¿Comedia de acción…?, No… Propuestas de este estilo abundan en el catálogo de Netflix. Y ahí deberían ir a parar en vez de ocupar salas de cine, pantallas grandes para ver un mal capítulo de cualquier serie de televisión que juegue con la comedia de acción. Presupuesto relativamente barato para un público consumista y muy barato. La premisa sencilla: Dos norteamericanas, una (Mila Kunis) cuyo novio resulta ser espía la involucra junto a su amiga Morgan (Kate McKinnon) en una trama que gira en torno a una memoria que contiene información y que se halla escondida en un trofeo por el que variopintos personajes se cruzarán en el camino con intenciones nonsantas. Desde allí, la trillada historia del perseguido en el momento no oportuno y una catarata de verborragia a cargo de las dos actrices que aburre a la segunda vez que utilizan ese recurso mezcla de histeria, simpatía y muy mala actuación. Mila Kunis podrá hacer cientos de estas películas, no tiene que esmerarse en buscar un personaje porque siempre será igual. Desde la drogona de los 70’s show a la novia de Mark Wallbergh en la insufrible película del osito zarpado. Imploramos desde este espacio: hay películas para Netflix y no para cine.
Amar es soltar. Desde el título, la palabra “Con” resume con mayor potencia la idea de esta opera prima de la directora Meritxell Colell Aparicio (ver entrevista) para -entre otras cosas- retornar al pueblo de sus abuelos en España por medio de la ficción y contar una historia entre madre e hija tras un prolongado distanciamiento. Hay momentos en la vida en que para avanzar se debe tomar la decisión de ir “contra el viento”. En un amplio sentido de la frase, esa actitud abarca tanto lo que más ata a un espacio o lugar de confort como aquellas voces que hablan del pasado a expensas del presente, y sin pensar en el futuro. Muchas veces es el cuerpo el que no cabe simbólicamente hablando y por eso partir hacia un nuevo horizonte es de alguna manera soltar. Soltar afectos, amigos, aromas, amaneceres, costumbres y un sinfín de elementos, objetos que nos definen en un instante determinado y con un entorno determinado. Mónica (Mónica García) se dedica a la danza. Vive en Buenos Aires y regresa a su pueblo para pasar un tiempo con su madre tras la muerte de su padre y en el que entre otras cosas ayudará para vender la casa de la que ella decidió partir para estudiar danza veinte años atrás. Volver al suelo, a la madre tierra y a la madre biológica implica un proceso interno, en el que las palabras no alcanzan. Recomponer vínculos con aquella anciana que la mira con ternura aunque a veces con extrañeza genera tensiones en el silencio de esa casa rural. El pasado entonces por momentos se verbaliza pero también se corporiza en el desplazamiento lento de la mamá de Mónica por el ambiente (Concha Canal) y en la necesidad de la protagonista de recurrir a la danza para expresar emociones. El contacto con el suelo y con ese viento olvidado por ejemplo retorna con el ímpetu de los recuerdos, el significado implícito en cada ritual junto a la madre y cierta melancolía que llega por lo que se deja más que por aquello que se recoge al volver. La directora Meritxell Colell Aparicio construye un retrato preciso y muy íntimo de lo que significa retornar a una familia tras un largo tiempo de cambios y a un modo de vida completamente diferente al de una ciudad. Más allá de la familia y del peso del pasado, el tiempo y el silencio también construyen un espacio de reflexión y en ese territorio aún virgen la ausencia de las palabras queda mayormente expuesta cuando un gesto o una mirada dice más que cualquier diálogo mundano, o simplemente desde el cuerpo y su ruptura del silencio a partir del movimiento.
El viaje y el aprendizaje. En cada una de las películas del director Pablo César, lo espiritual atraviesa cualquier atisbo de lectura concentrada en la enorme riqueza histórica con la que se desarrollan las tramas. El viaje es el motor y el corazón no tanto en lo que al desplazamiento por geografías exóticas o desconocidas se refiere, sino en referencia al impulso de ese espíritu donde el auto descubrimiento o la búsqueda de redención son parte de un horizonte que no tiene límite. Tampoco los obstáculos que se presentan en ese derrotero transformador de la conciencia donde los tiempos se quiebran y la frontera entre lo real, lo vivido, lo pensado, lo soñado, lo imaginado, se disuelve. Pensando en él es el último opus de Pablo César y como hace un tiempo atrás, el nombre de la India y de Argentina vuelven a tomar protagonismo no sólo por tratarse de una coproducción, pues los protagonistas de esta historia de amor espiritual pertenecen al terreno de la literatura de otra época, quienes por los azares de la vida se conocieron en etapas claves de sus existencias. Ella no es nada más ni nada menos que Victoria Ocampo (Eleonora Wexler), personaje que ya tuviese su espacio en el cine argentino en el film Cuatro caras para Victoria de Oscar Barney Finn y el poeta bengalí Rabindranath Tagore (Víctor Banerjee),entre otras cosas premio Nobel de literatura, quien mantuvo luego de una estadía en una quinta de San Isidro – que la escritora argentina alquiló a parientes para darle el confort necesario – una relación epistolar desde su partida y hasta 1941 cuando falleció en la India a la edad de 80 años. Parte del legado de Tagore no se reduce a su aporte literario ni a sus traducciones de poetas sufíes sino a sus revolucionarios conceptos sobre la educación, a contracorriente de cualquier discurso institucionalizado, que procuraba tomar al estudiante como una flor para que se transforme en un árbol. Ocampo y Tagore mantuvieron charlas en inglés, compartieron momentos y paseos contemplativos donde el bengalí expresaba su sabiduría y su lección de vida desligada del mundo materialista, habitual en la familia Ocampo y en muchos argentinos pertenecientes a una clase social elevada, en la que lo cultural se equiparaba a la acumulación de conocimiento pero no del aprendizaje. El film reconstruye la época de los encuentros con un enfoque no revisionista pero fiel a la idea de no ficcionalizar o tergiversar los datos históricos. Sin embargo, el enlace con el presente se produce a partir de un libro en el que Tagore y Ocampo recrean en el lector ese pasado. No podría ser otro personaje que un profesor de geografía, sumido en los métodos de enseñanza más tradicionales, y que presta sus servicios en un penal de menores, jóvenes a los que la geografía y los mapas de Asia no les despiertan el menor interés. Es por eso que el viaje iniciático de Félix (Héctor Bordoni) se entrelaza con la lectura del libro,y presente tanto como pasado confluyen en una misma vertiente narrativa donde los paisajes de la India a colores trazan las coordenadas visuales para que el contraste con el blanco y negro del Buenos Aires de los años 20 no resulte demasiado abrupto como un corte en el relato. Pensando en él fluye como esos amores platónicos inolvidables y como esos encuentros azarosos que marcan para siempre el rumbo de una vida.
El transportador de valores. Unos adolescentes se juntan en la calle a la noche, a uno de ellos lo rifa la cara, el menor es callado y el del medio dice que salió un laburo. ¿En qué sentido laburo? se puede preguntar uno cuando se entera que se trata de robar la recaudación de una escribanía y que el menor, hermano de uno del grupo, es ideal por su contextura delgada para entrar en ese lugar. El pibe entra, encuentra el tesoro ajeno y una alarma se dispara. En plan huida, con el botín encima, Reynaldo (Matías Encinas) al escapar de las sirenas, la policía y el tumulto destruye parte de un vivero en una casa familiar donde están festejando el cumpleaños de la esposa del dueño. Carlos (Germán da Silva) lo atrapa pero no lo entrega a los policías a pesar del descontento de su hijo porque se trata de un pibe chorro. El realizador Santiago Esteves atraviesa en el vínculo entre Reynaldo y Carlos todos los núcleos clásicos de un film iniciático que puede abordarse desde una idea general del concepto aprendizaje (de ahí el vínculo con la palabra educación) siempre desde el punto de vista de Reynaldo. Carlos puede ser un modelo a seguir pero en el presente, así como un aliado futuro para continuar por el camino de la delincuencia dado que el hombre intenta enseñar al muchacho una escala de valores muy a contracorriente de sus propios valores. Reynaldo deberá reponer lo que rompió, trabajar a cambio de techo y comida. Pero afuera hay otro universo, con gente oscura que quiere recuperar la plata de la escribanía. La interesante propuesta del director mendocino responde al despojo del estigma a la vez que a desmitificar la mirada ingenua y romántica de cierto mundo de delincuencia juvenil, para que no termine tratándose de una aventura con un falso ideario de libertad, que cumpla a rajatabla con los elementos del género policial mezclado al drama de familia disfuncional. Muchas veces se asocia a un entorno y contexto con una consecuencia directa, sin el abordaje integral de las causas que conllevan a esas situaciones. Algo de eso expresa el personaje de Carlos en otra gran actuación de Germán da Silva, retirado de su vieja profesión de transportar valores para que en esta etapa de su vida sean los “valores” de otro tipo aquellos por los que incluso pueda entregar su cuerpo y su vida. Hay escuelas de la vida donde se aprenden las cosas importantes pero siempre vinculadas con el esfuerzo y las oportunidades para seguir aprendiendo a crecer.
La ventana cinética La naturaleza es ambigua, cruel, bella, sorprendente, única e irreversible. El cine y la naturaleza nunca se llevaron del todo bien por esa maldita manía humana de intervenirla en pos de la estética y hay muy poco que decir cuando el hombre la lastima, la provoca, la destruye, como si lo único que importara es ese instinto depredador. Algo que muy pocos animales llevan en su ADN a pesar de la injusta y humillante coexistencia con este eslabón podrido llamado raza humana. Este prólogo no busca otra cosa que entender en principio el sentido ontológico de la obra póstuma del iraní Abbas Kiarostami, 24 cuadros. El director de El sabor de la cereza deja su legado cinematográfico bajo la irrestricta premisa de la falsedad en el ida y vuelta de la representación. Un escupitajo por elevación para todos aquellos pregoneros del naturalismo cinematográfico o el mal llamado cine contemplativo, sumido en una catarata de planos con cámara fija, una gigantesca acumulación de planos secuencia a lo Bela Tarr y otros vicios por el estilo. Lo de Kiarostami y su impronta de la mentira en cada cuadro de los 24, cuya duración es de 4 minutos y medio, es la intervención digital en cada una de las imágenes en las que incluso (aunque este dato no puede confirmarse se matan animales que en realidad nunca se mataron con los fines estéticos que pondrían en duda la ética del iraní por supuesto.) Pareciera que en el derrotero de este último film lo que sobra es la presencia del hombre. Los animales que ocupan el corazón de cada cuadro, vacas, caballos, perros, aves e incluso una pareja de leones en un acto de apareamiento, son captados a la distancia por una cámara testigo pero intervenidos en el marco del cuadro por efectos digitales, por ejemplo de nieve. Si hubiese que trazar algún rumbo conceptual y hasta filosófico en el cúmulo de los 24 cortos se podría aventurar en un primer orden un trasfondo melancólico más que nada si se tiene en cuenta la música elegida para ciertas secuencias como por ejemplo el tango Poema, de Francisco Canaro en el cuadro donde una pareja de caballos juegan en la nieve, se funden en una sola silueta gracias a la distancia de la cámara desde el interior de un vehículo que baja la ventanilla como si se tratara de un telón antes de que los actores entren a escena. Las ventanas ofician también de pantallas en esa estética o los recovecos que dejan entrar luz para dibujar de cierta manera otro tipo de espacio, sin olvidar claro está esa condición del voyeur omnipresente o el sello de autor que Kiarostami del cual nunca reniega. La información sobre esta obra póstuma que tuvo un estreno mundial en Cannes y ahora por fortuna llega al cine Cosmos para deleite de los cinéfilos porteños aporta un dato no menor que hace a la importancia del proyecto, que mantuvo a Abbas Kiarostami los últimos tres años de su vida sumergido en este film. Cabe recordar que el director iraní falleció el 4 de Julio de 2016 y que para su fotograma final -paradoja del destino tal vez- eligió sobre imprimir en una pantalla de computadora la frase o el presagio The End. Pero el cine, sea o no intervenido por los grandes artistas como Kiarostami, se burla de la muerte cada vez que una pantalla nos invade con luz, sonido y color para un eterno Continuará…
El psicópata pequeño burgués. Latidos en la oscuridad, traducción local de Bad Samaritan, entrega una premisa interesante y un planteo directo a la columna del género del thriller pero lamentablemente se desinfla por su propia pereza a la hora de definir ciertos lineamientos y evitar el trillado cúmulo de vueltas de tuerca para tapar los evidentes baches de un guión al que le faltan varios puntos de cocción. Tratándose del segundo opus de Dean Devlin, quien nunca ha demostrado alguna habilidad en el arte de la dirección, el exceso es el denominador común, tanto en lo que hace a las sobre actuaciones y a la pésima manera de marcar esas pequeñas atribuciones o rasgos que definen personajes. Claro que si nos encontramos frente a un puñado de personajes unidimensionales mucho no se podía esperar de ese aspecto que para el desarrollo de la trama resulta sumamente importante cuando la búsqueda de la tensión en un derrotero de caza de gato y ratón se llevan la gran parte de responsabilidad. Así las cosas, el relato nos sumerge de inmediato en un callejón sin salida para el protagonista, un muchachito que tiene junto a su compañero un sistema aceitado para robar en casa de clase alta durante la estadía de una cena en un restaurante de élite valiéndose de los gps de los vehículos de alta gama que tienen a su cuidado como valet parking. En ese lapso, la comunicación por celular resulta imprescindible y cualquier intento de demora para que los comensales no busquen su vehículo más temprano recae en la habilidad del secuaz latino que hace las veces de campana. Intrusar casas ajenas, llevarse objetos de valor, dinero e incluso estafas con tarjetas de crédito es moneda corriente para estos valet parkings hasta que se meten en la casa equivocada y con la víctima equivocada. Sin espoilear para aquellos que disfruten de las grandes películas de suspenso comenzando por el maestro Alfred Hitchcock encontrarán en este mamotreto una ofensa tras otra, mientras que para los menos exigentes o poco ávidos en este tipo de propuestas la garantía de entretenimiento no caduca, salvo en el último tercio donde realmente Latidos en la oscuridad pierde toda sorpresa.
Memoria y movimiento. El documental dirigido por Alberto Masliah, a partir de una idea original de Liliana Furió se divide en dos mitades muy marcadas pero con un denominador común o nexo representado en un grupo de danza contemporánea llamado Compañia de Danza Sin Fronteras, cuya singularidad es la inclusión de personas con discapacidad. Desde los ensayos a las puestas de coreografías con un hilo conductor relacionado con la dictadura militar, la danza de la memoria se expresa desde el movimiento del cuerpo incluso en aquellos cuerpos que no pueden estar de pie y requieren de una silla de ruedas para unirse a la coreografía completa. Hay cuadros más logrados que otros, músicos en vivo, aunque debe destacarse una buena fotografía a cargo de Mariana Russo y en complemento con una prolija dirección para que no se pierda en la imagen algún detalle y se amalgame la danza al cine. El Parque de la memoria, lugar en el que el cuerpo busca desde el movimiento la libertad es uno de los espacios en los que el trabajo del grupo de danza contemporánea genera otro tipo de energía, así como la de un número de cierre donde una tela de gran dimensión se funde con las olas para que la danza, la memoria, el movimiento y la vida traspasen el tiempo y la pantalla.
Mercantiliz arte ¿Quién decide el verdadero valor de un cuadro? Todo menos la calidad artística y ya desde esa premisa el nuevo opus del tándem Duprat-Duprat apuesta a la comedia negra para escudriñar desde su sabia malicia en el mundillo de los galeristas y los curadores de arte, como si se tratara de un lado b de su película El artista, que también giraba en torno a la impostura y la hipocresía de toda la elite snob argentina, pero con una dosis menor de maldad. En ese sentido, Mi obra maestra, permite una lectura oblicua de su trama porque más allá de la historia de un pintor en decadencia (Luis Brandoni) y su galerista Arturo (Guillermo Francella) en plan de salvataje bajo las reglas salvajes de un mundo sin códigos, se vale de la anécdota para sumergirse en dilemas morales a la vez que en el orden estético, aspectos interconectados que pretenden una redefinición del rol de los artistas en la sociedad contemporánea y del arte per se como vehículo de interpretación y representación de la realidad de su tiempo. En este caso, Renzo es un pintor que destiñe ante la formalidad del consumismo de ricos y la ambigua relación entre el negocio del arte y la estafa al pequeño burgués ignorante. La sustanciosa idea de la perdurabilidad de una obra con el correr de los años contrasta con los diferentes deterioros del tejido social, y también del propio cuerpo del artista plástico cuando el contexto es absolutamente indiferente a su evolución interna o la progresiva transformación de una mirada a lo largo de décadas, que busca sin ir más lejos en el lienzo el retrato de un instante histórico emocional. Basta con ver los colores en cada cuadro de Renzo o esas figuras exageradas que su amigo Arturo envuelve en la retórica y la perorata de las explicaciones como esa ironía característica del estilo de este notable pintor argentino. Sin embargo, la singularidad de Mi obra maestra reside en lo que hace a los contornos y no a la figura lisa y llana que encierra ese vínculo de amistad pero a la vez de sinceridad extrema en momentos de crisis y de pedidos de ayuda. Los contornos de la solidaridad, por ejemplo escapan a la forma de lo solidario como parte de otra estrategia mercantilista para sacar el mayor rédito posible en el mercado del arte, así como la nada novedosa idea de revalorizar a un artista olvidado una vez declarada y firmada su acta de defunción. ¿Es acaso la muerte la que valoriza al artista antes que la vida? ; o la locura de un anciano que dibuja en una servilleta trazos sin sentido como ya ocurriera en El artista. Ninguna respuesta alcanza para definir una obra maestra y en este caso apenas se llega al esbozo de una mueca contra el sin sentido del arte, los artistas y los críticos como quien escribe.
Afluentes en el rincón del corazón. Parafraseando, así se llega antes y entonces que comience la música, que el torbellino de palabras de aquellas canciones de las que estamos constituidos trace a la par de la estela del río un mapa imaginario en el cual el sonido del pasado se hace presente para representar la única verdad que es la del corazón. Ahí llega el susurro frente al murmullo de lo incierto y entonces una voz dice algo parecido a ésto: no importa el lugar, si vienes o si vas, la vida es un camino, un camino para andar. Andar implica siempre seguir un norte, dejar la orilla del conformismo para encontrar en otra orilla la brújula del sonido de eso que nos recuerda quiénes somos y ese es el objetivo primario de un documental donde la expresa ausencia de especialistas, críticos, musicólogos o teóricos reputados abre las puertas a la música, a los hacedores de esa música para dar en la tecla o en el centro de la identidad de lo que podría llamarse -aventuradamente- cancionero rioplatense. Ese enorme mestizaje de ritmos, estilos y géneros muta desde hace siglos, se retroalimenta mientras el tiempo vuela y se pierde para volver a buscarlo. El músico Pablo Dacal, acompañado por la cámara y la dirección de Julián Chalde reconstruyen un cancionero caprichoso, que reúne artistas argentinos y uruguayos en un devenir atado al armazón de una banda de sonido donde se van sumando versiones en vivo de diferentes canciones y épocas. Los nombres no importan tanto como la música que brota desde el candombe hasta la cumbia, en el tango y el rock and roll, en la murga y en la poesía de las letras. No se necesita recurrir a ningún material de archivo porque la propuesta de Charco … es mucho más lúdica que rigurosa en términos periodísticos. Esa virtud plasmada en el vaivén de las dos orillas, de paseos urbanos o alejados de la ciudad generan una irresistible y seductora sensibilidad que estalla con la fuerza de las interpretaciones, tanto de solistas como de dúos o grupos más numerosos que contribuyen a cada surco de un disco eterno y nuevamente se cuela otra canción y el parafraseo funde pasado y presente, baila enloquecido entre tambores de pregoneros mientras una vihuela sostiene el lamento de un desaire del destino, que vuelve en un tango oxidado desde la orilla de la melancolía, se impregnan del olor a café de La Paz y se hace humo en el agua. ¿Escuchan? Viene el torbellino ¿y de qué lado se quedan?
Escrito en mi cuerpo. De lo superficial a lo profundo; de la carne al verbo; del amor al desamor y en el medio la necesidad de la fuga. De habitar un espacio no contaminado y un cuerpo distinto más allá de las heridas o los tatuajes de las primeras capas cutáneas. Pieles y cuerpos a veces juntos y otras no, disponen y proponen un viaje introspectivo en el nuevo opus de Inés de Oliveira Cézar. El título alude a esa otra piel, que por momentos representa la búsqueda de identidad cuando la cárcel de los roles aprisionan el deseo. Decíamos en la carne y acompañada del verbo porque lo no dicho en realidad se descubre en el cuerpo como esas huellas en la arena de una playa al sur de Brasil, donde jugar a ser otra forma parte de la misma fuga hacia adentro. Reencontrarse con aquella para ser ésta va más allá de la cuestión genérica. Como suele ocurrir en las propuestas de Oliveira Cézar la mayor transformación se relaciona con una protagonista en un momento de crisis. Las tragedias personales surgen en el instante en que la pregunta ya no se acalla y la necesidad de clausurar una inercia de la rutina, de la convivencia o la propia a pesar de que todo parezca fluir, gana notoriedad en los detalles. La desatención de un dramaturgo (Rafael Spregelburd), obsesionado por el estreno de la obra de teatro “La terquedad”, sus constantes desaires en función al ego que sale por los poros, resulta lo suficientemente asfixiante para Abril (María Figueras), quien procura ganar nuevamente su lugar en la pareja y de esa manera pasar a otro estado de la relación. Todo parece a destiempo, el deseo de Octavio (Spregelburd) emerge cuando Abril ya no desea y viceversa. Para el hombre hay un escape: su obra de teatro, su coqueteo con las actrices, pero para Abril el encierro o quizás patear el tablero? La directora de Extranjera nos transporta en ese viaje de otra extranjera que prueba sus pieles con personas desconocidas como el personaje de la película El otro, protagonizado por Julio Chávez. Sin embargo, en Abril la operación de mudanza a otro cuerpo es mucho menos tangible para las imágenes cuando el paisaje de la otredad surge con la fuerza de una energía distinta no volcada únicamente a una efímera sensación de libertad, sino más bien ligada a la fugaz atadura con lo que somos para encaminarnos en el descubrimiento del porqué somos como somos. Los textos que traen la voz en off y en on de Rafael Spregelburd, disociado entre el dramaturgo real y el Octavio dramaturgo, parecen salir a la búsqueda de aquella Abril y de todas las Abriles posibles. Una obra de teatro estren ada en el Cervantes (otro dato real dado que el acontecimiento data de 2017) donde el valor de lo que se dice es mucho más importante del cómo se dice conecta con la realidad, con los datos duros escritos, verificables, tangibles y desde el cine con la potencia del registro, del documento -dispositivo utilizado en Casandra– para cruzar la frontera de la ficción, fundirse con el cuerpo del texto no dicho y con aquello que ya está escrito como el destino.