La nueva película del tailandés Apichatpong Weerasethakul sigue la línea de su obra anterior pese a la presencia de Tilda Swinton como protagonista. Su universo es tan poético y sensorial como el creado en sus películas más conocidas, Tropical Malady (2004) y El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (2010). Lo curioso, en este caso, es el recorrido que nos propone el personaje de Jessica, escocesa, habitante de Medellín, de viaje en Bogotá para visitar a su hermana enferma. En esa cadena de desajustes y desplazamientos, el viaje emerge como un elemento crucial, no solo en la búsqueda interior que emprende Jessica sino en la memoria de los viajes pasados que lleva a cuestas. Todo comienza con un sonido. “Una bola de concreto que cae sobre un fondo de metal en un entorno marcado por el agua de mar”. Esa es la detallada explicación que esgrime Jessica a un joven ingeniero de sonido que intenta rastrear la experiencia sensorial en un banco de efectos especiales para películas. “¿Algo así?”, le pregunta Hernán, mientras mueve las perillas de su consola. “No, un poco más metálico”, insiste Jessica en su español lleno de acentos y musicalidades. La incansable pesquisa para hallar ese sonido persistente en su memoria, que habita en sus noches de insomnio, que aparece en lugares impensados y tiempos inoportunos, es también el impulso de su recorrido, el que la conduce de una plaza al aire libre a un mercado de electrodomésticos, de una sala de sonido a una morgue universitaria. En ese eterno desplazamiento también se producen los encuentros más inesperados, crípticos y evanescentes, contenidos en las miradas y los silencios que Jessica comparte con sus ocasionales interlocutores. Apichatpong Weerasethakul hace un culto riguroso al trabajo de la puesta en escena: la duración del plano fijo le permiten capturar los latidos del tiempo; el travelling por las calles, la prisa de la vida citadina; el sonido de una sirena, la inquietud del fuera de campo. Tampoco se priva del humor en los momentos más inesperados: la sonrisa de una médica que despliega un folleto religioso, un truco de magia al pasar durante un picnic en la plaza, la maldición de un perro que quiere vengar su accidente. Todo el universo de Memoria se nutre de esos pequeños detalles, de una experiencia cinematográfica que nunca se contiene en el sentido de un diálogo o en el ritmo de una escena. Y la interpretación de Swinton se despliega en sus pequeños gestos, siempre magníficos sin necesidad de primeros planos, intuidos en la posición de su cuerpo, la candencia de su caminar, la convicción de una escucha que no puede compartir. Jessica transita de un lugar a otro con nuestra mirada a cuestas. ¿Qué es en realidad lo que le pasa? ¿Qué hay detrás de ese sonido misterioso? ¿Es ella la única que lo escucha? Memoria expone los sentidos como un territorio complejo e insondable, que no solo expanden la razón sino que la subvierten. Sentidos que recogen creencias, tragedias ancestrales, dolores cautivos en los huesos y en las rocas. Memoria propone una experiencia intransferible pero al mismo tiempo compartida, como la epifanía de un recuerdo en el que solo creemos hasta que confirmamos que también otros lo atesoran.
La película dirigida por el dúo Daniels, integrado Dan Kwan y Daniel Scheinert, es un verdadero viaje a otra dimensión, un juego demencial que relaja al límite sus coordenadas –un poco en la estela de las creaciones de J.J. Abrams con Fringe a la cabeza-, una aventura fantástica que combina las artes marciales, el humor escatológico y la ciencia ficción en la anodina vida de una inmigrante china, dueña de un pequeño lavadero en Estados Unidos. Pero Todo en todas partes y al mismo tiempo es, en esencia, un melodrama de madre e hija vestido de visceral extravagancia, que recupera no solo el cine hongkonés que hizo famosa a Michelle Yeoh, la Ratatouille de Pixar y el humor de los Farrelly, sino las madres de Bette Davis y Joan Crawford, guerreras y abnegadas, destiladas en una era de vértigo y sátira desenfrenada que, pese a ello, nunca pierden su inmenso corazón. La vida de Evelyn Wang (Michelle Yeoh) no podría ser más caótica, o eso es lo que ella cree. El reloj indica que es el último día para presentar su declaración de impuestos y evitar que le rematen la lavandería donde vive y trabaja día a día, entre jabón en polvo y quejas de la clientela. A ese día decisivo se suman la visita de su padre desde China, a quien no ve desde hace tiempo y cree haber decepcionado en el pasado; la silenciada demanda de divorcio de su marido, siempre distraído y sin demasiadas ambiciones; y la persistente distancia con Joy (Stephanie Hsu), esa hija en la que cree ver el espejo de su fracaso. En ese torbellino de contratiempos y camino al escritorio de la implacable recaudadora impositiva (una magistral Jamie Lee Curtis), Evelyn descubre que no todo es como cree que es, y que encima puede ser peor. El juego de múltiples universos y saltos temporales asume con irreverente sinsentido la reflexión que Evelyn experimenta sobre su propio mundo, ese en el que parece ser la peor versión de su yo. Más allá de las vidas posibles para Yeoh, que van desde una cocinera competitiva, a una estrella experta en kung-fu, o a una joven con manos de salchichas, lo que subyace en la película es la exploración de la relación con su hija, heredera y villana, también desplegada en sus talentos y frustraciones, dueñas ambas de un pasado que no resulta fácil exorcizar. Los Daniels se engolosinan más de una vez con su propio artefacto pero siempre hasta ese límite en el que su universo se hace humano, se hace vivo para sus personajes debajo de ese caos de formas y colores. No solo se percibe su admiración por el espectáculo que encarna Yeoh como ícono consagrado, sino también por las parodias de Jackie Chan, los melodramas lacrimógenos, la animación de Pixar y esa capacidad del cine de convertirse en el arte de todo lo posible. El mayor riesgo que asume la película es el de su propia digresión, efecto siempre latente en el esqueleto de los multiversos que tienden a convertir lo principal en accesorio y viceversa. Sin embargo, la lógica de los Daniels emerge del mismo mundo que proponen las nuevas narrativas audiovisuales, cuyo entramado se asemeja a las redes de información digital y no a los grandes relatos literarios; ese que comprenden sin negarlo pero sin tampoco darle un obligado guiño de condescendencia. Una y otra vez Evelyn intenta volver al centro -como a aquel camino amarillo de Dorothy en El mago de Oz-, no tanto al universo original que seguramente ya no existe, sino a aquel en el que puede encontrar el hilo de la historia con su hija sin perderse en el espiral negro de la incomprensión. Y si la acumulación de citas o referencias cinematográficas puede parecer un capricho de coleccionista, la vocación de los Daniels se afirma en cada bifurcación del itinerario de Evelyn como en la misma encrucijada que conduce a todo camino de creación. Que Evelyn, sin talentos aparentes y sumida en el peso de la vida cotidiana, en los prejuicios propios y absorbidos de generaciones pasadas, sea capaz de bucear en esos alter egos desplegados por el infinito, espejos de sus posibilidades desaprovechas pero también de sus elecciones asumidas, ubica la aventura en un terreno introspectivo, casi metafísico. Es la asunción del caos como parte esencial de los sentimientos, del conflicto como impulso de la vida. Es lo que define a Evelyn y también a la película, que aún en sus digresiones asume febrilmente los miedos y las risas, el encuentro con quien quisimos ser y no pudimos.
La foto de Damiana Kryygi asoma como una de las últimas imágenes de Camila (Nina Dziembrowski) en la ciudad de La Plata. Mientras recorre el Museo de Ciencias Naturales con un grupo de amigos descubre la historia de la niña aché convertida en sirvienta de los colonos blancos y luego en curiosidad morbosa de la ciencia. La imagen conservada para siempre en una fotografía, cristal de su calvario pero también de su memoria, ofrece un temprano espejo para Camila que va a aventurarse a su propia mudanza geográfica y cultural, por cierto mucho menos trágica. Sus días en La Plata concluyen con la repentina enfermedad de su abuela, que obliga al traslado a Buenos Aires junto a su madre y su hermana, a un cambio de colegio, un cambio de escenario. Desde su fascinante Atlántida, Inés Barrionuevo ha sabido recorrer las emociones de sus personajes en una etapa crucial de sus vidas, aquella que implica crisis, cambios: en esa historia de adolescentes en Córdoba, dos hermanas se enfrentaban al deseo y la responsabilidad durante un verano caluroso antes de descubrirse adultas; en Julia y el zorro, una actriz y su hija viajaban a Unquillo en el tránsito de un duelo que adquiría los aires de una fábula. En la reciente Las motitos, codirigida junto a la escritora y autora del guion María Gabriela Vidal, Barrionuevo posa su cámara en ese mundo adolescente que define sus dilemas e identidades entre las calles de tierra y polvo, las angustias cotidianas, las pequeñas luchas emprendidas. Su cercanía con ese tiempo de vértigo y encrucijadas le da a sus películas la tensión necesaria, el humor justo, la profundidad esquiva a las grandes espectacularidades. Camila navega sus días en Buenos Aires con la insistencia en sus ideas políticas, en su militancia feminista, como una forma de prevalecer frente a las hostilidades. En el nuevo colegio, religioso y conservador, Camila descubre la firmeza de su propia voz, el hallazgo de amores y aliados, los límites de sus propias certezas. Pero también en los rastros de su desconocido pasado, en las fotografías de esa abuela que detesta, lejana y autoritaria, asoman las mismas represiones e hipocresías que aún no se han extinguido. Barrionuevo profundiza su mirada ahora en un cosmos más amplio que el de sus anteriores películas, más urbano en sus dimensiones, más ambicioso en sus búsquedas. Quizás ese mismo pulso la torne algo más intensa y declarativa, ya que sus contornos presentes exigen otro posicionamiento. “Soy como un extraterrestre para mis viejos”, le cuenta a Camila su amigo Pablo, maquillado desde la fiesta de anoche, sumido en los interrogantes que no siempre hermanan a una generación. Es ese mundo a veces visto de lejos por los adultos, bajo el prisma de una falsa homogeneidad, de prejuicios o malentendidos, el que Barrionuevo revela sin categorías ni encasillamientos. Las relaciones entre madres e hijas, la exploración de la sexualidad y la afirmación de las ideas adquieren potencia y espesura en las imágenes, en la notable y enigmática actuación de Nina Dziembrowski, en ese camino por el mundo que recién empieza.
Maria Linde (Krystyna Janda) es una poeta oriunda de Varsovia, emigrada a la Toscana durante la ley marcial en Polonia, allá por los años del Muro de Berlín. El tiempo ha pasado y su vida en las cercanías de Volterra le ha traído los mejores recuerdos, además de un marido, una hija y dos nietos, y también un premio Nobel. En su madurez, Maria Linde es la celebridad intelectual del pueblo, sus cumpleaños convocan a poetas que discuten la polémica figura de Ezra Pound, a un reportero indiscreto de Le Monde y al comisario del lugar, todos en algarabía durante la madrugada, sin diferencias, enojos ni recelos. Pero la mente libre de Maria, aún con su aire de tesoro local y su defensa de sus orígenes inmigrantes, es incómoda en una Europa que no quiere escuchar en público sus propios miedos, y menos pensar en los actos terroristas como un llamado de atención a la hipocresía que hace tiempo se ha instalado en los discursos oficiales. Aún en el paisaje idílico de la Toscana, Dolce Fine Giornata comienza con las sombrías imágenes de un grupo de migrantes en una barcaza. Luego, las noticias de una fuga de un campo de refugiados en Lampedusa alertan a las autoridades regionales, y Nazeer (Lorenzo de Moor), el amante egipcio de Maria, emigrado desde hace tiempo de su país de origen y dueño de una taberna frente al mar, recibe suspicaces miradas de reojo. Esa Europa soñada, que quizás resultó un refugio para Maria en su juventud, hija de sobrevivientes del Holocausto, crítica de la represión polaca en los años del Sindicato Solidaridad, hoy se delinea como un escenario en permanente conflicto. No en vano su hija le insiste para emprender nuevas inversiones y resistir esa ligazón con la ciudad que largo tiempo le dio cobijo. Pero el pensamiento y la poesía de María han nacido libres, y su irreverente presencia, más allá de mandatos morales y compromisos sociales, quizás resulta demasiado para los tiempos que corren. El polaco Jarcek Borcuch explora en la figura de su personaje, una artista en el crepúsculo de su carrera, consagrada pero todavía sometida a los interrogantes de su condición pública, el estado actual de una Europa en zozobra, pero sobre todo el rol de una intelectualidad que parece haber perdido protagonismo frente a otras voces. Compleja e impredecible, quizás con algún exceso en los planos paisajísticos, la película esquiva varios lugares comunes y resoluciones fáciles para sus dilemas, atajos que la propia Maria nunca se propone. Krystyna Janda, legendaria protagonista del cine de Kieslowski, habita con honestidad los pequeños caprichos y egoísmos de su personaje, la progresiva consciencia de que en esos gestos se definen las grandes cosas. Aún en una encrucijada constante, y sin justificar sus propios permisos y cierta soberbia, Maria Linde nos revela un mundo no demasiado fácil para el ejercicio del pensamiento. El miedo al otro parece ser la moneda de cambio perfecto, incluso en ese pueblo donde todos parecían bienvenidos.
El sistema K.E.OP/S es una apuesta ingeniosa que llega a buen puerto El segundo film de Nicolás Goldbart confirma las expectactivas que despertó su debut, Fase 7, con otra historia de vidas anónimas enredadadas por casualidad en una aventura Si hay un director argentino, contemporáneo y cercano a las narrativas de género, que despertó expectativas luego de su ópera prima, es Nicolás Goldbart. Fase 7 aterrizó en 2010 como una apuesta arriesgada, un cruce inteligente entre la distopía y la alienación contemporánea, filmado con pulso y cercanía. En Goldbart se vislumbra la mezcla de su ecléctica cinefilia con un placer por poner en imágenes aquello que circula en su cabeza: escenas memorables recordadas de alguna película de su adolescencia, fragmentos de un diálogo gracioso, viñetas de un cómic, trozos de una cultura compartida. Todo ello se conjuga en la nueva El sistema K.E.OP/S, autóctona y al mismo tiempo heredera de varias tradiciones –Hitchcock, giallo, historietas de Ásterix y Óbelix, Tarantino, policiales de los 70, samuráis-, que logra una genuina dinámica entre su dúo protagonista mientras delinea una pesadilla impura e interminable. La vida de Fernando Blansky (Daniel Hendler) no parece demasiado complicada. Se levanta a la mañana, apura a su hija para ir al colegio, compra unas facturas y espera la llegada de la ansiada inspiración para ese guion que va a salvarlo del hastío y la desocupación. Entre tanto, llama a su amigo el Oso para seguir el devenir de algunos guiones planchados en preproducción, se recuesta en el sillón del living de su casa de Belgrano, comenta con un seudónimo en el Facebook de su amigo de la infancia, el “gordo” Sergio Israel (impagable Alan Sabbagh). Pero esa existencia distendida, que sin embargo recibe la censura de su propia familia –acá Violeta Urtizberea resulta algo desaprovechada-, desemboca en un clickeo fatal en internet luego del recuerdo de la última palabra de un suicida: “K.E.OP/S”. K.E. OP/S parece ser una de esas promesas de millones al instante pero termina siendo el despliegue de un insidioso sistema de vigilancia que convierte la vida de Fernando en una persecución cada vez más introspectiva. El sistema K.E.OP/S El sistema K.E.OP/S Goldbart desliza pistas sobre la construcción de su película en toda la puesta en escena: un inmenso póster de Blow Up de Antonioni, imágenes de Peeping Tom de Powell, los sistemas de cámaras de La conversación, el derrotero trágico de Travolta en Blow Out. Pero en el medio se cuela el humor de las buddy movies en la dupla que conforman Hendler y Sabbagh, el registro absurdo de esas vidas anodinas que encuentran la aventura por casualidad, los egos inflados en historias que copian de recuerdos infantiles y las peleas a sable limpio que cortan el hilo entre la realidad y la ficción. Si Goldbart se apoya en la creciente paranoia social, que sustituye la de los 70 concentrada en organismos como la CIA o el FBI por la de las corporaciones, las redes sociales o simplemente los onanistas de la vida ajena, su película se conduce con esa mirada constante sobre los hombros, de los personajes y de la propia historia. ¿Y ahora qué sigue? El sistema K.E.OP/S funciona en su lógica, saca varias risas y construye un mundo propio gracias a sus actores en sintonía y a cierta irreverencia de la puesta en escena, nunca tímida ni acartonada. Es un buen regreso para su director, una idea modesta e ingeniosa llevada a buen puerto.
En la frontera entre la Argentina y Brasil, en un pequeño pueblo de raigambre religiosa, el teléfono suena dentro de una modesta cabaña. El ambiente vacío cobija los restos de manzanas podridas, el llanto de un perro encerrado, el brumoso aire de la selva. El timbre del teléfono insiste pero nadie lo atiende. La voz de Emilia (Tamara Rocca) emerge en el contestador. Para ella, todavía adolescente, el llamado supone saldar las cuentas pendientes con su hermano Mateo, ahora que la madre de ambos ha muerto. Su viaje iniciático tiene como destino el hotel de paso de la tía Inés (Ana Brun), asentado en ese paraje fronterizo, pero su búsqueda supone atar los lazos familiares desprendidos por la distancia y los rencores. Pese a todo Mateo no responde, en su casa palpita el eco vacío de su ausencia. Así comienza Matar a la bestia, ópera prima de Agustina San Martín –directora de varios cortos: No hay bestias (2015), La prima sueca (2017) y Monstruo Dios (2019)–, cuyo universo se apoya con decisión en las fuerzas naturales que le brinda el paisaje. La historia es elusiva, apenas delineada sobre la búsqueda de Emilia en ese territorio limítrofe, la espera prolongada, los llamados insistentes a Mateo. Lo que enmarca su estadía es un rumor que recorre al pueblo: la presencia de una bestia de leyenda, el espíritu de un hombre malvado que asume la forma de distintos animales del lugar. El sacerdote y los fieles lugareños ensayan todo tipo de exorcismos: velas y oraciones, cánticos rimados, paseos circulantes. De vez en cuando, la tía Inés sale con su escopeta a ahuyentar a los creyentes, aferrada a la naturaleza como única depositaria de lo terrenal. En ese protagonismo decisivo de las imágenes, de sus texturas húmedas y rugosas, de la cercanía obsesiva de la cámara con los cuerpos, Matar a la bestia aspira a capturar un misterio: el asomo del deseo en la mirada de Emilia cuando observa a Julieth (Julieth Micolta), una joven huésped del hotel; la euforia de Inés en el juego del baile y el alcohol; la presencia posible de la bestia en la espesura de la vegetación. En esa vocación la película consigue momentos poderosos, hipnóticos, una atmósfera que casi puede palparse. Sin embargo, en el seguimiento de la historia se torna lábil y arbitraria, condena a sus personajes a la repetición programática de ciertas reacciones, reduce su intención de acercarse a las leyendas locales en un compendio de tópicos recurrentes a la hora de pensar las mitologías en términos cinematográficos. Hay herencias claras en San Martín que parecen condicionar su debut (el gótico como género, el cine de Lucrecia Martel como estilo), de la misma manera que hay una vocación personal de conseguir trascender esas influencias para encontrar una fuerza todavía en ciernes. Por ello si bien hay planos deslumbrantes –el porte de un buey entre las hojas–, o sonidos envolventes -las risas de Emilia y Julieth entremezcladas–, el conjunto no termina de salirse de esa previsión, el ritmo se entumece en su propia deriva y varios motivos narrativos (la tensión entre regulación y sensualidad, la posesión, el erotismo larvado) parecen salidos de una nómica del gótico salvaje, con sus brumas y sus contraluces, sin todavía adquirir la definitiva sensación de hacerse mundo.
La idea de Julian Fellowes de continuar la historia de la aristocrática familia Crawley en el cine tuvo su origen en la convicción de que el éxito de la popular serie –que completó seis temporadas- podía trasladarse a la gran pantalla, pero sobre todo en la certeza de que el público quería seguir en compañía de sus amados personajes un tiempo más. El éxito monumental de la primera versión fílmica de Dowtown Abbey en 2019 fue prueba más que suficiente de que la lógica anacrónica y escapista que promete ese universo es más que bienvenida, incluso vía el pago de una entrada. Ahora ha llegado el segundo acto, similar al primero, pero sin las exigencias de presentarse a nuevos espectadores y con la conciencia de que el tiempo de sus personajes y sus actores también resulta perecedero. Si bien los efectos de la pandemia parecían amenazar la rentabilidad de esta aventura, ahora que las únicas grandes producciones que tienen el reino asegurado en la gran pantalla provienen del conglomerado de superhéroes, Fellowes reitera la fórmula que conoce mejor. Recordemos que la clave original de la serie era una milimétrica cruza entre la narrativa que el autor había probado en el guion de Gosford Park –con la misma dinámica entre el arriba y el abajo, los señores y los sirvientes, sin el crimen de salón pero con algunas intrigas melodramáticas-, y una canónica pincelada de los cambios sociales que experimentó Inglaterra en el primer lustro del siglo XX, luchas y tensiones que la serie digirió con el brillo apropiado. Como dice la Violet de Maggie Smith en esta nueva era: “Superar lo imprevisto, de eso se trata la vida”. Y en ese ir en paralelo a la Historia, Fellowes desarrolló un mundo propio para los Crawley, con sus conflictos de linaje y alcoba, sus amores perdidos y sus rentas en recesión, pero signados por el ingenio en los diálogos, el charme en los vestuarios y los imponentes decorados de la campiña inglesa. Nada de eso cambia en esta nueva película pese al anuncio de “una nueva era”. Lo que anuncia el futuro en realidad es una progresiva consciencia de la despedida de ese tiempo, recogida por la voz de la matriarca del clan y la actriz emblema de la saga: Maggie Smith. Ya en el final de la entrega anterior había signos del pasaje de mando a sus herederos, sobre todo a partir de la construcción de Lady Mary como la nueva rectora de Downton Abbey y de Michelle Dockery como el epicentro de cualquier posible continuación del querido universo. Downton Abbey: Una nueva era confirma todas nuestras sospechas, pero al mismo tiempo trae algunas novedades. La historia comienza a fines de los años 20 con el espléndido casamiento de Tom (Allen Leech) y Lucy (Tuppence Middleton), el descubrimiento de una herencia inesperada para Violet y la confirmación de que la era del cine mudo ha concluido. La inesperada muerte del marqués de Montmirail revela que su espléndida villa en la Costa Azul ha sido legada a Violet gracias al recuerdo de unos días de verano que compartieron en su juventud. Más allá de la sorpresa, la noticia del polémico testamento y de la disputa legal que parece decidida a iniciar la marquesa –interpretada por la actriz Nathalie Baye- lleva a una comitiva de los Crawley a pasar unos días en Francia y descubrir algunos secretos en la vida pasada de la abuela. Mientras tanto en Inglaterra, Downton Abbey se convierte en el escenario de una película, The Gambler, una de las últimas reliquias de la era silente. Las dificultades financieras que siempre parecen acechar a los Crawley convencen a Lady Mary de convertirse en la anfitriona del equipo de rodaje de la British Lion en un melodrama que recuerda a aquel The Dueling Cavalier que parodiaba Cantando bajo la lluvia. Es que de allí sale el homenaje a ese tiempo incierto de pasaje del mudo al sonoro que convierte al set improvisado en las tierras de los Crawley en un territorio de voces chillonas, disputas de egos e intentos de subirse a la fiebre de las talkies. Esa es la línea argumental que mejor funciona, aun cuando sus citas a Napoleon de Gance, a la célebre The Terror de Roy del Ruth –una de las primeras películas en usar sonido sincrónico en todo el metraje- y a la propia Cantando la lluvia sean superficiales. No solo explota ese juego entre lo real y lo representado, mantiene la fantasía como última propiedad de ese mundo anticuado que es Downton y aprovecha las incorporaciones de Dominic West, Laura Haddock y Hugh Dancy, cada uno con sus historias de amor o redención. Downton Abbey: Una nueva era se mantiene firme dentro de los límites de un universo prolijamente diseñado, sin aventurarse a decepcionar a sus fans ni a perder esa mística inventada. Las fotografías donde todos se acomodan para la cámara son el mejor ejemplo de la tarea de Fellowes: evitar que nada ni nadie se salga del encuadre.
El cine siempre puso a prueba las bases de su arte a partir de pequeños desafíos. Hacer una película en un largo plano secuencia -El arca rusa, Birdman-, situarla en un espacio reducido -Enlace mortal, Locke-, concebirla como si ocurriera en tiempo real -A la hora señalada, Corre Lola, corre-. Más allá del ingenio del truco, siempre termina estando por encima de la historia en tanto la condiciona, pero también la envuelve en una novedad para el espectador. Desesperada combina varios trucos para no terminar de hacer funcionar ninguno de ellos. Filmada bajo las coordenadas de la pandemia, privilegia un entorno aislado y un único personaje con mínimas interacciones. Además, utiliza el teléfono celular como expansión de ese mundo acotado y como artilugio de la intriga. Y, por último, juega con la idea del tiempo real en tanto la experiencia temporal del personaje es similar a la del espectador. Amy Carr (Naomi Watts) quedó viuda hace un año y todavía está procesando la pérdida de su marido. Una mañana de viernes, luego de mandar a su hija al colegio, insiste a su hijo adolescente, Noah (Colton Gobbo), para que abandone la cama y vaya a clase. Noah está triste y enojado por la muerte de su padre, y ese estado se conjuga con la desorientación propia de la adolescencia. Decidida a tomarse un tiempo para ella, Amy pide un día libre en su trabajo y sale a correr por los alrededores de su casa en Lakewood, por caminos de tierra, bosques desolados, un entorno silencioso que promete reconciliarla con sus doloridas emociones. Sin embargo, una y otra vez el teléfono suena: pedidos del trabajo, reclamos de sus padres que están por viajar, llamados de la escuela. Una y otra vez el intento de desconexión se ve alterado por la invasión del mundo, sus problemas y demandas. La irrupción del conflicto llega con los indicios de un siniestro en las cercanías y el descubrimiento del peligro que asedia a sus hijos: un francotirador ha ingresado en el colegio. A partir de allí, la película pone en funcionamiento su mecanismo: la creciente desesperación de una madre que intenta llegar al lugar del hecho pero se encuentra a varios kilómetros dentro del bosque. Las calles están cortadas, los vecinos atienden a su propia familia, y ella llama insistentemente a todo el que la atienda para pedir socorro y compartir su angustia. Hasta la mitad, más allá de cierta flexibilización del verosímil y la repetición del recurso de los llamados y la angustiante carrera de Amy, Desesperada se sostiene en el oficio de Watts y en el ritmo que puede imprimirle el veterano Phillip Noyce (sí, el de Terror a bordo) en la dirección. Pero ante el agotamiento del artilugio de la distancia, la película comienza a dar vueltas sobre sí misma, a ponerse cursi y sentimental, efectista y manipuladora. No solo convierte a su personaje en una especie de heroína autogestiva, sino que estira situaciones en virtud de completar un metraje, acumula tensiones para acrecentar el impacto emocional, cierra todo con un moño de calculada conveniencia. Watts hace lo que puede para sostener un argumento débil con su rostro desencajado en primer plano, tratando de dar sentido a lo que se pierde en la deriva.
Como algo más que un homenaje al centenario de su nacimiento, María Luisa Bemberg: El eco de mi voz rescata no solo la condición pionera de la directora en su tiempo sino también el vigor de su legado. Alejandro Maci, colaborador cercano y continuador de su trabajo en la adaptación de El impostor –película que Maci estrenó finalmente en 1997, dos años después de la muerte de Bemberg-, recoge no solo el material de archivo de entrevistas públicas y fragmentos de películas, sino retazos de conversaciones privadas que iluminan su carácter e intransigencia. Se la puede ver a Bemberg agitando su rebeldía en el abrazo a la etiqueta del feminismo cuando todavía era mala palabra, pisando fuerte en un territorio antes reservado a los varones, y haciendo política desde sus imágenes, sin las metáforas del cine de los 80 y con sus historias siempre en carne viva. La tarea de Maci podía haber quedado reducida al rol del curador de una obra, al de quien resguarda la voz y obra del artista admirado, al que conserva la figura intacta, sin matices ni roces. Pese a la forma convencional del documental, la película se atreve a más: María Luisa se despliega en múltiples voces que discuten entre sí, que evidencian su aprendizaje, sus desacuerdos con productores, algunos asombros de señora bien que no había erradicado del todo su crianza. El valor está entonces en la renuncia a la progresión lineal del personaje y en la asunción de un contrapunto que Bemberg abrazó en vida: del corazón del malestar en la pareja de Momentos (1981) a la separación de Señora de nadie (1982), para luego volver a la historia de amor en Camilia (1984). Idas y vueltas nunca como avances y retrocesos sino como construcciones dinámicas de su pensamiento. La conciencia de llegar tarde, al debutar en la dirección a los 58 años, hizo de Bemberg una directora voraz pero nunca apresurada. Parece que quería filmarlo todo: que la historia de Camila le parecía escandalosa, que tuvo reparos en la elección de Susú Pecoraro e incluso hizo una prueba a una actriz extranjera –Lita Stantic celebra esa concesión final-, que quería filmar Yo, la peor de todas en locaciones, que sintió el éxito internacional tan peligrosamente tentador. Pero Maci no quiere asentar su película en anécdotas aisladas, en el mero recuerdo personal, ni condenarla a una exégesis profesional, a una colección de citas de especialistas. Elige un camino previsible pero honesto, que obtiene la coherencia de la autora sin negarle sus tensiones internas. En cada película asoma la transgresión de sus personajes pero también su persistente intento de supervivencia, su lucha por un mundo al que nunca termina de renunciar. Esquiva tanto a la estricta cinefilia del autodidacta como a la evidente disciplina del profesional, Bemberg se despliega en las alternancias de su mirada: de las instituciones (la Iglesia, el Estado, la familia, el matrimonio) a la vida íntima (la pasión en Camila, los recuerdos en Miss Mary, de 1986), del pensamiento en Yo, la peor de todas (1990) a las fantasías en De eso no se habla (1993), del uso naturalista de los exteriores –las playas marplatenses de Momentos, el cambio de barrio en Señora de nadie- al artificio pictórico (el convento goyesco de Yo, la peor de todas, el pueblo felliniano de De eso no se habla). Maci profundiza en esos aspectos no desde el discurso sino desde la propia materia con la que cuenta: no relata su atrevimiento sino que lo muestra, no rememora hallazgos arcaicos, los trae al presente. María Luisa Bemberg: El eco de mi voz lleva en el título su vocación, no se esconde en la distancia ni en la pretensión de hacer algo más con el género que apropiárselo con honestidad y solvencia. El documental no pretende encumbrarse en una versión definitiva de María Luisa Bemberg sino capturarla en movimiento, en sus conversaciones cotidianas, en sus actos públicos, en sus decisiones en rodajes, en su definitiva convicción de elegir al cine.
Grace (Annette Bening) ama la poesía. No solo la recita para su interior en el recorrido por los acantilados de Seaford, sino que la empuña como un arma de seducción de los desahuciados, una estrategia contra el tedio de la jubilación, un paso hacia adelante en la retirada de cualquier batalla. Porque si ese amor inspira una meditada antología, que prepara con dedicación todos los días, también le sirve para agitar el alicaído matrimonio que comparte con Edward (Bill Nighy). Edward es profesor de historia en el secundario y especialista en la retirada napoleónica de las tierras rusas, cubiertas por la nieve y los muertos de la derrota. Esa danza de silencios y provocaciones que comparte con Grace culmina con el pedido de separación el mismo día en que ella planea la cena del aniversario. He allí el retrato de su desconexión. La historia escrita y dirigida por William Nicholson no es tanto la de una separación como la de un malentendido. Edward está convencido de haberse subido al tren equivocado el día en que conoció a Grace y de allí su concepción del matrimonio como la consecuencia de ese desvío. Para Grace, aferrarse a los 29 años compartidos no es tanto un acto de desesperación como de certeza: luchar por ese matrimonio es como librar una guerra que no se pierde en la retirada sino en la muerte. No en vano es una creyente: el amor y la fe no se piensan, se sienten. Pero entre Grace y Edward también está su hijo Jamie (Josh O’Connor), un joven ya adulto que vive en la ciudad y que visita a sus padres de vez en cuando, rehuyendo a sus conflictos y, sin saberlo, a los preámbulos de la separación. Si bien el tema es perfecto para un drama de interiores con despliegues actorales, la apuesta de Nicholson no solo se apropia del entorno marítimo, con sus senderos escarpados y sus playas invernales, sino que consigue momentos dolorosos sin exabruptos ni estridencias. Es una película adulta sobre emociones adultas vista por un adulto que, pese a tener su vida y su trabajo en otro lado, se ve envuelto en el derrumbe de ese mundo que le dio la infancia. Por supuesto que el gran logro es de Josh O’Connor, un actor magnífico y la gran promesa de su generación. Algo que había demostrado en Tierra de dios (2017), que confirmó en su participación en la serie The Crown, y que puede sostener en la carrera que tiene por delante. Es su mirada en el vértice de la incertidumbre la que nos conduce, tratando de juntar los trozos de una familia que se escurre, de dar las respuestas que no tiene, de amar sin que nunca alcance. Ante el dolor desbordante de bronca de Grace, del que solo su poesía acusa testimonio, y el silencio de la retirada de Edward, cuya nueva vida es tan prometedora como un falso paraíso, Las cosas que no te conté hace pie en quien intenta sobrevivir a los restos del naufragio, un hijo que recompone la memoria de su pasado como una foto evanescente que no sabe si es cierta o la inventó en algún juego infantil. Aún en el uso de las convenciones, Nicholson es honesto hasta el hueso, en la verdad de sus personajes, en la desnudez de sus imágenes.