Paranormalandia Mucha impronta británica detrás de este proyecto de la dupla Jeremy Dyson y Andy Nyman para meterse de lleno en un relato estructurado en tres compartimentos estancos, pero que se vinculan a partir del derrotero del protagonista, un especialista en la denuncia de fraudes relacionados a lo paranormal, aunque el pasado juegue sus cartas y modifique el rumbo en su atribulado camino. El ritmo es lo primero que debe destacarse y en ello predomina la cadencia anglosajona, pues las pausas necesarias para construir el entramado psicológico de cada personaje, atado a lo inexplicable, forman parte de la columna vertebral de estas historias, en que las decisiones marcan el amperímetro de la truculencia y la responsabilidad ante los actos. Todo comienza cuando el protagonista, el profesor Phillip Goodman (Andy Nyman) recibe una invitación de su antiguo referente en estos temas de los fraudes psíquicos, Charles Cameron (Leonard Byrne), para desafiarlo en base a la incredulidad manifiesta de Goodman a partir del relato de unas historias de difícil explicación por vías racionales. El anciano propone al profesor que investigue tres casos sobrenaturales que pusieron en jaque su trabajo durante su etapa más prolífica. Así las cosas, el cruce entre la experiencia traumática de un guardia de seguridad en un psiquiátrico, un adolescente que le roba el auto a su padre y en el camino atropella a un ser extraño, para cerrar con la desgracia de un burgués que en el seno de su hogar confronta con lo paranormal, conforman el mosaico que mezcla elementos del terror clásico, apuntes humorísticos y cierta textura surrealista promediando el desenlace. Historias de ultratumba escapa al estándard y esa pequeña cuota de desparpajo la vuelve atractiva al espectador.
Depresivo, solitario y final. Dos palabras para integrar los pros y contras de esta opera prima dirigida por Federico Jacobi: producción auto gestionada y cooperativa, minimalismo a rajatabla. Tal vez una subordinada a la otra en materia de la propuesta conjunta para abordar entre otras cosas las etapas próximas a la muerte desde la vejez. Dos personajes, un padre viudo y con notable deterioro físico (Daniel Quaranta) y su hijo (Nahuel Yotich) proveniente de España para hacerse cargo en parte como deuda a la figura paterna y en parte como intento de reencuentro tras la larga ausencia. Decíamos al comienzo minimalismo y eso es lo que prevalece ya desde el título en alusión a un presagio o a la espera irreversible de lo inevitable, sumada la gran actuación de Daniel Quaranta con un abanico de expresiones, tristeza en el cuerpo y en un rol muy diferente al de Perro Molina de José Celestino Campusano. La vejez, la fricción entre padre e hijo y esa búsqueda urgente de recomponer lazos antes que llegue la noche marcan el rumbo de este drama intimista, de las ruinas de una casa habitada por el dolor y por la presencia de un hombre abatido por la vida.
Ni olvido ni perdón, simplemente reparación. A Mariano Slutzky no lo moviliza de la misma manera que a su primo y director Shlomo Slutzky la búsqueda de la verdad sobre la desaparición de su padre, Samuel Slutzky. Judío, peronista y montonero, son tres palabras que unen la historia como hijo, quien tuvo que vivir en el exilio de Europa y a quien la familia paterna jamás contuvo ni apoyó. Para Shlomo enterarse sobre Samuel y esa historia vedada, esos secretos arrastrados por la inercia del olvido, implica otro tipo de camino, un vínculo desde lo emocional con el distante Mariano, quien muy a regañadientes, acompañado por sus hijas, decide sumarse al colectivo de las víctimas de desaparecidos, prestar testimonio ante la justicia y revivir esa atroz dictadura, que tuvo su enorme impacto en la familia cuando tuvieron que escapar con su madre. Si hay una idea raíz de este opus dirigido por Shlomo Slutzky y Daniel Burak, sin lugar a dudas la memoria y la necesidad de una reparación histórica alejan cualquier tipo de preguntas al confrontar con los vaivenes emocionales de Mariano. Para él, la falla mayor radica en las décadas de indiferencia de sus familiares, sobre todo de uno de los hermanos de su padre, quien no estuvo a la altura y ahora pretende interpelar para dar vuelta la página, aunque no alcanza con un pedido de disculpas ante tanta agua que pasó bajo el puente entre el exilio, el regreso a Argentina post dictadura, el pasado militante de Samuel y el presente de reunión con recuerdos difusos, retazos de historias que se saben a medias y esa ineludible sensación de justicia tardía propia de este bendito país. Y ligada a la falta de justicia por los crímenes de lesa humanidad se encuentra la impunidad de quienes los perpetraron, atada a los cabos de la complicidad de los gobiernos, la clase política toda y por supuesto el sistema judicial. Desde ese lugar, cobra sentido otra arista que descubre Shlomo y que se enlaza con Israel, refugio de torturadores de la dictadura argentina como el nefasto personaje que descubre el director para llamar la atención de Mariano en su búsqueda personal de justicia y en su doloroso reencuentro con un padre ausente y una familia casi en la misma sintonía que aquel.
Ganancias y pérdidas Es vox populi que pertenecer al cuerpo de danza estable de cualquier teatro del mundo es realmente difícil y sacrificado para cualquiera que acepte el desafío. Entre las pérdidas y las ganancias, el balance final posiblemente aparece cuando se corre el telón y el público devuelve un cálido aplauso por la tarea realizada. Por eso pensar a la danza y a la enseñanza de baile clásico como una meta de un niño resulta en primer lugar dudoso de creer pero al ver en acción a los protagonistas de este documental de la directora Cecilia Miljiker se despejan dudas y se reafirma esa idea directriz que sigue toda pasión por algo. El corazón late más fuerte cuando se hace lo que uno quiere y los niños y niñas, acompañados por sus padres, que deciden probarse para ser elegidos en el teatro Colón coinciden en ese deseo de querer bailar bien. No se olvidan que son niños además de futuros o potenciales bailarines clásicos. Un año de danza se instala en los entretelones de la escuela de danza del teatro Colón y divide el relato entre ensayos, pruebas, clases, charlas y testimonios de los aspirantes que oscilan entre los 8 y 12 años. En esos niños representativos de un grupo mayor se sintetizan los universos de la danza y la niñez de manera perfecta. La coexistencia de una vida para el baile clásico en años lectivos donde a veces el esfuerzo en el preparado de coreografías en el teatro Colón se refleja en los rostros cuando los profesores exigen una cuota más de rigor. Sin tratarse de una propuesta original, la singularidad del documental es la empatía y sintonía con el sentido común al indagar a los entrevistados sobre aspectos de su propia rutina cambiada más que temas puntuales que hacen a la técnica o al baile.
El verano del desencanto Para el protagonista de esta opera prima del director Gustavo Biazzi regresar en verano a Posadas implica por un lado el reencuentro con viejas prácticas adolescentes, amigos de otro tiempo, dispuestos a jugar de cómplices en la búsqueda incansable de sexo y diversión. También el punto de partida de un posible viaje a Florianópolis con su novia teniendo en cuenta la proximidad de Misiones con el país hermano. Ernesto en Buenos Aires no tiene la libertad para dejar fluir el deseo, a pesar de establecer un vínculo con su novia, a punto de recibirse en la facultad de Derecho y ese es el principal detonante para tomar decisiones apresuradas y más aún si se trata de la noche, amigos y el peligroso pero a la vez seductor camino de la infidelidad veraniega. Los vagos es una opera prima con personalidad propia y sabe recorrer la intimidad de este grupo de amigos de una manera pausada, aunque no contemplativa. Por momentos se vuelve intensa porque se contagia del clima del desborde sin responsabilidades para construir con paciencia un atractivo retrato de adolescencia, en la ciudad de Posadas. Protagonista también de la película. La naturalidad es el arma de mayor eficacia para lograr los climas que este tipo de relatos semi intimistas necesitan, así como algunas situaciones que derivan hacia el humor o a un sutil cambio de registro con cierta búsqueda de aire cuando la densidad narrativa acusa algún defecto por repetición. La transformación de Ernesto se lee como esa procesión del abandono de una piel por otra, en sintonía con los conflictos entre él y su novia ante la llegada de terceras que ponen en jaque la confianza. Como toda opera prima que apuesta a la honestidad en la historia que quiere contar es realmente elogiable el espacio que el director le da al sexo, a la seducción y a la sensualidad de lo nocturno, con un trabajo riguroso a nivel fotografía, algo que podía esperarse debido al origen del director nacido en Posadas en este territorio del arte y la cinematografía.
El duelo en tamaño small El fuera de campo es el recurso que la debutante en la dirección Mercedes Laborde utiliza de manera inteligente para realzar el vacío de una ausencia. El nombre de León aparece y desaparece en la vida de tres mujeres, mejor dicho dos mujeres y una niña y para cada una representa algo diferente. Sin embargo, el punto de vista dominante en la trama es el de la hija de León, Lucía (Malena Moirón), que llega a la casa de su padre y pareja Flavia (Lorena Vega) porque su madre (Julieta Vallina) necesita que alguien se haga cargo mientras ella trabaja. Flavia no es madre de Lucía, simplemente convivió con ella por ser la nueva mujer de León. Lucía se lo hace sentir y también se inquieta al ver cómo ella procura cambiar cosas en esa casa de León. Las discusiones entre Flavia y Lucía ocupan parte de ese vacío que deja la pérdida y las distintas maneras de duelo atraviesan el clima del lugar. Hay una energía que debe cambiar, trámites difíciles para cerrar un capítulo importante de una historia. En ese tramo de toda pérdida se instala la directora con una búsqueda incesante de momentos de verdad y cuenta para ello con un reparto ajustado a las circunstancias. Las crisis de cada personaje, los conflictos a partir de la ausencia, para Lucía de la figura paterna; para Flavia del hombre con el que planeaba un futuro y para su anterior esposa un sustento económico faltante, se entrelazan a la vez que se contienen, mientras el punto de vista de la niña se adapta a la tristeza de los grandes y a los planteos lógicos de una chica de su edad. Una buena opera prima que crece exponencialmente como la necesidad de recordar al que ya no está, pero de forma diferente.
Negación y abnegación. Mía (Martina Guzmán) llega a la estancia de familia tras una larga ausencia europea. Entra en La quietud, nombre del lugar y del noveno opus de Pablo Trapero. La cámara acompaña en un plano secuencia extenso para recorrer los pasillos de esa casa, abarrotada de objetos, lujo, pero la calma se corta con el bullicio, donde su madre Esmeralda (Graciela Borges) y su padre discuten, gritan, sin que ella logre advertir de qué se trata. Paradójicamente, en La quietud prevalece el movimiento y en el cine de Trapero el riesgo de lo nuevo y la capacidad de volver a ciertas obsesiones temáticas para encontrarle una vuelta a la transformación de su cine, que va de aquella minimalista Mundo Grúa a la industrial El clan; que va de algún que otro coqueteo con el cine social de Elefante blanco hasta el retrato descarnado de un sector de la pirámide de la sociedad argentina muy mal visto, y que se vincula con el exceso, con la corrupción y el abuso del tráfico de influencias siempre amparado en el secreto y en la gimnasia social de la negación porque en el fondo a muchos de la pirámide les encantaría ser como esta familia desde el punto de vista material. Sin preámbulos, es más que evidente que el estatus de los habitantes de La Quietud se acomoda en esa frase popular que reza: “Los números no cierran”. Gozar de las mieles de la riqueza a expensas de otros parece el detonante que moviliza la conexión entre el pasado y el presente del padre de Mía, una inesperada citación a pedido de un fiscal devenida ACV para mantener el secreto hasta la tumba, evitar un juicio público, pero también para desplegar una trama clásica de melodrama de clases, con dosis de erotismo puertas adentro, rivalidades entre hermanas, para ir desmenuzando la telaraña del pasado en cada rincón de esa casona obscena. Y es que tampoco “cierran los números” de las fechas cronológicas entre la jefa Esmeralda y su díscola hija Mía. Dispuesta a enfrentar a esa madre autoritaria y a defender con uñas y dientes el nombre y honor de su padre cuando Esmeralda deja que escape algún reclamo aireado ante tanta asfixia de mentiras. Los gritos clausuran la verdad y el que grita más fuerte gana la disputa para que el rol de madre desacredite ante los otros al de hija, consentida, mal agradecida como si la película de Pablo Trapero a la altura de las luchas familiares buscara inspiración en lo mexicano, en el sórdido melodrama de Arturo Ripstein mezclado con la telenovela de Televisa en lo que podría llamarse Esmeralda Mía, sin duda un éxito garantizado para la televisión for export de estos tiempos. Pero por suerte y más allá de la humorada, La Quietud intercala ese culebrón de burguesía pampeana con otra película a partir de un punto de inflexión -que por motivos obvios no se revelará aquí- y la encargada de hacerlo no es más ni menos que Graciela Borges, tal vez en una de las mejores actuaciones de su carrera de actriz porque es en ella donde el director de Carancho confía para conducir su propio relato a un peligroso terreno de ambigüedad narrativa y saludable perturbación que pueden llevarlo al abismo. Si bien Martina Guzmán en su papel de Mía y Berenice Bejó complementan un trío de mujeres fuertes en lo que hace al carácter y a la relación con el mundo masculino, Graciela Borges eclipsa cualquier escena desde su postura, convicción y dolor contenido, incluso en una escena de autosatisfacción sexual al escuchar los jadeos en un cuarto cercano a su habitación. Pablo Trapero vuelve al núcleo familiar blindado de mentiras como sucedía en su anterior film con el clan Puccio; vuelve al apunte político de una época también de inflexión acompañado de un relato más clásico que moderno en términos de estructura narrativa y deja la incertidumbre para lo que vendrá a partir de este viraje y riesgo, aspecto que seguramente traerá elogios y frustraciones por parte de la crítica, local, internacional y del público en general.
Misión recontra espionaje La predisposición del ex presidente uruguayo Pepe Mujica para ser partícipe de este falso documental de Denny Brechner genera un interés extra en el cómo por encima del qué. Porque el “cómo” implica disipar la duda de la estrategia utilizada por los creadores de Traigan al porro para marcar las coordenadas de esta hilarante aventura que parte de la idea de traer materia prima de los Estados Unidos para que Uruguay pueda satisfacer la demanda de uso legal de marihuana, ley que aprobara la legislación uruguaya en 2013 y que le diera popularidad e interés mundial al tratarse del primer país en darle a la marihuana y a su consumo sin restricciones una luz verde por vía institucional. En ese sentido, el humor llega desde la realidad y la ficción para darle forma de mockumentary a veces con mejores resultados que otros. En primer lugar porque el protagonista Denny Brechner viaja acompañado de su madre en la ficción como representantes de la cámara uruguaya de la marihuana. Se conecta con referentes en el país de Obama en ese momento, participa de charlas e intenta dejar el terreno armado para la operación secreta una vez que el presidente de Uruguay llegue a su reunión con el jefe de Estado norteamericano. La picardía y la épica en tamaño small ganan fuerza en algunos fragmentos, aunque por momentos la trama se asemeja a un largo sketch que puede asociarse con las propuestas de Saborido y Capusotto. No obstante, Traigan al porro funciona, no deja afuera a un público que no sintonice con el universo verde pero tampoco cuenta con elementos extras para sumar audiencias. Todo ello con enorme auto consciencia, humor y falta de pretensión.
El extraño hombre del paraguas negro El trauma psicológico es una herramienta de doble filo para el cine de género. En primer lugar porque necesita apoyarse en una suerte de universo de la mente, que a veces no logra plasmarse en términos visuales o de puesta en escena. En segundo término, requiere de buenos actores que sepan transmitir sin sobresaltos matices de angustia o de violencia contenida, así como enormes dosis de ambigüedad en lo que hace a los gestos o movimientos corporales. Ninguna de estas dos condiciones lamentablemente se cumplen en esta propuesta argentina de corte independiente, Presagio, del director Matías Salinas, que tuvo su recorrido internacional por festivales afines al género como el célebre Blood Window, vidriera festivalera en Cannes, que muchas veces abre mercados a títulos independientes argentinos como ocurriera con la excelente El eslabón podrido. La pérdida de una esposa en un accidente automovilístico es el conflicto que desata la historia que tiene por protagonista a un paciente (Javier Solís) y su psiquiatra (Carlos Piñeiro). El típico lugar común del psicoanálisis de bar en un derrotero regresivo por visualizaciones arma el caldo de cultivo para que la mente del protagonista desconfigure la realidad. Entre ficción y realidad, lo vivido y lo reconstruido desde el propio relato de este paciente problemático, además escritor de cuentos que se intercalan en la trama y que lo ubican como protagonista, se va tejiendo la telaraña en que los demonios internos por momentos cobran forma de un misterioso hombre con un paraguas negro. El principal problema de Presagio es el casting y como efecto dominó las piezas rigurosamente alineadas en un guión prolijo no caen de manera tan simétrica como correspondería si la ecuación verosímil-tensión-emoción cuajara. No obstante, hay ciertas secuencias donde se ponen en juego los clichés del género que reflejan algún atisbo de originalidad, el cual llega por microgotas y no con torrentes continuos como requieren historias de suspenso o en este caso thrillers psicológicos que rozan el terror.
La pelota Wilson tenía más onda Si la idea del Hollywood decadente es alejar al público adolescente de la pavada bajo el pretexto de historias de superación o supervivencia en alta mar como es el caso de este mediocre espectáculo, como diría Tom Hanks en Apollo 13: “Hollywood, tenemos un problema”. Y precisamente Tom Hanks en una de sus olvidables películas interpretaba a ese náufrago barbudo que andaba en la isla con una pelota de volleyball en una versión edulcorada de la épica literaria Robinson Crusoe. El título local es elocuente y ahorra palabras para la sinopsis. Quienes se encuentran a la deriva son una parejita de novios (Shailene Woodley y Sam Claflin) en medio del océano Pacífico. Procuran ganarle a una tormenta y llegar antes que se desate la hecatombe en el océano. Es obvio que gana la tormenta y también cómo puede desarrollarse una historia trillada de supervivencia y predecible al minuto que ese velero llamado Hazaña la pasa realmente mal con los tumbos en el agua y los rostros de desesperación de la protagonista. Nada funciona en este film destinado a adolescentes, ni siquiera el drama que implica sobrevivir sin agua potable, con poca comida y a merced de las inclemencias del tiempo y la resistencia de una embarcación pequeña como un velero. Tampoco alcanza que este producto dirigido por Baltasar Kormakur (Everest) se inspire en un hecho real (fotos de los verdaderos protagonistas para que no queden sospechas hacia los créditos finales) desde lo narrativo con ese punteo entre pasado y presente para lograr empatía con la parejita carilinda y feliz, o sufrir cuando sube el agua y la decadencia…perdón, digo, el agua los tape.