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El señor y la señora Verneuil, burgueses de provincia felices de ser como son y orgullosos de la vieja Francia, enfrentan un gravísimo problema: sus cuatro yernos quieren mandarse a mudar lo más lejos posible. Eso significa que también se irán los nietos, cosa inaceptable para cualquier abuelo. Habrá que ingeniárselas para retener a esa gente de algún modo. Todavía no lo dijimos: los yernos son un negro, un judío, un chino y un musulmán. Y ésta es la continuación de una linda comedia llamada “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”, donde las hijas presentan a sus respectivos novios, para escándalo de sus padres y todo eso. Si el espectador no la vio, no importa, enseguida va a comprender cómo es la cosa (y querrá ver también la primera). Al cuarteto multirracial se suman un sirio exiliado, medio raro, el cura que lo ubica con el matrimonio que no gana para sustos (pero sí para darse unos cuantos gustos), y un consuegro africano grandote, hosco y racista: detesta a los blancos, y más si son franceses. Pero él también tendrá lo suyo cuando su hija le confiese con quién piensa casarse. Por ahí va la mano, que recuerda un poco las comedias de Louis De Funes, o de Darío Vittori, por dar un ejemplo más cercano (e igual de antiguo). Comedias risueñas, convencionales, costumbristas, amables. Xenófobas, chauvinistas y reaccionarias, dirán algunos. Y bueno, puede ser. Pero divertidas. Y que se aguanten, porque en Francia ya están por estrenar la tercera parte, con la invasión de los cuatro consuegros. Director, Philippe de Chauveron. Protagonistas, Christian Clavier y la siempre agradable Chantal Lauby.
Buenos Aires, acaso Gran Buenos Aires, alrededor de octubre de 1978. Esto no lo sabremos por ninguna alusión política, sino porque en la radio alguien comenta el estreno de “La parte del león”, obra ejemplar de Adolfo Aristarain. Se oyen por ahí unos tiros y una sirena policial, lo cual no es privativo de aquella época, aunque da cierto clima. Como sea, las mujeres que vemos en ese momento están atendiendo sus propios asuntos mortuorios. Y no son dos leonas, sino dos víboras. Una, sensual, manejadora, quiere abortar porque dice que la violaron. Toda ella es una mentira andante y acuciante. Otra, rígida, también manejadora, quiere hacer un negocio con el futuro niño. Es una médica siempre seria, lo que no quiere decir que tenga seriedad moral. Casi nadie la tiene, en esta historia. Pero casi todos, detrás de la máscara, anhelan recibir algo de amor. No saben darlo, ese es el problema. Los traumas de la infancia, los objetos punzantes al alcance de la mano, también son un problema. Con esos elementos, Javier Diment (“El eslabón podrido”, “La memoria del muerto”) cuenta “un melodrama criminal”, así lo llama, uniendo hábilmente morbo, suspenso, muertes y comprensión de las debilidades más humanas. Quizás haya, al final, solución para quienes aún sigan vivos, y para un gato que dejaron por ahí encerrado. Antológica, la escena en que, sin una palabra, solo con la expresión de su mirada, Lola Berthet transmite las sensaciones y los pensamientos y temores de una mujer que al fin pudo soltarse. Ella y Jimena Anganuzzi son las protagonistas. Y las asesinas. Diment dice haber absorbido de Douglas Sirk y Rainer W. Fassbinder, lo cual se evidencia en la fotografía estilizada de Claudio Beiza, la angustia de los personajes femeninos, el artificio de las interpretaciones. También Pedro Almodóvar absorbió de ellos, y Diment lo menciona y lo sigue, pero con un empleo sutil de la ironía y la parodia. Y habría que hablar también de Henri-Georges Clouzot, el de “Las diabólicas”. Y de Gustavo Pomeranec, que compuso una música finamente irónica, y del piano, el suave y malicioso piano, como único instrumento de percusión.
Suspenso, realismo, buen estudio de caracteres, situaciones y diálogos nerviosos, un elenco bien ajustado, caracterizan el nuevo largometraje de Néstor Mazzini, un independiente de veras, que años atrás dejó su huella con un solo título: “Que lo pague la noche”. El personaje principal de su nueva historia está al frente de una pequeña empresa a punto de quebrar. El Estado no le paga los trabajos entregados. Una firma grande lo tiene dando vueltas con un proyecto. Está endeudado, la bicicleta no le funciona, debe a cada santo una vela y los prestamistas no son nada santos. Quien fuera la socia y esposa de su corazón ahora es socia y ex esposa en trámite de divorcio con mala cara. Aún así, un poquito todavía lo quiere. Pero no lo banca. Lo asedian, no consigue plata ni aún robando, y dentro de pocas horas es el cumple de la hija. ¿Esta historia tendrá final feliz? Al fin y al cabo es una película, y existen los parientes, los cheques salvadores, tal vez la plata de alguien que se mató sin revelar dónde la había escondido. Es una película, y es también un verdadero tour de force del primer actor uruguayo César Troncoso , que pasa por todos los estados anímicos imaginables, incluyendo ese estado único de alegría, ternura y callada ansiedad que solo existe cuando uno canta y juega con la hija sabiendo que esa es solo una tregua en la lucha por la vida. Lo rodean Andrea Carballo y la chiquita Matilde Creimer, en un elenco donde también participan José Luis Arias, Héctor Bidonde y otros buenos. La música incisiva, inquietante, de Rodríguez y Abalo es otro mérito fuerte de la obra.
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En el campo argentino, los “espantos” aparecen en pleno día, mayormente a la siesta o en momentos de similar quietud. Si alguna otra cosa rara sucede en la semipenumbra, quizá sea consecuencia de lo que anda por ahí al rayo del sol. O tal vez sea culpa del miedo, la ignorancia o la precipitación que lleva a tomar decisiones extrañas. O culpa de un callado embeleso que deja que otra gente tome esas decisiones sin poder hacer nada para evitarlo. Esta historia transcurre en algún lugar de las afueras, hasta donde llegan una joven madre y su niña en plan de descanso. El hombre llegará después, quizá cuando ya sea tarde. Quien viene a ayudarlas es una vecina también joven, con su hijo, algo más grande que la nena. “Pero ya no es mi hijo”, dice la mujer, y ese es el primer paso hacia el abismo. No empieza acá la historia, y conviene prestar atención desde la primera escena. La joven madre le está contando al que ya no es el hijo los detalles de esa relación, en busca de un momento clave. Dentro de ese relato va también lo que le ha contado la vecina. Los tiempos se alternan, la inquietud se acrecienta, irónicamente en un lugar que aparenta estar quieto. Si se quiere, esto es una fábula sobre los miedos maternales, por los peligros que puede correr una criatura, y los cambios que habrá de tener esa criatura por más que se la cuide, o porque no se supo cómo cuidarla. Pero la fábula no quiere ser solo eso. Acá hay unos asuntos de transmigración de almas, de curanderismo, de contaminación de cultivos, y de atracción sensorial, que hacen todo más complejo y terrible. No es una película de terror. Solo es extraña, inquietante, incómoda. Algo en ella puede sonar como una tontería. Y sin embargo agita temores reales en quienes la miran. Realismo fantástico, no mágico, puede considerarse lo que hacen la escritora argentina Samanta Schweblin y la directora peruana Claudia Llosa, la misma de “La teta asustada”. Juntas le sumaron nuevas miradas a la novela de la primera. Y tuvieron calificados pinceles para ilustrar lo que habían imaginado: las actrices María Valverde, Dolores Fonzi, Cristina Banegas, el jovencito Emilio Vodanovich (“Acusada”, “Lobos”), Sandra Hermida, productora, Óscar Faura, director de fotografía, Guillermo de la Cal, editor (toda gente de J.A. Bayona), la compositora inglesa Natalie Holt, Mark Johnson, Tom Williams, Pablo Larraín, coproductores. Renglón aparte, Germán Palacios, Guillermo Pfening, los niños, el campo y los caballos.
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