la tensión dramática al ordenar el relato en el lapso de una noche en donde la ambigüedad y el interjuego entre víctimas y victimarios ocupan un primer plano, sumado a la distancia que conserva la cámara sobre sus personajes con una notable dirección en la que se lucen Erica Rivas y los dos hermanos (quienes son hermanos en la vida real). Tan universal como su título, la tercera obra de Anahí Berneri habla sin vueltas de las culpas: aquellas de las frustraciones de los adultos depositadas en los chicos; las de las parejas que se achacan los fracasos y en definitiva la más humana cuando está en juego el deseo y la construcción de la identidad.
Elogio de la culpa Basada en la novela de la escritora Evelyn Waugh, Regreso a la mansión Brideshead se instala dentro de lo que podría denominarse melodrama preciosista ambientado en un contexto aristocrático con un fuerte componente religioso detrás. Si hay algo que determina la poca acción de cada uno de los personajes involucrados en la trama, que arranca a fines de la Segunda Guerra Mundial con los recuerdos de Charles Ryder (Mathew Goode) al regresar a la citada mansión del título, sin dudas es un elemento culpógeno donde la única redención posible sería la muerte. A partir del racconto de sucesos que remontan al relato a la juventud del protagonista, el director Julian Jarrold construye una historia que abusa, en el peor sentido, del academicismo llevando a la película -sobre todo en la primera mitad- a un terreno de morosidad que apenas alcanza para conocer un poco mejor a los personajes y a sus conflictos. Esa lentitud se va disipando cuando surge la figura de Lady Marchmain (Emma Thompson), dueña de la mansión, que ejerce el control psicológico sobre sus dos hijos, Julia (Hayley Atwel) y Sebastian (Ben Whishaw) bajo la rectitud religiosa. Por eso la llegada de Charles, un aspirante a pintor de clase media -oriundo de Paddington- que se gana inmediatamente el aprecio de Sebastian en la Universidad de Oxford, genera en la fría casona curiosidad y reparos, aunque sin poder negar cierta fascinación. El contacto con los códigos estrictos de la aristocracia, sin embargo, no impide a Charles disfrutar de un mundo rico en lujos para el que sólo debe entregar su tiempo junto a Sebastian, quien no tarda en revelarle su tendencia homosexual, condición humillante para su madre que lo acepta como pecador sin otro remedio. A pesar de las insistentes miradas del muchacho, el pintor deseado ve con otros ojos a Julia y se enamora perdidamente de ella, pero su condición de ateo y pobre le impiden proponerle matrimonio. Si bien pueden encontrarse en Sebastian una serie de elementos que lo aproximarían a la figura de Oscar Wilde, su personaje no representa otra cosa que el estereotipo del homosexual burgués y torturado, ya que carece de la inteligencia y el cinismo del famoso escritor inglés. Lo mismo ocurre con la abnegada Julia, quien no puede destruir los mandatos maternos ni las ataduras morales que no la dejan ser feliz. A diferencia de Expiación, deseo y pecado, esta adaptación de otra novela exitosa se preocupa demasiado por mantener la forma, como podía ocurrir con algunos filmes de la dupla Merchant-Ivory: ricos en reconstrucción y valores artísticos pero vacíos en contenido y redundantes en ideas; productos estilizados, camuflados en la etiqueta de film serio, que no pasan de ser meros ejercicios de formalismo cinematográfico.
Los nuevos ricos peruanos Todo aparece a medias en Dioses, coproducción argentino-peruana dirigida por Josué Mendez bajo un registro que oscila entre la parodia -sin ahorrar estereotipos- y el costumbrismo televisivo, con un elenco dispar y en algunos casos demasiado ampuloso. Esa medianía influye negativamente en las historias que se van entrelazando a medida que dos puntos de vista toman el control del relato: el de Elisa, una joven coya venida a más que acaba de entrar por la puerta grande al mundo de la clase alta peruana, seduciendo a un hombre mayor que ella de muy buena posición económica que no tarda en consentirle sus caprichos; y por otro lado el punto de vista de Diego, el hijo mayor y elegido por su padre para continuar el reinado de una empresa metalúrgica, quien secretamente siente una atracción sexual por su hermana Andrea. Ambos personajes, tanto Elisa como Diego, comparten dos cosas en común: una casona decorada al mejor estilo kitch rodeada de objetos y empleadas domésticas y la sensación de no pertenecer a ninguna parte, pese a provenir de distintas clases sociales e historias de vida muy diferentes. Diego parece sentirse atrapado en ese mundo vacío y materialista que lo rodea aunque procura mitigar su dolor concurriendo a fiestas donde su hermana Andrea siempre da la nota con algún hombre o emborrachándose. Por su parte, Elisa procura a toda costa integrarse en el mundo snob de las mujeres burguesas que se reúnen a discutir versículos de la biblia mientras toman el té, y disimula su aburrimiento ensayando poses y gestos frente al espejo como parte del precio que esta dispuesta a pagar para arribar a una clase social que antes veía sólo por televisión. Con un aire de tragedia que nunca termina por concretarse y sin superar los rasgos característicos que definen a las clases sociales, el film (que data del año 2008 y recién se estrena en los cines locales) se estanca en el juego de formas para abandonar conscientemente el contenido y se vuelve predecible, incluso con ciertas vueltas de tuerca en la trama que no hacen más que confirmar la hipocresía de los ricos frente a la sencillez de los pobres.
Habrá que ver cuál será el futuro de esta versión cinematográfica sobre el popular videojuego amparado bajo la tutela del Midas Hollywoodense Jerry Bruckheimer, en un intento desesperado por reemplazar a la franquicia de los Piratas del Caribe. Por el momento la primera entrega de El Príncipe de Persia convence, entretiene y demuestra el buen ojo por parte de los productores en la elección del protagonista Jake Gyllenhaal, quien se erige a partir de este momento como un nuevo héroe del mainstream y como otra gallina de los huevos de oro para la industria. Una historia básica que utiliza de manera funcional los efectos especiales y visuales, que abandona con inteligencia los vicios del videojuego para abrazar los principios del cine de aventuras. Sin duda Alfred Molina se roba los aplausos como uno de los mejores relevos cómicos de los últimos años.
La acción pendular entre la culpa y la redención es el nexo conductor de este policial tortuoso del director de Día de entrenamiento, que pese a un desenlace un tanto forzado logra la tensión justa para desnudar los mecanismos perversos del accionar policial tan poco cuestionado por el cine Hollywoodense...
Más argentino que el dulce de leche ¿Cómo sería un superhéroe argentino?; ¿Qué poderes tendría?; ¿Contra quienes pelearía?; ¿Cuál sería su debilidad? Quizás el escritor argentino Juan Sasturain se hizo las mismas preguntas a la hora de imaginar el destino de un hombre común, Rubén Martinez (palíndromo de Zenitram), de profesión basurero en una Buenos Aires del 2025 devenido superhéroe; o copia sudaca de Superman con calzas azules y capa azul y oro, fiel a la iconografía boquense. Esa Z que corona su traje podría representar su estatus o posición ante el panteón de los superhéroes en serio, incluso por debajo del Chapulín Colorado, con mucho menos astucia que el mexicano y mucha más carnadura humana y porteña que exacerba el típico prototipo de chanta argentino. Por eso si hay algo que no puede refutársele a Zenitram, hay un argentino que vuela, del director Luis Barone, es ese rasgo indeleble de argentinidad y por consiguiente de cine argentino con sus pros y sus contras en partes equitativas. Precisamente para una mejor lectura, el film debe desglosarse separando por un lado las intenciones y por otro los resultados conseguidos en la pantalla. Como no podía ser de otra manera, el llamado a la aventura para Rubén Martinez (Juan Minujin) ocurre en un baño público en el momento en que se acaba de enterar que perdió su empleo de recolector de basura. Allí, un misterioso hombre le anuncia que es el elegido, el salvador, y a partir de ese momento el personaje transitará por todas las peripecias propias de cualquier persona extraordinaria: un ayudante que en este caso será un periodista (Luis Luque) que se convierte en su asesor de imagen (cualquier similitud con Hancock es mera coincidencia) y narrador en off de la historia tragicómica, punto donde se advierte la impronta literaria de la fuente original. Tampoco hay héroes si no hay antagonistas y debido a ello el villano de turno es un empresario español (Jordi Mollá), quien bajo la falsa figura de benefactor que invierte en un país tercermundista -con la complicidad del poder político- pretende apoderarse de las reservas de agua tras una prolongadísima sequía que azota a una desolada ciudad, urbe que refleja la mueca de un sueño de gigantes pensado por hombres mediocres. Esa mediocridad, mezclada con algo de grotesco, costumbrismo, sátira política y tono grandilocuente -que a veces exagera el discurso y otras logra contagiarse del léxico sencillo y lúcido-, motoriza la trama del irregular film de Luis Barone sin resolver qué dirección tomar: la ironía al estilo Todo por dos pesos o una crítica de mayor profundidad reflexiva acerca de la idiosincrasia argentina o el ser nacional. No obstante, la puesta en escena de una ciudad que reúne grandes edificios, monumentos, miseria en las calles y reminiscencias de varias metrópolis cinematográficas, es un aspecto que debe destacarse. No ocurre lo mismo con las desiguales actuaciones, en donde Juan Minujin procura escapar del estereotipo pero no consigue despojarse del fantasma de Maradona que lo sigue cada vez que se pone en pose de héroe.
Retrato desteñido Demasiados nombres de figuras ilustres de la cultura latinoamericana desfilan en este irregular opus de Héctor Olivera, El Mural, coproducción argentino mexicana que reconstruye ficcionalmente la creación del mural pintado por el mexicano David Siqueiros en el sótano de la mansión de Natalio Botana, creador del exitoso diario Crítica durante la presidencia de Agustín P Justo en una Buenos Aires de los años 30 convulsionada, donde pugnaban las ideas progresistas enroladas en el marxismo frente a las escaramuzas filofascistas de la derecha nacionalista argentina. . En ese contexto, la alta burguesía porteña miraba el espectáculo desde sus lujosas mansiones mientras el diario Crítica controlaba a la masa y al poder llegando a tirar un millón de ejemplares en una metrópolis de apenas diez millones de habitantes. Pero el escenario político es apenas un reflejo de lo que el guión ordena cronológicamente, acumulando una serie de situaciones trágicas en la vida del periodista magnate junto a los vericuetos en las pasiones y deseos carnales de los máximos protagonistas, que pueden resumirse en un triángulo amoroso compuesto por Blanca Luz (Carla Petersen, desdibujada), poetiza uruguaya otrora amante y musa inspiradora de Siqueiros (Bruno Bichir, a la altura del personaje ) y el mismísimo Botana (Luis Machín, sobreactuado). A ese triángulo se suman los vértices periféricos encarnados por Pablo Neruda (Sergio Boris, muy poco convincente) junto a la despechada Salvadora (Ana Celentano, mesurada), esposa de Botana En un registro un tanto solemne que se concentra en los avatares de este triángulo amoroso, dominante de la trama, quedan opacadas algunas ideas y rasgos constitutivos de la personalidad de las figuras mencionadas. Seguramente Blanca Luz era una mujer mucho más compleja que la de la película de Olivera, quien sin embargo sí logra construir un personaje rico en matices y contradicciones cuando se trata de Siqueiros y Salvadora; también consigue una acertada reconstrucción de época con un buen manejo del ritmo pese a los baches narrativos que surgen a medida que el relato se estanca en ese mundillo de la alta burguesía vernácula.