Inmigración a la carta Un chef hindú conquista Francia. “La comida trae recuerdos”, se repite como un mantra en Un viaje de diez metros. El sentido del gusto, los olores, traen a la mente aquellas experiencias que nos pueden conmover. En este filme el alimento tiene un rol casi alucinatorio. Como el amor mismo. Hassan Kadam (gran trabajo de Manish Dayal) es un cocinero hindú de excelencia. Junto a su familia, y con su perseverante padre a la cabeza, deciden mudar el negocio familiar de la gastronomía hacia Europa. Y en esa transición se ve parte del núcleo argumental: la inmigración, con la difícil adaptación (y aceptación) de una exótica cultura culinaria en tierras de paladar célebre como Francia. La familia Kadam no tiene mejor idea que adquirir una vieja propiedad en Saint-Antonin-Noble-Val (sur galo) y darle forma a Maison Mumbai, un restaurante de cocina India, justo enfrente de Le Saule Pleureur, insignia de la cuisine con una Estrella Michelin. Esa marca de distinción culinaria es la ambición de Madame Mallory (Hellen Mirren), dueña del aristocrático restó, quien buscará boicotear a sus rivales hasta llevarlos a la ruina. “Esto es la guerra”, dice el patriarca hindú. El cineasta sueco Lasse Hallström (Un lugar donde refugiarse, Las reglas de la vida) es un gran contador de historias y un timón para los actores. Amalgama tensión y sensibilidad en sus personajes como pocos. Así sucede con Mallory, quien muta desde lo revulsivo (tirar un plato de comida a la basura) hacia lo comprensivo, como repudiar un acto de discriminación nacionalista. La “lucha” interna deshumaniza su rol, presa de la soledad de una viudez que la condiciona y obliga a romper cadenas. La disposición escénica de este filme también esconde sus secretos. Una calle que separa a los dos establecimientos puede verse como un puente entre dos culturas, pero también como una frontera que se atraviesa a fuego lento. Intimista, basado en la novela The Hundred-Foot Journey, de Steven Knight, el amor tiene el costado más infantil e inocente. La mujer -Madame Mallory o la anodina Marguerite (Charlotte Le Bon)- siempre balconea a su “Romeo”, sea papá Kadam o el exitoso Hassan. Casi shakesperiano . Atención, este es un filme para verlo comido, los planos quirúrgicos de los alimentos abrirán el apetito. Buen provecho.
Mitología de carne y hueso Con Dwayne Johnson como protagonista, este filme le quita solemnidad a la leyenda. ¿Quién no leyó u oyó hablar acerca de Hércules, ese semidiós de la mitología griega responsable de ejecutar los doce trabajos? Vencer al león de Nemea, la hidra de Lerna, el jabalí de Erimanto, entre otros siniestros enemigos, que son plasmados a la perfección en este filme de Brett Ratner, donde se busca humanizar a la leyenda. La carne (mejor dicho, los músculos) recayó en Dwayne Johnson, -el luchador La Roca de la WWE- quien saltó a la fama en la pantalla grande con Rápidos y Furiosos 5 y 6, como el agente Hobbs. ¿Buena elección? Tibia, para este monumento al peplum (cine histórico) que venía dejando sus sangrientas secuelas en 300 (cine) o Spartacus (TV), por citar algunos casos. Hércules es un mercenario, por más hijo de Zeus que valga, escondido detrás del vil metal (en este caso, oro), por el que combatirá para unir la región de Tracia, regida por el maquiavélico rey Cotys. Johnson apela a su físico por sobre su gestualidad, punto que deberá pulir con años y años de rodaje para captar aún más la sensibilidad del personaje. Pero luego de las impresentables Hércules Reborn o La leyenda de Hércules, ambas de este año, la obra de Ratner deja bien parado al mito que tiene referencias clásicas como la lucha de Hércules y el Rey Euristeo que recuerda al enfrentamiento entre Maximus vs. Commodus de la mítica Gladiador (2000). Hércules por momentos roza lo cómico (sin caer en el ridículo), lo que le quita solemnidad a la leyenda y humaniza la trama, como la lucha de Johnson contra los fantasmas del pasado. Eso sí, los repetidos flashbacks de tragedia familiar (donde se ve a la bellísima Irina Shayk, como Megara) marcan una cicatriz del filme: subrayar situaciones, una y otra vez. ¿Subestimar al espectador? Las batallas, donde la oscura escenografía por momentos invisibiliza el 3D, escasean en sangre (un acierto) pero no en brutalidad. Las espadas se clavan en cuerpo enemigo y la infalible Atalanta (Ingrid Bolsø Berdal) reparte flechazos sin piedad. El ejército de Hércules se ensambla desde el cerebro y no desde el CGI, para remarcar la táctica de combate. Bien.
Estrellas del desamparo La mirada intimista en un barrio de Recife. La lucha para combatir el miedo. Una invasión a la intimidad. Inseguridad. El negocio para luchar por el bienestar dentro de un área residencial de Recife, donde la clase media busca asomar cabeza. Todo esto refleja Sonidos vecinos, primer largometraje del brasileño Kleber Mendonça Filho, quien parece marcar la respiración de una zona urbana que conoce bien (nació allí). El continuo estado de alerta que transmite esta película se plasma con los múltiples sonidos (e historias) del filme: varios de ellos construyen las situaciones de conflicto. Como bien dice su director, Sonidos vecinos proviene de notas que tomó él sobre la vida que sucede “a través de mi ventana, o en la azotea del vecino, del otro lado de la calle”. Porque el aspecto intimista y costumbrista que genera el filme se ensambla con el aislamiento de sus personajes: un anciano preso del poder que acumuló y que teme una represalia, un ama de casa con insomnio (que se masturba con la vibración del secarropas y droga a un perro que ladra de más) o el amor/desamor que sufre João, un joven agente inmobiliario con pretensiones. Los detonantes del filme irán activándose poco a poco, a fuego lento, de la mano de una sospechosa empresa de seguridad independiente que irrumpe en las solitarias vidas de los vecinos, en donde la arquitectura del lugar casi siempre se muestra despojada o vacía. Metáfora del desamparo. La irrupción a una propiedad por la noche, el maltrato al servicio doméstico, la puesta en escena de las torres de departamentos (a las cuales Mendonça Filho filma desde casas aledañas, mostrándolas imponentes, inalcanzables) evidencia la continua lucha de clases y poder en el que navega Sonidos vecinos. ¿Punto en contra? Un metraje excesivo y, por momentos, cierto ritmo cansino en una narración que anticipa situaciones.
Juego de pasión y miedos Una pausa ante la catástrofe, un escape. La huida. Enrico Oliveri (Toni Servillo) es el secretario del principal núcleo opositor de Italia, su futuro político está al borde del abismo y sus seguidores lo culpan de la debacle partidaria. “La vergüenza te paralizará”, le gritan en plena asamblea nacional. Dentro de esa quietud forzada navega Viva la libertà, ya que Enrico desea sumergirse en ámbar, invisibilizarse ante el ojo público. ¿Cómo? Se toma una licencia (sin permiso ni aviso previo) para recluirse en la casa familiar de Danielle, una ex amiga y amante, para poder acomodar sus ideas. Ante esta inesperada desaparición, su fiel secretario Andrea (Valerio Mastandrea) lo intenta rastrear por todos lados. Sin resultado alguno. El se excusa ante los colegas partidarios (y medios de comunicación): el funcionario está hospitalizado y no desea contactarse con nadie. Miente. La búsqueda lo llevará a Giovanni Emani, un divertido filósofo bipolar, con quien Enrico no se habla desde hace 25 años. La peculiaridad es que son hermanos gemelos y aquí, como en otras películas, se usufructúan los parecidos para intercambiar roles. Viva la libertà es una película regida por la pasión y el miedo. El entusiasmo por salir del ostracismo de Giovanni, demuestra que una leve insania -controlada con psicofármacos- puede torcer una balanza electoral. Impacta desde su lucidez poética, improvisa en sus discursos y posee un gran carisma en comparación a la opaca imagen que dejaba su hermano. Y también deja un mensaje subliminal: la política no necesita mucha cordura para funcionar. En cambio Enrico se filtra en el mundo de su ex amante, espía (gran gestualidad en la oscuridad), fluye en el amor y así supera los miedos que lo encarcelaban como persona pública. Por algo, el cineasta Mung (pareja de Danielle) dice: “política y cine no están lejos, en ambas el engaño y el genio coexisten. Y a veces no es fácil distinguirlos”. Gran verdad. Ante esta duplicación de papeles, talla la maestría actoral de Toni Servillo (de la ganadora del Oscar a mejor película extranjera La grande bellezza), que sólo resbala en las partes más risueñas del filme como el juego de escondidas en la sala de mapamundis (ante el presidente italiano), o el tango que baila con la primera canciller.
Más puritano que rebelde La filtración de un video íntimo pone en problemas a una pareja. En plena época donde los videos privados de los famosos caen en manos non sanctas, Hollywood le sacó jugo al flagelo para hacer rodar un falso video sexual entre Cameron Diaz y Jason Segel. La movida de marketing resultó más interesante que el producto: Nuestro video prohibido es un filme demasiado tibio donde lo más hot son las hermosas piernas y guiñadas de ojo de Cameron (rostro sugerente si los hay), quien corre serio riesgo de caer en la repetición de este tipo de papeles. Volver a sentirse jóvenes o darle un electroshock a un matrimonio que se va en picada y del que sólo quedan tiernos flashbacks en donde Jay y Annie hacían el amor como conejos, sin importar la hora y el lugar. Todo era pura pasión. Para reavivar el fuego se les ocurre planear (porque nada fluye por entonces) la filmación de un video hot... guiándose por un libro de poses sexuales. La inventiva, claramente quedó de lado para ellos. Nuestro video prohibido se agazapa en los convencionalismos de este tipo de comedias: desnudos totales siempre de espaldas y acto sexual recortado. Ojo, ni siquiera se busca recrear un filme erótico. Y en la era de los dispositivos móviles y la “nube” virtual, el archivo fue automáticamente sincronizado con una serie de iPads que Jay obsequió (¿un impulso comercial para las tablets?) a algunos familiares y amigos. ¡Ooops! Al momento de ir en búsqueda de esos artefactos comienza un predecible raid frenético de “chistes” viejos (la persecución canina, un caso) que desenfoca al filme. Las escenas no se desarrollan y los personajes chocan, se tropiezan con las situaciones y así se da con algunas perlas aisladas como el jefe de un sitio web porno, a cargo de Jack Black, o Hank (Rob Lowe), un Smithers tecnológico, que se fuga de la realidad escuchando Slayer y tomando cocaína. La extorsión de un púber por sus vastos conocimientos de computadoras, el “qué dirán” desperdigado a nivel familiar y amistades, y la toma de conciencia final de los hechos cierra un filme mediocre. Más puritano que rebelde.
El corazón de los mutantes La historia de la película es bien simple, la tecnología animada está muy por encima del guión. Atraer al público joven, apelar al recuerdo y, una vez más, adaptar una franquicia del mundo animado para “encarnarla” digitalmente. Esta vez, en forma óptima. La trama original de la serie gráfica de 1984, que en 1987 llegó a la TV (Tortugas Ninja Adolescentes Mutantes) tenía a cuatro quelonios y una rata que crecieron a tamaño humano por el accidental vertido de residuos radioactivos en las alcantarillas de Nueva York. Esto no se respetó en el filme, es más, se le dio un carácter de animalitos de laboratorio lo que enfureció a varios de sus fanáticos. La pregunta es: ¿esto cambia la esencia del filme? No, el director Jonathan Liebesman (Furia de Titanes 2) y el productor Michael Bay -una especie de Rey Midas en franquicias retocadas- fueron a lo seguro, captaron a Megan Fox (de su saga Transformers) para ponerla en la piel de la periodista Aprile O´Neil. Y así dejar que la leyenda de las Tortugas Ninja, que en 2014 cumple 30 años, hable por sí sola. Con el vértigo típico de Hollywood en cuanto al desarrollo de la acción -por momentos es difícil seguir qué sucede en pantalla, las tortugas son sombras veloces y armadas en el inframundo-, esta película refleja muy bien el carisma y espíritu de cada uno de los personajes. Y se los diferencia en su contextura física. La fortaleza de Rafael, el equilibrio de Leonardo (el más dedicado a las artes marciales), la sabiduría tecnológica de Donatello (quien no deja sistema informático sin vulnerar) y la diversión de Miguel Angel, cuyas bromas rozan el ridículo y no tienen la misma efectividad que su letal uso del nunchaku. La historia de Tortugas Ninja es simple, la tecnología animada está muy por encima del guión. Los cuatro justicieros buscan divertir, dejarse llevar por sus hormonas adolescentes y defender a su “padre” Splinter. Una trama sin quiebres o suspenso, pero efectiva. Una amenaza tóxica buscará poner de rodillas a Nueva York de la mano de Eric Sacks (William Fichtner) y El clan del pie, liderado por el maquiavélico Shredder, una especie de samurai robótico con afiladas cuchillas que van y vuelven hacia su dueño. Tortugas Ninja es un filme de búsquedas: de identidades, de un pasado, de reconocimientos -vean a April en las reuniones de redacción del noticiero ante la incrédula Whoopi Goldberg- y de no olvidar los orígenes de uno, su corazón. No por nada, el comienzo y el final del filme tienen carácter de cómic, con sus personajes enmarcados en viñetas gráficas.
El lamento en las sombras Documental de Lucía Vassallo, sobre el penal de Ushuaia. Fin del mundo, principio de todo. Una cárcel que funciona como eje, motor de una ciudad, donde el frío, la hostilidad y, sobre todo, estar confinada al límite sur del continente la transforma en un buen punto para una opera prima. Y hacia allí fue la directora Lucía Vassallo, que muestra las entrañas de un presidio que funcionó entre 1904 y 1947 y, desde mediados de los años ‘90, alberga museos. La cineasta, al comienzo, se enfocó en registrar una obra teatral que dramatiza la vida en el penal. Pero las malas palabras y exageraciones actorales son un paso en falso para un documental de alto calibre. El penal de Ushuaia tuvo a presos tristemente célebres en sus celdas como Cayetano Santos Godino (El Petiso Orejudo), Mateo Banks (el primer multihomicida argentino) o el anarquista Simón Radowitzky, entre otros. De cada uno de ellos, La cárcel del fin del mundo traza un completo perfil de época. Con documentos y el exhaustivo análisis de Carlos Vairo, el actual director del museo del ex presidio, que viaja de archivo en archivo y no deja textos sin revisar ni cotejar. Los espantosos tormentos (extracción de uñas, por ejemplo) son contados en base a relatos reales extraídos de diarios, fragmentos de cartas y declaraciones de internos que pasaron entre 1920 y 1940. Este documental por momentos es fantasmagórico, las antiguas fotos, recortes de diarios y hasta imágenes de video se montan con puestas escenográficas que amplifican el aspecto lúgubre del presidio. Una cámara temblorosa, pero un firme, original y logrado trabajo de guión -el título de esta nota es un extracto de ello- se sostiene por una atrapante voz en off. El microclima intimista que logra La cárcel del fin del mundo, con el ruido del viento siempre presente, sufre una ruptura con las declaraciones (mano a mano o en reuniones) de familiares del entorno de la penitenciaría. El toque de color lo ponen Los Presos, el equipo de rugby que patea la ovalada hasta el fin del mundo.
Cruzar al otro lado De Scott Derrickson. Un policía de Nueva York (Eric Bana) busca desentrañar una serie de muertes ligadas a lo demoníaco. Las regalías que habrán recibido Robby Krieger, John Densmore y los deudos de Ray Manzarek y Jim Morrison por Líbranos del mal, lo nuevo de Scott Derrickson, creador de Sinister. The Doors, con el tema Break on Through (To the Other Side), se vuelve la llave de una película que combina varios mundos: el policial, el drama, el suspenso y -con mucha sangre- el terror. Este filme, basado en los "relatos reales" del sargento Ralph Sarchie de la policía neoyorquina, comienza con tres marines que entran a unas cuevas en plena Guerra de Irak (abril de 2010). Allí una presencia maléfica le cambiará la vida a uno de ellos. El filme salta, sin pedir permiso, a los suburbios del Bronx en 2013, donde dos policías -el citado Sarchie (Eric Bana) y un colega- hacen cumplir la ley arrestando a hombres golpeadores. Pero tropiezan con un incidente en un zoológico: una presunta enferma mental arroja a su bebé al foso de los leones. Líbranos del mal en la primera media hora se torna indescifrable, no se sabrá hacia dónde virará (y encajarán) tantos componentes, sumándole el grado de la posesión demoníaca. El nexo será el informal padre Mendoza (Edgar Ramírez), que toma whisky como agua, fuma y tiene un superado pasado narcótico. Y, como buen demonólogo, advierte a los uniformados sobre la presencia de un ser maléfico en el ex marine Santino (¿justo ese apellido?), uno de los mejores posesos desde El exorcismo de Emily Rose. La figura del búho (símbolo de la clarividencia, la noche, el frío y la muerte en el Antiguo Egipto) se repite tanto en murales como en muñecos. Y también la conjunción idiomática, de latín a español pasando por lenguas muertas, un clásico ya desgastado. Pero acá todo se verá en las paredes y en el tajeado cuerpo de Santino. Bien. Si un logrado y prolongado exorcismo puede ir de la mano de un hombre colapsado por el trabajo, que deja a su mujer e hija a la buena de ¿Dios?, Líbranos del mal cumplió su misión: la de no perder la fe y luchar por los tuyos.
La anarquía del encierro Persecuciones nocturnas, reclusiones, matanzas legales y la venganza a flor de labios. Un thriller clasista que mezcla nacionalismo y aires de revolución. Corre el año 2023, un año después de la purga que ocurrió en La noche de la expiación, la precuela también dirigida por James DeMonaco (El estado de la mafia). El cineasta neoyorquino tuvo aquí la posibilidad de redimirse de su fallida primera parte. Pero no lo logró. Cayó otra vez en una historia inverosímil, construida a los ponchazos en las que intervino a demasiadas personas. Esto diluyó la atractiva esencia argumentativa: un régimen (Los Nuevos Fundadores de América) que avala cualquier acto de violencia durante doce horas de un día determinado del año. No hay castigo: se puede matar e irrumpir en cuanto lugar se quiera. Y pueda. Esa noche (de 19 a 07) es La Purga, catarsis del renacimiento para una utópica nación que casi no tiene desocupación ni pobreza. Pero sí una alta sed de venganza y mórbida diversión. Nada cambió. Pero si en La noche de la expiación los hechos se centraban sólo en problemas entre vecinos y una familia acosada, en 12 horas para sobrevivir todo se diseminó en tres partes a la que luego se ensambló a la fuerza. Por un lado, está el conflicto que rodea a Liz (Kiele Sanchez) y Shane (Zach Gilford): el matrimonial -se va a separar- y el urbano, quedan varados en el centro de Los Angeles poco antes del toque de queda. Por el otro, Sergeant (Frank Grillo), un lobo solitario que busca purgar al responsable de la muerte de su hijo. Por último, Eva (Carmen Ejogo) y Cali (Zöe Soul), madre e hija que son salvadas de las garras asesinas por Sergeant. Y verán cómo se suma ridículamente la parejita. Al igual que en la anterior, donde el suspenso estaba hasta que sonaba la sirena y la ciudad se refugiaba en sus viviendas. Luego afloraban los grupos de cacería. Pero en este filme asoma lo revolucionario y anárquico (parodiado, poco explotado) bajo la forma de un ejército contra La Purga. Lo flojo de 12 horas para sobrevivir es el clasismo y nacionalismo exacerbado. Mientras los más necesitados suelen ser presa del odio popular, los acaudalados compran “presas” para poder purgar en sus casas de manera segura, o contratan grupos de ataque y costoso armamento. Y hasta se organizan subastas de perseguidos para meterlos en un terreno símil paint-ball . Sólo que en lugar de manchas de pintura, habrá balas.
Los rastros de la pérdida Un documental que aborda las Islas Malvinas, pero no sobre la Guerra, sino como un estudio topográfico del lugar. "No es un filme acerca de la guerra” alerta La forma exacta de las islas. Y lo bien que hace este documental donde no hay aviones Pucará volando por debajo de la línea de radar, ni soldados argentinos sufriendo el frío inclemente. Lugares comunes al recordar el innecesario e injustificado conflicto bélico que duró 74 días en 1982. Este documental con carácter de road movie esculpe minuto a minuto todas las rugosidades de un sitio condenado: las Islas Malvinas. Es como un estudio topográfico del lugar, que explora, se mete en las entrañas de un terreno hostil que parece retratar fantasmas que lo habitan. En esta ocasión deambulan en el tiempo, los recuerdos de 1982, un viaje en diciembre de 2006 (Julieta Vitullo, quien busca culminar su tesis doctoral -hoy libro- Islas imaginadas: La guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentino) y el regreso de ella cuatro años después a “su lugar de pertenencia”. En 2006, Vitullo se encontró de casualidad con Dacio Agretti y Carlos Enriori, dos ex combatientes argentinos que volvían a las islas 25 años después. Y su viaje cambió. Julieta comenzó un seguimiento de los hombres, entrevistándolos, registrando sus vivencias en un lugar cruzado por el dolor. O la sangre derramada por sus compañeros fallecidos que les hacen estallar lágrimas contra la piedra montañosa. Pura pérdida. La forma exacta de las islas tiene un complejo hilo narrativo que trenza etapas (1982, 2006, 2010), dándole un vértigo temporal que pierde en claridad. Quizás éste sea su sello distintivo a futuro. Una, dos, tres secuencias sobre el cementerio, un paneo de las cruces y lápidas se observa como lo más trillado de un filme que no cae en el lugar común. Porque este documental apunta a descubrir cosas nuevas, profundas, inéditas. Daniel Casabé y Edgardo Dieleke dirigieron la lograda Cracks de nácar (el del fútbol con botones) y se nota que saben sacarle el jugo a las pequeñas historias. Sin presionar desde un guión forzado, sino dejando que los personajes fluyan en su hábitat. Lo más logrado son los testimonios de isleños a los que Julieta entrevista en forma incisiva, sin temor a la respuesta difícil. El miedo ante la invasión argentina, por parte de los kelpers , aflora como un tren de confesiones. “La vida no es mejor acá, sólo es diferente”, dice uno de ellos. El exceso en el uso de la voz en off, con una impronta que roza el dramatismo, le quita fuerza a un filme que suma desde el silencio. Y el viento en primera fila.