Bienvenida evocación de médico ejemplar Sencillo, austero, medido en sus palabras, respetuoso, ajeno al poder y la ostentación, abnegado, así era Maradona. El doctor Esteban Laureano Maradona. Cada tanto, muy cada tanto, alguien lo recuerda. Más de medio siglo pasó en un pueblito formoseño rodeado de indios. Antes, fue médico y periodista en el Chaco, conferenciante en reclamo de mayor seguridad laboral, médico camillero en la Guerra del Paraguay, jefe de Hospital en Asunción y en el leprosario de Itapirú. Se volvió, tras la muerte de su prometida. En 1935 viajando desde Formosa hasta Tartagal, el tren se detuvo en un villorio perdido, Guaycurri. Alguien pedía ayuda para una parto que venía difícil. «Todo esto era monte, solo había cuatro ranchos rodeados de indios que después me querían matar», recordaba, ya viejo, en una nota. El tren se fue, él se quedó. Vivió en una simple casa sin electricidad, atendiendo gratis a los indios. Brindó instrucción sanitaria, formó una colonia agrícola aborigen, ayudó a crear escuela y comisaría, logró erradicar enfermedades, lo terminaron llamado Piognak, doctor Dios. Y siguió en esa simple casa hasta que, ya nonagenario, tuvo que irse a vivir con los sobrinos. El documental que hoy lo evoca parte desde los recuerdos últimos de amigos y parientes, se expande a caciques y botánicos (porque además fue un estudioso de las plantas medicinales), recoge su voz y su presencia en buen material de archivo, incluso recoge algunas observaciones de dos personas que quieren restarle méritos, encuentra a la niña que nació aquel día («no puedo esconder mi edad», se rie), y recupera a dos periodistas que lo dieron a conocer para todo el país: Enrique Nabor Juárez, de «Primera Plana», y Roberto Vacca, del programa «Historias de la Argentina Secreta». Juárez, nos consta, fue más allá: por toda redacción que pasó, a todo redactor que formó, mandó hacer una nota sobre «el Albert Schweitzer de Formosa», como le decían, en referencia al entonces famoso médico de Lambarené, un rincón perdido del Africa Colonial. Hay diferencias: Schweitzer además era teólogo, organista de fama, escritor, tuvo el respaldo del gobierno alemán, y en 1952 ganó el Nobel de la Paz. Maradona sólo escribió de plantas, aves, lepra, y un vocabulario toba-pilagá, amén de una pequeña memoria, se sostuvo solo, y no ganó el Nobel aunque dos veces lo postularon. Tuvo en cambio varios reconocimientos, hasta de la ONU, y siempre derivó el dinero de los premios a becas para médicos formoseños y misiones similares. En 1994, el Congreso declaró Dia del Médico Rural el de su cumpleaños, y ordenó editar todos sus libros. Esto último todavía no se concretó.
La historia es discutible pero logra interesar Más conocido como director de fotografía («Picado fino», «El visitante», «Las mujeres llegan tarde», etc.), cada tanto Víctor González, alias Kino González, se da el gusto de hacer por su entera cuenta una película singular y medio provocadora. Por ejemplo, «GuachoAbel», su corto de estudiante por el que la intervención de ese momento lo echó de la escuela de cine. O el incómodo «Ciudad de Dios», que tuvo la desgracia de ser contemporáneo de «Cidade de Deus». Ahora presenta algo más curioso: una variante de cine negro con crímenes y sexo protagonizado por curas. Según confiesa, su intención fue hacer una variante de las viejas historias donde un joven policía idealista se ve envuelto en la corrupción de sus jefes y colegas, hasta caer en el delito, con ellos o por cuenta propia. Pero siempre con alguna mujer poco recomendable al lado suyo. ¿Y qué mejor y más negro para esa variante de cine negro, que unos curas con sotana? He aquí entonces la singular historia de un joven religioso en crisis vocacional, que se ve obligado a presenciar las discusiones capciosas de dos superiores, y tentado a aceptar las propuestas de uno de ellos, y de una chica confianzuda. El infeliz desbarranca, la película también, pero igual interesa. Detrás se plantean cuestiones de moral y libre albedrío, preguntas sobre la muchas veces incomprensible voluntad de Dios, problemas concretos para explicar a los simples esa incomprensible voluntad, o para entender lo que pasa dentro de algunas almas. Significativo, el prólogo en la cárcel con un tipo llamado Angel, que exige su propio castigo con gestos desafiantes. Esa escena es clave. Y las que presencia Juan Minujin entre Osmar Núñez y Osvaldo Bonet, regocijantes. El veterano actor de 92 años tiene los mejores parlamentos, y, al fin, su mejor personaje cinematográfico, y lo luce debidamente. Lástima que a cierta altura del relato Bonet desaparezca (bueno, en compensación cobra peso Jimena Anganuzzi). Lástima peor, que en la elaboración del guión no haya habido algún asesor eclesiástico, para evitar ciertas macanitas de forma e incluso para hacerlo más incisivo.
Como “Luces del varieté”, pero más tierna Tiempo atrás, un productor medio chanta dejó su Francia natal y se fue a triunfar a Norteamérica. Ahora ritorna triunfatore, o eso es lo que se cree y quiere hacer creer. Se trae un espectáculo que dará que hablar: la compañía del New Burlesque. Lindas chicas que hacen striptease, magia, humorismo, chicas bonitas, desinhibidas, siempre alegres, un sueño. Sólo hay un pequeño detalle: todas son maduritas, medio pasaditas de edad y de kilos, pero alegres, eso sí. Otro detalle: el tipo les habló de una gira triunfal por media Francia, hasta culminar en Paris y afincarse en el barrio de Pigalle, junto al Moulin Rouge como mínimo. Y lo único concreto que tiene son unas fechas por ciudades poco atractivas de Normandía, frente al mar frío, y gris, o frente a los suburbios de la nada. Trenes que parecen siempre el mismo, hoteles que parecen siempre el mismo, escenarios que parecen siempre el mismo. No importa. Sobre el escenario, ellas se transforman. Se entregan al público, desnudan su talento, brillan, son divinas. Bueno, más o menos. Lo importante es que la gente sale contenta y ellas son encantadoras. Y cuando están solas, bueno, cuando están solas, ¿cuántas caras tiene una artista? ¿Y cuántas familias? ¿Y acaso el productor no es también un artista? ¿Y tiene una familia? ¿Su familia lo espera? Simpática, morbosa y melancólica comedia sobre las ilusiones, las alegrías, y la aceptación de uno mismo, «Tournée» es casi una nieta de las «Luces del varieté» de Lattuada y Fellini, pero más tierna. Para tener en cuenta: su autor, que es también su actor, es Mathieu Amalric, el mismo de «La escafandra y la mariposa». Lo acompañan en esta gira las auténticas chicas del auténtico New Burlesque (porque existe de veras). Sus nombres de guerra son Mimí Le Meaux, Kitten on the Keys, Dirty Martíni, Julie Atlas Muz, Evie Lovelle, Roky Roulette. ¿Su edad? Ya dijimos que son maduritas.
Una película de amor con fondo político Benjamín Avila evoca en éste, su primer film, varios hechos que él mismo, y otros de su generación, vivieron en los 70 como hijos de montoneros. Un detalle: él entonces tenía 7 años. Su personaje tiene 11, para dejar en claro que el niño sabía en qué andaban sus padres, y se sentía parte de lo mismo, pero por otro lado también empezaba a tomar sus propias decisiones, y a vivir sus propios amores. Porque ésta es una película de amor. Así, entonces, «Infancia clandestina» puede verse desde afuera como el recuerdo traumático de un error histórico que llevó a la muerte a miles de ilusos y de inocentes. Puede verse desde adentro como el recuerdo melancólico y estremecedor de un momento de entusiasmo, cuando los padres transmitían seguridad en el inmediato porvenir, firmeza en el sacrificio, y esperaban alegres el combate. Puede verse desde el ahora, cuando ya sabemos lo que había detrás y lo que pasó después. Y puede verse con el corazón, como el recuerdo admirado y dolido del autor hacia sus padres, y hacia su propia infancia y la de muchos otros chicos como él, acá y en otras partes. Ni elogio absoluto ni reproche amargo. Avila nos expone la cuestión de las armas, las equivocaciones, el crecimiento acelerado, el miedo, pero también el sentimiento de unión, las alegrías, el calor de hogar. Su película, enteramente bien hecha, tiene un nervio admirable, una franqueza enorme, un cariño viril de hombre que ya superó la edad de sus mayores pero sigue evocando naturalmente el amor con que lo cuidaron y le hicieron un lugar en el ruedo. Su obra tiene momentos de éxtasis familiar, de lirismo íntimo, que la vuelven universal. Sí, también es una película política, pero no en el sentido reduccionista que algunos quisieran. Lo es, en el sentido de la superación por el amor. Además, corresponde decir, las actuaciones son excelentes, el ocasional empleo de dibujos para reemplazar o apurar ciertas situaciones es todo un acierto de gran fuerza dramática, y es simplemente inolvidable el momento en que la madre, muy bien interpretada por Natalia Oreiro, canta con sencilla dulzura el valsecito discepoliano «Sueño de juventud». Así también como dice la letra del vals, el autor parece haber dicho, pensando en su madre perdida a los siete años, «Yo acunaré en un canto tu inmensa ternura, buscando en mi cielo tu imagen de ayer». Cuando, junto a los créditos finales de la película, aparecen las pocas fotos de infancia que él pudo conservar, bueno, es difícil ver ese final sin que se nublen los ojos. Los chicos Teo Gutiérrez Romero y Violeta Palukas (la noviecita de la escuela con la que el pibe quisiera encarar una vida «normal»), la mencionada Natalia Oreiro, César Troncoso, Ernesto Alterio, en destacado rol de tío simpático, y Cristina Banegas, con un personaje y dos escenas tremendamente intensas, componen el reparto. Coguionista, Martín Muller. Coproductor, Luis Puenzo. Fotografía, Iván Gierasinchuk. Dirección de arte, Yamila Fontán. Dibujos, Andy Riva. Tema de cierre a cargo de Divididos.
La fotografía es lo mejor de experimento fílmico “Mensajero” Esta película en blanco y negro, ambientada en la puna salteña, dura apenas 77 minutos. A algunos le parecerá el doble, a otros le resultará una experiencia hipnótica, ajena a los parámetros del tiempo. La excusa argumental es más que mínima. Es ínfima. Tanto, que a mitad de la proyección ya se perdió. Un joven llega en moto a una casa vieja, para avisar el cambio de fecha de una procesión (¿?), y su próximo cambio de actividad. «Mañana me voy hasta diciembre». «¿Y por cuánto tiempo te vas?» El sol pega muy fuerte en esos lugares. Al joven lo vemos en viaje, en charla con alguien que, sentado a la mesa, le explica el oficio de salinero, y por último alcanzamos a verlo en el salitral con otros peones. Ahí la película lo deja de lado y sigue una rato más hasta terminar sin su protagonista, el supuesto mensajero del título. Se puede especular que hay otro mensajero, alegórico, pero ya entraríamos en terrenos inciertos. Para «espéculos», el desenlace nos prepara algo mejor. Del resto, cabe anotar a una viejita sentada en su telar, mientras suelta algunos pensamientos sobre su condición de creyente, el travelling de unas personas que caminan apuradas como si se les fuera el colectivo (tal vez procesantes queriendo llegar a las primeras filas), largos viajes en estanciera y otros vehículos, largos planos fijos de salineros inmóviles con su pala mirando a cámara, salvo uno que se cansa de estar posando, y un larguísimo pero fascinante viaje de una nube que viene por entre dos cerros, hasta cubrirlo todo. Asimismo impresionante, la enorme nube que se espeja en el también enorme salar inundado del verano. Autor de este experimento, Martín Solá, que antes hizo en Cataluña un documental sobre pescadores de alta mar, «Caja cerrada». Autor de la fotografía de «Mensajero», Gustavo Schiaffino, que antes trabajó con el poeta Gustavo Fontán en «La orilla que se abisma», «La madre», «Elegía de abril», «La casa», y también con Echeverría en ese dibujo exquisito que es «La máquina que hace estrellas». Ver ahora su trabajo en blanco y negro, en un digital que parece puro celuloide de los 60, es un deleite. A la salida tendrían que vender el libro de fotos.
Fallida realización de idea atractiva Entre las tantas ediciones de «Sucesos Argentinos» que todavía se conservan, figura por ahí el retrato oficial de una familia tipo durante la época peronista, feliz, satisfecha, esperanzada. En un cortometraje de 1989-90, alguien tomó esos minutos e imaginó el destino de esa familia. Era un corto melancólico, de ancianos derrotados e hijos descreídos. Los tiempos han cambiado un poco, pero el esquema vuelve a tener fuerza. Quien ahora lo aplica es el doctor Ezequiel Inzaghi, en dupla con el actor Enrique Liporace, ambos debutando en la dirección. Así, vemos primero el Día de San Cayetano de 1954, donde la gente sólo va a agradecer, y un niño nace con la bendición del santo, según registra un supuesto «Sucesos...» de ese momento. Y luego, décadas después, el hombre grande e infeliz en que se ha convertido ese niño. Un pobre tipo que vive en una pensión y se las rebusca cobrando para hacer la cola en recitales y oficinas públicas. Es cierto que la obra hubiera tenido más fuerza en 2001-2, pero igual tiene su razón de ser. Lo que no tiene es un buen nivel de realización. La realidad de las colas y el sentido alegórico del relato apenas se vislumbran, los conflictos dramáticos (el endeudamiento, la turbiedad del negocio, los riesgos que amenazan a una hija sin preparación práctica para la vida, el engaño en que hace vivir al padre, etc.) daban para más. Falta desarrollo, sobran situaciones remanidas, lugares comunes, chistes viejos. Alejandro Awada, el propio Liporace, Antonio Gasalla en breve rol de cura, Alberto Anchart en su última película, cumplen como corresponde. Otros, no tanto. Y Lucrecia Oviedo, como la hija que mantiene torpemente la ilusión paterna, está desaprovechada.
Teatral y con trama poco comprensible El título de este film coincide con el de una obra teatral de Cynthia Smart estrenada en El Túnel en mayo último. Las coincidencias terminan ahí, pero cabe consignar que el film también tiene mucho de teatro. La forma de representación, el mundo irreal creado con unos pocos elementos, los seres que en él viven, su adhesión a un grotesco medianamente simbólico, son propios de cierto tipo de teatro. En escasas ocasiones la obra se manifiesta como cine. Señalables, en ese sentido, el comienzo que culmina con una expresión de temor filial, como anunciando tempestades inevitables, y un plano del final, donde la sangre empieza a correr sobre el escenario, al pie de los artistas. El argumento es mínimo. En cuevas y galerías subterráneas se mueven unas personas animalizadas, que odian a las de la superficie, y en un internado de danzas hay personas todavía más estrafalarias. Los alumnos son como zombies llenos de maldad, los directivos son alegres perversos que interpretan la realidad al suo piacere. El protagonista se mueve del subsuelo al internado como un homínido imbécil y peligroso, capaz de alcanzar atendible estatura de artista, pero no estatura humana. La verdad, acá nadie parece humano, y son todos repulsivos, salvo algunas figuras del fondo, que no alcanzamos a conocer, y una joven ninfómana full time, que bien merecería nuestra cordial atención. ¿Qué significa todo esto? Cabe arriesgar interpretaciones varias, relativas a la lucha de clases, la evolución del aspirante a artista, el distanciamiento de las reglas paternas, quién sabe. Los datos son escasos. Pero la capacidad del autor para haber convencido y arrastrado consigo a tantos artistas de mérito, es notable. Lo suyo, como estilo, tiene muy pocos antecedentes locales: el largo «Memorias de un loco», de Pablo César, el mediometraje «Los sabuesos de Sófocles», de Aldo Paparella, y el corto «Cantautor», de Emiliano Romero, que es, precisamente, el mismo que ahora nos presenta «Topos». Inteligentemente, la obra se ofrece en un par de salas y en varios centros y teatros porteños, donde puede tener buena recepción. También la tuvo, es cierto, en el New York City International Film Festival, donde ganó los premios a mejor film extranjero y mejor actor (Lautaro Delgado), y en el Fantaspoa 2012 de Porto Alegre, que la consagró mejor película iberoamericana. En esa ocasión el jurado declaró que «O filme aponta extraordinárias possibilidades para o cinema fantástico atual». Como mejor director ganó otro argentino, Nicanor Loreti, por su sanguinolento «Diablo», aún sin estrenar (también hubo premios al Mejor baño de sangre y Reina del grito, pero ésa es otra historia).
Buen documental sobre una vida singular De haber seguido la carrera prevista, John Palmer estaría hoy preparando su jubilación como catedrático de alguna prestigiosa universidad británica, como la de Oxford, donde estudió cuando joven. Doctor en antropología, vino hasta estos lejanos lares pensando desarrollar una tesis sobre los indios del Chaco Salteño, una región que los misioneros anglicanos supieron habitar exitosamente en otros tiempos. Ahí cambió su vida. El se acercó a los wichis con ánimo de estudioso. Pero se le acercó una wichi con otra clase de ánimo. Entre esos indios, quien elige y decide en cuestiones amorosas es la mujer, y en este caso la muchacha tuvo más suerte que la criolla Balbina de Benito Lynch. Hoy Palmer vive con ella en una casita de Tartagal, es padre de cinco morochitos trilingües, y en vez de tesis prepara sucesivas exposiciones como asesor de la comunidad a la que pertenece en carácter de wichi honorario. La cámara sigue sus actividades y nos hace compartir una vida distinta, tal vez más noble de la que le prometiera Oxford. Y más singular. A veces enfrenta capataces de empresas que invaden el monte propiedad de los indios. O reclama a las autoridades locales que miran para otro lado salvo a la hora de los discursos sobre pueblos originarios. O defiende ante la justicia a un buen indio que aceptó la propuesta de una parienta menor de edad sin advertir las consecuencias legales. Y a veces mister Palmer también se ocupa del hogar junto a su esposa, telefonea a su madre que desde Inglaterra manda juguetes a los niños, o lleva la familia a pasar el domingo con los abuelos que viven en medio del monte. Todos tranquilos, distendidos, incluso cuando a mitad de la tarde se declara un enorme incendio en las cercanías. «Son indios», dirá alguno. Pero el temple de esa gente, en ésa y otras circunstancias, nos provoca cierta admiración. Autor del documental, Ulises Rosell, que lo fue haciendo a lo largo de dos años, mientras daba el acabado a una serie sobre comunidades nativas para el canal educativo. Buen trabajo, interesante, respetuoso, atractivo, e ilustrativo. Y buen título, el mismo de un cuento corto de Jorge Luis Borges cuyo protagonista convive con unas tribus, aprende de ellas un secreto que mantendrá de por vida, y sólo le dirá a su superior «que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad». Pero eso pasa en el cuento. En la película queda sugerido. Música, James Blackshaw. Edición, Andrés Tambornino. Vale la pena consignarlos.
Un irregular álbum familiar
Sobre la memoria, con mucha teoría y tono monocorde.