Hijos No es habitual que a las películas que giran en torno a la exploración del pasado nazi se las intente exonerar de la pesada herencia de las atrocidades cometidas durante la shoah. Tampoco que los protagonistas se encuentren en un fuera de campo como parte de un relato que hace de los recuerdos y el material de archivo su primera herramienta para que el público no olvide que se trata en definitiva del Holocausto; de los campos de concentración; de las complicidades de países aliados al régimen nazi y un sin número de elementos característicos. Sin embargo, El intérprete toma como punto de partida el encuentro de dos hijos atravesados por la historia de sus padres. Uno desde el lugar directo de víctima del nazismo, Ali Ungár de 80 años (Jiri Menzel) y el otro, Georg Graubner (Peter Simonischek) un jubilado de 70 años, maestro, cuyo padre era ex oficial de las SS presuntamente involucrado en la muerte de los padres de Ali. Uno de los tantos jerarcas, a quien el paso del tiempo y la desmemoria parecen haber salvado de una condena moral. El detonante de la historia es un libro escrito por el ex oficial de las SS y la búsqueda de este sujeto a cargo de Ali, en un viaje solitario con escala en Viena donde conoce a Georg Graubner, quien lo anoticia sobre el fallecimiento de su padre. Como miles de judíos, sobrevivientes o ligados a los judíos asesinados, Ali desconoce el lugar donde fueron a parar los restos de su familia y la pesquisa entonces cobra una doble intención: la reconstrucción de un posible derrotero histórico con la certeza de la autoría de los crímenes a cargo del autor del libro y por otro lado la resignificación de la memoria colectiva para que el hijo comprenda las atrocidades llevadas a cabo por su padre. A grandes rasgos, el vínculo entre ambos no tiene demasiado sentido una vez que Georg dice que su padre ya no vive, salvo por la propuesta que hace a Ali. Viajar juntos por los lugares claves que figuran en el libro con el propósito de conocer con más profundidad aquel pasado negado o al menos desplazado y así consolidar un vínculo con el desconocido anciano de 80 años que además actuará como intérprete ante las dificultades idiomáticas de Georg. La apuesta del realizador Martin Sulik avanza por terrenos sinuosos al mezclar géneros para quitarle solemnidad al relato y así concentrarse en los rasgos humanos de los personajes. Y si se trata de humanos, las contradicciones afloran y en la coexistencia durante el viaje que arranca en Austria para pasar por Eslovaquia a modo de road movie llegan a marcar las enormes diferencias de carácter, lugar común de toda buddy movie también, a la que se suman la inevitable galería de secundarios, con absoluta intención humorística y en plan frescura para amortiguar los golpes emocionales que genera el repaso de testimonios sobre el destino de las víctimas judías. Así las cosas, podría dividirse esta coproducción europea en una mitad cristalina, transparente, liviana, sin equipaje, para construir una historia de amistad entre dos ancianos que en el umbral de su vejez comparten un viaje revisionista, mientras que la segunda mitad se vuelve en términos dramáticos mucho más grave y ese equipaje liviano del comienzo se transforma en una inmensa carga por la Historia, la culpa y la necesidad perentoria de enterrar tanto la os muertos del pasado como a los vivos que parecen mucho más muertos.
4380 Días Desde el comienzo quedan expuestos los elementos narrativos y cinematográficos, así como las intenciones de sumergir al espectador en las vísceras de un relato de superación, resistencia y que expone dos lados de la condición humana en plena tensión: el odio y el amor. No importa si ese odio se dirige hacia personas, ideas, causas políticas o todo eso junto, pero sí vale la pena rescatar la fuerza del amor por una convicción como base de la voluntad inquebrantable en momentos de desesperante agonía. De fondo se escucha a todo volumen el estribillo de la popular “Siga el baile” y la irrupción inesperada de los militares en una cárcel, palos en mano, para orquestar ese otro baile tan característico de la brutalidad castrense sobre los cuerpos de los presos. La cámara gira 360º -tal vez para reforzar esa visión panóptica del vigilar y castigar- entre gritos, empujones y atropellos de todo nivel, tres personas son separadas con destino incierto. Entonces, ya no es necesaria ninguna explicación histórica o contextual porque se trata de personas, encapuchadas y potenciales rehenes, a quienes la dictadura militar uruguaya consideraba subversivos, integrantes del movimiento Tupamaro, y potenciales chivos expiatorios para someterlos a las más atroces humillaciones durante 1973 hasta 1985. José Mujica (Antonio de la Torre), Mauricio Rosencof (Chino Darín) y Eleuterio Fernández Huidobro (Alfonso Tort) son los protagonistas de La noche de 12 años, elegida por Uruguay para formar parte de la candidatura al Oscar y a los premios Goya, dirigida por Álvaro Brechner, quien se aleja de los convencionalismos del cine carcelario testimonial para encontrar enormes dosis de humanismo y emoción en el relato de encierro y alienación que supone todo confinamiento de estas características. Apoyado en las buenas actuaciones de su trío protagónico y seguro del valor de cada plano, fuera de campo, sonoridad y puesta en escena, el realizador uruguayo construye desde la subjetividad de sus personajes un puente de identificación directo con el espectador para que el trillado término “ponerse en la piel de” no suene exagerado. Pero también alcanza a “ponerse en la cabeza de…” con la riqueza del mundo interior de cada uno de los protagonistas, concentrado eso sí en la paulatina disociación con la realidad de José Mujica desde la impecable composición del actor andaluz Antonio de la Torre. Sin esquivar el bulto de lo físico, del deterioro del cuerpo por el avance progresivo de las torturas, los traslados y todo tipo de vejaciones, es la cámara y los ángulos en el espacio del encierro la que magnifica la sensación de angustia pero nunca de la derrota absoluta. Por eso el relato descubre a medida que avanza en la acumulación de elipsis a través de los 12 años, o 4380 días, la transformación psicológica que se origina entre los intersticios de la debilidad y la fortaleza; entre la capacidad de hacer del silencio una voz que calme y a partir de esa calma la única salida para que la cabeza no traicione nunca con la espada de la razón ante tanta sinrazón a los alrededores, entre sombras, golpes en la pared y momentos de contemplación en solitario. Los méritos del tercer opus del director de Mr Kaplan se resumen en la calidad cinematográfica de la propuesta (con buena recepción en el Festival de Venecia), aunque también en ciertas licencias poéticas que dotan a la película de un universo más colorido y profundo que el oscurantismo de todo relato entre rejas o basado en algún hecho trágico de la historia contemporánea. Es por ello que resulta acertada la decisión del Oscar, algo que a la Argentina también la involucra por tratarse de una coproducción con España, un plus de nota de color sumado a la doble chance de ver al Chino Darín en papeles muy diferentes y recientes como en El Ángel, de Luis Ortega y en el de Mauricio Rosencof, quien en la película de Álvaro Brechner aporta toda su poesía de resistencia.
El ahorcado Para ganar en el juego del ahorcado hay que descubrir una palabra misteriosa antes de que el cuadro se complete. Letra a letra, las chances de revelarse o perderse son parecidas a las que atraviesa cualquier persona que busque -estérilmente- conocer las causas que llevan a una persona a la muerte cuando nada indica enfermedades o cualquiera otra dolencia que no sea la del corazón. Y las palabras que se intentan ocultar en letras para ser descubiertas, a veces representan ni más ni menos que una opresiva angustia. En el segundo opus de Nadir Medina (El espacio entre los dos) las palabras aparecen acompañadas de grandes momentos de emoción o silencios marcados desde la ausencia. Nuevamente, un trío de amigos, Martín, Pablo (Santiago San Paulo) y Jesi (Jazmín Stuart). La ciudad de Córdoba como ese espacio de andanzas y aventuras de adolescencia para diluirse cuando Jesi escapa a España de una de las tantas crisis que azotan el país. Indicios de 2001 se respiran en las palabras entrecortadas de Jesi, ahora en calidad de visita desde Madrid para intentar recuperar un tiempo perdido con Pablo y entender algo más sobre la muerte de Martín. Pero pasaron muchísimos años y en el caso de Pablo las ausencias fueron dos: la de Jesi, su amiga de la vida, y la de Martín, su última pareja que en la película de Medina surge siempre desde el fuera de campo. O en una licencia onírica flotando en la noche cordobesa y atado a la soga que se eleva desde el cuello de Pablo, en un deambular cansino como si el peso de la culpa y la ausencia necesitaran soltarse para empezar otra vez. Y empezar otra vez es lo que pretende Jesi para encontrarse con un Pablo muy distinto al que la despidió a las apuradas en su huida. Un Pablo algo hospitalario pero distante como aquellos amigos que deciden reencontrarse y recuperar los recuerdos donde Martín vuelve a salvarse por unas horas antes de caer ahorcado, porque nadie acertó la palabra; porque las letras no aparecieron en el momento indicado y el peso de la ausencia fue más fuerte. También la melancolía de una amistad herida por el lacerante paso del tiempo. Nadir Medina consigue desde la austeridad de la palabra decir mucho sobre las transformaciones, los duelos y la búsqueda de la identidad entre anécdotas, risas, algo de alcohol y reproches entre sábanas.
El cuco virtual. Anissa Weier y Morgan Geyser, quizás el nombre no nos diga mucho pero asociado a un asesinato de una niña, Payton Leutner en un bosque como ofrenda a un ser siniestro, cambie el panorama. Lo cierto es que este hecho verídico involucró a dos niñas de doce años de Wisconsin, quienes apuñalaron diecinueve veces a otra amiga y nombraron a Slender man, una suerte de cuco creado por las leyendas urbanas de las redes sociales y que se caracteriza por raptar niñas cuando lo invocan, o al menos dejarlas tan perturbadas que son capaces de cometer atrocidades como ofrenda. El Hollywood de esta última época hace de todo lo medianamente popular una fuente de ingresos extra y por ello no sorprende esta propuesta de terror, que no aporta absolutamente nada novedoso al género. La paranoia adolescente también es un buen pretexto para engrosar las arcas a expensas de un público ávido de consumir estas historias básicas, donde los gritos y el efectismo suplen ideas interesantes en los guiones. Slender man no tiene rostro, es flaco y tiene tentáculos. Aparece en el bosque o incluso entre alucinaciones, y sus víctimas son adolescentes como las de esta película dirigida por Sylvain White. Por momentos funciona la idea del rumor que encuentra en la multiplicación de las redes sociales un efecto más intenso que el que se generaba desde la transmisión oral de alguna leyenda urbana. Es decir, que lo que origina la acción de esta historia de terror es tan viejo como la idea de control social, a partir de la representación de algún monstruo represor. No obstante, el film en cuestión no pasa del susto y del efecto. Seguramente encuentre su público, aunque todavía en cartelera se pueden elegir mejores películas del género.
La guerra permanente Es sabido que el director Peter Berg tiene una predilección por el pro militarismo yankee. También que trabaja cómodo cuando cuenta con Mark Wahlberg en el reparto y más si se trata del género acción. Milla 22 no es la excepción a la regla: Berg y Wahlberg vuelven con todo pero el problema consiste en lo desprolijo a la hora de tomar minuciosamente las secuencias de acción que ocupan el centro de una trama sencilla, sobre dialogada y con una fuerte dosis explicativa promediando el último tercio del film. La destreza física de Iko Uwais (experto coreógrafo de artes marciales), en un rol de doble agente que debe ser trasladado al aeropuerto para rebelar la contraseña de un dispositivo y así evitar futuros ataques nucleares, es uno de los puntos de mayor debilidad de la propuesta por impericia del director. Cualquier película asiática de características parecidas supera a la de Peter Berg, quien no comprende la importancia de entender lo que pasa entre tanto movimiento frenético de cámara en el que no basta sostener el ritmo. Ahora bien, en el apartado de secuencias de acción, tiroteos y persecuciones, la película gana en adrenalina y vértigo. No así desde una historia sumamente hueca y predecible, con un Wahlberg verborrágico, denso, pero muy físico. Los secundarios cumplen, sobre todo la partenaire femenina a cargo de Lauren Cohan (Ya vista en la serie The walking dead). Al juzgar por el desenlace, ¿nacerá un nuevo héroe americano con licencia para matar en pos de la guerra permanente contra el terrorismo internacional?
Menos Diez Resulta muy difícil encontrar algún punto a favor de esta película dirigida por Roberto Salomone y Daniel Alvaredo, escrita por Osvaldo Cascella, que por esas inconsistencias -para utilizar una palabra feliz- llegan a estrenarse y ocupar un espacio en la cartelera local. No se trata simplemente de un film que atrasa cincuenta años en su concepto de humor, tono y desarrollo, sino de preguntarse por el cómo más que por el qué. El cine argentino de Luis Sandrini en una de sus etapas contaba historias de buenudos, perdedores, tipos a los que no le salía una y le ponían una sonrisa a la desgracia. Quique (Diego Pérez) representa ese tipo de personaje: monaguillo, laburante en una fábrica, buen esposo, buen cristiano, gran amigo, solidario, a quien de la noche a la mañana le suceden todas las calamidades juntas. Se queda sin trabajo, la mujer lo deja y encima le roban toda la plata de la indemnización en una salidera bancaria. Enojado con Dios, amaga con abandonar la conducta de los diez mandamientos pero nunca lo cumple y sigue en el rebusque para ponerle la otra mejilla a la tragedia de su existencia. Diego Pérez hace lo que puede y se adapta al tono de la película con la ayuda de Roly Serrano en un papel secundario, mientras que ninguno de los sketches que componen la trama funcionan. Realmente, Diez menos parece un programa de televisión viejo, sexista y falto de ideas. El costumbrismo era algo que parecía erradicado en el cine argentino de las dos últimas décadas por lo menos pero con propuestas de este nivel y calidad parece cobrar fuerzas para volver. Esperemos que no.
Sexo, poder y dinero Últimamente los thrillers corporativos se han puesto de moda y también la reivindicación de la mujer y su empoderamiento ante un mundo aún dominado por machos alfa. Sin embargo, los subrayados de determinadas posiciones frente a hechos cotidianos terminan por malograr planteos profundos, o al menos interesantes. En ese sentido, La número uno se queda a mitad de camino, en primer lugar por la chatura en la construcción de sus personajes y ese solapado maniqueísmo en el que los hombres son más despiadados que las mujeres, como si el género fuera garantía de bondad o maldad. Si bien para este caso resultaría extremadamente exagerado ese modo binario de ver las cosas, la falta de matices surge desde el momento en que se plantea esta suerte de lucha desigual entre una ingeniera (Emmanuelle Devos) aspirante a ocupar un cargo de CEO en una empresa top 40, mientras que el candidato masculino ya cuenta con todas las redes de poder a su favor. Así las cosas, la trama explora por un lado la inescrupulosidad en el mundillo corporativo cuando están en juego tres elementos que no se pueden obtener por separado: sexo, poder y dinero, mientras puertas afuera y detrás de esos gigantescos edificios vidriados y alejados del mundanal ruido habitan personas con conflictos internos y miserias que ocultan a cada minuto. La galería de personajes es un retrato cabal de la cara más cruda del capitalismo en una sociedad de consumo y la gimnasia de los carpetazos como herramienta de extorsión la moneda corriente tanto de un bando como de otro, pues a la candidata femenina la apoya una asociación feminista con fuertes vínculos gubernamentales. Entre la defensa del poder femenino, la corrupción corporativa y la complicidad de los grupos de poder, se entreteje este fallido film francés que apela a la presencia estelar de la todo terreno Emmanuelle Devos en otro papel donde se destaca por su personalidad y esa mezcla de fragilidad y convicción a la que ya nos tiene acostumbrados.
Papá no me quiere. En su segundo opus, la directora Barbara Sarasola-Day construye desde la estructura del thriller frenético un atractivo relato que gira en torno a la desesperada situación de una joven que acepta el trato de transportar en su cuerpo droga proveniente de Bolivia. Su compañero de ruta, con quien cruza la frontera muere al abrirse uno de los paquetes que al igual que ella se tragó para no ser detectado y desde ese instante la presión sobre ella recae por partida doble: un cuerpo, una entrega fallida y la imposibilidad de huida del lugar. El punto clave de la historia lo constituye la subtrama que se inserta y de cierta manera motoriza las decisiones de Martina (Eva de Dominici), quien involucra a su padre biológico (Alejandro Awada) en su problema cuando jamás se hizo cargo y ni siquiera la reconoció como hija. La mezcla de elementos, por un lado los secretos de familia y por otro los del policial duro, hacen de este thriller una propuesta interesante a la que debe agregarse el acierto del casting, sobre todo en la elección de Eva de Dominici en un rol que le viene justo para seguir explotando su gama de personajes rudos que hacen de la belleza un arma letal pero sin proponérselo o actuando de bellas o femmes fatales. En el caso de Alejandro Awada, la garantía de sobriedad siempre aporta la cuota de realismo para hacer verosímil cualquier vínculo o complemento actoral para lucimiento de su co protagonista. Con pulso, ritmo y una banda sonora climática, sumada la fotografía en la que destacan colores adecuados a los estados anímicos, Sangre blanca funciona en todos los niveles esperados.
Narrativa en forma de vaivén para columpiar la corta historia de María Soledad Rosas, una joven de clase media que abrazó muy rápidamente los postulados de un movimiento de squaters italianos, autodefinidos como anarquistas en los convulsionados 90 europeos. Vaivén que también se contagia en los estados emocionales de Sole y su nuevo grupo de amigos. El amor como motor de acción más que de las palabras de discursos, mezclados de ideas revolucionarias sin revolución, palabras contradictorias que chocan siempre con una realidad asfixiante, en un relato que hace del instante, de lo fugaz, de lo intenso su arma más noble y la carta de presentación de la directora -debutante en el largometraje- Agustina Macri. La otra carta escondida en esta ópera prima no idealista sino sobre los ideales y la manera de comprenderlos no desde la razón sino desde el cuerpo y las vísceras es sin lugar a dudas Vera Spinetta. Si se permite un juego de palabras lo de Vera es veraz y lo veraz se verá en su verdad. En su entrega con convicción para vestir la piel de una joven rebelde y confundida, con miedo de ser libre aunque demuestre una personalidad avasallante tanto en pantalla como en momentos cruciales en la trama, que conectan con los hitos dramáticos de un viaje iniciático y trunco. La ética de la realizadora estaba en juego sin buscar segundas o terceras lecturas antojadizas por portación de apellido y la mejor forma de responder si es que hay que hacerlo es desde el cine y desde la distancia o no con lo que se muestra y oculta. En ese sentido, la fluidez narrativa de Soledad, el inteligente uso del fuera de campo, la cámara en mano y la amalgama audiovisual detrás de la protagonista resulta más que contundente para saber que detrás de la película hay una directora de cine antes que una hija de… Hija de… también le cabe a Vera Spinetta, quien en ningún momento de su gran performance y despliegue emocional ante cámara apela al indicio o se escucha en la banda sonora -compuesta por algunos hitazos del rock nacional- un tema del entrañable Flaco. ¿Se puede abrazar una causa por más descabellada que resulte, sin amor? La respuesta flota entre cenizas pero lo que no se puede dejar de lado es que un gran amor por una causa conduce inequívocamente a una lucha en soledad.
Los apuros de la inocencia Existe algo indefinido y algo muy palpable en el segundo opus de Diego Lublinsky, Amor urgente. En primer lugar, el tiempo en que transcurre esta historia de despertar sexual adolescente en un pueblo de 10.000 habitantes transmite cierta anacronía pero el conjunto de elementos en la puesta en escena como por ejemplo un televisor con doble antena sintonizadora o la ausencia de celulares, computadoras, redes sociales y la alusión a la palabra “asalto” no desde su connotación delictiva sino festiva ayudan a insertarse en un universo propio y definido. En ese pequeño universo, los planetas son Agustina (Paula Hertzog) y Pedro (Martin Corvini). Ella recién llegada con su madre Irene (Paola Barrientos) para instalarse en un lugar muy distante a su concepto de ciudad, y él oriundo de ese pequeño pueblo llamado Resignación, con enormes ganas de ganarse su amor. Entre el aula y las charlas con pares sobrevuela la idea del debut sexual. Las chicas, amigas de Agustina, alardean hazañas cuando la protagonista aún no ha encontrado el momento y la persona adecuada para que esa urgencia del despertar sexual encuentre correspondencia. Para salir de la anécdota, el director Diego Lublinsky trabaja meticulosamente sobre los fondos en la imagen, hace de la falsedad de la retroproyección todo un espacio novedoso para clausurar cualquier atisbo de realismo en su película. Tal vez fiel al estilo ya visto en su opera prima Hortensia, dispositivo similar en relación al humor y al coqueteo con situaciones absurdas, que en el caso particular de Amor urgente no llegan a convertirse en ridículo pero sí habilitan el humor asordinado por el tono apagado en el que se desarrollan. Como retrato de una etapa y época por la que todos pasamos, Amor urgente resulta ilustrativa y evoca esos tiempos de prisas por el deseo y sin prisas por el futuro.