La nueva Spider-Man está pensada como acontecimiento ya desde su misma concepción y en esa mística y secretismo que la rodea radica su magia. Y magia no es una palabra inocente para esta nueva película de Marvel, porque en la vida de Peter Parker (Tom Holland) la magia no solo entra en juego como artilugio para sortear los obstáculos en el camino del superhéroe sino también para asumir los riesgos de la vida adulta. Sin camino a casa señala no solo el final de la etapa adolescente del personaje sino también el asomo de la ira y la amargura que siempre acompañan a las pérdidas. En Nueva York todo el mundo conoce la verdadera identidad de Spider-Man después de las revelaciones de Mysterio (Jake Gyllenhaal). No solo su identidad sino sus pretendidos crímenes, así que quien hasta ayer era un héroe público con una vida privada secreta, hoy se encuentra en la tapa de los diarios, acusado de los horrores más temidos, perseguido por la prensa y los curiosos. La voz del inefable J. Jonah Jameson (J. K. Simmons) agita a las masas desde su pulpito televisivo y la vida de Peter y su novia MJ (Zendaya), hasta ayer simples estudiantes de colegio secundario, discurre por comisarías, abogados estrellas e interrogantes sobre su futuro universitario. ¿Qué será de sus vidas después del escándalo? Si bien el camino del héroe en esta instancia se asoma al más crudo aprendizaje, Jon Watts instala el ritmo frenético en las primeras escenas, siguiendo con el movimiento de la cámara las dudas de Peter ante las consecuencias inesperadas de sus actos públicos, afirmando la identidad de la comedia como base y sustento, escapando a los extremos de la sátira y también a la seriedad de las misiones de vida o muerte. Todo se conjuga en esa bisagra entre la culpa individual y la responsabilidad social que la frase más famosa de la saga –”todo gran poder implica una gran responsabilidad”- propagó como esencia del pasaje hacia la vida adulta, la dimensión opaca del juego y la verdadera asunción de sus consecuencias. Tanto la magia que acompaña la entrada de Doctor Strange (Benedict Cumberbatch) a escena, con sus portales y su multiverso, como los sucesivos enfrentamientos con villanos de otros tiempos y otras realidades –bienvenido el regreso de algunos grandes como Willem Dafoe-, consigna un territorio material que no siempre fue tan vivo en la saga. Watts, aún con los condicionantes del CGI y la necesidad de acumular giros y custodiar sorpresas, mantiene a su héroe adherido a sus innegables compromisos, que no dejan de ser la unión familiar con tía May (Marisa Tomei) –y ese padre postizo que logra ser el Hoggan de Jon Favreau- y la protección de MJ y su amigo Ned (Jacob Batalon). Revertir la revelación de su identidad para sortear la frustración y sobre todo la consciencia de lo sucedido es la verdadera encrucijada de Peter Parker, la medida de su condición de héroe, esa telaraña que une su rostro público con la memoria de sus afectos. Así como las sucesivas Avengers demostraron la capacidad del nuevo líder del mainstream contemporáneo de reunir bajo un mismo paraguas de ficción a todas sus creaciones, Spider-Man consigue sostener su propia mitología en un uso ajustado de la autorreferencia. La película cita y guiña a todo el MCU pero en el fondo vuelve a sus raíces, recupera su propia mitología, y en esas apariciones que escalonan el negado camino a casa encuentra su verdadero tono, divertido y agridulce, a veces demasiado atento a las miradas y exigencias de los fans, pero sin por ello perder la inventiva que define al entretenimiento como última apuesta de la película. El combo efectivo que han formado Watts y los guionistas Chris McKenna y Erik Sommers ha sabido concentrar la historia en la constante puesta a prueba de sus personajes, casi como una paradoja para un cine como el de Hollywood siempre afirmado en las grandes acciones. Pero acá lo que pasa nunca implica una gran revelación –cuál es la próxima pelea en los rascacielos de Manhattan- sino cómo se construye esa orquesta que veremos desplegarse con astucia. Los invitados al juego, todas caras conocidas del pasado que ofrecen el suspiro del reconocimiento, forman el coro de la madurez de un personaje que descubre lo mejor y peor de ser adulto. Probablemente, el gesto de esta Spider-Man de volver una y otra vez a su propio imaginario consista en poner en perspectiva la propia figura de Tom Holland, quien ha conseguido encarnar esa dimensión juvenil e irresponsable detrás de sus renovadas vestiduras, ser el actor de una etapa del MCU que implica tanto su consolidación como los inevitables interrogantes sobre su permanencia en el futuro. Hallar las oscuridades que lo esperan es también parte de ese aprendizaje.
Este regreso a las bases del videojuego que dio origen a la saga Resident Evil no consigue apropiarse de aquel universo de culto sino que, en definitiva, queda atrapada en su propio origen. En efecto, la película encuentra su límite en esa pretensión de borrón y cuenta nueva: una historia de horror clásica con aires de bajo presupuesto, espacios del gótico, una sombría corporación farmacéutica con laboratorios subterráneos que ensayan peligrosos experimentos desemboca en un festín de cráneos vampíricos, zombis sedientos, mansiones con vitraux y una serie de monstruos viscosos diseñados en prolijo CGI. Todo el inventario resulta condimentado con la nostalgia retro de los 90, un humor algo torpe y los esperables golpes de efecto escalonados a medida que Racoon City se convierte en el sitio del apocalipsis. Ese relato desparejo y fragmentario que condujo a la franquicia cinematográfica patentada por Paul W. S. Anderson a lograr el fervor incondicional de sus fans se consagraba en la experiencia cinematográfica prometida, que sorteaba gracias al carisma de Milla Jovovich y a esa visión plástica de un mundo manejado por los tentáculos del dinero corporativo los altibajos argumentales y los necesarios estereotipos del género. Pero Johannes Roberts (A 47 metros) persigue un control que le quita audacia, se nota condicionado por la exigencia de anticipar la secuela y cuenta con un elenco sin demasiado magnetismo. Quedan sí algunas buenas escenas como la que incluye “Crush” de Jennifer Paige y la sensación de una oportunidad perdida.
Ghostbusters: El legado es una aventura perfecta para nostálgicos Esta reinvención del éxito familiar de los 80 trae de regreso no sólo la iconografía del equipo original sino también la idea de la infancia sensible y profunda que percibe como imposible en la actualidad La moda de los reboot de franquicias populares alcanza en Ghostbusters: El legado una extraña amalgama: no solo cristaliza el acto de reconstruir la iconografía de la película de Ivan Reitman de 1984 sino también la experiencia de la infancia y la pubertad de aquella época. Por ello la historia recoge gadgets, personajes y retazos narrativos de aquel comienzo de toda una era, al mismo tiempo que el espíritu de la aventura que definieron esos años, guiados por Rob Reiner y Steven Spielberg, mediados por la pasión fetichista consagrada por Super 8, Stranger Things y todos sus corolarios. La protagonista es Phoebe (Mckenna Grace), una niña de 12 años que debe trasladarse junto a su hermano Trevor (Finn Wolfhard) y su madre Callie (Carrie Coon) a la granja de su abuelo fallecido en un pueblo de Oklahoma. Su historia es la de la segregación: interesada por la ciencia, curiosa pero introvertida, nunca parece encajar en ningún entorno; su madre le advierte sobre sus chistes atonales y siempre recibe el consejo de no ser ella misma. Pero la granja de ese abuelo desconocido, convertido en un fantasma para la historia de su familia, se revela como el inesperado camino hacia una identidad que ya parecía anunciada en los emblemáticos anteojos que filtran su mirada. Jason Reitman aprovecha la nostalgia disponible y deja a todos contentos: está el ECTO-1 arreando por un campo de maíz, las trampas para fantasmas con sus rayos coloridos, el gigante blanco de los malvaviscos multiplicado en miles de diabólicos fantasmitas, y los cameos esperados escondidos en cada giro de la trama. Pero debajo de la superficie, el espíritu es menos el de la comedia que miró a la era Reagan desde el caos citadino, presidido por la irrupción del fantástico y el humor más absurdo, que el de una aventura adolescente, simpática y entretenida, que combina el coming of age, la mitología sumeria y un andamiaje de guiños al pasado que empujan alguna lágrima. Carrie Coon y Paul Rudd –quien interpreta a un profesor no tan interesado en sus clases como en el cine en VHS y en los misteriosos sismos que sacuden a las entrañas de Oklahoma- construyen la perfecta pareja de una comedia romántica que casi exige un lugar propio en una nueva historia. Pero Reitman hijo sumerge a la historia en algo más que la nostalgia: en el anhelo de reconstrucción de una experiencia perdida como obsequio para una nueva generación. El aggiornamento de los fantasmas, la absoluta materialidad de todo imaginario ancestral y el crescendo de una aventura que requiere más épica que contracultura funciona como rastrillaje y empaquetado del pasado antes que como verdadera concepción de legado. Pese a ese mandato generacional de recuperar su infancia y la obra de su padre, Reitman siempre ha estado preocupado por el áspero camino del crecimiento y la madurez (así fue en Juno, en Adultos jóvenes, en la más reciente Tully), clave que encuentra en la nueva Ghostbusters su último escalón: la reconciliación de Phoebe, y la de su madre que también fue hija, con un mundo que siempre será tan propio como ajeno, y por ello hay que defenderlo.
En el documental La Feliz, continuidades de la violencia (2019), Valentín Javier Diment convierte la Mar del Plata del imaginario veraniego en una ciudad oscura escondida en su conocida fisonomía, un mundo en el que la violencia va desde ese referente hacia la cámara que lo registra. En El apego, el director asume los mayores riesgos de su carrera y consigue buenos resultados, pese a ciertas derivas y enredos que se hacen presentes en el tercer acto. Carla (Jimena Anganuzzi) llega embarazada a la puerta de una imponente casona en la Buenos Aires espectral de los años 70. El encuentro con Irina (Lola Berthet) tiene historia: un aborto en el pasado, un pedido desesperado en el presente. Lo que comienza como una transacción, la estancia circunstancial de Carla en ese templo ginecológico hasta el parto y la venta del bebé a una familia acaudalada, deriva en un escenario de creciente locura que Diment expone de manera progresiva, plagada de hallazgos. Es de esos directores que parecen tener el coraje de filmar lo impensado, incluso cuando parece imposible. Su herencia más evidente es la de Rainer Fassbinder, sobre todo la de los planos blancos de La ansiedad de Veronika Voss; algunos destellos del gótico más enloquecido, el uso inteligente de los cenitales, un humor audaz debajo de los diálogos más mundanos. La historia se empantana un poco al final, se embriaga en sus propios rodeos hacia la revelación, conjuga con provocación la muerte y el erotismo, pero se toma demasiado tiempo en explicar demasiado (quizás el uso del diario en off nace como desventaja). Pese a ello es una película que consigue escenas inolvidables para la memoria del cine argentino.
La vida de Asia (Alena Yiv) se divide entre los pasillos del hospital donde trabaja como enfermera, el cuidado de sus pacientes, los baños periódicos a una vecina de su edificio y la ardua tarea de ser madre de una adolescente. Asia tuvo a su hija Vika (Shira Haas, la estrella de Poco ortodoxa) cuando era muy joven, por ello la maternidad quedó adherida a su propio crecimiento, al aprendizaje de su adultez y la conquista de su independencia. En las primeras escenas, la ópera prima de Ruthy Pribar construye con paciencia y sobriedad la vida de ambas, de generaciones tan lindantes, ceñidas por el peso de esa cercanía etaria: el esporádico coqueteo con la liberación en los encuentros con un médico casado de Asia; las idas al parque de Vika con sus amigos, la adrenalina del skate, el alcohol, el sexo promisorio. El progresivo empeoramiento de la enfermada de Vika, que asoma como una densa niebla en los primeros minutos, nunca empuja a la película al melodrama lacrimógeno. En ese perfecto límite en el que basculan las emociones de ambos personajes se edifica la tensión, con una puesta en escena sencilla pero no por ello imperceptible. Es interesante cómo Pribar redimensiona el hogar a partir de los cambios de situación y de la llegada de un nuevo habitante: angosta sus espacios internos en virtud de una fuerza que retiene a Vika, torna invasivo ese afuera que materializa los temores de Asia. Un balcón ofrece la imagen lejana de las calles de Jerusalén, con sus lucecitas nocturnas, como un punto de fuga impreciso; sin embargo es el mundo interior, invisible, el que se resignifica a partir de lo que ellas comparten, descubren de sí mismas, encuentran de manera inesperada. Asia es también inmigrante, ha llegado desde Rusia a un país extranjero, ha asumido la crianza de su hija en soledad. Pribar delinea el interés del personaje por los demás a partir de las tareas de cuidado con sus pacientes, la conversación con la asistenta filipina de la vecina, la observación de esa misma responsabilidad en Gabi (Tamir Mula), un joven enfermero que conoce en el hospital. Esas situaciones cotidianas brindan a Asia la espesura de su carácter, conjugada con la juventud postergada, las salidas nocturnas como descargas de adrenalina contenida, el intento de comprender a su hija sin olvidarse de sí misma. Si bien la interpretación de Shira Hass puede resultar más llamativa por las exigencias de su composición y el manejo corporal que consigue en el último tramo de la historia, es interesante cómo Alena Yiv dota a su personaje de profundas emociones sin histrionismos ni subrayados, condensando en su contenida expresión todo aquello que resulta imposible de poner en palabras. Y Pribar esquiva los lugares comunes en las resoluciones, si bien siempre parece tentada de precipitar ese mal paso. Su universo nunca ser agrieta por un sentimentalismo superficial, ni por la pretendida euforia de la superación. La cámara acompaña el devenir de los personajes con la paciencia del observador, confiado en que el respiro de la vida asoma tras los hilos del drama.
En una noche de lluvia torrencial, una casa oscura y abandonada asoma en la lejanía. Los ocupantes de un automóvil averiado deciden in a buscar refugio y esperar la inminente llegada de una salvación. Ese inicio evoca clásicos del terror como El caserón de las sombras (1932) de James Whale -siempre con la variación del peligro que les espera, que pueden ser fantasmas, cultos satánicos u ociosos aristócratas-, que Fercks Castellani (Pájaros negros) plantea como decálogo obligado de su segunda película, Lo inevitable. En ese gesto de declarada pertenencia está el interés por el terror que exuda su universo, más allá de la evidente literalidad en su ejecución y la forzada inclusión de todos los clisés imaginados. Es que Lo inevitable convierte cada operación en su eterna reiteración: los recorridos por la casa a oscuras, el discurso apocalíptico de la radio, los versículos que subrayan el fanatismo, el trasfondo de paranoia que recuerda al affaire Orson Welles y La guerra de los mundos. Lo que en el terror exige complejidad dramática aquí se limita a una insistente acumulación efectista, que si bien modela una atmósfera visual ominosa y opresiva, la desgasta con diálogos endurecidos, personajes mal definidos, relámpagos insistentes y una puesta en escena machacona que empobrece las mejores intenciones.
Haddonfield vuelve a ser la escena de homenajes y masacres. Esta secuela transcurre en 2018, el mismo en el que David Gordon Green reinició la franquicia con aires renovados. Pero todo lo que su debut en el universo heredado de John Carpenter tenía de prometedor, aquí se convierte en un relato retorcido sobre su propia solemnidad, construido en base a un gore pegajoso y explícito, a guiños abusivos al universo conocido, y una puesta plana y carente de tensión. Una y otra vez la película se interroga sobre el origen del mal tras la máscara de Michael Myers. Pero lo que Carpenter sembró en un pozo de ambigüedad que perduró como su legado, Green se encarga de aplastarlo en elucubraciones tontas de sus personajes, consignas de turbas furibundas y vengativas, y una serie de discursos con pretensión reflexiva que asfixian las imágenes de manera irremediable. Laurie (Jamie Lee Curtis) está ahí, otra vez confinada al hospital que fuera centro de la secuela de 1981, pero convertida en una voz distante que desvirtúa el espíritu de su acción. No hay final girl que pueda suplir su presencia. Aún con algunos momentos disfrutables –concentrados en la vieja casa de Myers, habitada por los divertidos Big & Little John-, Halloween Kills es una pobre continuación para un universo que no solo resistió más de cuarenta años con vitalidad, consagró el reinado de Carpenter en el terror, sino que estableció un imaginario que no merece ser desmembrado para convertirse en un mero guiño para el espectador.
No demasiadas veces la Edad Media adquirió en el cine su verdadera dimensión económica. No solo en lo que se refiere a las batallas territoriales, la administración de justicia y la adquisición de títulos y honores, sino fundamentalmente en la concepción de sus alianzas matrimoniales como claves de expansión. Esa centralidad de Dios y de la divinidad del rey expone en este duelo final no solo la disputa entre dos egos que buscan su gracia, sino la demostración de cómo el poder de la fuerza alcanza el valor de verdad. La verdad es lo que está en juego en El último duelo. Por ello Ridley Scott y su tríada de guionistas –Matt Damon, Ben Affleck y Nicole Holofcener- deciden dividir la historia en sus tres versiones, tres miradas que aspiran a afirmar la última verdad de lo acontecido. La primera responde al punto de vista de Jean de Carrouges (Damon), escudero orgulloso y algo temerario, cuyas campañas militares en nombre del rey Carlos VI de Francia le granjean la fama de buen soldado y el desprecio del platinado señor feudal Pierre d’Alencon (Affleck); la segunda es la de Jacques Le Gris (Adam Driver), otro escudero pero arribista, que supo ser buen amigo en la guerra y contrincante feroz en las disputas por los bienes del condado; y por último Marguerite de Thibouville (Jodie Comer), hija de un traidor al reino convertida en la segunda esposa de Carrouges y en la voz que se niega a perpetuar el secreto de su ofensa. Más allá de su ímpetu clásico en el relato, y la constante exploración de las relaciones de poder en la época, lo que define a la película de Scott, espejo inverso de aquella épica de su ópera prima Los duelistas (1977), afirmada en el crepúsculo de la gran Armada Napoleónica, es la deconstrucción de los verdaderos intereses detrás de la retórica del honor mancillado. “La violación nunca es una ataque a la mujer sino un delito contra la propiedad”, afirma el clérigo defensor de Le Gris como síntesis del sustrato moral del mundo medieval. Aún a partir de los términos anacrónicos que los guionistas colocan en las voces de sus personajes –que de hecho opera como ejercicio de modernización del relato histórico, no desde la parodia como lo hiciera La favorita, sino desde su conciencia trágica-, El último duelo observa su época de cerca con la lupa de su ventaja histórica. Como era de esperar en la decisión de su abordaje, Scott empieza y termina su película con la imagen de Jodie Comer, cuya mezcla exquisita de fortaleza y fragilidad queda expuesta con grandeza en la escena del juicio. Una partida de caballeros que conserva a su dama para la última jugada.
“Hay que prestar atención a los detalles”, repite una y otra vez David (Emilio Vodanovich) como una voz extraña que llega desde el más allá. Su tono aniñado, pero firme conduce a Amanda (María Valverde) en sus recuerdos, vagos y extraviados por el insistente ejercicio de la memoria. Distancia de rescate se afirma en una voz evocadora, en un relato fragmentado, en un juego temporal que entreteje retazos de presente y pasado para dar sentido a lo que vemos y a lo que se nos escapa. Claudia Llosa (La teta asustada) logra materializar en su puesta en escena ese complejo andamiaje de la literatura, la reconstrucción de los sucesos a partir de sus pequeños detalles, sus pistas dispersas en la imagen, ocultas a nuestra vista como las gotas tramposas del rocío. La conversación entre Amanda y David se suspende en el off y desde ese tire y afloje de la reconstrucción presentan la llegada de Amanda a un paraje rural de la Argentina, una estancia veraniega rodeada de campos sembrados, sus rutas convertidas en límites entre lo construido por el hombre y lo reclamado por la naturaleza. Amanda recuerda también la primera imagen de Carola (Dolores Fonzi), arrebatada y fascinante, incluso en el mundano transportar de dos baldes de agua potable. Ambas son madres, pero muy distintas; Amanda de la pequeña Nina (Guillermina Sorribes Liotta), aferrada a su peluche, temerosa de ese entorno ajeno a la ciudad; Carola de David, aquel eje del misterio, inquietante entrevistador que impulsa al armado de la historia, corazón de ese asomo fantástico que parece esperar tras la inocencia de la infancia. Llosa perfila sus hallazgos en la fidelidad a la novela de Samanta Schweblin, en la selección de sus mejores diálogos, pero también en la potencia que sus imágenes brindan a ese horror inexpresable que invade a Amanda. La distancia de rescate que la separa de su hija, que la mantiene alerta al peligro, es la que se disgrega en esos planos embriagantes que la rodean y la asedian: su entrada al pueblo como al diagrama de un laberinto, la experiencia de la soledad en el lago como preámbulo del mayor terror, la repetición del relato infantil nocturno como una premonición. Al esquivar el imaginario tradicional del terror, Llosa afirma la inquietud en lo concreto, en el agobio de lo material: la luz en lugar de la oscuridad, lo que se ve en lugar de lo que se oculta, lo que se afirma en lugar de lo que se niega. Distancia de rescate condensa los peligros de nuestra existencia en la dimensión oscura de la creación humana, la de su descendencia y la de su intervención en la naturaleza. Allí se conjugan los miedos, allí el cine consagra a la literatura.
El círculo se cierra finalmente. La historia del James Bond de Daniel Craig llega a su fin con el peso de todo su recorrido: la memoria de Vesper (Eva Green), el perro feo de M (Judi Dench), la camaradería transoceánica con Félix Leiter (Jeffrey Wright), las máscaras efímeras de sus circunstanciales villanos. Pero lo que consigue este final de saga es una épica carnal para su héroe, con heridas visibles que materializan la tragedia, amores sentidos con lágrimas, un humor ligero y aguzado que acerca los límites de lo posible como nunca antes. Cari Joji Fukunaga consigue la película más física de todas, capaz de potenciar sus escenas más espectaculares al unirlas con los conflictos más hondos, arraigados en la historia misma del agente secreto creado por Ian Fleming y la tradición de espías de la que se despide. El mundo ya no es el mismo que el de la Guerra Fría; sus barreras han cambiado de fisonomía pero no de posición. Y si ya la Casino Royale de Martin Campbell había afirmado la consciencia de este nuevo tiempo, aquí los ecos de esa reinvención se hacen más complejos, más trabajados. La llegada de Phoebe Waller-Bridge al guion agita el sarcasmo sumergido en los diálogos con un timing aceitado, diseñando duelos actorales que no exigen golpes y saltos sino las confesiones más efectivas. El comienzo de la historia, la que une a Bond con Madeleine Swann (la perfecta Léa Seydoux) y su pasado, con Spectre y su tétrico legado, actualiza la sospecha de la traición y el fantasma del retiro pero esta vez el regreso al servicio activo, oscilando entre enemigos y aliados, lo dispara a un recorrido que es vital para el destino del mundo pero trascendente para su historia personal. En ese territorio opaco en el que el MI6 reemplaza a sus agentes y alimenta a sus prisioneros como los baluartes más efectivos, el Bond de Craig emerge con la fuerza de su propia experiencia vistiendo el impecable smoking, adulto en sus conversaciones sobre el destino del mundo con M –la de Ralph Fiennes es la versión desencantada del patriotismo post Brexit-, afilado en sus contrapuntos con la nueva 007 de Lashana Lynch, perfecto en el juego de falsas seducciones en la excursión cubana con Ana de Armas. La película ensancha los arquetipos que nutren su imaginario, los saca del mero guiño para convertirlos en concretos habitantes de esa mitología. Y la consagración de Craig ensombrece con justicia al villano infantil de Rami Malek, construido con demasiados mohines y falsetes para la tan esperada despedida. Sin tiempo para morir ofrece un final a la medida del enorme trabajo de Daniel Craig para convertir a su James Bond en la mejor excepción de todos los héroes de carne y hueso.