“Hay entre los árboles una dicha pálida / final, apenas verde, que es un pensamiento / ya, pensamiento fluido de los árboles, / luz pensada por éstos en el anochecer?”. En la nueva película del documentalista Alejandro Fernández Mouján, los versos de un poema deambulan en la textura de un papel que asoma entre tanta naturaleza. La cita culmina inesperadamente con un signo de pregunta. ¿Es esa estrofa nada menos que un enigma? Árboles que exhiben su esplendor ajeno a la mirada de la cámara, las gotas de rocío que se deslizan por las hojas, los juncos que resisten el embate del viento, el canto de los pájaros que celebran el cambio de estación. Esas presencias y esos momentos son captados en soledad a lo largo de tres años a la vera del Río de la Plata, enigmático y misterioso pese a su cercanía y a las infinitas narrativas que han intentado revelarlo. Pero (…) el mismo río no es solo un documental de observación sobre la naturaleza; la película asume una mirada política sobre un tiempo, aquel que alumbró un cambio de vientos en América Latina en la segunda mitad de la década del 2010, un tiempo de interrogantes y búsquedas hacia lo demasiado conocido. Y el río inspira a ello, a una permanencia que atempera la erosión de la Historia, que captura en esas imágenes únicas ese recuerdo frágil. Mouján anuda los vidrios empañados con el fuego al aire libre, el canto del bicho feo con el arrobo de la vegetación rioplatense. “Todo el mundo sabe que el junco, cuánto más se corta, más crece” escribe en tinta negra citando a Haroldo Conti. Mouján se ha erigido como uno de los documentalistas más prestigiosos de nuestro país, dueño de una mirada propia que asume la de sus imágenes, la de esa memoria del paisaje hecha correntada, insistente día a día, del otoño a la primavera. Otros de sus documentales, como Las Palmas: Chaco (2002) o Pulqui, un instante en la patria de la felicidad (2007), tomaron como sujeto del relato la obra del hombre, espacios convertidos en recipientes de historias negras y gestas triunfantes, devenires asombrosos con sus anécdotas y sus desilusiones. (…) el mismo río, en cambio, es una línea recta que sigue la obra de la naturaleza, feroz e inquebrantable; la obra en su repetición, circular, siempre dispuesta a reiniciarse, a retomar el rumbo dejado atrás. En sus años de documentalista, Roberto Rossellini también se refugió en la naturaleza como en un tiempo de espera, mezcla de magia y fauna acuática como lo revela uno de sus cortos de 1941, Il ruscello di Ripasottile. En esa estela, Mouján se despoja de toda retórica para ver el mundo con ojos directos, para seguir el curso de un río que no se agota como los hombres, que encuentra siempre el camino de salida. Una hormiga lleva un trozo de hoja verde con una persistencia divina y ancestral, no ceja en su empeño y es recompensada. Un gato duerme imperturbable en un trapo de piso, mientras la brisa agita las hojas y el sol prepara su escondida. Mouján mira ese río tan conocido, ahora nuevamente convertido en niebla y misterio.
Los cruces entre el rock y el terror han sido más que fructíferos. Quizás el mejor ejemplo sea la audacia de Rob Zombie en la dirección de la sangrienta La casa de los mil cuerpos (2003) y la incursión en la franquicia Halloween con el pulso del heavy metal. Al líder de White Zombie siempre le interesó el terror, pensar el género, expandirlo hacia un territorio propio en el que la música sea parte de la creación. En cambio, en Terror en el Estudio 666, la apuesta es más modesta y atada a un ejercicio lúdico. David Grohl y la banda Foo Fighters cede un poco a la vanidad y hace una excursión a una casa embrujada ubicada en la soleada Encino para recuperar su inspiración y sacar su décimo álbum con verdadero espíritu rockero. Grohl deja la cámara en manos del director de videoclips BJ McDonell que sigue a la banda y sus aventuras en clave gore con el pulso y la celebración de un verdadero groupie. A decir verdad la película funciona menos en el terreno del terror que en el de la parodia de rockeros que deciden burlarse de sus propios egos y mañas con algo de sangre y magia negra. La historia asimila con orgullo los lugares comunes del horror y los tópicos de las narrativas de músicos: sumergidos en un bloqueo creativo y con la presión de la discográfica para entregar un nuevo disco, los Foo Fighters se recluyen en una casona en el bosque para encontrar inspiración, como Led Zepelin lo hiciera en su épica estadía en el castillo de Clearwell para componer “In Through the Out Door”. En un breve prólogo nos enteramos que en las tierras de Encino ocurrió una tragedia a comienzos de los años 90: otra banda dejó un proyecto inconcluso porque el líder masacró a todos sus músicos. Entre ecos de Nirvana, burlas a Coldplay y cameos de Lionel Richie, Grohl intenta hallar la inspiración en los sótanos teñidos de sangre del rock californiano. Nunca los Foo Fighters se toman demasiado en serio, y por momentos todo parece un viaje de egresados escalonado con brutales escenas de gore y chistes de club de barrio. Los recursos del terror están siempre supeditados al efecto cómico, no solo las muertes concebidas con instrumentos o los plomos electrocutados, sino que la idea subterránea es siempre la del chiste interno, esa complicidad entre quienes se conocen y dejan una ventana abierta para el disfrute del fanático. Filmada en plena pandemia, la construcción narrativa es algo previsible y las actuaciones amateurs, pero el encanto radica en ese ruego desesperado que anima a la banda para resucitar los mitos del rock aunque sea a través de la reencarnación demoníaca. El propio Grohl exprime la efervescencia de su carisma, con una jactancia algo cascoteada por la conciencia del tiempo presente. Sus interacciones con Rami Jaffee y Pat Smear resultan ocurrentes; las breves apariciones de John Carpenter y la naciente Scream Queen Jenna Ortega, un guiño a la crudeza y autoconsciencia del slasher; y el resultado final, una experiencia gratificante para los protagonistas y los fans que nunca pretende quedar en la historia del cine.
En una escena de Axiomas, ópera prima de Marcela Luchetta, la abogada ambientalista Isabella Ribero (Luz Cipriota) conversa con Eulogio (César Bordon), un nativo de la región patagónica sobre la definición del concepto de axioma. “Un axioma es una verdad irrefutable, como por ejemplo que el agua es un derecho de todos”, explica Isabella a su interlocutor. Y justamente Axiomas es el nombre de una ONG internacional, dedicada a garantizar el agua en el mundo, cuyas actividades se extienden desde el Sahara hasta la Patagonia argentina. En ese discurso algo explícito se dirime la vocación de la película, que busca poner sobre el tablero los intereses que se juegan en relación a los recursos naturales: los de las empresas que los explotan, los del Estado que los administra, y los de los individuos que dependen de ellos para su existencia. Luchetta sienta las bases en la limpieza de su puesta en escena: todo debe ser claro pese a que la trama debe dar cuenta de ambiciones a menudo opacas. La presentación del lugar se da desde tomas aéreas con drones, el guion sitúa a cada personaje en su esfera de acción, los diálogos traducen esa vocación didáctica y con aires de internacionalismo. El inicio muestra la llegada de Isabella a su ciudad natal, con el propósito de investigar los efectos contaminantes de una mina explotada por la compañía Ventisquero Alto. Pese a las acusaciones y los juicios iniciados por los damnificados, el gobernador Octavio Ribero (Jorge Marrale) ha decidido renovar la concesión a la empresa, guiado por los supuestos beneficios que trajo para el desarrollo económico de la provincia. Octavio no es otro que el padre de Isabella y en su disputa pública, estudio de televisión mediante, también se juegan los asuntos privados de la familia. La estructura de Axiomas aspira a hilvanar una pesquisa sobre los verdaderos responsables de la contaminación, siguiendo las investigaciones de Isabella, improvisada detective, con ayuda de algunos lugareños y sorteando los obstáculos que asoman en el camino. En ese encuentro con la población nativa –una médica que intenta convivir entre sus raíces autóctonas y el ejercicio de la ciencia; el propio Eulogio y la comunidad originaria que lo rodea-, la película no puede escapar de los trazos gruesos y las exposiciones literales: diálogos artificiales, cierto pintoresquismo en el abordaje de la naturaleza, explicaciones que aclaran cualquier ambigüedad de la acción. La metáfora más evidente del regreso de Isabella al hogar es la del cóndor, reinsertado en su hábitat y convertido en el leitmotiv de ese círculo argumental que se cierra sobre sí mismo. Si bien son válidas las intenciones de la directora y comprometidas las actuaciones, hay algo en el tono de la película que la aleja de los interrogantes que pretende instalar. Ese intento de sortear verdades absolutas y buscar más allá de las máscaras que portan la mayoría de los actores sociales en ese territorio en disputa –que no es solo el de la minería- se contradice con una historia de poca espesura dramática, conducida de manera mecánica mediante frases hechas y musicalizada como un spot publicitario.
Hace unos años, Kenneth Branagh volvía a medirse con la figura de Laurence Olivier, quien desde sus inicios fue el faro de su carrera artística. Era 2016 y asomaba en el West End como Archie Rice, el artista en decadencia escrito por el dramaturgo John Osborne para Olivier en la obra The Entertainer (conocida aquí como Imprevisto pasional). La dramaturgia de Osborne insuflaba nuevas llamas al enojo de aquella generación de escritores airados al retratar la decadencia de un astro del music hall en paralelo con la derrota del Imperio Británico en el Canal de Suez. Según el crítico teatral Michael Billington de The Guardian, la interpretación de Branagh en esa reposición se mostraba “demasiado perfecta en las rutinas de baile y canto, incluso con un número de tap habilidoso al estilo de James Cagney”, infructuosa para capturar el espíritu desesperado de una cultura en decadencia. En tanto, el patetismo puesto en juego por Olivier en su interpretación de Archie Rice en la película de Tony Richardson de 1961 revelaba su ajustada comprensión de ese mundo que se extinguía. Esa clave de “infructuosa perfección” es la que define a Belfast: el intento de recrear una memoria infantil sobre un tiempo convulso con la calculada pulcritud de la ilusión. Branagh no puede evitar mirarnos desde la pantalla con anhelo de emotiva complicidad cada vez que filma los grandes ojos del pequeño Buddy (Jude Hill), su alter ego infantil en aquella Irlanda del Norte de los tardíos 60. Es cierto que la película no disimula que el mundo se embellece en la mirada inocente, pero en ese gesto también suaviza las aristas más ásperas del relato, los matices que podrían haberle ofrecido imágenes más originales, más personales. Los primeros minutos de la película recorren la Belfast actual, territorio sobre el cual el director reclama el derecho a contar su pasado. Y lo hace desde la presencia de Buddy en esa calle filmada en un limpio blanco y negro, signada por una intempestiva violencia entre quienes reclaman la expulsión de las familias católicas a fuerza de bombas caseras y piedrazos contra las casas, y las fuerzas del orden representadas en las formaciones policiales y los tanques desfilando por el centro de la ciudad. Ese conflicto es el telón de fondo de la infancia de Buddy, cuya vida se divide entre los amores en la escuela, las travesuras por el barrio y las horas en familia que le dan cobijo. Junto a Buddy también descubrimos a su madre (Caitriona Balfe), ama de casa que afirma con pasión su permanencia en Belfast, el padre (Jamie Dornan), quien trabaja en Inglaterra y solo pasa con su familia los fines de semana, y los abuelos, pilares de la tradición y el arraigo ante la posible emigración a algún rincón del extenso Commonwealth. La vocación de Branagh nunca consiste en otorgar profundidad al conflicto, más allá de la lectura que puede hacer un niño de 9 años y algunos discursos que los adultos le ofrecen para explicarlo. Incluso los momentos más contundentes, como el emotivo alegato de la madre en el colectivo, funcionan en sintonía con esa memoria construida sobre un imaginario de duelos de western nunca problematizados. En ese sentido, basta ver Amarcord para entender cómo Fellini pudo convertir su infancia en Rímini en un retrato de la Italia criada bajo la égida del fascismo, sin perder el humor y con imágenes propias e inolvidables. Branagh condensa la vida de Buddy y su familia en escenas que despliegan una meticulosa producción: las visitas al cine como experiencia deslumbrante (y en colores), el uso simbólico de la cita a A la hora señalada, las explicaciones del abuelo sobre el amor y su huidizo aprendizaje. Y cada una de ellas remarca la inocente mirada de un chico cuya infancia fue bombardeada por el caos exterior. Ese mismo ego que lo llevó a filmar el pasado de Hércules Poirot en la reciente Muerte en el Nilo para esconder tras su bigote traumas y cicatrices, aquí se morigera con calidez y nostalgia, que son las que engrandecen las mejores escenas: el baile de su padres entre recientes sinsabores –excelentes Catriona Balfe y Jamie Dorman-; la función de cine al son de ‘Chitty Chitty Bang Bang’, y algunas de las miradas de la abuela que interpreta Judi Dench tras el vidrio de la ventana de su casa, convertida en ese retazo de memoria que ha resistido la erosión del tiempo. Con Belfast, Branagh ha convertido los recuerdos dispersos de su infancia en una película con más ensueño que vigor, un relato infantil pintado de lágrimas grises y melodías perfectas.
En el final de Las damas del bosque de Boloña, segunda película de Robert Bresson, basada en una novela de Diderot, Agnès agoniza envuelta en el vestido de su casamiento. Fue el instrumento de una cruel venganza y ahora se encuentra en la frontera entre el castigo y la redención. Su enamorado le toma la mano y le suplica: “Aférrate a la vida con todas tus fuerzas. Aférrate a mí. Lucha. Quédate conmigo”. Con los ojos cerrados y en apenas un suspiro Agnès responde: “Lucho. Me quedo”. En esa última bocanada de aire de su protagonista, con los ojos elevados al cielo, Bresson levanta su cámara y preserva el misterio. Los franceses han convertido al amor en el escenario de varias encrucijadas: entre la vida y la muerte, entre la razón y los sentidos, entre la carne y el espíritu. Allí se debaten los amantes, se arriesgan y se arrepienten, se entregan y se salvan. Siguiendo esa tradición, el director Roman Cogitore hace algo más: entrelaza la experiencia del amor y la del aprendizaje de un nuevo idioma, en un camino que requiere paciencia y confianza, y la entrada en un territorio desconocido que palabra a palabra se convierte en propio. María (Deborah François) viaja a Taiwán con el objetivo de escribir una novela iniciática, de encontrar aquel material que se le hace esquivo en su vida cotidiana en París. Habla varios idiomas pero, como en el amor, su corazón no se entrega a ninguno de ellos. En uno de los recorridos turísticos de la isla conoce a Olivier (Paul Hamy), metódico y responsable, cuyo aprendizaje de las 14 lenguas que habla nace de una estrategia minuciosa: asociar cada uno de ellos a un lugar en su memoria. El inglés habita en el cuarto de su infancia, el mandarín en un templo de Taiwán, el alemán en el patio del liceo. El territorio del amor parte de esa asociación entre la lengua y la memoria para seguir el romance entre María y Olivier no solo en sus momentos felices sino en los obstáculos que deben sortear: la diferencia de temperamentos, el imprevisto embarazo, la enfermedad. La textura de la película se adhiere a la mirada de María, a la experiencia de un amor que aprende a poner en palabras, a la memoria de una relación que escribe como un cuento de ficción. Pese a la centralidad de la enfermedad de Olivier, a los vaivenes de su recuperación, la película evita los golpes bajos y se concentra en esa lucha por aferrarse a una vida atesorada, en el aprendizaje de un idioma que siempre esconde sus palabras. Cogitore no teme adentrarse en un territorio difícil para las fábulas de amor que no contienen sacrificios. Sus personajes mantienen su integridad en sus dudas, nunca se reducen a explicaciones. La memoria de Olivier persiste organizada en espacios: Canadá como un refugio desprendido de su infancia, Taiwán como esa aventura ahora irrepetible. Pero es María quien nos invita a su mirada, ajenas a las certezas, inquieta como el deambular de la cámara por las calles de Estrasburgo o la selva de Taiwán, descubriendo sus próximos pasos a medida que construye su presente y su memoria.
Desde el anuncio del proyecto de El callejón de las almas perdidas, Guillermo del Toro se encargó de repetir en diversas entrevistas que su película no sería una remake del noir de Edmund Goulding con Tyrone Power, estrenado en 1947, sino una nueva adaptación de la novela de culto de William Lindsay Gresham. Aquella historia sobre circos y ocultismo ambientada a fines de los años 30 resultaba el material perfecto para la cinefilia del director, tentada siempre por el homenaje y el pastiche, cuya prueba oscarizada fue La forma del agua. Lo que allí era el fantástico y el cine de monstruos acuáticos aquí asciende a la tierra bajo los contraluces del film noir y las fábulas de ascenso y caída de falsos profetas y charlatanes de feria. Del Toro actualiza esa fruición por la cita y expone un mundo de ficción recreado al dedillo como aquellos que lo fascinaron en su juventud. El callejón de las almas perdidas es eso, una pieza perfecta de orfebrería a la que el alma se le escurre entre las volutas de decoración. La historia es aún más fiel a la novela que la versión de Goulding, que había recortado el pasado del joven Stanton Carlisle para iniciar el relato con su presencia en el circo como maestro de ceremonias de un acto de adivinación. De Toro y su coguionista Kim Morgan restauran sus recuerdos ominosos, de culpa e incendio, y presentan a Stan (Bradley Cooper) arribando a un pequeño pueblo, tentado por las luces de un circo, asombrado por el acto indigno del monstruo de la feria. Su decisión de permanecer allí no es solo una escapatoria de sus fantasmas, sino la oportunidad de descubrir su talento, algo que creía que no poseía. Pero el encuentro con Zeena (Toni Colette) y Paul (David Stratahirn), dos actores de vodevil devenidos en un matrimonio agrietado por el alcohol y las traiciones, desemboca en un hallazgo: un código secreto que permite el perfecto acto de videncia y un espectáculo de premonición, para el que Stan necesita a Molly (Rooney Mara), cómplice inmejorable para el amor y la estafa. Como ocurría con La forma del agua, la voracidad de fan de Del Toro impregna la puesta en escena y entonces todo se da cita en la película con la avidez de un coleccionista: los monstruos trágicos herederos de la tradición de la Universal; la pérfida femme fatale que interpreta Cate Blanchett como eco de todas las actrices del noir (con Veronica Lake a la cabeza); el retrato del magnate que interpreta Richard Jenkins, heredero de los ambiciosos de John Huston, que luego el mismo Huston interpretaría en Barrio Chino; el atuendo de Toni Colette como prestado por la Marlene Dietrich de Sed de mal. Todo cobra forma en una imaginería que pone la puesta en escena al servicio de simultáneas apropiaciones en las que, de a ratos, asoma la gestación de un drama propio. La crueldad humana, ya sea en la exposición de las miserias en el circo o en las lágrimas en los salones de la ciudad, aparece como un signo visceral tanto en los actos de las víctimas como de los victimarios (la doliente madre que interpreta Mary Steenburgen y el sádico dueño del circo del genial Willem Dafoe). Sin embargo, lejos de sintonizar con la posición periférica que tuvo la versión de Goulding, arrastrando a una estrella como Tyrone Power a una interpretación brutal y consagratoria, a un registro sucio de bajo presupuesto, a los caprichos de un estafador que no tiene trauma que justifique su ambición, Del Toro hace una película fastuosa e importante, repleta de estrellas y colores artificialmente opacados, mobiliario art decó y alfombras impecables. La esencia del film noir fue siempre exponer la sordidez del mundo de posguerra en una belleza sombría y dolorosa, impregnar esas encrucijadas entre ambiciones y fracasos de un aire irrespirable y una moral desgastada. El callejón de las almas perdidas no tiene demasiado de ese fondo porque la perfecta superficie es su límite. Dividida en dos partes, la primera ambientada en el circo, la segunda en la urbana Búfalo, la película recorre el impulso de Stan hacia la distinción, hacia la convicción de que más allá del engaño y el oportunismo existe el poder de leer los sentimientos de quienes le piden ayuda. Ese es un interrogante nacido a comienzos de los 40, como bien lo entendió Gresham, luego de una década en la que líderes carismáticos habían ascendido a poder interpretando los más íntimos deseos de las masas populares. Pero esa lectura política que expandió la fuerza literaria de Gresham, y que lo llevó a exponer a varios charlatanes de feria más allá del circo, se torna liviana en la obra de Del Toro, un ejercicio de estilo virtuoso y deslumbrante que sintetiza toda nuestra posible admiración.
Hace apenas unos meses, cuando se discutía la sucesión de Daniel Craig en la piel de James Bond y se especulaba con la elección de una actriz para encarnar al mítico personaje, Phoebe Waller-Bridge -guionista invitada de la despedida en Sin tiempo para morir-, decía que antes de convertir a James Bond en una mujer era mejor crear personajes femeninos interesantes, con identidades propias y con buenas historias para contar. Esa mera alteración de género es la que se consagra en Agentes 355, película que acumula estrellas en una narrativa de espionaje que no logra escapar a los estereotipos que padecieron las actrices cuando eran apenas un adorno de esas historias. Acá tenemos a una agente de cada servicio secreto: Jessica Chastain es miembro de la CIA, obsesiva y solitaria, que escapa a las historias de amor para mantener el deber como prioridad. Diane Kruger es una oficial rebelde de la inteligencia alemana cuyo único vínculo afectivo es su jefe y mentor en el espionaje. Lupita Nyong’o es del MI6, retirada del servicio activo y dedicada a la investigación y la enseñanza, quien forzosamente debe regresar a la acción no sin pagar un alto precio por ello. Y, por último, el único personaje reacio a las armas es Penélope Cruz, convertida en una psicóloga colombiana para la que la familia es lo primero. En ese enredo de lugares comunes, discursos feministas y persecuciones vertiginosas, la película no es más que un torpe reflejo de aquello de lo que quiere emanciparse. Las actrices hacen lo que pueden con personajes que están escritos como la contraprueba de toda una tradición: el de Chastain para demostrar que una mujer puede ser tan vengativa como un hombre cuando es engañada; el de Kruger, para asegurar que puede ser tan fría cuando es traicionada; el de Nyong’o, que puede ser tan íntegra cuando debe esconder sus emociones. El título evoca el código de una célebre espía cuya identidad nunca fue develada y la trama supone un arma superpoderosa que puede destruir al mundo si cae en las manos equivocadas. Un clásico. Sin embargo, la alianza que se forja entre ellas, no exenta de sospechas y algún que otro desencuentro, se sostiene siempre en el mundo extracinematográfico: la explicación redundante de que juntas son más fuertes ante a los hombres que las han sometido. La dirección de Simon Kinberg, responsable de la inexplicable X-Men: Dark Phoenix, se concentra únicamente en el vértigo que quiere imprimirle al relato a cualquier precio. En ese afán todo es fragmentario, el ritmo se confunde con la velocidad, y las secuencias se extinguen una vez que cumplieron el cometido de brindar información. La que sale mejor parada es Chastain, que ha demostrado en películas notables como La noche más oscura (2011) de Bigelow, o incluso en la efectiva Miss Sloane (2016), que es una actriz que puede cargar sobre sus hombros una heroína compleja, con creíbles contradicciones. En Agente 355 asume el único conflicto verdadero que atraviesa al grupo, juega las mejores escenas de acción y pone el mayor empuje en que la dinámica de conjunto funcione más allá del guion. Quizás a la hora de pensar narrativas propias, lo mejor sería desmarcarse de lo peor de los moldes apropiados.
Las accidentadas celebraciones de Navidad han dejado un reguero fílmico sin precedentes. Desde la euforia teñida de lágrimas que invade a James Stewart en ¡Qué bello es vivir! hasta las risas de la más negra venganza que encarna Macaulay Culkin en Mi pobre angelito, convertir la Navidad en una fecha decisiva para balances emotivos, encuentros caóticos y desenlaces imprevistos ha sido una estrategia efectiva para la inventiva cinematográfica. La última noche transita esa premisa pero con una salvedad, lo que parece en un comienzo una reunión de amigos, ricos y algo snobs, con cuentas pendientes, niños caprichosos y secretos del pasado, se convierte en la despedida apocalíptica de un mundo que parece haber llegado a su fin. El matrimonio formado por Nell (Keira Knightley) y Simon (Matthew Goode) es anfitrión de la Nochebuena en una imponente casona de la campiña inglesa. Los vemos en los últimos preparativos antes de la llegada de sus invitados, un grupo de amigos del colegio con los que han compartido parte de su historia, también algunas rencillas y reproches, y que ahora se disponen a compartir esta agridulce celebración. Es que detrás del brindis de estas cuatro parejas, que sacan a relucir los romances frustrados y las anécdotas de estudiantina, se aloja un pacto para enfrentar el inminente final de los tiempos, encarnado en un extraño veneno que parece haber invadido al mundo entero. A partir de entonces lo que promete ser una sátira de la Navidad, con piñas y gritos por los rencores guardados, los amores inconfesables y el hartazgo habitual de estas celebraciones, se revela como un melodrama macabro en el que el final inminente se tiñe de dilema moral. En ese sentido, el joven Art (Roman Griffin Davis, el niño de Jojo Rabbit), hijo de Nell y Simon, funciona como la conciencia de la película, tanto para encarnar el discurso sobre el cambio climático y la responsabilidad de las generaciones pasadas, como para poner en palabras lo que todos parecen querer conducir con eufemismos. No es que no sea válida la fábula ideada por Camille Griffin, más en tiempos en los que la realidad parece acercarse a cualquier pesadilla imaginada, sino que en términos cinematográficos la película no tiene demasiado para dar, salvo la solvencia de las actuaciones (Knightley, Kirby Howell-Baptiste, Davida McKenzie; Annabelle Wallis queda un tanto ceñida a la caricatura) y algún que otro chiste ingenioso sobre la comida de los perros de la reina. De hecho, las críticas al gobierno británico, las preocupaciones por la desigualdad social, las dudas sobre el saber científico y las responsabilidades de los padres respecto a sus hijos se enredan en un humor que nunca es del todo corrosivo sino que busca la salvaguarda en una lacrimosa reconciliación final. Griffin parece tentarse con el absurdo en algunas resoluciones de sus personajes, ofrecer una mueca crítica a la frivolidad de los allí reunidos, condimentada con miedos y egoísmos, pero el rumbo que pesa en su película es el de la advertencia, que hace que, en definitiva, esa irreverencia que define a la sátira se diluya en su buena conciencia.
La dolce vita se convirtió en uno de los grandes éxitos del cine italiano y en la confirmación del genio de Federico Fellini como uno de los artífices de la que sería su era dorada. Esa es parte de la verdad, pero esencialmente el mito consagrado alrededor de la odisea felliniana que empezó en derrota e incertidumbre y concluyó en triunfo. Lo que reconstruye el documental de Giuseppe Pedersoli no es tanto la “verdad” detrás de aquella gesta –retratada en numerosas biografías de Fellini, en trabajos críticos y en un infinito anecdotario– sino el rol que desempeñó el productor Giuseppe ‘Peppino’ Amato, su abuelo, en el cumplimiento de un sueño que, en esencia, era el propio. Es extraño pensar la figura de Amato hoy en día, y si algo consigue el documental, pese a su factura convencional y a las precarias recreaciones ficcionales, es dar con la medida de un personaje exclusivo de aquel escenario italiano, heredero de la fascinación que había provocado el cine en su etapa muda, excursionista eventual por la fama de Hollywood, garante del debut de directores como Vittorio De Sica y esencialmente bon vivant de la Via Veneto, como el propio personaje de Marcello demostraría en la ficción. Es que lo que uno descubre al seguir la pista de Peppino y su obsesión con el guion de La dolce vita, descartado por Dino de Laurentiis –es muy divertida la inusual confesión del productor de su error bajo el lema “a veces se gana, a veces se pierde”-, es el inconsciente reconocimiento de la gloria y la tragedia de su propia generación, vital y decisiva como pocas para el rumbo del cine moderno. Quien oficia de narrador es un crítico, Mario Sesti, que interviene serio como dando una lección pero consigue en varias de sus reflexiones poner a Peppino en la órbita de un mundo que se ha extinguido. Y La dolce vita representa el vigor de ese mundo hoy en día, mientras su propia hechura expone las tensiones y sacrificios que definieron el milagro de su existencia. Porque en los 60 también los productores miraban con ojo agudo la taquilla y esperaban el rendimiento de sus inversiones monetarias. Entonces, en esa lógica, Pedersoli convierte con justicia poética a Peppino en un héroe frente a los desplantes ególatras de Fellini y a las miopes ambiciones de Ángelo Rizzoli, el dueño de Cineriz. Esa disputa entre el productor artístico y el financista es, en definitiva, el corazón de un homenaje que funciona menos como reconstrucción de aquel rodaje que como rendición de cuentas de su legado. Lo que deja la película, además del buen rato para el cinéfilo nostálgico, son los impagables recuerdos de De Sica cuando iban con Peppino de gira por los casinos – y la sentida emoción al recordarlo–, las confesiones de Sandra Milo sobre el rodaje de la escena de la hamaca en Giulietta de los espíritus, la humildad de Mastroianni en su representación de ese hombre común que persigue a Anita Ekberg sin cansancio, y la consciencia temprana de Fellini de que valía la pena defender la integridad de su obra porque en ese gesto se definen los artistas.
Esta adaptación china de la saga The Ring termina de concretar el formato “mesa de saldos” del terror. Una especie de rejunte de retazos de una idea que fue amortizada hasta el infinito a partir de todas sus precuelas, secuelas, remakes e infinitas derivaciones. Ya no importa el punto de partida, que siempre es más o menos el mismo –la maldición alojada en una nueva tecnología–, sino el soporte del mensaje maldito, que en este caso es una novela web compartida por varios alumnos y profesores de un campus universitario. Lo que resta es la puesta en escena del “capítulo final” de la novela “Un espíritu enamorado” en el que sucesivas víctimas padecen la terrorífica irrupción de la mujer de cabellos negros, emblema de la historia y corazón de la tradición del J-horror. Pese a estar dirigida por el japonés Norio Tsuruta -responsable de Ringu 0-, lo que asombra de El aro: Resurrección es la pobreza de su realización, un inconsciente amateurismo que se revela como una parodia sin gracia de todas las anteriores. No solo hay un pésimo timing en la irrupción de los momentos de terror, sino que la trama narrativa que une a los personajes y justifica los avistajes del fantasma termina siendo risible, resuelta en las explicaciones de los actores frente a la cámara. El found footage, que se convirtió en un artilugio efectivo para el terror de bajo presupuesto, aquí agoniza como un recurso desperdiciado, enredado en los mensajes admonitorios sobre el “mal” uso de internet y el peligro de la adicción a las redes sociales.