“El apego es un melodrama criminal, una pieza de orfebrería del entretenimiento podríamos decir, un paseo por la locura y el deseo, pero también una historia habitada por temáticas donde lo humano y lo político confluyen. Cuenta el proceso de descubrimiento paulatino entre dos personas atravesadas por el abuso, cada cual a su manera. Refleja una época pero desde su zona más periférica, alude a conflictos que allí estaban vivos y ahora también”, señala Valentín Javier Diment acerca de su nueva película, protagonizada por Lola Berthet y Jimena Anganuzzi y ganadora del premio a Mejor Película en la sección Noves Visions de la 54a edición de Sitges, y ahora recientemente estrenada los sábados a las 22 hs. en Malba y todos los días en Gaumont a las 18.30 hs. Filmada en color y en blanco y negro, El apego se desarrolla en los años de plomo y narra la historia de una joven indefensa y desesperada (Jimena Anganuzzi) que acude al consultorio de una médica (Lola Berthet) que realiza abortos clandestinos. Dado a que el embarazo ya está muy avanzado, la médica se niega a realizarlo y, en cambio, le propone que tenga al bebé para luego venderlo a unos clientes suyos. Mientras tanto, la joven puede vivir en su casa. Pero el punto central de El apego no es ni el embarazo ni el bebé. Acá lo que importa, y de a poco comienza a ser tan perturbador como perverso, es la tortuosa relación que establecen las dos mujeres entre sí. Pero también lo que harán con los que se les crucen en el camino para frenar sus planes. Si hay algo que no se le puede reprochar a las películas de Diment es el modo en el que crea climas y atmósferas que no solo establecen el tono de inmediato, sino que literalmente narran todo un universo en términos visuales y sonoros. Los diálogos son buenos, correctos quizás, pero los méritos más sobresalientes están en el cuidado formal: la composición del cuadro, el uso de lentes que proponen puntos de vista contrastantes, el juego entre el blanco y negro y el color – que no es un capricho estético, sino una arista esencial de la narrativa – el foco y el fuera de foco que nos desorienta en espacios que se espejan y se duplican, las texturas con toda su pregnancia y la expresividad de cada recurso del lenguaje cinematográfico. Casi literalmente, la experiencia de ver El apego es entrar a un mundo paralelo. Anganuzzi y Berthet no desentonan nunca. Sus personajes son sufrientes, desilusionados, heridos. Lo que no significa que sean solamente eso. Se sabe que las fachadas son descubiertas cuando ya es demasiado tarde. O no tanto. Sea como fuere, es el momento en el que el gore, la violencia y el sadismo entran en escena. Y no precisamente de una manera sutil. A mi gusto, mejor que así sea. Cuando la sangre brota, todo toma otro color. Sin embargo, las flaquezas están en otras áreas. En un registro actoral que por momentos es un tanto solemne, voluntaria o involuntariamente. No es un problema de las actrices, es el registro en sí mismo. Tomarse a sí misma demasiado en serio tampoco es un punto a favor. Un poco de humor macabro, hasta cruel, si se quiere, habría potenciado lo bizarro de unas cuantas secuencias. Que la historia es pasional y desgarradora, de eso no cabe duda. Aún así podría haber sido más juguetona. Por otra parte, hay algo que no funciona del todo bien en el ritmo del relato. El tercer acto llega un poco tarde y pierde parte de su potencial dramático, mientras que el primer acto se extiende un poco más de lo deseado. En cambio, es el segundo acto cuando El apego adquiere toda su oscuridad y de ahí en más, excepto lo relativamente abrupto del final, todo gira en un torbellino de miserias, amour fou, vejaciones y sacrificios. Y, como es de esperar, la misma muerte en distintas formas y colores. Una pieza original en el alicaído cine argentino contemporáneo, El apego dista de lograr todo lo que se propone. Pero lo que sí logra, lo hace con creces. Eso, de fácil no tiene nada.
Ganadora de los premios a Mejor Dirección, Mejor Actriz (Shira Haas) y Mejor Fotografía en el Festival de Tribeca, la recientemente estrenada Asia, escrita y dirigida por Ruthy Pribar, no es una película fácil para cumplir dignamente con su premisa. Todo relato que aborde un tópico tan delicado como el de acompañar a una persona hasta el día de su muerte puede desbarrancarse en varios niveles. Ni hablar si se trata de una madre sola que nunca abandona a su hija adolescente a la que no le queda mucho tiempo de vida. Más doloroso todavía es que la enfermedad que sufre es de carácter neurológico y se traduce en una degeneración de funciones motrices y cognitivas. Esta historia puede narrarse utilizando, al menos, un par de géneros muy usuales. Podría ser un melodrama – ¿por qué no? – , pero tendría que ser un melodrama sin excesos, de esos que trabajan desde la contención y el retraimiento. Y, aparte, tendría que evitar el llanto fácil y, en cambio, apuntar hacia una angustia contenida que sí conmueva, pero de otra manera. La directora israelí Ruthy Pribar ha elegido que sea un drama intimista el molde para este relato. De hecho, el drama no es solamente el de la adolescente, incluso se podría decir que está en segundo plano, sino el que se genera en el vínculo entre madre e hija, que ya de por sí era complejo y ríspido. Ahora, Asia (Alena Yiv) , que es una enfermera dedicada y sacrificada – pero, a la vez, una madre que dista de estar presente cuando se la necesita – se enfrenta a que su propia hija va a tener que recibir todos los cuidados que una madre le puede y tiene que dar. Porque si no la distancia entre ella se va a marcar aún más: no por nada Vika (Shira Hass) se pasa casi todos los días enteros con sus amigos en el parque y atenta contra su propia salud al no respetar qué puede y qué no puede hacer para evitar un pronto deterioro. Claro que es material para melodrama, pero aún sabiendo que la directora elige el formato del drama intimista, Asia sigue siendo una película difícil de lograr exitosamente. Porque aquí la clave es el tono. Es más, no solo el tono, sino la cohesión del tono general con cada elemento en particular. Si es demasiado distante para evitar el sentimentalismo, no va a funcionar. Si es demasiado cercana y cae en el error asfixiar al espectador con tanto dolor, tampoco. Es un punto intermedio, el que conmueve pero no descoloca, el que aquí se logra con creces. Narrar desde el dolor es necesario, pero también desde el amor. Debe haber ternura y empatía, pero también agobio y hastío por lucha tanto sabiendo cómo va a terminar todo. Y hasta se pueden colar algunos momentos de goce. Siempre los hay incluso en la peor de las tormentas. Entonces, creo yo, el mejor tono posible es el que resulta de una amalgama sin fisuras. Y eso es exactamente lo que pasa en Asia. A veces momentos muy breves, casi fugaces, los que más emocionan. Otras veces, en cambio, hay escenas no tan breves que estrujan el alma. Y otras veces, son de pura placidez, de amorosos encuentros entre madre e hija que no podrían ser más reales. Lejos de esquivar lo más difícil de ver, Asia, la película, apuesta a mostrar, y mucho, sin tapujos, pero tampoco sin regodeo. Otra muestra más del equilibrio de la película como un todo. De las actrices, basta con decir que son extraordinarias. Todos los otros adjetivos que se puedan agregar son innecesarios. Y todo lo innecesario que esta película podría tener está ausente. Acá no hay relleno. Solo vale la esencia.
«Cuando a mi padre le diagnosticaron una enfermedad degenerativa, esa burla del destino tuvo algo de «justicia poética». Porque mi padre había hecho todo lo posible por olvidar. Y ahora que todos los últimos recuerdos familiares se han perdido con él, busco en esas viejas películas caseras para tratar de entender cómo se heredan los recuerdos, como se construyen… “, señala Nicolás Prividera (M, Tierra de los padres), acerca de su tercera película, un lúcido y punzante documental que se llevó el Premio Astor a Mejor Guión y el Premio SEAE a Mejor Edición a en el Festival de Mar del Plata. Mientras en Argentina en los 70s se impone un régimen dictatorial, que hace del olvido un requisito insoslayable para (dis) continuar la Historia – negándola, borrándola, distorsionándola – el padre de Prividera comienza a perder la memoria, poco a poco. El hijo, entonces, revisa las películas caseras que ha visto tantas veces, pero quizás nunca como las vio ahora. Porque quiere encontrar las huellas de su propia memoria. En esa búsqueda, en ese vínculo entre padre e hijo, existe una ausencia que, de hecho, es una gran presencia: la de la madre y esposa desaparecida. Se hace difícil sacar conclusiones inteligentes sobre una película que es tan inteligente. Quizás el mejor camino sea el de señalar algunos de sus grandes logros, alabar su mirada inclaudicable y así después dar cuenta de los pensamientos y, sobre todo, de los sentimientos y emociones que experimenta el espectador. Porque, en definitiva, pareciera que a Prividera le interesa tanto narrar una (su) historia como sacudir a la audiencia y crear una conciencia nueva. Incluso revivir aquella que quedó cómodamente adormecida. Una de las características esenciales que separa a Adiós a la memoria de tantos otros proyectos similares es que no está concebida como un testimonio desde el yo del cineasta, en singular, sino en cambio a través de una tercera persona en la cual Prividera narra en off su historia y la de los otros. No se trata de narrar la anécdota. Eso solo le importaría al cineasta. No es el caso. No hay, entonces, ningún atisbo de un narcisismo inconsecuente. Inteligentísima decisión. Acá lo que sí importa es que en esta operación discursiva de lo particular a lo general, la traumática dimensión política y social de un país se convierte en objeto de estudio examinado, una y otra vez, desde una perspectiva muy aguda. Pensemos que aquí el discurso del autor, siempre en un tono contundente y de furia contenida, interpela al espectador sin darle oportunidad de esconderse. No deja indiferente a nadie. Ni a los negadores de siempre. Claro que la película es dolorosa y angustiante. ¿Cómo no podría serlo? Cómo olvidar, qué olvidar, cómo recordar y qué recordar son ejes que atraviesan toda la película. Del mismo modo, la madre desaparecida y el padre que es una sombra de lo que era siempre están. Y todo está planteado sin respuestas fáciles. Sin nada que nos tranquilice. Es que algunas de las respuestas ya las conocemos y la tristeza que las acompaña, también. Otras las buscará cada espectador, a su buen saber y entender. Claramente, Prividera propone una discusión y una postura crítica activa entre su película y su audiencia. Exactamente como lo hizo con M y Tierra de los padres. Se podría decir que es un tríptico que se completa y resignifica después de cada visionado. Un tríptico más que necesario. No debería sorprender que de acá a diez años Adiós a la memoria se haya convertido en una película de culto, de esas que no se olvidan nunca.
En la superficie, El Casso Collini aparenta ser un drama judicial. Y lo es. Incluso tiene algunos clisés, o quizás mejor llamarlos recursos del género, que no sorprenden, pero tampoco hacen ruido. Pero, creo que la verdadera película no está ahí. O, en todo caso, su sustancia. Porque El caso Collini aborda una problemática que no ha quedado en el pasado y que puede repetirse, y se repite, en otros países aparte de Alemania. Adaptada del bestseller de Ferdinand von Schirach’s y dirigida por Marco Kreuzpaintner, El caso Collini recorre en profundidad un territorio arduo y doloroso: ¿Cuáles son las consecuencias cuando el sistema judicial que, en teoría, debería garantizar justicia para todos, hace todo lo opuesto? ¿Qué pasa con todas las víctimas del odio que quedan abandonadas sin posibilidad de que sus victimarios sean castigados? Todo comienza cuando Fabrizio Collini, un italiano de 70 años interpretado por Franco Nero (uno de los mejores roles de toda su carrera) revela sin tapujos, en el lobby de un hotel, haber asesinado a sangre fría, y en su propia habitación, a Hans Meyer, un magnate de los negocios admirado y querido por todos. Claro que ahí se abre una gran incógnita acerca de la personalidad de Meyer. Esa incógnita y ese crimen intentan ser reveladas por un abogado defensor prácticamente recién recibido, Caspar Leinen (Elyas M’Barek) designado por la corte. De inmediato, surgen dos problemas: Leinen ha tenido un cálido vínculo casi familiar con Meyer durante gran parte de su vida; por otra parte, Collini se niega a pronunciar una sola palabra. Así, difícilmente pueda ser defendido en un juicio por demás complicado. Y mejor no saber nada más acerca de la trama de este urticante drama judicial, y por qué no thriller político, que ahonda entre los límites entre la moral, la ética, la justicia, la memoria y el olvido. Y sí, también la justicia por mano propia, que no es un tema tan simple para dirimir. Eso, precisamente, también explora El caso Collini, dejando que el espectador saque sus propias conclusiones. No por nada uno empatiza con Collini. O, al menos, yo lo hice. Con un ritmo inusualmente ágil para el género, interpretaciones más que convincentes, un guión que puede ser un tanto esquemático, pero no por eso menos efectivo, y un cuidado formal más que destacable – la fotografía y el sonido como dos grandes pilares – la película de Marco Kreuzpaintner nos propone sumergirnos en una experiencia afectiva e intelectual enlazada en un delicado equilibrio. La lúcida mirada del director está presente en cada escena y hace del todo un estudio sobre la moral y la responsabilidad colectiva. Antes de verla pensé que quizás sería más de lo mismo: informativa y didáctica. Me equivoqué por completo. Menos mal.
“El que los problemas vengan de lejos no significa que hayan dejado de tener vigencia, especialmente cuando se trata de una historia tan poco contada: la de las mujeres artistas y la de las mujeres en general. Pero la dificultad para encontrar información y documentación no ha sido impedimento para verificar la existencia de una verdadera ebullición artística femenina en la segunda mitad del siglo XVIII”, señala Céline Sciamma (Girlhood, Tomboy) acerca de su nueva película, Retrato de una mujer en llamas, que ganó el premio al Mejor Guión en Cannes, y ahora es estrenada en cines de Buenos Aires. La historia transcurre en la Bretaña francesa, en 1770, una época que vio nacer a artistas de disciplinas diversas, entre ellas la pintura. Basta nombrar a figuras tales como Elisabeth Vigée Le Brun, Artemisia Gentileschi y Angelica Kauffmann. Retrato de una dama no narra la historia de una pintora en particular, sino más bien es una suerte de amalgama de lo que tantas otras mujeres experimentaron. Tampoco sería exacto decir que es una película sobre la pintura y las pintoras per se, sino, en cambio, es una sentida historia de amor en forma de melodrama retraído, de esos en los que los sentimientos se reprimen hasta que se liberan de una vez por todas y de una manera explosiva. Marianne (Noémie Merlant) es una pintora contratada para hacer el retrato matrimonial de Héloïse (Adèle Haenel), una joven que acaba de dejar el convento y quien ni siquiera conoce a su futuro marido, un milanés elegido por su madre (Valeria Golino). De temperamento díscolo y con voluntad de rebeldía, Héloïse no acepta su destino como mujer casada y se niega a posar. Entonces, a Marianne le queda una sola alternativa: trabajar en secreto. Se hace pasar por dama de compañía, para así acompañarla y observarla de día; y luego pintarla de noche. Al principio, todo es distancia y desconfianza entre las dos mujeres, como si se tratara de dos contrincantes. Pero, a medida que transcurren los momentos compartidos y se acerca la fecha de la boda, las dos mujeres van a descubrir mucho más de lo que imaginaban cuando se vieron por primera vez. Así se traza un camino en el que el goce del descubrimiento y la felicidad compartida van a ser compartidas. Pero también el desgarro y la tristeza infinita. Estéticamente deslumbrante, de una elegancia y refinamiento insuperables, la película Sciamma evita todo formalismo vacío: el diseño visual es tal porque da cuenta de la narrativa y viceversa. Como en toda gran película, es imposible imaginar forma y contenido por separados. Texturas, tonos, matices, encuadre y composición no podrían estar mejor ejecutados. Y en este sentido hay otro logro insoslayable: la película respira, tanto como sus personajes con sus dramas, no es un objeto estático y ornamental para admirar desde lejos. De ahí su cercanía que tanto conmueve. Películas sobre mujeres amantes que descubren el amor juntas, una de de ellas sin ninguna experiencia sentimental previa, Retrato de una mujer en llamas examina los significados, sentimientos y heridas de todo romance – aún más en el caso de los amores prohibidos. Con un ritmo delicado y líneas de diálogo que bien podrían ser pretenciosas de ser más explícitas, menos poéticas e interpretadas por actrices de menor estatura – porque las actuaciones son tan vibrantes que hacen que uno no pueda sacar los ojos de la pantalla -, este melodrama con aristas góticas sorprende escena tras escena con un crescendo dramático tan medido como elocuente. Es difícil, muy difícil, olvidar el último plano de Retrato de una mujer en llamas. Minutos enteros de un rostro que muestra en todo su dolor lo que está por venir es lo opuesto de lo que ya existió. Eso que ya no va a repetirse nunca más.
Empecemos por aclarar que no creo que las críticas tan negativas que Halloween Kills recibió estén tan justificadas. Que es una película que no funciona como un todo cohesivo es evidente. Que se parece más a un slasher muy violento y bastante efectivo que a una película de la saga Halloween también es cierto. Y también que es despareja y cuestionable ideológicamente. Todo esto es así. Pero no es lo único que hay. La primera mitad es una sangrienta y feroz muestra de todo lo maligno y perverso que Michael es. Y acá está multiplicado a la enésima potencia. Matar, de todas las formas habidas y por haber a un grupo numeroso de policías ingenuos es una fiesta para todos los que amamos el gore más extremo. Y esto es solamente el comienzo. Hasta se podría decir que hay una pizca de humor negro, socarrón, en un espectáculo tan desmesurado. Después, van a venir muchos otros más. De hecho, no recuerdo ahora otra película de terror que tenga tantas muertes sin parar. Digamos que esta primera mitad se podría llamar “El show de Michael Meyers”. Es casi una película en sí misma. Halloween Kills comienza exactamente con el final de la entrega previa, cuando Laurie, su madre y su hija creen haber matado a Michael incendiándolo en su casa-bunker. Claro que se salva: esta vez gracias a los bomberos que van a apagar el fuego sin sospechar siquiera con qué se van a encontrar. Mejor no hubieran ido. Los problemas comienzan en la segunda parte. Por empezar, cuando los lugareños se enteran de que Michael está en Haddonfield una vez más, y no para saludarlos. Frustrados y desilusionados porque la ley no ha podido matarlo nunca, entonces se organizan para hacer justicia por mano propia. Cueste lo que cueste. Incluso la muerte de inocentes. Es aquí donde el discurso del film es ambiguo – en el mejor de los casos. Porque en ciertas instancias pareciera que respalda la justicia por mano propia y, por ende, también la decisión de los lugareños – que conforman esas turbas que mataron a Frankenstein, al único sobreviviente de Night of the Living Dead y, peor aún, a las que existen hoy en día en la vida real, fuera del cine de terror, que linchan y matan en tantos países. Porque esta vez David Gordon Green parece no preocuparse en que el guión tome una postura clara, a favor o en contra, y que al menos la fundamente. Así sería más honesto. Tal como está, es cuando menos, irresponsable. Que Jamie Lee Curtis parezca haber envejecido cien años desde la película anterior es medio risible, pero tampoco es para rasgarse las vestiduras. Ahora, otra cosa es que su personaje tenga un protagonismo tan acotado. Y que en vez de desesperada, parezca que está loca de remate. La sub trama pseudo amorosa con el sheriff es puro relleno y corta el registro de la película – para mal. De orgánica no tiene nada. Son los últimos quince minutos del final cuando Halloween Kills gana impulso otra vez y hasta se vuelve a permitir un toque de humor negro. Me hizo acordar a las primeras Friday the 13th, en las que lo trash, lo grosero y el mal gusto las hacia tan entrañables. Solo que esta vez el presupuesto es mucho más alto. Me gustó mucho volver a ver eso en Halloween Kills. Y también creo luego de la matanza de los policías, las escenas siguientes en la reunión en el bar-pub se sienten ominosas, con cierto suspenso, bien interpretadas. Dicho de otro modo, el recuento del legado de Michael está narrado con una loable economía narrativa y el tono justo. Con expectativas moderadas, Halloween Kills es moderadamente disfrutable y entretenida. También es formalmente destacable, con la fotografía y el diseño de sonido en primer lugar. Diría que es para verla a la medianoche en la comodidad del sofá, con una cerveza de por medio. No es un mal plan.
“Con el paso del tiempo, me doy cuenta de que invertí tantos años de mi juventud en el baile porque era mi refugio para escapar del incoherente mundo de los adultos. De esto intento hablar en esta película: ¿Dónde nos refugiamos cuando somos adolescentes y el mundo adulto que se nos impone viene con muchas más preguntas que respuestas?”, señala Juan Pablo Félix, guionista y director de Karnawal, su ópera prima que ganó como Mejor película Iberoamericana en el Festival de Málaga y Mejor director en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara. Cabra es un adolescente vive con su madre en el norte de Argentina, cerca de la frontera con Bolivia. Su gran sueño es ser bailarín profesional de malambo. Justo cuando se prepara para una competencia muy importante Cabra recibe la visita de su padre, El Corto, un delincuente con libertad condicional por unos días. De ahí en más, Cabra y su madre se involucran, contra su voluntad, en actividades ilegales que podrían frustrar la participación del joven bailarín en la competencia. Rodada íntegramente en la provincia de Jujuy y parte de Bolivia, Karnawal es una de esas películas que inmediatamente llaman la atención por su cuidado formal, tanto fotográficamente como desde el plano sonoro. Evitando la mirada simplista del exotismo, Félix filma de modo tal que el universo de Karnawal se sienta tan real como cercano, a punto tal de que el espectador esté casi inmerso en cada uno de los distintos escenarios. En su representación del carnaval aparece un sesgo documental y en la del malambo, un pequeño gran espectáculo se despliega ante los ojos del espectador. Alfredo Castro, Mónica Lairana, Martín López Lacci y Diego Cremonesi son una gran parte de la columna vertebral de un relato que oscila entre el realismo duro en sus contenidos y la contemplación poética en la manera en que se transmiten esos contenidos. Tensa y nerviosa por momentos, reposada e introspectiva en otros, la película de Félix apunta alto y aunque ocasionalmente aparezcan sus falencias – cierta redundancia en plasmar el conflicto central, un Cabra quizás demasiado opaco, algún que otro momento donde asoma el estereotipo, pequeños problemas con la progresión dramática – lo cierto es que los varios aciertos son más significativos. Es que son los momentos cuando Karnawal tiene una resonancia más profunda. La vida que transitan los protagonistas de este mundo peculiar es melancólica y vital al mismo tiempo, ardua pero con satisfacciones, y eso también aleja a la historia de otro simplismo: el del sufrimiento eterno del joven artista que intenta triunfar frente a la adversidad. Acá nada es blanco o negro, aunque tampoco haya tantos grises. Así, el equilibrio tonal le da un espesor poco visto en el cine nacional contemporáneo.
“Cuando Mari nos pidió refugio en casa, al principio fue solamente escuchar una historia que sabíamos que era la de muchas mujeres, pero que en mi familia conocíamos por los artículos periodísticos. De pronto, de un día para otro, esa historia se materializaba en un cuerpo, en una persona concreta, que estaba ahí, ahora, viviendo con nosotros”, señala Adriana Yurcovich acerca de su lúcido documental Mari, co-dirigido con Mariana Turkieh, actualmente disponible en la plataforma CINE.AR. Efectivamente, la historia de Mari es la de muchas otras mujeres. Es una historia dolorosa, sufrida y cotidiana. Pero, en este caso, Mari logra darle una vuelta a su historia y hacer de ella un lugar de esperanza y renacimiento. Porque Mari pasó mucho tiempo acostumbrada a no tener ni voz ni voto, maltratada una y otra vez por su marido, extremadamente desvalorizada. Pero, un día Mari se cansa, no aguanta más y abandona su hogar. Pide refugio en la casa de Adriana, donde trabaja como empleada doméstica. A pesar de las presiones, comienza otra vida. Nada le resulta fácil. Pero todo la reconforta. Mari es, antes que todo, un documental conmovedor. No sensiblero, sino emotivo. Y no emotivo en el sentido de buscar el llanto del espectador ante el sufrimiento de Mari y toda su historia traumática. Claro que es imposible que no se nos escapen algunas lágrimas cuando ella narra momentos de mucho sufrimiento. Pero son segundos. Mari, el documental, no buscar ubicarse en la oscuridad para articular su punto de vista. No es como tantos otros documentales que sí hacen eso. Porque acá el foco está sus pequeños grandes pasos hacia una nueva vida. Incluso uno podría decir que no hay nada extraordinario en ese proceso. Porque tampoco es la súperheroína de una película de Hollywood. Que Mari se haga cargo de su vida como lo hace la convierte en algo más interesante que una súperheroína: es, en cambio, un ser humano sin poderes mágicos con la capacidad y voluntad inclaudicable de no ser oprimida y sojuzgada ni una solo vez más. Yurcovich es la entrevistadora, a veces con una voz en off y otras veces como un personaje de película misma. Es evidente que el vínculo que comparten esta dos mujeres es de un gran respeto y sin un ápice de clasismo, y también se percibe el afecto y le cercanía propias las relaciones más nutrientes. Otro acierto: Mari es una mujer con un marcado sentido del humor, que impregna buena parte del documental. Otro elemento más para evitar todo tipo de solemnidad. Por eso creo que Mari no es retratada como un ejemplo a seguir – con toda la carga didáctica que ello tendría – sino como una persona a querer, una mujer con la que uno querría hablar horas y horas. Y de temas diversos de modo desprejuiciado, incluyendo los secretos del sexo. Otro tema prohibido en su vida anterior. Muchas cosas nuevas para alguien que se anima a entrar en un nuevo territorio.
Dieciocho años atrás, Rodrigo Moscoso estrenó su ópera prima Modelo 73, que narraba en clave de comedia dramática la historia de tres jóvenes amigos que compran un Chevy modelo 73 para disfrutar del verano salteño y deslumbrar a las chicas que intentan conquistar. A tono con el llamado nuevo cine argentino, Modelo 73 construía su relato a partir de detalles, pequeños gestos y anécdotas aparentemente superficiales. Uno de sus aciertos era transmitir el tempo perfecto que tiene la vida en el interior del país y otro no menor era construir climas envolventes y con vida propia. Ahora Moscoso estrena Badur Hogar, que antes estuvo en la competencia argentina del BAFICI 2019, y construye una película de género con una narrativa muy diferente. Porque Badur Hogar es una comedia romántica que transcurre en Salta y es tan fiel a la idiosincrasia de la zona como a los resortes del humor más formulaico (en un buen sentido). Esta vez la forma fílmica está más pulida y ostenta un nivel de profesionalismo propio de un director experimentado – y eso que éste es el segundo largometraje de Moscoso. A la vez, ambas películas tienen un punto central en común: la transición de un estado de cierta inercia e inmadurez hacia otro más vital y maduro. Porque los personajes de Moscoso pueden no saber muy bien qué quieren al comenzar la película, pero ya sobre el final han recorrido un camino que los ha dejado en otro lugar. Juan (Javier Flores) tiene 35 años, vive con sus padres, no tiene muchas aspiraciones ni deseo de vivir aventuras de ningún tipo. Apenas se dedica a su oficio de limpiar piscinas con un amigo que es tan quedado como él. Es que es un hombre que no quiere crecer que transita su vida a los tumbos. Pero todo va a cambiar de un modo radical cuando conoce a Luciana (Bárbara Lombardo), una chica de Buenos Aires muy despierta que está de visita en Salta y que es muy diferente a Javier. Como ya se sabe, los opuestos se atraen y no va a pasar mucho tiempo hasta comiencen a vivir una historia de amor que se parece a muchas otras, pero también es única. Uno de los méritos de Badur Hogar es hacernos sentir que estamos frente a una pareja de verdad. La química entre los actores es auténtica y seductora. Como en Modelo 73, Moscoso muestra una vez más que sabe cómo hacer para que intérpretes encarnen a sus personajes sin tics ni manierismos. A diferencia de Modelo 73 aquí hay enredos, secretos y mentiras, desvíos e imprevistos a lo largo de una narrativa con marcada progresión dramática. Otro de los méritos es el buen timing en los gags que pueden, en ocasiones, no ser muy originales pero no por eso dejan de ser efectivos. Entre chistes y chistes los personajes, que quizás parecían unidimensionales al comenzar el relato, van mostrando sus pliegues y matices a medida que avanza la trama y así ya adquieren otro volumen. Y de la comedia al drama hay un solo paso, aunque el drama aquí no se exponga cruda o desgarradoramente. Pero sí es movilizador. Sin ser costumbrista, Badur Hogar despliega muchos rasgos de un estilo de vida provinciano, un patrón de habla acorde y un no muy veloz transcurrir del tiempo. Luciana y su pertenencia a Buenos Aires son uno de los pilares del contraste tan necesario en este tipo de comedias románticas. En paralelo y a través de la historia del padre de Javier aparece la noción de que todo tiempo pasado fue mejor y que ahora solo queda la nostalgia – cuando no la melancolía. Aquí se puede vislumbrar material potencial para otra película entera y es acertado haberla abordado parcialmente de modo tal que esté en función de la trama central y nunca la opaque. Después de estas dos películas tan diferentes pero también similares, es imposible no sentir curiosidad por saber cómo será la sigue. Probablemente sea otra sorpresa dentro de cierto tipo de cine local que tiende a repetir sus estéticas y contenidos. Bienvenido sea, entonces, este otro cine que mezcla el género y lo autoral en proporciones justas y sin impostaciones de ninguna naturaleza. Badur Hogar (Argentina, 2019) Dirigida por Rodrigo Moscoso. Escrita por Rodrigo Moscoso, Patricio Cárrega. Con Javier Flores, Bárbara Lombardo, Cástulo Guerra, Nicolás Obregón, Daniel Elías. Fotografía: Gaspar Quique Silva. Montaje: Federico Casoni. Dirección de arte: Mariela Rípodas. Sonido: Juan Camilo Giraldo. Música: Axel Krigyer. Producción ejecutiva: Mariel Vittori.
El tío, la nueva película de Eugenia Sueiro (Nosotras sin mamá) narra una historia sencilla que, a priori, podría parecer algo insustancial, o incluso meramente anecdótica. Lo que se dice una historia común con lugares comunes. Sin embargo, ni bien transcurren unos pocos minutos, ya es evidente que ése no es el caso. Sí es una historia sencilla, pero con una mirada con cierta profundidad y, sobre todo, es una película hecha desde la sensibilidad y las sutilezas. Aunque también es cierto que, sobre el final, da la sensación de que todavía quedó tela para cortar. Pero eso no quita que lo narrado esté bien trabajado y que El tío satisfaga gran parte de las expectativas que genera. Todo comienza poco después de la inesperada muerte del hermano de Dalmiro (César Bordón), un cincuentón sin esposa ni hijos que trabaja en una inmobiliaria no muy respetuosa para con sus empleados. Porque de ahora en más, y quién sabe durante cuánto tiempo, Dalmiro tiene que ayudar a su cuñada, Maky (Vanesa Maja) en asuntos varios y también a cuidar de sus sobrinos, Ema (Dulce Wagner), de 7 años, y Lautaro (Valentino Barone), de 12 años. A todo esto, le debe dinero a Maky y ella le propone que, en vez de devolvérselo, lo use para llevar a Ema a Disney, un viaje que el hermano de Dalmiro le había prometido a su hija. Así que, de repente, la vida rutinaria de Dalmiro puede terminar siendo no tan apacible. Lo primero que llama la atención de El tío es su aire de autenticidad. No solamente porque sus personajes hablan como se habla en la vida real o porque el registro naturalista está siempre muy afinado. Estos son dos factores importantes, sin duda, pero quizás es la interpretación de César Bordón, un actor con muchos roles secundarios en su historia y que aquí tiene su primer protagónico, lo que le da a la película un plus en su tono realista. Y eso que el Dalmiro de Bordón no es un personaje sencillo ya que hay algo ambiguo que lo atraviesa, es transparente y opaco al mismo tiempo – más que nada en la relación con su cuñada. Como la película, su protagonista no es tan simple como parece en primera instancia. Dicho sea de paso, las interpretaciones de los dos niños también son sobresalientes. Sueiro construye una puesta en escena relativamente austera, despojada de ornamentos, que no llama la atención sobre sí misma. La cámara busca detalles significativos en los gestos y los rostros, y unas cuantas veces los encuentra. El sonido, por su parte, también apunta a construir un mundo sin artificios y el montaje es siempre invisible. Por eso es fácil entrar en el universo de estos personajes, acompañarlos y pasar algo de tiempo con ellos. Acá el espectador nunca es un testigo distante. Por eso no es difícil identificarse con el sentimiento de incertidumbre de Dalmiro (menos aún cuando se trata de sus dificultades laborales) ni con el vacío que existe después de una pérdida de la que cuesta hablar. Sin embargo, se habla, y no desde el desgarro ni la melancolía. Es verdad que hay una tristeza flotante y algo de retraimiento. Y es lógico y deseable que así sea. Pero no hay melodrama. No hay nada maravilloso y tampoco hay nada terrible. Digamos que todo se parece bastante a como son estas cosas en la vida real. De todos modos, El tío no es la historia de un duelo. Es acerca de un reacomodamiento de vínculos y de saldar una deuda que tiene más de afectivo que de monetario. Es, en cierto sentido, barajar y dar de nuevo y ver qué pasa. Por otra parte, pareciera que hay un mar de fondo en la relación entre Dalmiro y Maky, pero eso queda sin explorar, posiblemente a propósito. Aún así, es un vínculo que se podría haber desarrollado más. Incluso Maky es un personaje medianamente unidimensional. Por el contrario, otro de los personajes, un peculiar viejito que puso su casa a la venta a través de la inmobiliaria, adquiere espesor en cada nuevo encuentro que tiene con Dalmiro. De hecho, ese viejito es toda una sorpresa ya que, a simple vista, da la impresión de que podría ser solo un estereotipo. Pero luego de algunas escenas, queda claro que no lo es. Algo parecido pasa con la película: sorprende con su sensibilidad para retratar vínculos que el cine ya abordó antes. El tío (Argentina, 2018) Puntaje: 7 Escrita y dirigida por Eugenia Sueiro. Con César Bordón, Vanesa Maja, Dulce Wagner, Valentino Barone, Roberto Vallejos, Isidoro Tolcachir, Analía Marcolini, Sergio Suárez, Alfredo Rizo. Fotografía: Christian Colace. Montaje: Marcela Sáenz. Directora de arte: Eugenia Sueiro. Sonido: Maxi Gorriti – Pakidermo. Duración: 76 minutos.