Fabián Bustos tenía 18 años en 1982 y estaba haciendo el servicio militar (la colimba como se la conocía popularmente). Ese 2 de abril, la Junta Militar encabezada por el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri desembarcó en las Islas Malvinas dando comienzo al conflicto bélico con el Reino Unido y Fabián fue movilizado junto a su compañía. De la noche a la mañana se había convertido en un soldado en tiempo de guerra. Mientras tanto, en casa, sus padres, Dalmiro y Elena, y sus dos hermanos menores, Javier y María Elena, vivían atentos a las noticias que podían recibir de la guerra y acerca de la suerte del hijo mayor de la familia. Fabían sobrevivió a la experiencia e incluso pudo plasmarla unos años después en un libro, “Crónicas de un soldado”. Su historia no es muy diferente a la de otros ex combatientes aunque tiene sus especificidades además de su particular mirada. Una de las cosas que la hace más distintiva no lo involucra tanto a él como a su familia. Sus padres, Dalmiro y Elena, ante la incertidumbre de la situación tomaron parte activa en el armado y sostenimiento de una red de contención entre familiares de soldados en la ciudad de La Plata que incluía la circulación de la información disponible, el apoyo mutuo y actividades varias que incluían entre otras cosas un programa de radio llamado “Buenas noches Malvinas” (sí, parece una referencia a Good Morning Vietnam, pero resulta que la película de Barry Levinson es de 1987). De esta manera pudieron ir sobrellevando la angustia y el miedo en los dos largos y penosos meses que duró el conflicto hasta que Fabián pudo regresar. Ana Fraile y Lucas Scavino ya habían trabajado juntos en el documental Quién mató a mi hermano (2019) que también tomaba un caso público, como el asesinato de Luciano Arruga por parte de la policía bonaerense, desde la perspectiva de los familiares y el retrato de su movilización, que en aquel caso se centraba en Vanesa, la hermana de Luciano. En este segundo trabajo a dúo, los realizadores hacen una operativa similar ya que, aunque Fabián vive y participa del documental, el eje del relato se corre hacia sus familiares, a cómo estos procesaron la situación. La voz cantante pasa entonces a padres y hermanos, los primeros contando la experiencia de tener un hijo en el frente y la de compartir esta vivencia con otros, los segundos, que entonces eran adolescentes, el cómo sobrellevaron a su modo esta inesperada ausencia. En todos estos relatos se mezcla la angustia, el miedo y hasta la culpa, pero también la solidaridad y la necesidad de no estarse quieto, de hacer algo por uno y por otros en la misma situación. La experiencia de Fabián en Malvinas la tenemos a partir de fragmentos de su libro leídos en off por Rafael Spregelburd. En estos pasajes se aprecia la sensibilidad de aquel joven soldado contando tanto anécdotas como sensaciones, deteniéndose a veces en descripciones poéticas y detalladas de la fauna y del paisaje. Esta lectura es ilustrada por imágenes actuales de las islas cuya placidez contrasta con el frenesí de aquel entonces y en algunas de esas imágenes vemos a Javier recorriendo algunos de los lugares que alguna vez pisó su hermano mayor en circunstancias muy distintas. El propio Fabián, quien aparece entrevistado en el último tramo del documental, toma distancia y rechaza explícitamente la victimización. A lo largo del film hay varias líneas y algunas funcionan más o menos que otras. En las entrevistas con Javier y María Elena está presente un grupo de teatro espontáneo que funciona en parte de escucha y también reacciona a lo que estos cuentan con escenas improvisadas, un recurso que al principio parece interesante pero que finalmente no aporta demasiado. No obstante es en estos pasajes, en los relatos de los hermanos, donde se encuentran algunos de los momentos más emotivos de la película. La Guerra de Malvinas fue abordada por el documental argentino desde muy temprano y continúa haciéndolo hasta hoy (también este año se vio en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata 1982, sobre la manipulación mediática del conflicto). Buenas noches, Malvinas es un documental breve (poco más de una hora) pero sin apuro, que se toma su tiempo para dar lugar a lo emotivo o a lo reflexivo y ofrece sobre el tema una mirada íntima y original. BUENAS NOCHES, MALVINAS Buenas noches, Malvinas. Argentina, 2020. Dirección: Ana Fraile, Lucas Scavino. Testimonios: Dalmiro Bustos, Elena Noseda,Javier Bustos, María Elena Bustos, Fabián Bustos. Relato en Off: Rafael Spregelburd. Fotografía: Fernando Lorenzale. Montaje: Lucas Scavino. Música: Sebastián Escofet, Rodrigo Sánchez. Sonido: Sergio Cabrera. Postproducción de Imagen: Gustavo Gorzalczany. Producción Ejecutiva: Eduardo Sánchez, Ana Fraille. Duración 66 minutos.
La visión de la última película del realizador mexicano Michel Franco hace que uno se plantee el problema de la representación en relación al presunto mensaje que se transmite o se quiere transmitir, en particular la representación de la violencia y la crueldad. Nuevo orden se presenta como una distopía en un futuro muy cercano o en tiempo casi presente. Una revuelta sangrienta, un estallido violento seguido de una represión brutal y el establecimiento de un régimen dictatorial. El escenario de la primera parte de la película es una mansión en la ciudad de México donde se celebra un casamiento de clase alta. Paralelamente en la ciudad se ha desatado un estallido social con inusitadas dosis de violencia que sugestivamente no están recibiendo respuesta por parte de las autoridades. En la primera escena vemos un hospital desbordado por la masa de heridos que van llegando, como para dar una magnitud de la tragedia que está en pleno desarrollo y parece incontrolable. La mansión es asaltada por varios manifestantes armados que toman como rehenes a los invitados a la boda y saquean el lugar dejando a su paso un tendal de muertos y heridos. En un segundo tramo, cuando ya el caos en las calles alcanzó proporciones de desastre, aparecen las fuerzas de seguridad ejecutando una represión brutal, seguida de un toque de queda estricto y un golpe de estado que usa como excusa para legitimarse el mismo estallido que se dejó desbordar. Mientras, en otro lugar de la ciudad, un grupo de soldados o paramilitares (actuando por las suyas o no) aprovechan el descontrol para secuestrar personas de clase media o alta (una de ellas la novia de la boda) y pedir rescate. En tanto mandan los ultimatums, los mantienen cautivos y los someten a todo tipo de vejámenes mostrados con total crudeza. Franco demuestra una visión nihilista e impiadosa, deudora de la idea del hombre como lobo del hombre donde levantadas o vulneradas, aunque sea temporalmente, las barreras y la vigilancia lo que sucede es el asesinato, la rapiña y todas las formas de crueldad y violencia, incluso las más gratuitas. Franco le arroja en la cara al espectador una exhibición de atrocidades más para aturdirlo que para concientizarlo. Así desfilan escenas de violaciones, torturas, ejecuciones y varias formas de humillación y sometimiento, menos por fines utilitarios que por puro sadismo. Aquí es donde se plantea la pregunta por la representación. En qué medida esta exhibición es la denuncia de un sistema injusto, de una violencia estructural y de los abusos a los que son sistemáticamente sometidas las clases populares, o si termina termina naturalizando lo mismo que se denuncia en la medida en que lo que presenta es un estado de cosas inamovible y una naturaleza humana esencialmente egoísta y depredadora, donde no hay salida posible y cualquier muestra de humanidad va a ser duramente castigada. En medio de todas las miserias mostradas en el transcurso del film, los únicos personajes que tienen una actitud solidaria pagan muy caro su actitud. Por su parte, la revuelta contra el sistema es brutal y espasmódica y solo termina sirviendo de excusa para que el poder establecido se afiance y apriete todavía más la soga a los de abajo. El film, ganador del Premio del Jurado en el Festival de Venecia, viene precedido de una polémica en su país de origen. Las acusaciones hablaban de clasismo y racismo por la victimización de los blancos de clase alta y el retrato brutal de los mexicanos de clase baja mestizos y de piel oscura. No obstante, de la visión de la película se puede inferir que Franco es bastante democrático a la hora de distribuir su desprecio por la humanidad y que el miserabilismo alcanza a todos los estratos, cada uno ejerciéndolo según su idiosincrasia. Los blancos ricos son mezquinos, falsos, egoístas y carentes de solidaridad, características que se evidencian en la forma en que reciben y despachan a un viejo empleado que viene a pedir ayuda para su esposa enferma. Solo la novia va a querer ayudarlo con consecuencias nefastas para ella. Los pobres de tez oscura no son mucho mejores. Los manifestantes (¿el pueblo?) son una masa enardecida, poseída por el odio y el resentimiento, sin reivindicaciones claras ni un plan de lucha, embarcados en una revuelta irracional e inviable. Los soldados, también de tez oscura, hacen con sus víctimas un despliegue abrumador de sadismo. Los sirvientes de la casa cuando ven a sus patrones sometidos aprovechan para saquear y escupir el rencor acumulado contra sus amos. Solo dos de ellos mostrarán una actitud solidaria con respecto a la novia secuestrada y tampoco les va a ir bien. Nuevo orden es una película dura, incómoda, por momentos difícil de soportar, que se justifica a sí misma en su vocación de denuncia. El propio Franco expresó que se trataba de “una advertencia”. Su puesta en escena es prolija, fría y distante, dando muy poco lugar a la empatía con unos personajes que están ahí para someter y ser sometidos. El tono general es grave y con una ambición evidente cuando vemos destacada en el plano una imagen emblemática de México D.F. como la Columna de la Independencia (donde descansan los restos de varios héroes nacionales), o en el plano cerca del final donde la bandera mexicana flameando ocupa toda la pantalla, dando cuenta de que se quiere hablar del México presente sumido en la desigualdad social y tomado por la violencia. La cuestión es si señalar un sistema injusto e inhumano desde el nihilismo y la misantropía, donde cualquier intento de ir en su contra es una expresión de barbarie o un acto de ingenuidad, no termina entregando, involuntariamente o no, un mensaje conservador. NUEVO ORDEN Nuevo Orden. México, 2020. Dirección: Michel Franco. Intérpretes: Naian González Norvind, Diego Boneta, Mónica del Carmen, Darío Yazbek Bernal. Guión: Michel Franco. Fotografía: Yves Cape. Montaje: Óscar Figueroa, Michel Franco. Música Original: Cormac Roth. Producción: Michel Franco, Eréndira Núñez Larios, Cristina Velasco. Producción Ejecutiva: Charles Barthe, Diego Boneta, Cecilia Levy Franco, Lorenzo Vigas. Diseño de Producción: Claudio Ramirez Castelli. Duración: 88 minutos.
Quizás el lector haya escuchado alguna vez el término Locro Western, por analogía al itálico y célebre Spaghetti Western o al hispánico y no tan célebre Paella Western, para referirse al cine de ese género hecho en Argentina. La etiqueta es un poco jocosa y si nos ponemos a buscar un ejemplo nos vamos encontrar apenas con algunas comedias ambientadas en el oeste como El último cow-boy (1952) y Los Irrompibles (1975). Claro, este lugar es así de restringido si nos atenemos a una definición estricta del western como relato ambientado en el oeste americano del siglo XIX. Pero si el Western es un género con códigos, lugares reconocibles, temas recurrentes y una estética propia, entonces es posible aplicarlos a otros escenarios y otras épocas, desde el Japón Feudal (Yojimbo) al espacio exterior (Star Wars y en particular la reciente The Mandalorian) y por supuesto al escenario de frontera de cualquier otro lugar del mundo. Por ello algunos de los westerns más interesantes de este milenio vinieron de Australia, como Propuesta de muerte (2005) o Dulce país (2017). Precisamente en este milenio se produjo un redescubrimiento del western que alcanzó también a nuestro país, con exponentes que lo abrazaron de lleno mezclándolo con la historia argentina y la Gauchesca como El desierto negro (2007), Aballay, el hombre sin miedo (2010), Fuga de la Patagonia (2016) o Gauchito Gil (2020), o tomaron algunos de sus elementos en otro contexto, como Infierno grande (2019) o La creciente (2019). Lleno de ruido y dolor se inscribe en esta corriente ya que se trata de un western hecho y derecho y plenamente consciente de enmarcarse dentro del género. Basado en hechos reales ocurridos en 1928, el relato sigue el sangriento raid delictivo de un trío de asaltantes rurales integrado por Román (Facundo Sáenz Sañudo) y Foster (Juan Manuel Alari), dos delincuentes profesionales, despiadados e imprevisibles, bien conocidos y buscados por la policía local, acompañados por un tercer integrante, Soria (Emanuel Gallardo), recién incorporado y relegado a tareas subalternas. Soria no es como los otros y eso se lo recuerda una de las víctimas de la banda y lo señalan también sus propios compañeros quienes recelan de sus escrúpulos, su mano blanda y su resistencia a matar, algo que Roman y Foster ejecutan con pasmosa facilidad y evidente goce. Soria está allí y es tolerado por sus conocimientos en el manejo de la dinamita, un talento útil para el plan final de la banda que es asaltar el Banco de Bariloche. Las motivaciones de Soria para participar tienen que ver, y así lo expresa, con su deseo de tener una casa, un campo, algo propio que lo saque de su humillante estado de desposeído. El mayor problema es que los métodos de la banda no son muy discretos y en camino a su objetivo se producen un par de golpes sangrientos que colman la paciencia del gobierno local y ponen tras su pista al Comisario Baigorria (Emilio Bardi), un policía duro y bastante expeditivo. El rastro de sangre no es muy difícil de seguir y los enfrentamientos se suceden de manera cada vez más violenta. En tanto western autoconsciente, en Lleno de ruido y dolor hay varios de los elementos típicos del género extrapolados a este contexto más cercano. El papel del paisaje patagónico en su carácter de territorio salvaje y hostil, cumple ese lugar de frontera que para ese momento tan solo hace medio siglo había sido ocupado (de manera sangrienta) por el estado nacional. A la manera del western clásico, se trata de un lugar sin ley, o más bien donde se impone la ley del más fuerte, y esto se refiere no solo a los bandidos o sus perseguidores. En ese territorio están las huellas del despojo y la masacre de los originarios, todavía resuenan los ecos de los fusilamientos de La Patagonia rebelde y la imposición por el gatillo del poder de los estancieros y terratenientes. El nombre del film surge del poema escrito por un anarquista, conservado por el estanciero que lo fusiló, y se refiere justamente a ese territorio como lugar salvaje, violento y escenario de injusticias. Nacho Aguirre es un realizador patagónico (nacido en Esquel y residente en Bariloche) y para su primer largometraje quiere incorporar a su relato todos estos elementos y, efectivamente, estos conforman un rico contexto para acompañar a la historia que se relata. El film explicita estos episodios, sobre todo el de los fusilamientos, aunque a veces lo hace de la manera más obvia que es a través del discurso o bajada de línea de algún personaje antes que de surgir de algún elemento de la trama. Varios de los escenarios reconocibles del género están reproducidos de una manera natural que no parece forzada: el asalto al almacén de ramos generales, versión local del Saloon, las autoridades corruptas, los tiroteos. Hay una cuidada reconstrucción y los diálogos son verosímiles aunque la forma de declamarlos en ciertos momentos les resta efectividad y la música subraya a veces de manera innecesaria. El film es deudor en parte del Spaghetti Western, pero sobre todo del western norteamericano violento y crepuscular de fines de los 60 con especial referencia a La pandilla salvaje (1969) y a Butch Cassidy (1969). Incluso de esta última hay una suerte de guiño al final, aunque también va en una dirección contraria ya que evita la romantización. Los miembros de la banda carecen de amistad o solidaridad entre sí y de cualquier código de honor aunque sea delictivo, sobre todo Roman y Foster cuyo retrato de brutalidad puede llegar a ser por momentos caricaturesco. Soria es el personaje con el que el público puede tener alguna empatía aunque se trata de un personaje trágico más que un típico antihéroe. Aun con sus fallos y algunos elementos no pulidos, Lleno de ruido y dolor es un film entretenido y visualmente atractivo, y un intento genuino y honesto de abordar un género por parte de un realizador que lo quiere y lo conoce. LLENO DE RUIDO Y DOLOR Lleno de ruido y dolor. Argentina, 2020. Dirección: Nacho Aguirre. Intérpretes: Emanuel Gallardo, Facundo Sáenz Sañudo, Juan Manuel Alari, Emilio Bardi. Guión: Octavio Montiglio, Nacho Aguirre. Fotografía y Cámara: Hans Bonato. Música Original: Sebastián Lema,Germán Lema. Montaje: Nacho Aguirre, Romina Coronel. Dirección de Arte: Mariela Jucht. Dirección de Sonido: Adriano Salgado. Producción: Romina Coronel. Productores Asociados Javier Díaz, Raquel Santinelli. Jefatura de Producción: Tatiana Cannistraci. Duración: 100 minutos.
Maxi (Demián Salomón) es psiquiatra y acaba de publicar un libro acerca de los chicos criados en orfanatos y reformatorios. Este libro tendría también su impronta autobiográfica ya que en una entrevista radial lo escuchamos decir que el propio autor pasó su infancia y adolescencia en “un centro de crianza”. Sin embargo al poco tiempo lo vemos recibir la llamada de uno de sus hermanos avisándole de la muerte de su padre. Hay algo en su biografía, entre lo que declara y lo que recuerda, que tiene por lo menos algunos agujeros. El hermano lo convoca entonces para despedir al padre y arreglar temas referentes a la sucesión. Es evidente que Maxi no tiene ningún entusiasmo por volver pero las deudas lo acosan y lo fuerzan a tomar la decisión. Allí se dirige después de 15 años de ausencia a la casona familiar en las afueras de un pueblo en el interior de la provincia. Por su actitud y ciertos recuerdos confusos, intuimos que Maxi tenía todas las razones para haberse ido y para haber evitado hasta entonces el regreso. Al llegar, Maxi se encuentra con sus hermanos y amigos de juventud, todos ellos representantes de las “fuerzas vivas” del pueblo. Su hermano mayor es el dueño de la faenadora que es su empresa más importante, su hermano menor dirige el periódico local, sus amigos son uno comisario y otro presidente del club. Todos encaramados en algún puesto de poder económico, simbólico o fáctico, y todos lo reciben como el hijo pródigo, el que huyó, que quizás traicionó, que quizás le quepa algún reproche, pero es necesario que vuelva al redil. Y esa es quizás la parte más aterradora para el protagonista, el peligro de volver a pertenecer a aquello de lo que se quiso escapar, volver a ser eso que no se quiere reconocer como propio, un horror que está en la familia y sigue atrayendo como un agujero negro. En su primera película de ficción, tras el documental Cáncer de máquina (2015, dirigido junto a José Binetti), Alejandro Cohen Arazi entrega una opresiva mezcla de drama familiar y horror rural que procede no por la administración regular de sustos y sobresaltos sino por la progresiva construcción de una atmósfera enrarecida y enfermiza, con una tensión sostenida y una sensación de amenaza que pende continuamente sobre el protagonista. Cohen Arazi hace una original apropiación del Horror Rural incorporando el aspecto local, no porque acuda a los mitos y leyendas autóctonos, sino por el aprovechamiento de la locación de pueblo chico del campo argentino y por la idea de tradición en el sentido más rancio y siniestro, tanto en lo que tiene que ver con las costumbres que se reproducen y no se cuestionan, como en aquello que la relaciona con valores como familia y propiedad. En ese ambiente mórbido, donde algo huele a podrido, estos hermanos-amigos representantes del statu quo del pueblo al que dominan en lo formal y también en las sombras, van a hacer todo lo posible y hasta lo indecible para mantener sus posiciones y eso puede incluir la invocación a poderes más oscuros. La pertenencia a una sociedad secreta es también la pertenencia a la elite dominante y el sacrificio del más débil y vulnerable es siempre la opción a mano. El film hace también una crítica clara, aunque no subrayada, a la educación patriarcal. Estamos ante un ambiente de varones dominantes, que tejen complicidades, se desafían, se van de caza, contemplan el faenado de animales con fascinación de turistas y recuerdan jocosamente anécdotas acerca de cómo el padre los forzaba de maneras brutales a convertirse en hombres. Este padre es recordado explícitamente como “un patriarca”, dueño y señor de los destinos de sus hijos (hasta que uno decidió huir), y su muerte pone en marcha no solo los mecanismos legales de sucesión sino la competencia por quién va a ocupar su puesto y detentar sus privilegios. En este esquema las mujeres aparecen poco y en lugares específicos. El título del libro de Maxi, “La educación tribal”, bien puede referirse a lo que él y sus hermanos incorporaron y aparentemente sigue vigente. En El cadáver insepulto, Cohen Arazi hace una aproximación efectiva y personal al terror, desde la construcción de un universo asfixiante y opresivo hasta el uso de imágenes perturbadoras que pueden venir desde lo casi documental, como las imágenes crudas en la faenadora, hasta las más extrañas, en particular una al final de la escena de caza, que juega con la ambigüedad acerca de si es real o imaginada pero es igualmente potente. Se pueden percibir inquietudes similares a un film como El eslabón podrido (2015) de Valentín Javier Diment (quien aquí oficia de productor) que también exponía la sordidez y los secretos oscuros en la atmósfera malsana de un pueblo chico y un ambiente rural. El cine de género argentino tuvo algunos exponentes interesantes este año como La dosis y Los que vuelven (ambos estrenados en Cine.Ar) o Historia de lo oculto (exhibida en el Festival de Mar del Plata), que demuestran su vitalidad y la emergencia de autores a tener en cuenta. El cadáver insepulto es también un buen ejemplo de esta estimulante corriente. EL CADÁVER INSEPULTO El cadáver insepulto. Argentina, 2020. Dirección: Alejandro Cohen Arazi. Intérprets: Demián Salomón, Héctor Alba, Fernando Miasnik, Mirta Busnelli, Sergio Dioguardi, Sebastián Mogordoy, Pablo Palacio, Carolina Marcovsky, Diego Recalde. Guión: Alejandro Cohen Arazi. Fotografía: Leonel Pazos Scioli. Música: Gustavo Ariel Pomeranec, Jerónimo Naranjo. Montaje: Gabriela Jaime. Dirección de Arte: Fátima Gutiérrez. Diseño de Sonido: Adrián Gustavo Rodríguez, Gustavo Ariel Pomeranec. Producción: Hernán Virués. Producción Ejecutiva: Valentín Javier Diment, Vanesa Pagani, Alejandro Cohen Arazi. 84 minutos.
Lila (Liliana Juárez) y Marcela (Rosario Bléfari) son compañeras de trabajo, pero también son amigas y socias, sus maridos son a su vez amigos y Lila es la madrina de la hija de Marcela. Ambas trabajan como empleadas de limpieza en el Ministerio de Obras Públicas y juntas sostienen un comedor para empleados en un lugar sin uso del edificio con el cual complementan su sueldo. Se supone que un emprendimiento de este tipo no puede darse en ese lugar en esas condiciones, una imposibilidad desmentida por su presencia desde hace tiempo, avalada por el uso diario de los empleados que ven en los platos caseros de Lila y Marcela una alternativa económica, y sobre todo por la tolerancia de las autoridades. Este estado de cosas, tan precario como el improvisado comedor, se va a ver sacudido por el cambio de gestión y la llegada de una nueva directora. Ahí no solo van a cambiar las reglas de juego sino que la relación de Lila y Marcela va a ser profundamente conmovida. Planta permanente es el primer largo en solitario del realizador tucumano Ezequiel Radusky después de haber dirigido a dúo Los dueños (2013) junto a Agustin Toscano. En aquella película filmada en Tucumán estaba el choque de clases en el centro del conflicto, algo que Toscano retomo en El motoarrebatador (2018) y que Radusky ahora también pone en juego. En aquel film en conjunto los empleados y cuidadores de un campo aprovechaban la ausencia de los dueños del lugar para colarse en su casa, disfrutar de sus comodidades y vivir una vida vicaria aunque sea por un periodo breve, algo que era censurado por los patrones apelando a un orden y una legalidad que históricamente solo les conviene a ellos. Algo de un orden similar ocurre aquí ya que con su comedor Lila y Marcela, empleadas de la que quizás sea la categoría más baja del establecimiento, no solo ganan un necesario refuerzo económico, sino que también disfrutan de un virtual ascenso social, más simbólico que real pero igualmente importante para ellas, y al ponerlo en jaque la autoridad las que también quedan heridas son sus aspiraciones. Ante la avanzada, la reacción hacia arriba no tiene más remedio que ser de sumisión y obediencia, con lo cual son las relaciones horizontales las que se ven afectadas. Así es como la amistad entre Lila y Marcela se va deteriorando y van llegando amargamente el resentimiento, las hostilidades, las acusaciones, el distanciamiento, los intentos de boicot y las pequeñas miserias. Un conflicto que llega a colarse también en los hogares. Lo que Radusky pone en escena es una progresiva degradación y muestra cómo ese sistema y esas relaciones de poder no solo las perjudican en su condición material sino que ese sálvese quien pueda y esa rivalidad las afecta también como personas. El hecho de que al principio sean amigas a quienes vemos en escenas de intimidad y confianza hace al asunto aún más descarnado y cruel. La nueva directora, interpretada por la actriz uruguaya Verónica Perrotta, desembarca con un discurso de unidad, confianza y elogio a los trabajadores que cualquier empleado público con años de experiencia habrá oído en más de un cambio de autoridades. Un discurso que se revela superficial apenas avanzada la gestión, pasando de las sonrisas condescendientes en público a las amenazas sin disfraz en privado. Los otros empleados son solidarios al principio también por su propia conveniencia y también por inercia ya que “las cosas siempre fueron así”, pero el miedo y la indiferencia no tardan en imponerse. Radusky muestra este escenario de relaciones quebradas y mezquindades pero se cuida también de caer en un maniqueísmo de buenos y malos demasiado terminante y no perder de vista que sus protagonistas no dejan de ser víctimas. Radusky, que fue también empleado público en Tucumán, le da protagonismo a un sujeto fuertemente estigmatizado desde cierto discurso social y depositario de unos cuantos lugares comunes en el imaginario. El ámbito de la dependencia pública le sirve también para poner en escena los vericuetos de la burocracia y los remezones ya establecidos como los nuevos nombramientos y los despidos que son un clásico de toda nueva administración y que en este caso tienen en la hija de Marcela una de las primeras víctimas por su condición de contratada. “Los contratados son carne de cañón” dirá resignado un encargado de personal, que ya sabe cómo funciona el juego. Este relato es sostenido por las muy ajustadas actuaciones del dúo protagónico que ya había compartido pantalla en Los dueños: La gran actriz tucumana Liliana Juárez (que ganó por este papel el premio a la Mejor Actuación Femenina en el último Festival de Mar del Plata) y Rosario Bléfari en la que sería inesperada y tristemente su última actuación en cine. Radusky hace un retrato muy preciso de sus personajes, que prescinde del costumbrismo y que apela a veces a pequeñas dosis de humor que airean ese ambiente de incertidumbre y agobio. De lo que se trata finalmente en esta lucha de clases que no llega a ser tal es tanto de la presión que desde arriba se hace sentir sobre los que menos poder tienen como también de la falta de unión de los de abajo que termina consolidando esa misma dominación. La falta de conciencia de clase se diría también o, en cualquier caso, el peor producto de este estado de cosas que es la pérdida de los lazos solidarios. Un retrato que no por desgraciado deja de ser muy reconocible. PLANTA PERMANENTE Planta permanente. Argentina, 2019. Dirección: Ezequiel Radusky. Elenco: Liliana Juárez, Rosario Bléfari, Verónica Perrotta, Sol Lugo, Vera Nina Suárez. Guión: Ezequiel Radusky, Diego Lerman. Fotografía: Lucio Bonelli. Montaje: Valeria Racioppi. Música: Maximiliano Silveira. Dirección de Arte: Catalina Oliva. Producción: Nicolás Avruj, Diego Lerman. 78 minutos.
En lo que va del año se estrenaron unos cuantos documentales que abordan figuras de la contracultura o la cultura alternativa local. Es el caso de Bernarda es la Patria con el actor y transformista Willy Lemos, Retrato de la canción infinita con el músico Daniel Melero o Satori Sur con el periodista y escritor Miguel Grinberg (quien también hace una breve aparición en el film que hoy nos ocupa). A esta serie ahora se suma Rivera 2100 que toma la historia y el legado de M.I.A. (Músicos Independientes Asociados), más que un grupo musical una experiencia creativa notable por su originalidad y su vitalidad a pesar de (o quizás por) el contexto en que se desarrolló durante los años de la última dictadura cívico militar. Por lo general se asocia a MIA con el Rock Progresivo, lo cual no es incorrecto aunque su actitud inquieta y ecléctica llevó a sus múltiples integrantes a experimentar con varios géneros de la música popular. Fundada en la casa del matrimonio Rubens “Donvi” Vitale y Esther Soto, con un núcleo integrado por sus hijos Lito y Liliana Vitale (hoy figuras reconocidas del ámbito musical argentino), mantuvo una formación abierta que la convirtió no tanto en una banda de rock en el sentido convencional sino en un colectivo por el que pasaron cerca de 50 músicos, que además se asociaron en una cooperativa que eleva ese número a cerca de 60 integrantes sumando técnicos o artistas gráficos, con Donvi y Esther a cargo de la parte organizativa y de algún modo ideológica. En ese aspecto son varias las ideas originales para la época que M.I.A. llevó a la práctica: la idea de declararse independientes mucho antes que esto se transformara en una etiqueta, de autogestionarse o de rechazar los medios masivos, algo que retomarían algunos de sus colaboradores y herederos ideológicos como Los Redonditos de Ricota, con quienes Lito también colaboraría. Y en particular iniciativas novedosas en ese momento como elaborar un fichero con los datos de contacto de su público para mandarles información y también hacer preventas que ayudaran a financiar los discos desde su realización, algo así como versiones analógicas del Newsletter y el Crowdfunding. Miguel Kohan (aquí la entrevista) ya había realizado una operación similar de rescate en El Francesito (2016) con la figura de Enrique Pichon Riviere, donde tomó algunas decisiones en función de las características de su objeto. Aquí también tiene una serie de ideas que quiere plantear no solo conceptualmente sino que estas formen parte de la puesta en escena. Ya desde el título, la vieja dirección de Los Vitale y en donde se formó M.I.A., Kohan da cuenta de su intención de darle a la casa un lugar protagónico. Esa decisión implica que todo transcurre en el interior de la casa, aunque ya no en la original de Villa Ballester (donde ahora funciona una imprenta) sino en la de San Telmo donde Esther y Donvi se mudaron en 1985. Como si la nueva casa sustituyera o de algún modo interpretara a la original para el film. Allí transcurre no sólo la investigación de Lito y Liliana sobre el extenso archivo de sus padres, sino también que todos los entrevistados vienen y dan sus testimonios allí y reaccionan a piezas de ese archivo que los interpelan. También por el hecho de que algunas fotos y el archivo audiovisual (algunas filmaciones de los integrantes de la banda y viejas entrevistas a Donvi y Esther) se proyectan en las paredes y vemos como las observan y reaccionan a ella Lito, Liliana y sus invitados junto al espectador marcando una complicidad con el mismo mientras la textura del archivo se funde con la de la superficie de la pared y sus molduras Está idea de los hermanos Vitale a la vez como anfitriones del film y del lugar, recibiendo a sus amigos, parientes y compañeros viene también a cuanto de la idea de comunidad que estuvo siempre presente en M.I.A. y que incluía a músicos, técnicos, artistas, organizadores y también a periodistas como los del Expreso Imaginario con quienes coordinaron actividades (y donde el realizador Kohan era fotógrafo), así como otros músicos importantes de la escena rockera entre los que se destacan los testimonios de Luis Alberto Spinetta y el Indio Solari. El primero en una grabación de audio de un recital compartido en 1978 y el segundo desde un video actual, que funcionan uno como introducción y el otro como epílogo o como coda. Una comunidad que también incluía a su público, como lo prueba la idea de los ficheros, que pudiera compartir intereses relacionados al arte, la creatividad y modos de vida relacionados a la naturaleza, la no violencia y las filosofías orientales, todo ello en medio de un ambiente político y social extremadamente hostil. Esto lleva a otra idea que es la de refugio, un lugar que sirve no solo de cuartel de operaciones, sino también como lugar de referencia y seguridad. El grupo M.I.A. además de plataforma para la expresión artística de sus miembros, cumplía un rol semejante de aglutinar y ofrecer un lazo solidario, como alternativa al agobio de la dictadura de la que fue casi contemporánea en el tiempo. La agrupación se formó en 1975 y se disolvió en 1982 ya en la decadencia del régimen, como si ya cerca de ese final sus integrantes pudieran buscar nuevos horizontes creativos aunque conservando un vínculo fortalecido por ese pasaje en tiempos difíciles. La idea de familia es otra línea presente que se expresa en los hermanos Vitale recordando el legado de sus padres y a su propia obra y a la vez incluyendo un traspaso generacional. Por eso es Fidel, el hijo de Liliana, el que observa y lee algunos de los archivos familiares. El vínculo nunca disuelto entre sus miembros y esa idea de comunidad es la que termina confluyendo en una escena fundamental donde la nueva casa es el escenario del encuentro entre todos los participantes, más hijos, nietos, periodistas y amigos. Un evento que tiene el carácter de histórico ya que reúne a casi todos los miembros vivos que pasaron por la agrupación. Un reencuentro de esa comunidad que da cuenta de la vigencia que sigue teniendo una experiencia como aquella casi cuarenta años después. RIVERA 2100 Rivera 2100. Argentina, 2020. Dirección: Miguel Luis Kohan. Elenco: Lito Vitale. Liliana Vitale. Esther Soto. Donvi Vitale. Guión: Miguel Luis Kohan, Paula Romero Levit, Alicia Beltrami. Fotografía: Federico Bracken. Montaje: César Custodio, Camila Menéndez. Música: Lito Vitale, Daniel Curto, Juan del Barrio, Alberto Muñoz, Juan Belvis. Producción Musical: Lito Vitale. Dirección de Sonido: Nicolas Giusti. Producción: Marcelo Schapces, Mariana Erijimovich. 68 minutos.
Toda adaptación de una obra literaria consagrada o con estatus de culto está condenada a la polémica y particularmente al escarnio de quienes no están dispuestos a dejar pasar que un realizador cinematográfico se tome libertades que a sus ojos siempre serán demasiadas. El caso de Tengo miedo torero, la esperada transposición de la novela del gran autor chileno Pedro Lemebel (su única novela en una obra literaria más consagrada a la crónica) no es la excepción. La considerable expectativa que el film generó se vio consagrada en un preestreno vía streaming en Chile con unos muy buenos números (55 mil conexiones en ese fin de semana, con 200.000 espectadores estimados) y también con la esperable catarata de críticas despechadas. Es cierto que si bien algunas de ellas pueden parecer caprichosas otras tienen más peso, pero eso no priva al film de Rodrigo Sepúlveda Urzúa de ser un melodrama atractivo, potente y hasta fiel a su modo al original. Ambientado en 1986, el año del atentado contra el dictador Augusto Pinochet por parte del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) brazo armado y obviamente clandestino del Partido Comunista chileno, el film sigue la relación entre La Loca de Enfrente, una travesti ya envejecida de clase baja, y Carlos, miembro de la resistencia armada contra la dictadura militar que para entonces ya llevaba 13 años en el poder. La primera de las objeciones a la adaptación, o una de las más notables porque es la que marca una distinción mayor con el texto, es la ausencia de los pasajes protagonizados por Pinochet y su esposa Lucia Hiriart, que en la novela ofrece, con unos diálogos y monólogos desopilantes en su siniestra banalidad, una línea paralela a la de la pareja protagónica, que se complementa perfectamente con esta y donde en algunos puntos ambas líneas se cruzan. Al rigor de las exigencias de síntesis en la adaptación y de concentrarse en la trama principal, toda esta parte fue dejada de lado. Quien haya leído la novela extrañará estos pasajes pero quien no lo haya hecho o esté dispuesto a reconocer al film como lo que también es, una obra autónoma, no siente tanto su ausencia o en todo caso no siente que esta haga mella o represente una falta en un relato que se desarrolla bien en sus propios términos. La otra objeción es más atendible y tiene que ver con el cambio de las nacionalidades de algunos personajes, sobre todo cuando este cambio está dado no por motivos artísticos o narrativos sino por las necesidades propias de la coproducción. Por eso el joven Carlos de la novela, estudiante chileno y miembro del FPMR. es aquí un mexicano de más edad que nunca se explica qué hace allí como miembro de una organización armada que por otro lado solo se nombra cuando las noticias dan cuenta del atentado. Y si bien el mexicano Leonardo Ortizgris está bien en su rol y le imprime humanidad, calor y hasta cierta inocencia al personaje de Carlos tras la máscara rígida pero frágil de la dedicación exclusiva a la causa, y la argentina Julieta Zylberberg está correcta aunque su papel sea breve, igual no deja de hacer ruido que los dos miembros de la organización que tienen un rol importante sean un mexicano y una argentina. En aquello que el film es sí más fiel a la novela y su mayor logro es en el retrato de la relación de La Loca y Carlos. Originada por cierta conveniencia pero que deriva en una relación más legítima, un respeto y verdadera amistad por parte de Carlos y un amor apasionado por parte de La Loca. Este amor incondicional que la lleva a una completa entrega porque si bien hay una transformación de su parte y una toma de conciencia, es claro que se juega y se arriesga por amor, un amor no exento de nobleza en su resignación ya que sabe que a pesar de todo lo que haga ese amor tal como lo desea no es posible. El guión de Sepúlveda y Juan Tovar es a la vez la adaptación de un guión del propio Lemebel. El proyecto data de varios años y Lemebel, quien estuvo involucrado en el mismo desde el principio y no pudo verlo culminado ya que falleció en 2015, tenía claro y así lo explícito que La Loca debía ser interpretada por Alfredo Castro, uno de los actores fundamentales y con más presencia en el cine chileno reciente y que en el cine argentino participó de La cordillera (2017) y Rojo (2018). Podemos afirmar que Lemebel no se equivocaba, lo que hace Castro aquí es extraordinario, dándole a su personaje una ambigüedad y una complejidad notable moviéndose con naturalidad entre el miedo y el valor, el ridículo y el orgullo, la resignación y el deseo. Sobre todo haciendo a una Loca querible y hasta admirable, con una dignidad y una nobleza que se sobrepone a la pobreza, a la decadencia física, a las humillaciones cotidianas o al amor no correspondido. El otro acierto de la adaptación, y que va en consonancia con el espíritu de la novela, es el retrato de la cotidianeidad mediocre y gris de la dictadura (que puede verse en otros films chilenos de los últimos años como Tony Manero, de 2008, protagonizada también por Castro), concentrada más en las bajezas y la represión que era moneda corriente antes que lo que sucede en las grandes esferas de lo cual nos enteramos por las voces de la radio o lo que se escucha en la calle. Y claro por la violencia diaria por parte de la policía que en el caso de la homosexualidad recibía una carga de ensañamiento extra. El tono del film es melancólico pero a su vez sugiere una cierta esperanza, y aunque sabemos que la relación de Carlos y La Loca no puede sino ser efímera y sin futuro, les regala a ambos algunos momentos de plenitud y felicidad, chispas fugaces en la oscuridad mezquina y brutal de la dictadura. TENGO MIEDO TORERO Tengo miedo torero. Chile / Argentina / México, 2020. Dirección: Rodrigo Sepúlveda Urzúa. Intérpretes: Alfredo Castro, Leonardo Ortizgris, Julieta Zylberberg, Sergio Hernández, Ezequiel Díaz, Luis Gnecco. Guión: Rodrigo Sepúlveda Urzúa, Juan Tovar. Sobre la novela de Pedro Lemebel. Fotografía: Sergio Armstrong. Música Original: Pedro Aznar. Montaje: Ana Godoy, Rosario Suárez. Dirección de sonido: Santiago Fumagalli. Dirección de Arte: Marisol Torres. Producción: Florencia Larrea, Lucas Engel, Gregorio González, Ezequiel Borovinsky, Alejandro Israel, Diego Martínez Ulanosky, Jorge López Vidales, Daniel Oliva Basso. Dirección de producción: Carolina Provoste. Duración: 93 minutos.
El uruguayo Francisco Piria es sin duda un personaje complejo y fascinante. Hijo de una época donde la arquitectura se ligaba a menudo con lo esotérico (basta recordar el ejemplo de Mario Palanti proyectando el Palacio Barolo inspirado en La Divina Comedia). En el caso de Piria esta relación se expresa a través de sus estudios de la Alquimia cuya simbología evidente o cifrada puede observarse en su legado. Aunque a Piria se lo identifica con ciertas construcciones, ciertos edificios y hasta con una ciudad que proyectó y lleva su nombre, Piriápolis (etimológicamente la Ciudad de Piria), cuyo emblema y culminación es el famoso Hotel Argentino, este no fue ni un arquitecto ni un ingeniero sino un empresario. Aunque no un empresario cualquiera sino uno muy creativo, con mucha iniciativa y un gran talento para la publicidad y la autopromoción, un entrepreneur al decir de la época, un adelantado a la figura del emprendedor hoy tan mentada. Un personaje además que se presta bien para la épica. Por su origen humilde, su condición de huérfano, su carácter de self made man, el ser pionero en adelantos entonces inéditos en el Uruguay de fines del siglo XIX y principios de XX, y sobre todo porque a lo largo de su vida fracasó y cayó en más de una ocasión y siempre se repuso y fue por más, un ejemplo cabal de la frase “lo que no te mata te fortalece”. El realizador Sebastián Martínez ya viene mostrando en sus documentales anteriores su interés por el territorio, por los lugares o espacios de circulación. La relación entre el espacio real y el literario en París Marsella (2005), donde reedita el recorrido de Julio Cortazar en “Los autonautas de la Cosmopista”, o el espacio público y cotidiano en Centro (2010), un fresco poético, sobre el microcentro porteño. En El mundo entero, Martínez aborda al personaje de Piria desde diferentes ángulos intentando abarcar lo más posible sus varios aspectos para tratar de hacer justicia a un personaje polifacético. Se trata entonces de mostrar tanto su perfil más célebre, que se expresa en plenitud en la empresa de construcción de Piriápolis, pero también se muestran otros aspectos no tan conocidos pero no menos interesantes como el haber escrito un libro de ficción anticipatoria, a la manera de H.G. Wells, para exponer sus ideas políticas y sociales. Y a la vez se trata de incluir tanto sus costados sobresalientes, su carácter pionero, pero también otros más cuestionables, ciertos emprendimientos poco transparentes como el exceso de entusiasmo publicitario para promocionar aguas curativas en su ciudad, un tratamiento poco confiable que cae dentro de los confines de la chantada, continuidad directa y ampliada quizás de sus orígenes como vendedor de bazar. Por otro lado la idea de una ciudad planificada no es única, basta pensar en los casos de La Plata o Brasilia. Lo que hace distinto al proyecto de Piria es haberlo hecho no desde el Estado sino manejándose en forma paralela y a veces hasta antagonizando con el mismo, lo cual daría una idea de su credo en la iniciativa privada como también de cierta megalomanía que se expresa en el poder absoluto que tuvo sobre su creación como ideólogo y patrón. La vertiente esotérica tiene un rol preponderante en el film dándole al relato un aire de misterio muy atractivo, apoyado por las atmósferas creadas por la fotografía de Digo Poleri y los climas de la música de Hernán Kerlleñevich. Hay un uso no solo ilustrativo sino también climático de las imágenes de lugares y el archivo histórico y ciertos hallazgos originales como un grupo de iniciados en la alquimia realizando una ceremonia en las ruinas de la Iglesia de Piria entre los que se encuentra uno de sus descendientes. Pero a la vez esta lectura esotérica de la obra de Piria es también puesta en discusión contraponiendo los varios testimonios de entrevistados que la abrazan con entusiasmo con los de aquéllos (no tantos) más escépticos. El tono finalmente no puede sino ser de melancolía, algo que el realizador explota con acierto, cuando vemos gran parte de esas construcciones, en otro momento monumentales, hoy abandonadas, reclamadas por la naturaleza, testigos de un esplendor pasado. EL MUNDO ENTERO El mundo entero. Argentina, 2020. Dirección: Sebastian Martínez. Entrevistados: Jorge Floriano, Pablo Reborido, Juan Akkermann, Magdalena Boffano, Gustavo Vallejo, Gabriel Piria, Norma Ricardi. Guión: Valeria Groisman, Sebastián Martinez. Fotografía: Diego Poleri. Dirección de Sonido: Victor Tendler. Montaje: Iara Rodriguez Viladerbó, Federico Rozas. Música: Hernán Kerlleñevich. Producción Ejecutiva: Saula Benavente, Paula Orlando. Dirección de Producción: Paula Orlando. Duración: 78 minutos.
Sergio “Shlomo” Slutzky es un realizador y periodista argentino radicado desde 1976 en Israel que viene produciendo documentales donde el denominador común es la relación de la comunidad judía argentina con la historia reciente del país. Las víctimas del terrorismo de estado durante la última dictadura en Sin punto y aparte (2012) y Disculpas por la demora (2018, codirigida junto a Daniel Burak), los atentados a la AMIA y la Embajada de Israel en Palos en la rueda (2013). Su último film, Perón y los judíos, cuyo nombre es suficientemente descriptivo, sigue esta misma tendencia. Y aunque se remonta hacia más atrás en la historia, yendo hacia el primer peronismo comprendido en el período 1945-1955, la vigencia del tema lo sigue ubicando en el lugar de lo contemporáneo. Otra característica de los trabajos de Slutzky es el de abordar sus temáticas a partir de la propia experiencia o de sus seres cercanos, haciendo jugar lo personal con lo político, la historia familiar con la historia del país. En el caso de Perón y los judíos, el disparador es también personal y familiar: la acusación que siempre pesó sobre su padre (fallecido en 1983) de ser “gorila”. Se trataba de un judío progresista, ilustrado, de formación intelectual e intereses artísticos, que vivió ese primer peronismo con una desconfianza que lo puso, como muchos otros en la colectividad, en la vereda de enfrente. Este interrogante por parte del hijo, mezcla de asombro y voluntad de reivindicación (cómo podía este socialista de sensibilidad humanista ser ubicado en el estante de lo antipopular) es el punto de partida para iniciar una investigación exhaustiva y sobre todo (y eso es lo más destacable) lo más libre posible de prejuicios y preconceptos, con ganas de cuestionar los lugares comunes y las concepciones cristalizadas. Y es que, efectivamente, cuando se aborda el tema de las relaciones de la comunidad judía con el peronismo uno se encuentra con unos cuantos sobreentendidos y conclusiones que se dan por sentadas sin discutirlas demasiado. Y son a estas que el realizador pretende interrogar, encontrándose entonces con la concepción de Perón como un director fascista, la supuesta complicidad en la llegada de criminales nazis después de la guerra, las sospechas de antisemitismo hacia algunas ramas del movimiento, la relación conflictiva con algunas instituciones y la desconfianza de buena parte de la colectividad en aquel momento. Ello a la vez contrastado con las fluidas relaciones del gobierno con el Estado de Israel, unas cuantas declaraciones de Perón y Evita reivindicando a la comunidad judía, las relaciones que mantuvieron con miembros destacados de la misma, el intento también de Perón de captar las instituciones o de formar las propias (tener, en fin, “sus” judíos), como así también el papel destacado que tenía un miembro de la comunidad como José Ber Gelbard en el esquema económico del peronismo. Lo que Slutzky y el espectador va encontrando es que las cosas son mucho más complejas que el simple blanco y negro con el que se suele abordar la cuestión, y lo que hace interesante al documental es esta actitud de no retroceder ante las contradicciones, ubicar sobre la mesa todos los elementos posibles, todos los testimonios disponibles y ponerlos a discutir sin temor al conflicto o la ambigüedad. Para ello entrevista a una buena cantidad de personajes, muchos de ellos testigos de la época, o investigadores que trabajaron el tema, y con el mismo desprejuicio conforma un elenco ideológicamente variopinto que puede ir desde Herman Schiller a Juan José Sebrelli, y donde las posiciones pueden variar desde un antiperonismo recalcitrante a una reivindicación abierta, con todo lo que puede haber en el medio. Con su sesgo periodístico Slutzky los interroga, los escucha, trata de comprender sus razones y a la vez las pone en cuestión. Esta discusión se termina al final escenificando en una suerte de amable careo intelectual entre dos de los más lúcidos representantes de ambas posiciones, el escritor argentino Abrasha Rotemberg y el historiador israelí Raanan Rein. Más interesada en lo que se dice y lo que se muestra que en el cómo, la puesta del film denota cierta urgencia que le da agilidad, pero también es a veces desprolija e incluso muestra cierta tosquedad. En algún momento esa desprolijidad puede conspirar contra la investigación misma como cuando se incluye sin contexto un fragmento del documental antiperonista Permiso para pensar (1989) para denunciar el personalismo peronista mostrando mediante el montaje la contradicción entre discurso e imagen, un recurso que se parece bastante a una chicana y que, al no mencionar la fuente, el documental de Slutzky pareciera tomar como propio. Slutzky es protagonista del film, pone su voz, su cuerpo y su historia familiar. Dirige la investigación como una suerte de pesquisa de la cual él es el detective, recoge testimonios, interroga y busca pruebas, las compara y las enfrenta. Con sus limitaciones formales, el film es ágil y entretenido, la discusión es a veces picante y movilizadora, y aunque al final Slutzky arriesga una conclusión sobre su padre (que a sus amigos no los convence del todo), tiene el mérito de dejar la discusión abierta. PERÓN Y LOS JUDÍOS Perón y los judíos. Argentina, 2019. Dirección: Sergio (Shlomo) Slutzky. Testimonios: Raanan Rein, Abrasha Rotemberg, Herman Schiller, Gerardo Mazur, Juan José Sebreli, Alberto Manguel, John Manguel, Mike Manguel. Guión: Sergio (Shlomo) Slutzky, Malen Azzam. Fotografía: Ezequiel Simone, Tomer Slutzky. Montaje: Emiliano Serra. Dirección de Sonido: Daniel Montes Calabró, Marcos Giraldez. Producción: Javier Díaz, Sergio (Schlomo) Slutzky. Duración: 72 minutos.
Vilca, la magia del silencio, el nuevo documental de Ulises de la Orden, se trata de un film de algún modo atípico dentro de una filmografía que, con este último, ya cuenta con nueve largometrajes. En parte porque no está en primer plano la impronta militante y más abiertamente comprometida con una causa presente en la mayoría de sus películas. Pero en parte también porque remite a un sector específico de su obra, a su ópera prima Rio Arriba (2005), acaso su película más personal, con el propio realizador como protagonista en una Road Movie documental en búsqueda de explorar tanto su historia familiar como las consecuencias del accionar de la industria del azúcar (de la que esta familia formaba parte) en algunas comunidades Kollas. La música original de aquel film, cuyo destino estaba en la localidad salteña de Iruya, fue compuesta y ejecutada por Ricardo Vilca, un músico jujeño residente en Humahuaca, que por aquel entonces ya estaba disfrutando de una creciente atención que le había sido esquiva la mayor parte de su vida. Vilca, que se convirtió en amigo del director y falleció tempranamente en 2007, dos años después del estreno de Rio Arriba, es el objeto de este nuevo documental que por razones evidentes le da a este proyecto un carácter más personal y constituye no solo un recorrido por la vida y obra de Vilca sino también una suerte de vuelta a su propia obra. Vilca es un personaje interesante de por sí, y no solo por su historia de vida o la calidad de su música sino también por la forma, la actitud con que encaraba su arte. Un músico autodidacta que arrancó su carrera tocando la guitarra eléctrica en grupos de cumbia y que luego iría encontrando su propio estilo en el marco de la música folklórica con un sonido ecléctico que remite a la música andina pero en el cual se sentían influencias varias que iban del rock al jazz, de Bach a Piazzolla. Algo que se aprecia por ejemplo cuando uno de los músicos de su banda cuenta que Vilca le confesó haber “robado” para una de sus canciones un fragmento de un tema de Deep Purple. Por otro lado se comentan en el film sus influencias extramusicales, o ambientales si se quiere, por lo que uno de los entrevistados sostiene que en sus composiciones lo que se escucha, lo que se siente, es “el silencio de la puna”. Lo que lo vuelve también interesante es la forma particular en que Vilca construyó su carrera o más bien como no lo hizo. En todo caso de una forma periférica, lenta pero a su manera, sin moverse de Humahuaca, sin abandonar sus raíces, continuando con su trabajo como maestro, donde jugó un poco lo casual, los encuentros providenciales, la ayuda de amigos y la persistencia en su propia visión. Esa persistencia en por ejemplo la naturaleza melancólica de su música que le generó resistencias en un principio pero terminó dándole una impronta propia y fue generando un sostenido boca a boca. Así es como se fue alimentando un culto que hizo que fuera reconocido por músicos consagrados como Ricardo Mollo, León Gieco o Skay Bellinson y disfrutara en sus últimos años de un éxito ganado sin concesiones. Construido de una manera tradicional, con entrevistas y material de archivo, el documental respeta una cronología y hace un repaso por los momentos clave, pero lo que parece interesar más a sus autores es comprender a Vilca y transmitir algo de su esencia como artista y como persona. Por eso se da tanta importancia al repaso por su vida como a lo que género su música y su personalidad en los que lo conocieron y acompañaron (familiares, músicos, amigos). Parte del archivo de sus actuaciones permite apreciar a un personaje tímido pero que se divertía en el escenario, que le gustaba comunicarse con el público y que además poseía un disfrutable sentido del humor. Este documental es también particular en su filmografía ya que aquí de la Orden comparte la dirección con Germán Cantore, el editor de casi todos sus films y quien fuera además co-guionista precisamente de Río Arriba. El lazo personal que une ambos autores con su personaje se puede percibir sobre todo cuando se llega al momento en que colaboraron en aquel primer film y el material audiovisual de estos pasajes tiene su origen precisamente en el archivo personal de Cantore y de la Orden. Aun así prefieren no sobrecargar esta vertiente y es por eso que se privilegia siempre a Vilca en el centro de la escena, a su personalidad, su manera de componer y su inspiración para quienes lo rodearon, en un relato cálido que a medida que avanza va apostando cada vez más por lo íntimo y emotivo. VILCA, LA MAGIA DEL SILENCIO Vilca, la magia del silencio. Argentina. 2019 Dirección: Ulises de la Orden, German Cantore. Fotografía: Federico Bracken. Cámara: Agustina Lasagni. Dirección de Sonido: Diego Martínez. Montaje: Germán Cantore. Música: Ricardo Vilca. Dirección de Arte: Mariano Moscuzza. Producción Ejecutiva: Ulises de la Orden. Duración: 96 minutos.