“Es más fácil seducir a mil mujeres que seducir mil veces a una misma mujer”, reflexiona en esta obra alguien que vivió entre amores y amoríos, y ahora encuentra, por tercera vez, esa oportunidad que ya no esperaba. También por tercera vez Claude Lelouch nos reencuentra con sus personajes de “Un hombre y una mujer”, ya octogenarios. El resultado no seduce, pero enternece. Quizá porque su público, mientras lo sigue, se está diciendo con dulce melancolía “qué viejo se puso Trintignant”, o “qué bien se conserva Anouk Aimée”. O quizá porque la película, aunque deshilvanada como los pensamientos de su personaje, ya medio ido, nos muestra el balance agridulce de una pasión que se mantiene. Esa mujer y ese hombre se dedican ahora unas miradas más expresivas, más profundas, y dolidas, que las que se dedicaron en su juventud. Tienen mayor peso. El público se dirá también “mirá cómo crecieron los hijos”, porque los pequeños que ayudaban al encanto de la primera película reaparecen aquí, ya sesentones: Souad Amidou, que después se hizo actriz, y Antoine Sire, que aunque sus padres eran gente de cine prefirió dedicarse a otra cosa. Y están los recuerdos a través de imágenes nunca olvidadas, y la música, los reproches amables, los arrepentimientos a medias, la misma habitación del mismo hotel de la primera vez, la misma frase de Victor Hugo que Lelouch repite en varias de sus obras (algo así como “Los mejores años de la vida son esos que aún no hemos vivido”), y también los paseos por la costanera de Deauville y alrededores, pero ya no en el Ford Mustang del seductor automovilista de otros tiempos, sino en un simple Citroen 2CV. Y es la mujer, la que maneja. Como un homenaje, Lelouch dedica “Los mejores años...” a la memoria de tres amigos: el actor y cantante Pierre Barouh, el músico Francis Lai, y el productor Samuel Hadida, productor también de “El aura”, de Fabián Bielinsky. Como una ironía, inserta de paso un fragmento de “C’est un rendez-vous”, singularísimo corto que filmó una madrugada en toma única, atravesando las avenidas desiertas de París a más de 200 km/h en un Mercedes preparado (fácil de hallar en internet, se recomienda ponerlo a todo volumen). También hay un fragmento de la carrera de Le Mans vista en “Un hombre y una mujer”. A propósito, quienes en la vida real ganaron esa carrera en 1954 fueron el argentino José Froilán González, piloto, y Maurice Trintignant, copiloto, tío del actor, que pocos días después iba a iniciar, jovencito, su carrera en el cine. Viejos, queridos tiempos.
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Alejandro Vagnenkos (“Jevel Katz y sus paisanos”) va a cumplir 50 años y lleva 30 con su pareja. Sus padres ya festejaron las Bodas de Oro. ¿Cómo hacían los matrimonios de antes para durar tanto? ¿Cómo mantener viva la famosa y veleidosa llama del amor? Sobrevuela por ahí la anécdota de Salvador María del Carril, nuestro primer ministro de Economía, y su vengativa viuda Tiburcia, a quien él no le dejaba gastar más de lo que ganaba. Surge también la lectura del maratonista Haruki Murakami, “De qué hablo cuando hablo de correr”. Y las preguntas al terapeuta y los amigos, uno de los cuales tiene hermosas reflexiones. Otro amigo, Víctor Cruz (“¡Que vivas 100 años!”), ya pasó los 40 y se engancha en el tema. Juntos convocan a una docena de parejas de toda clase, para grabar sus testimonios ante la cámara. Ahí van desde el arquitecto y su esposa también arquitecta que ya llevan 60 (sesenta) años de casados, hasta los que se quieren con afectuosa paciencia, y los amantes veteranos con cama afuera que se hablan todos los días, y que cuentan la historia más singular de todas, confirmando aquello de “para el amor no hay edad”. Detalle singular: muchas veces, fueron las mujeres quienes declararon su amor y decidieron la unión, incluso estampando un inesperado beso en plena calle (eso, “en aquella época”, cuando según dicen eran todas pacatas). Tales confesiones se tomaron en un lugar neutro pero muy significativo, un teatro. Para el caso, el Roma de Avellaneda. Se sigue en esto el modelo del recordado maestro Eduardo Coutinho para algunos de sus últimos documentales. Pero “Dorados 50” no es exactamente un documental. Es, como dicen sus autores, una comedia documental. Y es muy simpática, y en partes también un poquito instructiva.
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Siempre conviene rever el caso Dreyfus, aquel episodio sombrío de la Belle Epoque, cuando la Francia ultramontana se ensañó con un inocente falsamente acusado de espionaje, degradado y enviado a la Isla del Diablo, hasta que otra parte de Francia logró reivindicarlo. De un lado, el Estado Mayor del Ejército y los fanáticos xenófobos y antisemitas. Dreyfus era judío alsaciano, el chivo expiatorio perfecto. Del otro lado la familia, algunos hombres de letras como Emile Zola con su impactante “Yo acuso” publicado en primera plana, algunos políticos que con leyes de avanzada intentaban levantar la endeble Tercera República, y un militar digno de su uniforme, al que tampoco le gustaban los judíos, pero menos aun le gustaba la injusticia. Esa es la historia. Ya la contaron, entre otros, José Ferrer con el novelista Gore Vidal, e Yves Boisset con Jorge Semprún. Ahora la cuenta Roman Polanski, apoyado en la novela de Robert Harris “An Officer And A Spy”, apoyado a su vez en el libro del historiador Christian Vigoreaux “George Picquart, dreyfusard, proscrit, ministre”. Ahí está lo novedoso. El punto de vista de estos tres notables es, precisamente, el del coronel Georges Picquart, que se jugó su carrera, y hasta su vida, por la verdad, la justicia y el honor de las armas. Un verdadero ejemplo. Así, esta nueva obra de Polanski forma con “El pianista” un díptico sobre las humillaciones sufridas por los judíos, y sobre los militares justos que también existen. Picquart en un caso, y en otro el capitán Wilhelm Hosenfeld. Esos son los temas, y, para llegar más profundamente al interés, el sentimiento y el pensamiento de los espectadores, el director simplemente expone la historia en un estilo clásico, sin sentimentalismos, golpes bajos, discursos ni chisporroteos de moda, solo con mano firme, tensión creciente y mirada lúcida, manejando un elenco tan notable como numeroso, y una producción tan compleja que hubiera desanimado a cualquier otro director de su misma edad (86 al momento del rodaje, 88 al día de hoy). El resultado es notable, y acaso sea ésta, además, la película más completa que se haya hecho sobre el caso Dreyfus. Solo deja, para quien quiera hacerlo, la historia de otro héroe de aquel tiempo: el financista Jacques De Castro, que descubrió y a riesgo de su vida denunció al verdadero espía por cuyos delitos habían acusado a Dreyfus. Pero quizás a nadie le interese demasiado filmar la historia de un financista bueno.
Quien, pocas temporadas atrás, haya tenido la fortuna de ver a Pepe Soriano haciendo “El padre”, sabe de qué se trata, qué fuerte es esta obra de Florian Zeller, qué categoría enorme, y qué conocimiento terrible de la vida tiene el actor que ha de interpretarla. Además de años, porque así lo exige el personaje. Robert Hirsh tenía 87 al momento de su estreno en París. Lo mismo Héctor Alterio, que la dio a conocer en Madrid. Soriano, acá en Buenos Aires, 86. E Ignacio López Tarso, venerable actor mexicano, increíble: 92 años. Anthony Hopkins la hizo en cine a los 83. Pero hay que verlo. Bien ganado tuvo su Oscar, lo mismo que Christopher Hampton por su adaptación cinematográfica. La dirige el propio Zeller, y alguno dirá “se nota que es teatro filmado”. Señal de que no vio la obra en teatro. Las aireaciones existen, y los varios momentos de silencio, sin texto alguno, se hacen notar de modo especial. ¿Qué pasa en esos momentos por la cabeza de un viejo cada vez más desmemoriado, más metido en lo suyo, más receloso de la gente que se le acerca? Solo la cámara puede servirnos de puente para entenderlo. Solo el rostro de un actor que conoce la cámara, puede expresarlo. Porque además a este viejo se le confunden las personas, se le mezclan miedos y realidades, se vuelve temeroso y un tanto agresivo. “¿No lo notaste? Suceden cosas raras a nuestro alrededor”, le dice a la hija, que quien a veces también recela, mientras ella lo sufre y lo cuida, postergando su propia vida. ¡Qué tremendo “tercer acto”, y qué actor, cómo lo vemos ir paulatinamente cambiando en cada escena! Fuerte, es cierto. Patético. Pero es como decía Truffaut respecto de “Gritos y susurros”, de Ingmar Bergman, la dolorosa sensación de la curva descendente de la vida se ve compensada por la admirada visión de la curva ascendente del artista. Pepe Soriano estaba acompañado entonces por Carola Reyna y otros buenos. Anthony Hopkins lo está por Olivia Colman (la reina en la tercera temporada de “The Crown”) y otros también buenos. Música de Ludovico Einaudi, Bellini, Purcell, David Menke, Bizet (“Je crois entendre encore”).
“Jungle Cruise” impulsará la venta de nuevo merchandising, gustará al público preadolescente de ambos sexos, sea por Emily Blunt y/o por Dwayne Johnson, y quizá guste también a a quienes se idenfican con el sexo no binario, por el personaje de Jack Whitehall. Sin embargo, gustará algo menos a los nostálgicos del paseo fluvial en la Tierra de la Aventura de Disneylandia, hayan ido o lo hayan visto cuando niños en la televisión, presentado por el propio Walt Disney. Quizá también guste a los buscadores de citas, homenajes e imitaciones, porque este “Jungle Cruise” no solo toma elementos del mencionado paseo, sino particularmente de Indiana Jones, “Piratas del Caribe”, “La momia”, “Tras la esmeralda perdida”, “Invasión infernal” (reemplazando a las cucarachas por abejas) y otras películas de entretenimiento. Además hay un poquito, muy tergiversado, de “La reina africana”. Pecado mortal. Lástima que al tomar esos elementos esta nueva película los amontona, los acelera y los desaprovecha. Le sobra agitación y le falta suspenso. Sin un buen suspenso las escenas pierden parte del efecto que se merecen, y eso no es por falta de tiempo, ya que dura 127 minutos. Al final cansa. Encima, algunas partes transcurren en la oscuridad. Por suerte los protagonistas son simpáticos, los encargados de fotografía, dirección de arte, efectos digitales, etcétera son eficaces (al frente, el vasco Martínez Fabiano y el francés Jean-Vincent Puzos) y hay un yaguareté digital tamaño familiar también simpático. La música, en cambio, es ampulosa, innecesariamente omnipresente, y poco memo- rable. Dirección, el catalán afincado en EEUU Jaume Collet-Serra. Filmación en Hawai, fingiendo ser el Amazonas con toda clase de porquerías pero sin mosquitos.
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Prácticamente a un siglo del Grito de Alcorta, donde curas y comerciantes se unieron a socialistas y anarquistas en defensa de los chacareros, y un siglo justo de la primera ley de arrendamientos rurales, consecuencia de ese Grito, este film retoma el sueño último de aquellos hombres: “la tierra para el que la trabaja”. Y pone el acento en la llamada usucapión, o posesión veinteañal, forma jurídica mediante la cual una persona o grupo que ocupe, trabaje y mejore una propiedad abandonada, pagando además todos los servicios e impuestos, puede reclamarla para sí al cabo de veinte años. El concepto se ilustra con la actividad de unas cooperativas rurales de Jocolí, Campo de los Andes (ambas, Mendoza), Dique Chico (Córdoba) y Jáuregui (Provincia), sus diversas producciones, luchas y expectativas. También, el aporte de un abogado (“la ocupación pacífica es un derecho, violenta es una usurpación”), fragmentos de viejos documentales de Abelardo Cabrera y Raymundo Gleyzer, el modelo brasileño del Movimento Sem Terra y los encuentros convocados por diversas asociaciones locales que insisten en el desarrollo de mercados regionales, el rechazo de agrotóxicos (la consigna es “comer sano, seguro y soberano”) y la vuelta al campo de quienes hoy se amontonan en villas miserias. Esto último suena un poco idealista. En todo caso, el registro de una toma de tierras donde un chico bienintencionado proyecta “una escuelita de boxeo, clases de murga” no parece ir en el mismo sentido de las cooperativas rurales destacadas en primer término. Autor, Juan Carlos Lepore (“La jugada del peón”, “Agroecología en Cuba” y otros).