Viaje al interior de un portador de malas nuevas En todo Palacio de Tribunales, Palacio de Justicia, o como se designe, hay un rincón lleno de papeles de urgente envío, llamados, cédulas y señores nerviosos que envían a otros señores a entregar urgentemente esas cédulas a sus infelices destinatarios. Se trata de citaciones para concurrir a algún juzgado por algún trámite o juicio en marcha, o avisos de resoluciones que deben efectivizarse en plazo perentorio: el cumplimiento de una hipoteca, el pago de estipendios, un desalojo. El sujeto que lleva la cédula a destino se llama notificador. Es imprescindible que llegue al destinatario, porque el siguiente papel a enviar se llama mandamiento, y lo porta un oficial de justicia, acompañado de uno o más policías (y a veces un fletero con sus ayudantes, para regocijo de los vecinos chusmas). Como lo dice el título, el personaje de esta historia es un notificador. Su preocupación es entregar cuanto antes lo que le ordenan entregar cuanto antes, lograr la firma del notificado, y notificar en detalle a su superior. Pero la vida tiene sus complejidades, la «clientela» sus rarezas, y los paseos públicos un lindo pastito donde tirarse a descansar de tantas complejidades, rarezas y obligaciones. Eso es lo que vive diariamente nuestro personaje, agobiado por un trabajo incómodo y en ocasiones absurdo, que a veces da para anécdotas divertidas y a veces para repudiar el concepto mismo de justicia. Convengamos que el sujeto en cuestión también es medio raro, complejo, etcétera. La novia y el jefe le tienen cada vez menos paciencia. Un posible reemplazante aparece en su vida, él lo ve así aunque el otro no lo parezca. También aparece una gitana con mal pronóstico. Y otro notificador, con verdadero aspecto y discurso de notificador, y con malas noticias. Tales son los personajes, el ambiente, y la trama. El autor, Blas Eloy Martínez, conoce muy bien todo eso. Durante nueve años cumplió esas tareas. Y acá las refleja en tono de apagada ironía y estilo cercano al de ciertas comedias montevideanas de gusto actual. También las refleja en un documental anterior, «La oficina», cuyo estreno se espera desde ahora con renovado interés. Intérprete de «El notificador», Ignacio Toselli, el beatlefana de «Días de vinilo». Novia desperdiciada, Guadalupe Docampo. Posible sucesor, Ignacio Rogers. En apariciones especiales, Edda Díaz, Mónica Cabrera, Mario Alarcón, Susana Pampin y Alejandra Gabriela Ramírez. Notifíquese, véase.
Notables actrices para climas bien armados Cabezas perdidas en un tiempo pasado, unidas sobre todo por el espanto, cada cual con un tornillo menos, madre e hija mantienen un hotelito en decadencia. La hipoteca las amenaza con la calle. La familia, mínima, mezquina, las da por desahuciadas. De pronto, la inesperada visita de un solitario adinerado puede salvarlas económicamente o hundirlas del todo en la locura. Inesperada también, y desesperada, es la reacción de una de estas mujeres. No corresponde contar más. La película se va haciendo en torno a pequeñas intrigas, a relaciones entredichas, situaciones levemente antojadizas y climas pesarosos. ¿Podrán ellas eludir el mal pronóstico que se les avecina? ¿Provocarán inconscientemente al Destino? Cierto, el manejo del tiempo y de la información pudo ser mejor, la puesta más agobiante, pero el ejercicio tiene su interés, y termina de un modo preciso, memorable y cortante, donde debe terminar. ¿Quién quiere ver, acaso, el momento horroroso que forzosamente habría de ver si el relato se extendiera un minuto más? Debut de la asistente Marcela Balza en una obra propia, con ponderable elenco femenino, música, fotografía y ambientación bien trabajadas, algo de «El malentendido» de Camus y una pizca de novela negra francesa trasladada a la provincia, corresponde estar atentos al próximo trabajo de esta nueva directora.
Demasiados datos para un solo 17 de octubre Quien mucho abarca, poco aprieta. Acá se quiere contar la historia socio-sindical de Berisso y la socio-política de Argentina desde 1904 a 1945, y la historia del específico día 17 de octubre, a través de los relatos de don Cipriano Reyes (de un archivo de 1989), cuatro estudiosos, una veintena de participantes de aquel día, y escenificaciones encabezadas por Rubén Stella como obrero que acompaña sucesivas ideologías y Lito Cruz como muerto explicador, más irónico y didáctico que el muerto explicador que hacía en el «Sur» de Solanas. Ah, y una perlita: Amelia Bence, nada menos, cantando «De mi barrio» («Yo de mi barrio era la piba más bonita, y en un colegio de monjas me eduqué») en la representación de un cabarute de los 30, la época en que ella empezó su carrera. El problema es que para poner todo eso hay que sacrificar muchas cosas: de los diversos hechos históricos sólo se dan unos pantallazos simplificadores, el tango está editado, y, peor aún, los testimonios de los viejos protagonistas del 17 parecen proporcionalmente pocos, nos dejan con ganas. Se pudo hacer un señor montaje de emoción creciente sólo alternando sus respectivos relatos, que incluyen la épica, el coraje, el orgullo, la picaresca, las anécdotas curiosas, hasta la tardía confesión de vandalismo por parte de alguien que entonces era apenas chiquilín. Ahí están registrados el obrero escritor, deportista y luego primer comisionado Raúl Filgueira, el Tata Alfredo Daiube, Daniel Solano Tunstall, Rubén Salerno, que terminó a cargo del viejo Bar Anglo-Argentino de los padres de Lito Cruz, donde se filmaron algunas escenas, en fin, los grandes anónimos de la historia coral de aquel día que fue posible gracias a ellos, a la punta de lanza que formaron los obreros de Berisso. La película tampoco cuenta qué fue de ellos. Una pena. En cambio, tiene el mérito de haber abierto una brecha, o más de una. Además es una producción enteramente berissense, y ya hay otra, una ficcional muy interesante basada en esos mismos asuntos: «Cipriano. Yo hice el 17 de octubre», de Marcelo Gálvez, que aquí hace la cámara y cede su archivo con la entrevista que hizo en 1989 al verdadero líder de aquellas jornadas. Porque entonces la gente gritaba «Reyes y Perón, un solo corazón». Pero después, de 1948 a 1955, lo tuvieron preso.
Comedia televisiva y algo sensiblera, con mensaje eficaz Se estrena en Latinoamérica como «Cambio de planes» esta pieza española de título más original, musical y enigmático: «Maktub». Que en árabe significa algo así como «está escrito». Y que en su país tuvo buena recepción y hasta fue nominada al Goya en los rubros de director debutante y actriz secundaria. Esto se entiende fácil, Goya Toledo hace un trabajo elogiable. Lo de director debutante merece una aclaración. Ocurre que la película, así como así, más parece un especial televisivo de Navidad, irregular, medio berreta, levemente sensiblero, tipo comedia familiar de otros tiempos y pare de contar. Pero ahí está el detalle: el autor hizo deliberada, sinceramente, con limitaciones pero mucha capacidad de comunicación, una comedia popular, de esas que tienen la intención declarada de tocar los corazones de la gente sencilla que tiene corazón. Gente que casi al mismo tiempo rie y suelta lagrimones viendo lo que acá se cuenta: cómo un amargado en crisis familiar y general aprende de un pibe animoso con cáncer en etapa avanzada. Cómo un tipo que tiene suficiente para sentirse bien, aprende de un pibe que se siente físicamente mal y lo único que tiene más que suficiente es el pronóstico reservado. Y en vez de llorar y bajonearse reparte alegría. Y entre ambos encabezan la cena de una familia de locos. ¿Un cuento fuera de época? Eso lo dirán los cínicos y los exquisitos. El autor dice otra cosa. Cantante y productor televisivo de pasatiempos amables, Paco Arango conduce desde hace años un organismo dedicado a alegrar la vida de chicos enfermos y sus familias, la Fundación Aladina (por su programa humorístico «¡Ala...Dina!», sobre una brujita metida a resolver problemas cotidianos). Esa fundación arma espacios de juegos en los hospitales, atiende trámites cansadores, junta plata para un centro público de transplante de médula osea en Madrid, y tiene un acuerdo con la fundación de Paul Newman «Hole in the Wall Camps», por el cual muchos españolitos enfermos disfrutan de campamentos de verano en un castillo irlandés con todos los gastos pagos, incluido el viaje. Un tipo así merece respeto y aprecio. Además, la comedia cumple bien con el público. En el reparto destacan Diego Peretti, la viejita Mariví Bilbao, Toledo, la enfermera que hace Rosa María Sardá, y el chico Andoni Hernández en un papel comprometido: su inspiración, y la de toda la obra, es Antonio González Valerón, internado a los 13 por leucemia, muerto a los 16, creador de 14 canciones. Se lo puede ver en Youtube interpretando una de ellas, «Sonrisas que hacen magia», hoy tema oficial de la fundación.
La casa en el sur también existía El personaje protagónico de este film, hombre joven, de saco y corbata en medio de una ruta patagónica, se quedó dormido mientras manejaba y chocó contra el único árbol de la zona. Como la película es de bajo presupuesto, no vemos el accidente. Nos enteramos cuando dicho personaje entra a pedir auxilio en una casa de la zona. Ahí, ya que está, se queda a vivir mientras espera que le envíen un repuesto desde Buenos Aires. Así conocemos a una buena mujer dedicada a la excavación arqueológica en solitario, su hijo adolescentón que amenaza volver con el padre, músico drogadicto; su peor es nada bastante celoso, que encima es el único mecánico de la zona; el intendente ovejero, dueño del árbol y del ciber del pueblo, y otra mujer, rubia, simpática, amiga de la casa, con la que nuestro accidentado amigo no podrá intimar porque es lesbiana. En cuando al sujeto propiamente dicho, se quita saco y corbata, pero conserva una foto de infancia donde está con los abuelos y otra gente, la muestra por si alguien reconoce el lugar donde fue tomada, y cuenta una historia de padres perseguidos y abuelos protectores. Y nadie dice reconocer ese lugar, aunque sospechamos de todos. Pero al final estaba por ahí nomás, y su historia no se contradice mayormente con la que alguien le termina contando. Eso es bueno, ya que ciertos elementos del relato (abuelo alemán, infancia en la época del Proceso, etc.) hacían temer una enésima reiteración de lugares comunes en nuestro cine. Del resto, la película tiene una factura sencilla, defectos muy menores tratándose de una opera prima, nubes espectaculares y paisajes chubutenses en registro de Mariana Russo, y elenco desparejo, donde destacan el protagonista Sergio Surraco haciendo de argentino con acento alemán, Bernarda Pagés, y sobre todo, en una escena clave, cálida y bien jugada, María Fiorentino. Como cierre, un aire de zamba de Cecilia Gauna, muy agradable.
“Montenegro”: un viaje a la soledad Juan de Dios Manuel Montenegro, 71 años. Cuatro perros: Mugre, Barba, Blanco y Coluda. Ningún pariente. Un solo vecino, y valga la aclaración: no amigo, sino vecino. «Soy de muchas amistades, pero amigo, no», dice el hombre. Su hogar es una casa sencilla en una isla del Delta entrerriano sobre el Gualeguay. Ahí vive con perros y chanchos. De ahí sale a pescar. El vecino lo acompaña, lo asiste, bromean un poco, cenan juntos. No siempre. Tampoco es siempre agradable oír sus comentarios a cámara, no confesiones, porque no está arrepentido ni dolorido. La vida en la isla es dura. Y peor si uno eligió vivir en soledad. Ese es el hombre que Jorge Gaggero, su sonidista y su camarógrafo, visitaron casi todos los fines de semana a lo largo de tres años, venciendo su reticencia. Años atrás Gaggero se dio a conocer por la muy buena comedia «Cama adentro», pero luego, en vez de seguir la fácil, se dedicó a la observación documental, cada vez mejor hecha, de personajes desarraigados, con «Vida en Falcon», «Botnia» (vista solo en cable) y lo que ahora apreciamos: el retrato de un hombre abstraído en sus pensamientos o sus recuerdos, voluntariamente aislado, casi autosuficiente. Casi. Porque él vive solo pero la vejez no viene sola. Ya una vez se fue al agua, lo hemos visto. Y aunque no pierda la compostura, y se siga golpeando el dedo como si tal cosa, «a ver si se coloca», otros vecinos lo alertan. Habrá una pequeña temporada en el pueblo cercano, compartirá la vida de hogar con otra gente mientras va al hospital, donde lo quieren internar. ¿Pero se mudará, habrá un cambio definitivo en sus costumbres? La película, breve, sencilla, nos hace sentir literalmente como si estuviéramos en la isla. Como si pudiéramos acompañar y entender a ese hombre de temple antiguo y medio huraño. De esos que ya van quedando pocos. Abre y cierra la historia una enorme torre de alta tensión, que le es ajena. No la necesita. Y mientras vemos la torre, se siente el sonido del agua. Por ahí pasa una lancha, como pasa la vida.
Curando heridas, en la óptica de una conocedora Esta es la historia sentimental de dos argentinos a lo largo de varios años. Ella, hija de judíos alemanes que escaparon de la guerra. El, hijo de alemanes decididamente arios que escaparon en otras circunstancias. Los padres tendrían que ser enemigos declarados. La vecindad, calle por medio en el apacible Olivos de los 50, el ocultamiento del pasado por parte de quienes algo hicieron, la inocente nobleza de la infancia, hacen que los chicos sean amigos, que esa relación se mantenga a lo largo del tiempo, y se transforme en algo más íntimo cuando más tarde se reencuentren en el país de sus mayores. Pero algo pasa entre ambos. Ya estamos a fines de los 60, son épocas muy politizadas, y los jóvenes alemanes no solo quieren cambiar el mundo. También exigen saber qué hicieron sus padres cuando el nazismo quiso cambiar el mundo. Sienten vergüenza e irritación. Cortan raíces, son perentorios e intolerantes como sus padres, pero sin siquiera sentirse bien con lo que hacen. El resto es consecuencia, y la pareja podrá entenderse definitivamente solo después de amargas experiencias históricas, discusiones, alejamientos y búsquedas (él por otra sociedad, ella por ese amor de niña, y lo de ella resulta más sabio, más práctico y concreto). Es, como se dijo, la historia sentimental de dos argentinos. También, la historia de los vaivenes ideológicos de una generación de argentinos. Y, en algunos aspectos, es la propia historia de la realizadora Jeanine Meerapfel. No por lo del noviecito de infancia, pero sí por varias situaciones muy significativas que allí se evocan, incluyendo la escena de la vajilla con la esvástica en la casita del Tigre, la de los estudiantes secundarios del grupo Tacuara, etc). Lo que cuenta, lo cuenta con total conocimiento. El suyo es un testimonio absolutamente fiable y de primera mano. Muy bien elegida Celeste Cid, creíble y querible en todas las escenas, lo mismo que los niños Julieta Vetrano y Juan Francisco Rey para el primer capítulo. En el reparto, Max Riemelt, el actor de «La ola», Noemí Frenkel y Jean Pierre Noher como los padres, Carlos Kaspar en un personaje que merecería una escena más, Daniel Fanego, Fernán Mirás, Benjamin Sadler, Adriana Aizemberg, Katya Aleman, y, en breve participación, Cipe Lincovsky, que hará 25 años protagonizó con Liv Ullmann la película más conocida de Meerapfel: «La amiga». Otra película de la misma autora se impone hoy a modo de precuela: el documental «En la tierra de mis padres», 1981. Y una más, a modo de placentera reconciliación con la vida y los seres amados que se fueron: «El verano de Ana», 2001, filmado en islas griegas con Angela Molina.
Una literatura sutil a través del espejo Siempre es difícil trasladar al cine el espíritu y el estilo de Silvina Ocampo. Se acercó mucho el exquisito Carlos Hugo Christensen en la coproducción braso-argentina «La casa de azúcar». Hicieron la suya Arturo Ripstein y Manuel Puig en la mexicana «El otro». Acá lo intentaron Marcos Madanes, Lilian Morello, Alejandro Maci (dos veces, una de ellas con guión de María Luisa Bemberg y Jorge Goldenberg). Ahora, y de primera intención, Daniel Rosenfeld y Eugenia Capizzano han logrado instalarse en ese espíritu y ese estilo inasibles, casi indefinibles. Y no como quien toma una casa por asalto, sino como quien la invade sin hacer ruido, para filmar han logrado instalarse en la casona de Domselaar donde se veneraba el recuerdo de Felicitas Guerrero, muerta por amor a manos del tío abuelo de Silvina Ocampo. Lugar indicado, según se advierte, para ilustrar este cuento de amores evanescentes, decisiones fúnebres, espejos y conversaciones que amablemente confunden a quien se acerca. Pocos datos se ofrecen para su comprensión inmediata. En un momento medio atemporal, una joven coquetea con la idea del suicidio y charla sucesivamente con una mujer levemente mayor, que recuerda su infancia y sus defectos, con una niña desconocida que viene «a ver las muñecas de piedra», un ladrón ineficiente, de antifaz ridículo, y un comedido de buen aspecto y bigote falso. Si son reales o no, si son evocaciones alteradas o fantasmales, o la misma joven es un nuevo fantasma que todavía ignora serlo, eso ya corre por cuenta de las felices especulaciones de nuestra aspirante a suicida y de quienes se sienten enganchados en la trama. Para conducirla, Eugenia Capizzano, protagonista y coadaptadora, muestra un encanto casi espiritual muy adecuado. Un adagio de Saint-Saens aplicado en más de una ocasión, algo de Josef Suk, Brahms y Arriagada, colaboran en el clima. El rostro de la niña, confuso a través de un vidrio biselado, la repentina aparición de alguien de ropas negras atrapando de atrás, por la cintura, a la joven de ropa clara, el empleo de viejas fotos para acompañar una supuesta confesión y, al comienzo, la visión de los perturbadores grabados de Max Ernst para «Una semaine de bonté» (que no era nada bondadosa) predisponen a ver misterios inquietantes. Los largos diálogos fielmente transcriptos del cuento original, que, precisamente, se desarrolla en base a diálogos, la falta de otras instancias estremecedoras, también la falta de mayor sentido del humor y del ritmo, y la extensión a más de hora y media, hacen que el final, agradable, preciso, nos agarre cansados. Curiosamente, están el espíritu y el estilo de la escritora. Falta un poquito de su levedad. ¿Lo hubieran hecho mejor Christensen o Carlos Schliepper, autores de muy gratas comedias de situaciones fantásticas en los años de juventud de Silvina Ocampo? Para saberlo habría que acompañar a Cornelia a través del espejo.
El amor en la era analógica Todo fluye agradablemente en esta comedia romántica de nueve corazones: la historia, los personajes, los diálogos, las situaciones, también la música. Parece mentira, pero una sola persona ha escrito los diálogos y los enredos, que son deliciosos: el propio director Gabriel Nesci, que tiempo atrás se lució con la serie «Todos contra Juan», y ahora se luce debutando en el largometraje. El esquema y los caracteres responden a las características del subgénero de amigos compartiendo los vaivenes de sus respectivas vidas amorosas y profesionales, mientras otras tantas mujeres la tienen clara y deciden lo que corresponde (a su conveniencia). A diferencia de ciertas comedias norteamericanas, ellos no se niegan a crecer. Simplemente, todavía no logran pegar el estirón a su gusto. El tiempo pasa, y amenaza pasarles por encima. También las mujeres. Así vemos al joven representante de un cementerio privado con vocación de compositor de jingles y melodías pop, que en vísperas de casarse con una buena chica se deslumbra con una cantante comehombres. Que acaba de largar al llorón de su novio, comentarista radial con una gran colección de vinilos y una gran amistad con la pareja en vísperas de casarse. Y vemos a un guionista que no llora, pero se arrastra por el suelo evocando un amor perdido mientras una flaquita vivaracha se le acerca para levantarlo y quitarle las ojeras con unas cremas adecuadas. Y al líder de una banda tributo que no quiere caer en el mismo error del líder de la banda original, ni seguir perdiendo en los concursos de banda tributo. ¿Pero qué hacer, cuando el error llama a su puerta con unos muslos preciosos? Otra pregunta: ¿dónde se habían visto, quién sabe cuándo, el guionista deprimido y la flaquita vivaracha? No lo recuerdan. Cuando uno de los dos lo sepa, sabremos por qué en las comedias románticas los tipos corren como tontos y declaran como pavotes su amor en público de la manera más ridícula y tierna que pueda imaginarse. Pero desde un primer momento la flaca tiene la respuesta. Y eso que solo parece una simple vendedora de cosméticos. El reparto se completa con el mencionado amor perdido y con un fulano que cree saber lo que el público quiere. Cada aparición suya es regocijante, y la última, junto a los créditos finales, da la clave. Sobresalen Fernán Mirás, Inés Efron y Maricel Alvarez (la de «Biutiful») pero el resto también está muy parejo y divertido: Pauls, Peleritti, Sbaraglia, Spregelburd, Toselli, Emilia Attias y Akemi Nakamura. Producción, Sudestada Cine («La Tigra, Chaco», «Juntos para siempre», «Solos en la ciudad») con Patagonik («Un novio para mi mujer», «Igualita a mi», «Extraños en la noche»), buena junta. Título de rodaje, «Todo lo que necesitas es amor», versión castellana de una vieja y conocida canción inglesa.
Para imaginar adónde ir en las vacaciones Ideal para descansar de problemas e imaginarse a dónde ir en las próximas vacaciones, en esta película casi todo es simpático, agradable, prácticamente sin conflictos, con lindos paisajes y atractivos refugios. El argumento es lo de menos: un joven argentino viaja a conocer un campito de los padres en el norte uruguayo, conoce a una chica belga que viaja a la casa de un amigo, recorren distintos lugares, se desvían, se duermen en distintos lugares, se distancian por una rubia brasileña, se desencuentran, se reencuentran, y llegan al puente que conduce al campito. El tour abarca el puerto de Montevideo, el palacio Salvo, gemelo del Barolo, el Hotel Argentino de Piriápolis, la estancia La Peña Blanca, con su particular castillo, Punta Colorada, Villa Serrana, Rocha, un cementerio de autos, una feria rural, noches de música suave, un vernisage, una playa, en síntesis, una linda variedad de lugares que caracterizan los partidos de Canelones, Lavalleja, Minas y Maldonado. Y en ellos, el ex director del Archivo General de la Nación Abelardo García Viera haciendo el personaje de viejo perdido entre los papeles, el artista plástico Hugo Arias en una finca tranquila y preciosa, músicos, hippies, un criollo solitario con sus 16 perros, un recitador centenario (consultado, dice recordar tantos versos «porque la tengo a la memoria conectada al sentimiento») y, ya que estamos, entre tanta gente linda de pronto cae de visita la mismísima modelo inglesa Naomí Campbell, y se pone a charlar. Ella y la rubia Guilhermina Guinle son las únicas figuras profesionales que vemos en pantalla. Los protagonistas son intérpretes no profesionales, más dedicados a otras artes, y los demás son, simplemente, gente que van conociendo por el camino, y que da gusto conocer. Cada tanto se oye algún tema de Kevin Johansen, Donovan, etc., y mejor todavía el cuarteto Zitarrosa de guitarras y el negro Bola de Nieve con su hermosa versión del bolero «Tú me has de querer». Pequeña pena: en la finca tranquila y preciosa ahora han puesto un hotel. Y anticipo: la película no lo dice, pero el puente a medio hacer que vemos al final lo van a terminar, porque del otro lado Eduardo Costantini está haciendo un country. Autor de tan amable paseo, Charly Braun, también autor de cortos como «Do mundo nao se leva nada». Por lo que parece, un tipo que sabe vivir.