Generación robada El nuevo opus de Sabrina Farji arranca con una versión rabiosa de un tema de la autora Liliana Felipe mientras las protagonistas, Eva (Celeste Cid, impecable) y Lola (Emme, convincente) se cuelgan de unas telas y danzan provocativamente. La verborragia arrolladora de la letra, un verdadero trabalenguas interpretado con gran exactitud por las actrices, avanza en un increscendo vibrante que poco a poco se adueña de la pantalla hasta atragantar. Y de la madeja de palabras que entorpecen también se vislumbran aquellas que expresan sentimientos o recuerdos; que aparecen en un agotador ejercicio de la memoria, obstinada en llegar inoportuna a la cita con el pasado, nada menos que en vísperas de las fiestas donde la costumbre dicta la reunión familiar incluso para aquellos que no tienen familia o la arman y desarman en otro cínico trabalenguas amparados en el silencio y la impunidad. Esa rabia y desenfado atraviesa la vida de estas dos jóvenes. Uno no tarda en descubrir en ellas los lazos invisibles de la amistad, aunque hay algo más profundo que las vincula: la época de la dictadura militar y la constante persistencia en definirse frente al mundo, tanto desde la identidad despedazada y desgarrada como desde la historia oscura y trágica que las precede igual que una generación completa que hoy bordea los treinta y pico y arrastra, ya sea por acción o por omisión, los fantasmas del pasado de sus padres. Y así, sutilmente y sin eufemismos (igual que sucediera en Cautiva) se va construyendo, a partir del punto de vista de Eva, este relato que aborda el tópico de los hijos de desaparecidos a partir de un enfoque novedoso, poco solemne y evitando -en la medida de lo posible- el trazo grueso desde el guión, adoptando una distancia superadora por parte de la directora que no contamine las subtramas para ceñirse en la anécdota que se quiere narrar. Sencillamente, Lola fue apropiada ilegalmente de su madre -que la dio a luz en el centro clandestino de la Esma en el año 1977- por un militar apodado el Oso (Jorge D Elía), quien en el presente es denunciado por su hija biológica Alma (Victoria Carreras, conmovedora) tras muchos años de ausencia de su familia. La que toma la iniciativa de contactarse con ella es Eva, hija de un desaparecido que encontró en los amigos sobrevivientes a su familia del corazón. Presas de la rabia y la confusión, ambas amigas confrontan por la necesidad de conocer el pasado para despejar dudas sobre el presente: en el caso de Lola crece la sensación ambigua de no traicionar a su familia apropiadora, que la crió imposibilitándole reconstruir su pasado con su abuela que la sigue buscando; y para Eva se trata de clausurar un capítulo crucial y nefasto que todavía la ata a su padre, con quien mantiene charlas imaginarias por celular. Sabrina Farji se cuida de recurrir a los lugares comunes a pesar de que muchas de las situaciones que se presentan a lo largo del film resultan familiares o cotidianas a los ojos del espectador; se apoya con absoluta confianza en un elenco sólido que se adapta a las exigencias de diálogos concisos y poco altisonantes en donde la labor de Celeste Cid, mezcla de niña rebelde y mujer aniñada, descolla frente al resto. La apuesta a la estética fresca concentrada en la intensidad con acercamientos rabiosos para corregir el encuadre, reforzada en una cámara pegada a los personajes para participar de su intimidad, son los puntos fuertes de un film distinto que refleja solamente algunas debilidades y desaciertos en la construcción narrativa quizá por el mismo peso de una historia originada a partir de un hecho verídico.
Daños colaterales Hay palabras que podrán tacharse, imágenes que sufrirán cortes en una edición parcial; discursos que intentarán silenciar en la impunidad de un mundo donde los poderosos siguen aniquilando a los débiles bajo la indiferencia de todos y la complicidad de muchos. Si bien Samarra (Redacted), documental creado por Brian De Palma en el año 2007, llega con retraso a la cartelera porteña -en formato DVD- su vigencia resulta más que apropiada cuando en la era Obama el ejército norteamericano continúa aún usurpando el Medio Oriente. Apoyado en una dialéctica que conjuga material de archivo desde formatos heterogéneos como internet o filmaciones digitales, reconstrucciones dramáticas con actores para trazar una mínima trama y extractos de un documental francés sobre una barricada y punto de control del ejército, el director de Doble de Cuerpo traza las coordenadas de un subtexto que procura desnudar las miserias del ejército imperialista durante la ocupación en Samarra. Esta ciudad, además de soportar la invasión, alberga historias aberrantes que involucran explícitamente a soldados norteamericanos. El disparador que moviliza el opus de De Palma es el asesinato de una menor sunnita y toda su familia luego de ser violada sistemáticamente un 4 de Julio (paradójicamente el día conmemorativo de la Independencia Yankee) por un grupo de soldados que quedan registrados por otro de origen latino que pretende filmar su experiencia para estudiar cine al regresar de la guerra. De las conversaciones triviales y una constante exposición de la brutalidad e ignorancia de estos patéticos jóvenes rasos se van extrayendo los fragmentos conceptuales que encierran esta obra valiente y crítica de la ideología dominante con vocación imperialista. Se descorre con crudeza, entonces, el velo de la falsedad con la contundencia de un compendio de imágenes que reflejan la cara oculta de la guerra: la matanza impiadosa de civiles bajo el justificativo de restaurar la democracia. Por otro lado, y en un segundo nivel expositivo, el realizador se atreve a reflexionar sobre la representación y la realidad al utilizar el artificio de la ficción con la clara intención de despabilar mentes que ven la guerra por TV como si se tratara de un blockbuster de acción. No hay nada que objetar a este alegato antibélico; también lo era otro gran film como Pecados de guerra (también de De Palma), que junto a Iraqui Shorts Films (estrenada en el BAFICI el año pasado) se definen como películas obligatorias, contundentes y necesarias para comprender un poco mejor al mundo.
Roman Polanski saca lustre de gran director con este thriller político que tiene la inteligencia de pasar casi desapercibido bajo el pretexto de un triángulo amoroso en las altas esferas del poder, con grandes actuaciones de Pierce Brosnan y Olivia Williams. Un guión sólido y atrapante que juega de manera permanente con la tensión, el clima de suspenso y la ambiguedad de ciertos personajes sin hacer trampa y con un final efectivo que corona la prolijidad de una película con el sello inconfundible de Polanski...
Sustantivos versus adjetivos A la distancia, una panorámica de un centro de reclusión en Argentina no escapa a la postal mediática que se reproduce en horario central. Pero nunca esos sesgados productos televisivos hablan de sujetos sino de objetos desde una prédica moralista o antropológica, y en la mayoría de los casos con fines sensacionalistas que refuerzan el morbo por lo “tumbero”; la idea de castigo, estigma recurrente de los discursos de mano dura bajo una falsa reflexión sobre el estado de las cosas. Por eso, a medida que la cámara de El Almafuerte (documental dirigido por Andrés Martínez Cantó, Santiago Nacif Cabrera y Roberto Persano) se introduce en ese mundo de encierro comprobamos que, si bien se trata de un largometraje cuya temática gira alrededor de lo carcelario, la intención no recae en encontrar historias de vida detrás de las rejas sino en brindarle a los protagonistas un vehículo para expresar su voz. Ellos son menores de edad alojados, a veces por traslados y otras por orden de un juez, en el centro de detención de máxima seguridad conocido como “El Almafuerte”, ubicado en Melchor Romero, La Plata. El germen del proyecto se remonta a una idea de estos tres comunicadores sociales y docentes: integrar e interactuar a partir de un taller audiovisual dos mundos o realidades separadas -entre otras cosas- por una reja. Es decir, que los de adentro pudieran salir hacia afuera a partir de una actividad creativa coordinada junto a los encargados del taller de comunicación e informática que funcionan aún hoy en la institución. La experiencia se extendió por el lapso de dos años en los que los realizadores cumplieron con su palabra de continuar pese a las inestables condiciones de trabajar con personas que cumplen una condena, hecho que queda plasmado en el decurso de la vida de cada uno de los involucrados con pronósticos exitosos y otros que lamentablemente se quedaron en el camino. El método consistió en proporcionar en el taller de cine las nociones mínimas para poder filmar y así a partir de la iniciativa de los propios chicos creció la idea de hacer un cortometraje sobre la revista que ellos mismos escriben y difunden por Internet desde el penal. También se convocó al Chango Farías Gómez para elaborar junto a los reclusos la banda sonora de percusión que acompaña a las imágenes. A partir de esa premisa, los realizadores estructuraron su película bajo la dialéctica de dos miradas que rompe la idea de representación y realidad al encontrar un espacio construido cinematográficamente: el del documental sobre el corto con una cámara que sigue los pasos del proceso, y el de los propios artífices de la revista Seguir soñando que recogen testimonios de los propios hacedores, así como del entorno carcelario compuesto por el director del establecimiento, el guardiacárcel, el subdirector y las personas involucradas en los talleres y actividades recreativas como parte de lo institucional. Otra voz que se suma desde lejos es la del Juez de la Corte Suprema de Justicia, Dr. Eugenio Zaffaroni en calidad de representante del Estado. Dos miradas y un discurso que más allá de una posición tomada por los documentalistas desde el comienzo, despojándose del estereotipo y tratando de superar el reduccionismo de la mirada parcial sobre la realidad de los sistemas carcelarios, se nutre de la diversidad de opiniones; aunque es cierto que no se escuchan campanas disidentes que alerten del peligro de “premiar” a un pibe chorro con una camarita para hacer un documental. Más allá de los discursos o la retórica que pueda o no favorecer este trabajo, lo cierto es que El Almafuerte siempre mantiene un compromiso con los verdaderos actores que más allá del hecho puntual de estar detenidos transparentan su rol de exclusión ante la sociedad y logran, a partir de reflexiones simples y economía de recursos, poner el dedo en la llaga sobre un sistema que se rige bajo la lógica del castigo más que sobre la idea de reinserción social. Tal como expresa uno de los entrevistados, se trata de pensar al semejante porque se lo puede sustantivar como delincuente o adjetivar como la persona que cometió un delito.
Signo de la decadencia del género, parece que la búsqueda de viejas franquicias con la idea del remake es la única estrategia posible para la industria en nuestros días. Y eso se confirma al vapulear a este ícono al cual hace bastante tiempo deberían haberlo dejado dormir. La película, en su conjunto, ni siquiera funciona como ejercicio de nostalgia para los amantes de Freddy K, que en esta nueva piel asusta mucho menos(añorando a Robert Englund para recuperar la mística de la creación de Wes Craven). Alguna que otra escena lograda harán que evitemos el bostezo o quizá jugar a descubrir cuántas escenas fueron calcadas de la original. Innecesaria y por momentos torpe narrativamente hablando...
Un cuerpo, dos cerebros El recurso de vivir o de que migre el alma al cuerpo de otro ya ha sido explotado tanto por el género del terror- con las famosas posesiones- o por la comedia, cuyo mayor exponente no es otro que Hay una chica en mi cuerpo. Sin embargo, a diferencia de aquella gran película donde el humor físico de Steve Martin aportaba los mejores gags, en el caso de Dos en uno, esta comedia francesa liviana dirigida por Nicolas Charlet y Bruno Lavaine, todas las expectativas se depositan en la figura principal Daniel Auteuil y en su histrionismo. Claro que eso no alcanza y entonces nos quedamos como espectadores a medio camino y con ganas de más. Ese plus no llega a concretarse nunca porque el film en sí mismo desaprovecha una buena premisa a partir de un accidente automovilístico en el que el cuerpo, mejor dicho el cerebro del conductor, perteneciente a Gilles Gabriel (Alain Chabat), pasa a formar parte del cerebro del atropellado Jean Christian Ranu (Auteuil). Gabriel, otrora popular cantante pop de los 80, puede comunicarse con Ranu: un contador introvertido que trabaja para una gran corporación, que producto de la crisis económica busca reestructurarse y por lo tanto su puesto pende de un hilo. Pero lo que en un principio parece un problema sin solución para Ranu- al tener alojado en su cerebro a un intruso- termina facilitándole las cosas para ir modificando su personalidad. De introvertido a extrovertido, Ranu protagonizará diversas situaciones que le harán quedar como ridículo por hablar solo o generarán empatía en el entorno. Los directores no se lucen demasiado dejando toda la responsabilidad en el protagonista y lo que es peor no aciertan al introducir segmentos humorísticos durante la trama, que va desgastándose a medida que transcurren los minutos.
Entre la quietud y la inquietud de la espera Quien alguna vez haya tomado contacto con la obra literaria de Julio Cortázar, más precisamente con sus cuentos, habrá alcanzado a vislumbrar esa atmósfera entre lo lúgubre y lo melancólico que penetraba espacios amplios en viejas casonas de barrio. También la mirada sobre la infancia -tan poco idílica- resaltando la crueldad típica de los niños; camuflando su inocencia en los juegos de adultos. De todas esas cosas se nutre La hora de la siesta, ópera prima de la realizadora Sofía Mora, además autora del guión junto a Néstor Frenkel (Construcción de una ciudad). Si hay algo difícil de mostrar cinematográficamente sin apelar al recurso de los tiempos muertos, sin dudas es el concepto abstracto de la espera de un acontecimiento o hecho potencial. Peor aún cuando esa espera se dilata para evitar que llegue el momento de decirle adiós a un ser querido, como ocurre en este caso para los protagonistas, Franca (Belén Poviña) y el hermano menor (Elías Maidanik), quienes acaban de velar a su padre y deben soportar la invasión de familiares y allegados al hogar sin otra chance que la de huir en un paseo por el barrio de casonas vacías, donde sólo se escucha el sonido ambiente de pájaros sin estridencias de motores o gritos de niños. Entre el tiempo transcurrido desde el velorio hasta la partida hacia el entierro gira la trama de este interesante film, ganador del premio a la mejor película latinoamericana en el pasado Festival de Mar del Plata, que juega estéticamente con un contrastado blanco y negro -con un muy buen trabajo de Diego Poleri en la fotografía- y una ajustada puesta en escena a cargo de la directora. Así, con el planteo de un recorrido por los alrededores, creando una atmósfera anacrónica al mezclarse elementos del pasado como un viejo televisor (con la llegada del hombre a la luna) y alusiones a la pornografía en internet, señal del presente, Sofía Mora dibuja con trazo fino y estilo este trayecto de transiciones y pérdidas -por momentos onírico- en el que sutilmente los protagonistas van despojándose de emociones, miedos y deseos entre diálogos triviales y la inclusión de un tercero (Francisco Arena) que tiene su misma edad. Siempre respetando el punto de vista de los niños, el relato acumula situaciones donde la áspera Franca se lleva gran protagonismo, dejando en un segundo plano a su hermano. Sin embargo, ambos se ven atravesados por la insistente presencia-ausencia de los adultos, ya sea en un fuera de campo (en el caso del padre) o desde el encuentro fortuito con una vecina postrada, con planos fragmentados, en una cama. Todo funciona como excusa para dilatar el regreso al hogar, pero más precisamente en la mirada de Franca es un disparador para tomar conciencia no sólo de la muerte de un ser querido sino también de la pérdida de la infancia; el otro duelo que reposa en la quietud de una calesita vacía con viejos personajes de Disney como gran metáfora que corona la película.
Cruda postal suburbana Sosa y Olivera (Ricardo Darín y Martina Gusmán) sobreviven como pueden a las urgencias de una ciudad que llora y sufre constantemente su decadencia moral. Ella, recién llegada del interior, permanece casi todo el día en contacto con la muerte, la desidia y la vulnerabilidad de los pacientes y accidentados que se cruzan por su camino a bordo de una ambulancia de emergencias; él, tras haber perdido la matrícula de abogado, hace el trabajo sucio para una "fundación" que patrocina a víctimas de tránsito en los juicios contra las aseguradoras y aparece en falsas situaciones fortuitas en los lugares donde se producen los accidentes, o merodeando pasillos de hospital en busca de futuros clientes. Pero pese a su hartazgo, a las deudas financieras que le implican visitas indeseadas de cobradores, es conciente de que no puede abandonar el círculo laboral sin correr peligros y que de hacerlo deberá dar antes el gran golpe para mantenerse en pie. Sin embargo, ambos apuestan a las segundas oportunidades; a intentar borrar un pasado oscuro en el caso de Sosa y mantener un secreto muy profundo que trae consecuencias en la vida de Olivera. Si con Leonera Pablo Trapero había alcanzado el nivel de obra maestra, su nuevo opus Carancho no sólo confirma que aquello no sonaba exagerado sino que reabre las expectativas sobre hasta dónde puede llegar el director manteniendo intacto su estilo. Pero lo que es más esperanzador aún, conservando la esencia de su cine. Con este sexto largometraje el realizador de Mundo Grúa redobla la apuesta cinematográfica al concebir -genéricamente hablando- un film noir ambientado en las vísceras del suburbano, más precisamente en la nocturnidad de San Justo y sus alrededores, con la pesadez del asfalto a cuestas y la violencia que se expresa a cada minuto, desde el maltrato psicológico de una salud pública en estado de coma; desde el apriete de las mafias invisibles que gobiernan voluntades débiles y la otra violencia que estalla diariamente en los poros de sus criaturas a partir de su cotidiana lucha de supervivencia urbana. Ese complejo entramado social de víctimas y victimarios, sin maniqueísmos, a veces sólo puede verse por fragmentos en las frías noticias periodísticas o en las estériles cifras estadísticas que revelan y ocultan al mismo tiempo una realidad poco tangible. Pero no podría mostrarse en carne viva sin contar con un guión sofisticado, sólido -que no hace concesiones ni especula- a cargo del director, junto al mismo grupo responsable de Leonera. Eso, sin dejar de mencionar claro está, las excelentes actuaciones de la pareja protagónica, que bajo la dirección precisa del cineasta entrega grandes momentos de intensidad, verdad, visceralidad y sexualidad. En este cóctel explosivo (que amalgama el drama social con el policial negro en una brutal radiografía de la corrupción a escala chica y los acuciantes problemas sociales) se sintetizan los caminos conceptuales que el autor anticipaba con El bonaerense, desde el punto de vista de despojarse de inmediato de un enfoque didáctico y demagógico y que luego continuara años después con Leonera, al visitar los géneros sin quedar atrapado en sus códigos y estructuras. No obstante, esta ambiciosa película no se hubiese logrado sin una trama lo suficientemente atractiva donde la tensión se respira a cada segundo a un ritmo vertiginoso y constante en el que Trapero demuestra su destreza con la cámara; su pulso en la duración exacta de cada escena con esos primeros planos que asfixian; los cuerpos que se quiebran entre el sexo apasionado, la animalidad, la ferocidad y las golpizas cuando no reposan en el silencio de una noche agitada. Aquellas voces que pregonaban cierta traición de Pablo Trapero al dejarse tentar por un cine más complaciente y alejado de sus primeros proyectos, tendrán que hacerse cargo de su poca inteligencia o buscar una nueva excusa para continuar defendiendo un modelo de cine con poco futuro; para seguir defenestrando a aquellos directores que buscan -como en este caso- madurar y correr riesgos a fin de llegar a un público masivo.
Un film que funciona a medias, con resultados aceptables cuando se encarga de la autoparodia del superhéroe y del auge del militarismo. Sin embargo, la inclusión de subtramas y nuevos personajes afectan a la estructura global del film, lo dispersan apelando a resoluciones improvisadas. Downey Jr. aporta un humor necesario que en contraste con la mala actuación de Mickey Rourke compensan el desnivel, sumándose un puñado de secuencias de acción que valen la pena...
Como las ondas del mar que con las olas llevan y traen historias, la directora belga nos invita a este viaje de ensueño donde se propone autoretratarse en diferentes aspectos de su vida, que llegan como reflejos de un espejo que se autorrefleja: entre la memoria y la representación; entre la vitalidad y el desparpajo; entre el cine y la fotografía donde aparecen los momentos importantes como las playas, la China de Mao, la Cuba revolucionaria, el flower power y la figura excluyente de su esposo Jaques Demy, quien junto a su familia se hace acreedor de este legado cinematográfico de una creatividad desbordante al punto de cautivar...