Después de una carrera como referente ineludible de la animación local, ya desde los cortos de El niño malcriado y Mercano el Marciano, Ayar Blasco estrenó El sol (2009), su primer largometraje oficial como director (en el largo de Mercano el Marciano de 2002 figuraba en los créditos como Director de Arte, mientras Juan Antin figura como único director, algo que Blasco cuestionó y luego prefirió superar). Allí, en ese nuevo debut, se mostraba un mundo post-apocalíptico a través de un relato absurdo y lisérgico donde el fin de la humanidad, en palabras de su autor, no era visto como algo negativo. Lava, su segundo largo, muestra esta vez el apocalipsis en vivo y en directo a través de una invasión extraterrestre que toma el control de los medios audiovisuales para así hipnotizar a la población e ir tomado el control del planeta. Débora (Sofía Gala Castiglione, colaboradora habitual de Blasco) es tatuadora y la noche del desembarco la sorprende en una reunión con amigos. A partir de allí el improvisado grupo se verá envuelto de manera inesperada y vertiginosa en una trama donde Débora tendrá un inesperado protagonismo ya que en esta situación el mundillo de los tatuadores adquiere un papel destacado. Se podría decir que temáticamente hay una continuidad entre ambos films, pero a la vez Lava es un objeto sensiblemente distinto. Donde El Sol era puro delirio y anarquía, una propuesta desenfadada que tomaba libremente elementos del subgénero post-apocalíptico para llevar su historia a terrenos imprevisibles, acá tenemos un relato más clásico y de algún modo más contenido (solo un poco, tranquilos). Esto parece deberse en parte al mayor rol que adquiere en este film Salvador Sanz, otro gran artista del cómic argentino de los últimos años. Uno estaría tentado de decir que se trata de una feliz coincidencia, dos potencias que se saludan, pero lo cierto es que esta colaboración no es nueva ya que ambos vienen trabajando juntos desde hace tiempo. Sanz hizo storyboards para El sol y si nos ponemos a escarbar podemos remontar su relación a cuando compartían páginas en el legendario fanzine Catzole allá por los 90. Aquí Sanz da un par de pasos al frente. En principio como co-guionista junto a Blasco y Nicolás Britos (quien participó de otros proyectos del fantástico local como El muerto cuenta su historia, Kriptonita y Nafta Super). Lava se siente más como una confluencia de esos dos universos parecidos y diferentes. El delirio y el humor absurdo de Blaco y la ciencia ficción oscura de Sanz, quien ya recurrió a las historias apocalípticas en Legión o El esqueleto. La amalgama es también gráfica y ambos se reparten además la responsabilidad del departamento de arte de la película, Blasco como Director de Arte y Sanz como Supervisor además de aportar algunos elementos de su estilo que se reconocen y diferencian metidos dentro del particular y personal universo de Blasco. Siendo ambos muy distintos, uno diría casi opuestos, se complementan asombrosamente bien. De hecho el estilo de trazos rápidos de Blasco es engañosamente simple y para comprobarlo basta prestar atención a la complejidad del entorno y la cantidad de detalles, muchas veces con jugosos guiños. Se trata entonces de una historia de invasiones extraterrestres, argumento tan caro al cómic y el cine de ciencia ficción, aunque con elementos extraños que nos recuerdan que en el mundo de Ayar Blasco las cosas son más desconcertantes. Como esos gatos gigantes que aparecen después de cada transmisión alienígena, adorables y monstruosas criaturas que obviamente se posan en los tejados y se pueden ahuyentar con agua. El relato avanza en la medida que los protagonistas tratan de averiguar quiénes son los invasores y se encuentran con una posible resistencia, pero a la vez toma desvíos que lo llevan al terreno del puro absurdo que ya le conocemos a su autor y a un costumbrismo ente patético y desopilante plagado de diálogos vergonzosos y situaciones incómodas como las que Blasco viene explotando genialmente con su personaje del Ratón Disney (que aquí hace un cameo breve y epidérmico). Toda obra de ciencia ficción local, en cine o cómic, en su forma pura o como parodia, y más si toma el subgénero de la invasión alienígena, no puede evitar la sombra monolítica de El Eternauta. Lava no es la excepción y tampoco trata de esquivar la referencia. Del mismo modo que en el clásico mayor de la historieta argentina, aquí la invasión se desata en una Buenos Aires cuyas calles son claramente reconocibles. Las escenas de fantasía y destrucción transcurren en escenarios que el espectador local camina todos los días, lo cual le añade un encanto extra. Y si la invasión se da a través de las pantallas de los medios audiovisuales, la voz de la resistencia circula en la forma de un fanzine. Una metáfora quizás demasiado transparente pero que tampoco sus autores se toman muy en serio cuando destacan que la ventaja del mismo está en su precariedad y su mala distribución. Lava reivindica el poder de la historieta de manera explícita. Oesterheld seguramente estaría orgulloso, quizás un poco desconcertado, probablemente ambas cosas. LAVA Lava. Argentina, 2019. Dirección: Ayar Blasco. Intérpretes: Sofía Gala Castiglione, Justina Bustos, Martin Piroyansky, Ayar Blasco, Bimbo, Dario Lopilato, Martín Garabal. Guión: Salvador Sanz, Ayar Blasco, Nicolás Britos. Dirección de Arte: Ayar Blasco. Supervisión de Arte: Salvador Sanz. Dirección de Animación: Sebastián Ramseg. Música: Emisor. Postproducción: Damila Veniani, Agustina Tuduri. Producción Ejecutiva: Jimena Monteoliva, Florencia Franco. Coordinación de producción: Federico Peña.Duración: 67 minutos
Se estrena en Cine.Ar TV el jueves 3 de septiembre a las 22 y repite el sábado 5 en el mismo horario. A partir del 4 de septiembre disponible en la plataforma Cine.Ar Hay diferentes maneras de atravesar un duelo. Clara (Agustina Muñoz) acaba de perder a su padre y ese trabajo (como así lo calificaba Freud) se le está haciendo muy difícil, componiendo una máscara de compostura ante su familia, principalmente su madre y hermanos, que se quiebra en la intimidad y solo se permite revelar ante su pareja. Este tránsito que, aun particular, tiene características bastante comunes se ve perturbado por una revelación inesperada. Clara descubre entre los papeles y cajones de su padre cartas y fotos que sugieren que este tenía otra vida, otra familia quizás, una vida que mantenía en celoso secreto de su esposa e hijos y que, para añadir una cuota importante de enigma, se emplazaba en un lugar tan remoto como Tayikistán. El duelo para Clara ahora adquiere ahora otra faceta muy diferente, la del descubrimiento. Sin decir nada a su familia ni a su pareja, guardándose el secreto para sí, aprovecha un viaje con sus amigas a Estambul para escabullirse y viajar a la misteriosa locación. Allí tratará de rastrear los pasos de su padre para encontrarse frente a frente con este mundo paralelo que se abre ante ella. Y si hay maneras diferentes de atravesarlo también hay diferentes maneras de representar el duelo. En Karakol se trata de un duelo que incluye inevitablemente la vertiente del dolor pero también introduce la del misterio, el descubrimiento de un secreto hasta ahora celosamente mantenido que de repente se despliega en aristas inesperadas y empuja el duelo, y también el relato, hacia adelante. No solo la nostalgia, aferrarse al recuerdo y lo compartido en el pasado, sino también salir a encontrarse con lo extraño que se revela en aquella persona que se suponía conocida, como una manera de aferrarse a aquel que ya no está y que a su vez se transforma en otro, en alguien nuevo que permite relacionarse con el de otra manera. Tayikistán cumple su rol como lugar de absoluta otredad. Una de las ex repúblicas soviéticas emplazada en Asia Central, una zona de la que nada sabemos y que aún hoy, en plena globalización, permanece remota e inaccesible. Para Clara ir hasta allí es como perderse, introducirse en otra dimensión. Se trata de un lugar diferente, fuera de tiempo o de tiempo suspendido, una suerte de refugio secreto donde a la vez ser otro. Si esto fue así para su padre también lo es para la protagonista, para quien este descubrimiento es también la oportunidad de encontrar un lugar propio, único e íntimo. Y es también un lugar donde elaborar su dolor sin interferencias. Estas decisiones tienen derivaciones éticas y el film no las elude. Para Clara hacer propio el secreto de su padre y descubrir quién (otro) era, es también una forma de preservarlo, de retenerlo. Pero esto hace surgir la pregunta de si no se trata también de una forma de egoísmo. Al apoderarse completamente de este nuevo aspecto de su padre, deja afuera a su madre y sus hermanos, lo atesora sólo para sí. Ella no es ingenua acerca de estas elecciones y se pregunta por el sentido de lo que está haciendo, si ese aferrarse hasta de los objetos que pasaron por él no es una tontería pero a la vez algo a lo que no puede ni quiere renunciar. Karakol es el segundo largometraje en solitario de Saula Benavente (co-dirigió en 2015 el documental Gule Gule, crónicas de un viaje junto a Inés de Oliveira Cézar). En su ópera prima de 2011 El Cajón, la larga espera de la llegada del cajón del finado padre es la excusa para que una familia se reencuentre y reflexione sobre la vida y la muerte. De algún modo hay aquí un interés recurrente. Es también el segundo estreno de la productora El Borde, que Benavente integra junto a Albertina Carri y Diego Schipani, de la cual también puede verse el reciente y recomendable documental Bernarda es la Patria, dirigido por Schipani. Siendo un film que lidia con sentimientos a veces intensos, donde hay dolor, incertidumbre y más de una vez llanto e impotencia, Banavente no se entrega al desborde y prefiere más bien la sutileza en su representación. Los personajes mantienen su dolor para sí mismos y en el único personaje en donde ese desborde se manifiesta en forma expansiva y ruidosa, el de la tía interpretada por Soledad Silveyra, es donde se intuye cierta impostura y falsedad. Y se trata también de un film de reflexión. Sus personajes se hacen preguntas sobre la vida, la muerte, los sentimientos, que quedan planteadas y no tienen aquí respuestas claras o universales. El film balancea con naturalidad esos dos mundos que su protagonista transita, desde esa cotidianeidad un tanto prosaica que por momentos se acerca a una suerte de costumbrismo de clase alta, a esa otra vertiente que adquiere los caracteres del misterio y la aventura. KARAKOL Karakol. Argentina. 2020 Dirección: Saula Benavente. Elenco: Agustina Muñóz, Dominique Sanda, Soledad Silveyra, Santiago Fondevila, Guido Losantos, Pablo Lapadula, Juan Barberini, Mia Iglesias. Guión: Saula Benavente. Fotografía: Fernando Lockett. Música: Gabriel Chwojnik. Montaje: Marco Furnari. Sonido: Juan Molteni. Dirección de Arte: Graciela Galán. Dirección de Producción: Eva Padró. Producción: Albertina Carri, Diego Schipáni, Saula Benavente. Duración: 93 minutos.
Se estrena en Cine.Ar TV el jueves 27 de agosto a las 20 y repite el sábado 29 a las 20. A partir del 28 de agosto disponible en la plataforma Cine.Ar Humberto (Gonzalo de Castro) es un argentino dueño de un bar más o menos elegante en Madrid, una especie de diletante culto y seductor. Pero Humberto esconde un secreto de su pasado, de hecho ni siquiera se llama Humberto. Es un ex estafador que pasó una buena temporada tras las rejas, lo que le costó no solo unos cuantos años de su vida sino también la relación con su familia, es decir su esposa ya fallecida y su hijo Jorge (Juan Grandinetti) quien no le perdona lo que les hizo pasar. Jorge es hoy empleado de una exclusiva joyería y, luego de ser víctima del robo de unas joyas por un descuido propio, le pide prestado a su padre el dinero para reponer la falta y conservar su empleo, muy a su pesar ya que el resentimiento continúa intacto. Humberto accede a ayudar a su hijo a cambio de que le permita vivir unos días con él para, cree él, recomponer la relación y tratar de conocer su vida y su entorno. Jorge accede de mala gana sin perder oportunidad en esa convivencia forzada de mostrarle su desprecio. Pero Humberto está decidido a aguantar los desaires y recuperar el cariño filial. En ese interín se va a ir introduciendo en el mundo de relaciones de su hijo y sobre todo de sus ricos patrones, lo que puede despertar la tentación de retomar antiguos hábitos. Beda Docampo Feijó, director y guionista argentino nacido en España, que aquí presenta su 11° largometraje, expresó recientemente su rechazo por el humor de las sitcoms basado en gags y su preferencia para este caso por la comedia de situaciones, citando como influencia autores clásicos de la comedia como Billy Wilder o Woody Allen a los que podríamos quizás añadir a Ernest Lubitsch con su uso de la ironía y el duelo verbal. La maldición del guapo se trata en efecto de una comedia que intenta ser sofisticada, fina y elegante como sus personajes pero, al igual que en estos, hay algo de impostura en esa pretensión. El film aspira menos a la risa que a la sonrisa y con estos elementos algunas despierta pero también cansa con su profusión de frases ingeniosas y citas eruditas (Shakespeare, Cervantes, Kierkegaard) pronunciadas por personajes que se presumen cultos para un público que gusta pensarse idem. Tal es así de notorio el recurso que llega al plano de la autoconciencia cuando le preguntan al protagonista si no se cansa de decir frases ingeniosas, a lo que este responde que las frases le brotan. Hay algo ahí sugerido del orden de la naturaleza, de algo que no se puede evitar. Humberto no puede evitar ni ser un tipo ingenioso, ni un estafador ni un seductor. Y también podría pensarse como una confesión del autor del film, que no puede dejar de largarnos esas frases ingeniosas que simplemente brotan incontenibles. Hay algo de comedia Screwball, no solo por los diálogos filosos sino también en lo que hace a retratar los conflictos entre las clases sociales. Después de todo Humberto es apenas el dueño de un bar y Gonzalo apenas un empleado, ambos moviéndose en un ambiente al que no pertenecen realmente. Aunque no se trata tanto de una crítica, ni la del adaptado hijo ni la del transgresor padre. Personajes inteligentes, ocurrentes, de egos gigantes, muy confiados de sus dones (aunque a veces fallen) que gustan codearse con una clase a la que desprecian intelectualmente y a la que quieren embromar pero a la que envidian y desean fervientemente pertenecer. Una clase opulenta y frívola cuya cultura es superficial y banal basada en una erudición vacía que se expresa en citas y anécdotas. En eso Humberto se diferencia apenas en su falta de poder adquisitivo. Hay dos vertientes principales del relato. Una es la trama de estafadores que es principalmente la oportunidad para los duelos de talento e ingenio en la forma de planes complejos, de timadores que quieren burlar a otros timadores. Y la otra es la trama familiar, la de un padre tratando de reencontrarse con su hijo, cuya emotividad queda enterrada bajo las capas de pretendida sagacidad. Pero también hay otra pequeña vertiente, más rancia, de comedia sexual llevada a cabo por viejitos verdes/piolas deseosos de jovencitas que a la vez se mueren por sus encantos otoñales, donde el amor es un juego y las mujeres son un trofeo intercambiable y hasta cedible. Beda Docampo Feijóo ya retrató estos ambientes de clase alta ilustrada como guionista (Camila, Miss Mary) y como director (El marido perfecto). Lo que allí era drama aquí es como la versión liviana del cinema de qualité con el que a veces se lo identifica. Un film pletórico de guiños y agudezas, que es prolijo, correcto, ligero y anodino. LA MALDICIÓN DEL GUAPO La maldición del guapo. Argentina, España, 2020. Dirección: Beda Docampo Feijóo. Intérpretes: Gonzalo de Castro, Juan Grandinetti, Malena Alterio, Ginés García Millán, Cayetana Guillén Cuervo, Carlos Hipólito, Andrea Duro, Paula Sartor. Guión: Beda Docampo Feijóo. Fotografía: Imanol Nabea, Música: Federico Jusid. Montaje: Cristina Laguna. Dirección de Sonido: Juan Ferro. Dirección de Arte: Sandra Iurcovich. Producción: Luis Sartor, Ángel Durández, Ignasi Estapé, Ibon Cormenzana. Duración: 89 minutos.
ntre sus estrenos semanales, además de las producciones argentinas recientes, la plataforma y canal Cine.Ar están incorporando filmes latinoamericanos, en algunos casos también recientes y en otros casos no tanto. Tal fue el caso del film venezolano Un lugar lejano de 2009 y es el caso ahora de Alba, ópera prima de la ecuatoriana Ana Cristina Barragán, un film de 2016 que obtuvo cierto reconocimiento, ganó premios en varios festivales y fue elegida para representar a su país en la carrera de los premios Oscar aunque no quedó en la selección final. Alba es el nombre de su protagonista, una preadolescente interpretada por Macarena Arias que está pasando un difícil momento de su vida. Su madre enferma, con la que convive y a quien atiende, ve agravado su estado y debe ser internada de urgencia con un pronóstico impreciso pero muy poco alentador. Como Alba no puede quedarse sola es llevada a vivir con su padre Igor (Pablo Aguirre), un oscuro empleado municipal que vive en un desvencijado departamento, en parte por problemas económicos y en parte por abandono personal como deja traslucir su apariencia descuidada, su semblante enfermizo y una introversión que hacen intuir el producto de una depresión. En ese contexto Alba, que es a su vez una niña tímida y con problemas para relacionarse con los demás, tiene que atravesar ese periodo de la vida difícil de por sí, con todos los ritos de pasaje e integración grupal que se esperan para una chica de su edad y que a ella se le vuelven una misión muy cuesta arriba y tortuosa, a la que ve por momentos imposible. Se trata de una historia de crecimiento (un coming of age, si empleamos el convencional término anglo) en una situación particularmente compleja. Asistimos a las dificultades de Alba para relacionarse con el grupo de pares formado por sus compañeras de colegio, a las que observa con curiosidad distante como si quisiera formar parte y a la vez no entendiera el sentido de lo que observa. Alba tiene evidentes problemas para encajar, a veces lo intenta sin mucho éxito y otras simplemente abandona la escena o se queda pasmada sin saber qué hacer, en situaciones incómodas tanto para las demás como para sí misma. Aunque también en ciertos pasajes surge la pregunta acerca de si siempre es necesario encajar de cualquier modo. Esto se observa particularmente en una escena en la que otros chicos la usan para molestar a otra niña, integrándola entonces pero a costa del sufrimiento de otra, o también cuando le piden que mate una mariposa pese a su resistencia. Su incomodidad frente a esto forma también parte de lo que la interroga en función de lo que quiere ser y adonde pertenecer. El otro desafío que enfrenta Alba es el de poder relacionarse con su padre. Un desafío no menor porque ambos son más parecidos de lo que pueden ver y admitir en un primer momento. Entre ellos no hay peleas ni conflictos estridentes sino silencios incómodos y la imposibilidad de comunicarse pese a que podemos observar que es algo que ambos anhelan. El padre demuestra una legítima preocupación por su hija aun si no puede expresarlo cabalmente y Alba por un lado siente incluso hasta vergüenza por su padre pero a la vez una necesidad de incorporarlo a su vida. Gran parte del relato registra los difíciles intentos de estos dos seres para encontrarse. En el marco de una familia rota, todos sus integrantes están heridos de una manera u otra, y aunque el punto de vista sea mayormente el de la niña también asistimos a momentos de la intimidad del padre. A pesar de que parece tenerlo todo servido para el drama lacrimógeno, la realizadora y guionista Ana Cristina Barragán no demuestra ninguna intención de caer en el golpe bajo o la explotación emocional. El suyo es un film sorprendentemente sobrio a la hora de tratar con materiales sensibles y respeta a sus personajes sin exponerlos de manera obscena. Filmado con un registro paciente y un estilo austero, cámara en mano, sin acompañamiento musical salvo el que los personajes puedan estar escuchando en determinando momento, el film demuestra atención a los detalles cotidianos, a los rostros, los gestos, a ciertos objetos y a momentos en apariencia insignificantes pero cargados de sentido. Un estilo de observar que recuerda al registro obsesivo de los Dardenne. Alba es tanto el primero como el hasta ahora único largometraje de Barragan después de cuatro años desde su ópera prima, aunque revisando su filmografía se cuentan algunos cortometrajes en 2019. En cualquier caso, demostró aquí una sensibilidad que hacen esperar más cosas de ella en el futuro. ALBA Alba. Ecuador, 2016. Dirección: Ana Cristina Barragán. Elenco: Macarena Arias, Pablo Aguirre, Amaia Merino, Isabel Borje, María Pareja, Mara Appel, Maisa Herrera. Guión: Ana Cristina Barragán. Fotografía: Simon Brauer. Montaje: Yibran Asuad, José María Avilés, Ana Cristina Barragán, Juan Daniel F. Molero. Dirección de Arte: Oscar Tello. Producción: Isabela Parra, Ramiro Ruiz. Producción Ejecutiva: Konstantina Stavrianou, Irini Vougioukalou. Duración: 94 minutos
“Caballo de mar”, de Ignacio Busquier Por Ricardo Ottone - 12 agosto, 2020 Compartir Facebook Twitter Se estrena comercialmente en Cine.Ar TV (el jueves 13 de agosto a las 22 y repite el sábado 15 de agosto en el mismo horario). A partir del 14 de agosto estará disponible en la plataforma Cine.Ar Un barco hace su parada en un pueblo portuario para descargar y aprovisionarse. Los marineros aprovechan el interludio en tierra para salir a dar una vuelta con el compromiso de regresar esa misma noche cuando la embarcación vuelva a hacerse a la mar. Ya saben que el que no llega a tiempo se queda atrás. Uno de esos marineros es Rolo (Pablo Cedrón) quien decide terminar la noche tomándose unos vasos de vino en un bar mientras espera la hora de volver a bordo. Allí conoce a Leo (Martín Tchira), un personaje poco claro que le pide un favor supuestamente simple mientras él se ausenta. Rolo acepta a regañadientes apremiado por el escaso tiempo del que dispone y, tras un confuso incidente, termina desmayado. Cuando despierta a la mañana siguiente se da cuenta que ha perdido el barco. Pero esa debería ser la menor de sus preocupaciones ya que a su lado está vigilándolo Loyola (Alfredo Zenobi), un policía del pueblo quien le encarga encontrar a Leo bajo la amenaza de acusarlo de cómplice del robo a un supermercado que este habría cometido antes de desaparecer. Rolo tiene que quedarse en el lugar contra su voluntad y llevar a cabo esa misión sin demasiadas pistas. En el transcurso conoce a Dora (Ailín Zaninovich) una amiga de Leo con quien emprende la búsqueda. Filmado en Necochea, el primer film de ficción de Ignacio Busquier es un noir de puesta estilizada, una fotografía a cargo de Fernando Marticorena (El eslabón podrido) que aprovecha bien el entorno semirural en que se mueven los personajes y un logrado clima enrarecido y amenazante al que contribuye también la música de Christian Basso. La trama policial sin embargo no cierra del todo y su base es bastante endeble. La forma en que el protagonista se ve envuelto en esa trama se siente arbitraria y poco convincente, y los personajes terminan actuando muchas veces sin mayor justificación o explicación. Rolo, que actúa bajo amenaza y deberá estar apremiado, se mueve lento y sin apuro, habla poco y pregunta menos, llevado de las narices sin cuestionarse demasiado, por lo menos no abiertamente, las intenciones de los otros. Pareciera que la motivación que está en la base del relato, encontrar a Leo y la plata del robo, si se la piensa como el MacGuffin que pone a los personajes en movimiento, no cumple demasiado su función o por lo menos no lo sacude lo suficiente. Esta impresión de los personajes, como si en el transcurso hasta se olvidaran de su misión, alcanza también al relato en sí, que por momentos deja de darle importancia perdiéndose en otros avatares, en particular el derrotero personal de su protagonista. Caballo de mar es la última película filmada por Pablo Cedrón, un actor talentoso y versátil de una riquísima trayectoria que falleció tempranamente en 2017 y a quien está dedicado el film. Cedrón compone a Rolo como un personaje rústico, introvertido, que además intuimos herido y lo hace de manera creíble aún si las circunstancias en que se ve envuelto no lo son tanto. Rolo es llevado de un lado al otro, un poco aturdido y un poco desorientado. Un marinero que perdió su barco y quedó varado en forma tanto literal como metafórica. Algo de su historia se desprende de lo poco que se sabe de su esposa o del hijo cuya existencia intuimos a partir de los dibujos infantiles en su camarote. Así, varado en tierra y sin comerla ni beberla, Rolo se mueve a tientas e incómodo, relacionándose de maneras extrañas con personajes también extraños, como en una pesadilla de desarrollo circular en la cual no hay mucho sentido, en un relato que se va deshilachando como el deambular errático de su protagonista. En algún momento del mismo se trata de retomar la premisa del comienzo y sorprendernos, cuando ya es tarde. CABALLO DE MAR Caballo de mar. Argentina. 2017. Dirección: Ignacio Busquier. Elenco: Pablo Cedrón, Ailín Zaninovich, Alfredo Zenobi, Martín Tchira. Guión: Ignacio Busquier. Fotografía: Fernando Marticorena. Música: Christian Basso. Montaje: Ignacio Busquier. Dirección de Arte: María Florencia Tucci. Dirección de Sonido: Germán Suracce. Producción Ejecutiva: Ignacio Busquier, Nuria Arnaud. Jefe de Producción: Pedro Dapello. Duración: 93 minutos.
Se estrena comercialmente en Cine.Ar TV (el jueves 6 de agosto a las 22 y repite el sábado 8 de agosto en el mismo horario). A partir del 7 de agosto estará disponible en la plataforma Cine.Ar El interés del realizador Francisco D’Eufemia por el paisaje como elemento fundamental a la trama se puede rastrear hasta su documental Canción perdida en la nieve (2015) dedicada al único exponente local del muy germano Cine de Montaña. Allí el coleccionista y docente Fernando Martín Peña sostenía que en ese género el paisaje opera como un personaje más. Y eso es exactamente lo que sucede en las dos películas de ficción de D’Eufemia, aunque aborden otros géneros. En Fuga de la Patagonia (2016, codirigida junto a Javier Zeballos) es el paisaje patagónico a la vez bello y hostil, tanto un escenario como un antagonista en la huida protagonizada por el perito Francisco Moreno de su cautiverio con los mapuches. En el caso de su más reciente película, Al acecho, se trata del Parque Pereyra Iraola en la Provincia de Buenos Aires. Pablo Silva (Rodrigo de la Serna) es un guardaparque que, por un incidente que no se aclara del todo y cuya responsabilidad él niega, es trasladado desde el parque donde estaba asentado al Pereyra Iraola mientras su sumario se resuelve. Allí se pone a las órdenes de Venandi (Walter Jacob), responsable del lugar, quien le encomienda diversas tareas entre ellas el patrullaje de algunos sectores. En una de sus recorridos encuentra primero un zorro encerrado en una jaula al cual rescata y de allí la pista lo va llevando al descubrimiento de una red de caza furtiva y tráfico de animales. Silva no sabe en quién confiar y no reporta su descubrimiento, iniciando la investigación él solo, con los peligros que esto conlleva. D’ Eufemia entonces aprovecha ese paisaje de Parque, por un lado agreste y rural y por el otro atravesado por lo humano, con las huellas de los asentamientos militares y la influencia de su cercanía con la zona urbana. Un escenario en que el protagonista se mueve con la familiaridad de su relación con la naturaleza y a la vez con la tensión que implica el peligro que allí acecha en cualquier rincón. La cámara lo sigue lo acompaña, se acerca o se aleja y muestra cómo se sumerge entre la vegetación y también entre las ruinas de las viejas instalaciones militares ahora recuperadas por lo salvaje. Esta dualidad del paisaje está presente también en el protagonista. El film juega con las expectativas del espectador y lo mantiene en suspenso no solo en cuanto a la trama policial, acerca de quiénes son los responsables y hasta donde llegan las complicidades, sino también acerca del propio Silva con quien uno puede identificarse por momentos pero a la vez extrañarse de él, sabiendo que no termina de revelarse, que no están claros ni su pasado ni sus intenciones. Pero incluso ese extrañamiento no impide que se mantenga el interés por lo que le pasa y se pueda sentir cierta empatía. Silva logra establecer algunas relaciones, sobre todo con el personaje de Camila (Belén Blanco) pero eso no hace que baje la guardia. Está, efectivamente, siempre al acecho y transmite también al espectador esa desconfianza de quien siente que no puede confiar en nadie, incluso acerca del mismo protagonista. Una característica fundamental del personaje de Silva es que es moralmente ambiguo y hasta un poco resbaladizo. No está claro si es una víctima, si es un farsante, si es alguien que quiere redimirse o si quiere involucrarse en una trama más turbia. Hay un paralelo entre este y el zorro enjaulado que rescata y con quien hace una conexión de cierta trascendencia. Un paralelo un poco subrayado pero que da esa idea del protagonista también como una criatura contenida pero salvaje. Definida por sus autores como un Thriller Rural, Al acecho se trata de un entretenido film de género, que mantiene el interés y la tensión, con personajes bien construidos y complejos, diálogos fluidos y creíbles y escenas de acción secas y efectivas. D’Eufemia reafirma aquí su compromiso con el cine de género, el Western en el caso de Fuga de la Patagonia o el Thriller en el caso de este film (o incluso el Cine de Montaña como tema de su primer documental). Que el Western sea patagónico o el Thriller sea rural habla no sólo del interés del realizador por los géneros sino también de su voluntad de buscarles una vuelta, estirar un poco sus límites y explorar sus posibilidades. AL ACECHO Al acecho. Argentina. 2019. Dirección: Francisco D’Eufemia. Intérpretes: Rodrigo de la Serna, Belén Blanco, Walter Jakob, Hector Bordoni, Pablo Ragoni, Facundo Aquinos. Guión: Fernando Krapp, Francisco D’Eufemia. Fotografía: Diego Poleri. Montaje: Francisco D’Eufemia. Música: Ariel Polenta. Diseño de sonido: Natalia Toussaint. Dirección de arte: Juan Pedro del Valle. Producción: Tomás de Leone. Producción ejecutiva: Maia Menta. Duración: 85 minutos.
La triple frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay es una locación que se viene repitiendo, y no solo para el cine local, por su aura, justificada o no, de tierra de nadie, de lugar sin ley. Un escenario de frontera tanto física como simbólica donde se llevan al límite ciertas pasiones y miserias humanas es el escenario en que Oscar Tabernise ambientó su novela “El muertito”. Tabernise, conocido guionista de cine y televisión, célebre sobre todo por ser uno de los autores de la exitosa serie Poliladron (1994), adaptó al cine su propia novela, renombrada ahora como Agua dos Porcos, mientras que la dirección del film quedó a cargo de Roly Santos (aquí la entrevista). Ambos ya habían trabajado juntos en la serie Dédalo (2017). La frontera es también adonde van a parar los desesperados, los que no tienen nada que perder. Y eso es precisamente Lucio Gualteri (Roberto Birindelli), un ex-policía devenido detective privado, un tipo derrotado sin otra razón para vivir que recuperar el amor de su hija adolescente y por la cual va aceptar el trabajo que lo lleva a este lugar perdido en medio de la selva. Su misión consiste en investigar el asesinato de un personaje prominente y quien se la encarga es el hermano de la víctima. Lo que le encomienda es una pesquisa paralela a la de la policía ya que esta parece no tener los elementos ni el interés para llevarla a buen puerto. En esta zona que se maneja con su propia ley, donde la corrupción es cotidiana y la tensión, la desconfianza y el temor es palpable de manera permanente, Gualtieri se va a encontrar en principio con lo que parece una red de trata de personas y la compra y venta de bebés y va a derivar en algo incluso más sórdido. Agua dos Porcos se plantea como un policial noir, un género del que toma varios de sus elementos clásicos, la corrupción del sistema y las instituciones, el clima de fatalidad y sobre todo el carácter de su protagonista. Guarini es un perdedor típico, un tipo desencantado pero con un código moral firme, de constante (y justificado) malhumor y respuestas cortantes, que además para ayudar a su imagen border fuma todo el tiempo y bebe también en cantidades generosas. Un antihéroe interpretado de manera convincente por Roberto Birindelli. Una historia de este tipo requiere una atmósfera particular que la sostenga pero en este caso la realización no acompaña por la tosquedad de la puesta en escena, la música intrusiva y redundante y una estética plana. El protagónico de Birindelli es lo más destacado del film junto con el policía corrupto interpretado por Daniel Valenzuela y el conserje un poco perturbado interpretado por Juan Manuel Telletegui. Estos dos últimos, personajes bastante genéricos y lineales pero que sus actores logran darle carnadura y hacer más creíbles. El resto del elenco no tiene tanta suerte y se debate sin éxito con parlamentos impostados y situaciones acartonadas tomadas de lugares transitados del género. Si desde el guión se propone como un relato influenciado por el cine noir clásico y cierto realismo sucio, en cuanto a su puesta lo que el film más recuerda es a algunos policiales argentinos de los años 80 que bordeaban el exploitation, como Las esclavas (1987) o Los corruptores (1987), con propuestas de corte sensacionalista, desnudos gratuitos, escenas de sexo grasas, escenas de acción chapuceras y personajes unidimensionales. Y si la trama consigue generar cierto interés en los primeros tramos pese al descuido formal, un final apresurado y torpe termina de desbarrancar y malograr la propuesta. AGUA DOS PORCOS Agua dos Porcos. Argentina/Brasil, 2019. Dirección: Roly Santos. Elenco: Roberto Birindelli, Daniel Valenzuela, Juan Manuel Tellategui, Mayana Neiva, Allana Lopes, Luiz Guilherme, Leona Cavalli. Guión: Oscar Tabernise, basado en su novela “El Muertito”. Fotografía Vinni Gennaro. Música Edu Zvetelman. Montaje: Jerry Zottola. Dirección de arte: Magno Ferreira. Sonido directo: Diego y Marcelo Ribas. Diseño de sonido: Marcos Zoppi y Emiliano Biaiñ. Producción ejecutiva: Rubens Gennaro, Virginia Moraes. Coproducción. Lucía Alcaín, Iñaki Echeverría. Duración 103 minutos
El realizador Luis Sampieri (aquí la entrevista) cuenta que su descubrimiento del arriero Mario Reyes se dio en dos partes o episodios. Primero hace unos treinta años, cuando éste lo llevó junto a unos amigos a la cumbre de un cerro. Luego hace unos siete cuando, residiendo en un pueblito de Catamarca, fue a reclamar por el servicio interrumpido de Internet. De la empresa le contestaron que se había cortado debido un temporal y había que esperar a que un técnico acompañado de un arriero subiera al cerro a reparar la antena. Ese arriero era Mario Reyes. De ese segundo encuentro (o más bien reconocimiento) que resignificó al primero, Sampieri obtuvo su próxima película y obviamente su protagonista. Señales de humo es la puesta en escena de esa misión. El film arranca con las tareas diarias de Mario, quien tiene un rol activo en la comunidad del pueblo de Amaicha del Valle, Tucumán. Pero no se trata de un día cualquiera porque la conexión a Internet se corta produciendo un pequeño revuelo en la zona. Es entonces que a Mario se le encomienda acompañar al Ingeniero de la compañía para que éste repare la antena que se encuentra en una zona aislada a cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Allí parten ambos en un viaje por una geografía hermosa pero inhóspita. En ese terreno la naturaleza es la que manda y en esta odisea en busca de restablecer los canales de comunicación de la modernidad hay que hacer frente a la altura, el viento, el frío, la lluvia y la niebla. Más aún, llegar a destino no necesariamente implica el fin de la peripecia. Suerte de documental ficcionalizado o ficción con elementos de documental, con tomas largas, planos cuidados, atención al paisaje, los rostros y las tareas más cotidianas, recuerda en algunos pasajes a los primeros films de Lisandro Alonso. Sampieri hace que Reyes se interprete a sí mismo reproduciendo una tarea para él conocida. Paralelamente se muestran diferentes situaciones y personajes del pueblo, sus rutinas interrumpidas y sus reclamos para continuar una vida ya habituada a la virtualidad. Una forma de mostrar las formas en que se da la comunicación contemporánea, donde la tecnología es algo cotidiano y naturalizado incluso en estos contextos alejados de los grandes centros urbanos y presuntamente más naturales. De lo que se trata finalmente es del contraste entre lo viejo y lo nuevo, pero en donde la relación entre ambos no se da sólo como un choque. Uno no anula al otro ni tampoco puede reemplazarlo completamente. Donde este contraste y a la vez continuación se observa claramente es en la imagen de una mula llevando en su lomo la antena parabólica mientras trepa la montaña. La tecnología llegó para quedarse pero lo viejo persiste, ambos términos, representados también por sus dos protagonistas, coexisten. La naturaleza sigue dictando sus reglas (un temporal puede cortar la señal de miles de kilómetros y dificultar su restablecimiento) y los saberes más antiguos, incluso ancestrales, siguen vigentes: el conocimiento del terreno por parte del arriero, la lectura de las nubes para determinar su posible comportamiento, las formas de medición más precisas en comparación con las menos confiables de los equipos actuales según señala el Ingeniero concluyendo que “por ahí, quien te dice, hay que creerle a los viejos”. Incluso entran en esta categoría las señales de humo del título, que el dúo protagónico utiliza para avisar que llegaron bien a destino. Sampieri plantea esta dualidad pero no lo hace de manera maniquea, incluso si se permite señalar cómo nos hemos vuelto dependientes de la tecnología. Muestra que las cosas son complejas, que ambas formas se superponen y, aun en conflicto, deben convivir al mismo tiempo. SEÑALES DE HUMO Señales de humo. Argentina. 2020 Dirección: Luis Sampieri. Elenco: Mario Reyes, Cecilio Condori, Rodolfo Abella, Jorge Mercado, Gustavo Zalaza “Kopo”. Guión: Luis Sampieri. Fotografía: Mauricio Asial. Montaje: Luis Sampieri. Dirección de Sonido: Martín Litmanovich. Música: Karina Martinelli y José Sanutucho. Producción Ejecutiva: Rodolfo Durán. Jefa de producción: Patricia Salvadeo. Duración: 72 minutos.
Los preparativos para una puesta en escena de La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, constituyen la excusa para que el realizador Diego Schipani, en su primer largo documental, trace un perfil de Willy Lemos, quien protagoniza la obra en el papel de Bernarda y es uno de los pioneros del transformismo en la escena local haciendo papeles de mujer ya desde los años de dictadura. Su vida, su trayectoria y también, indisolublemente ligada a él, la historia del under de los 80 del que formo parte desde sus inicios con Los Peinados Yoli o Besos de Neón y del ambiente gay desde fines de los 70 y los 80. Esto implica de modo inevitable hablar también de la represión en esa escena y en ese ambiente hasta bien entrados los 80 y bien establecida la democracia. El film de Schipani apela muy poco al archivo, apenas un breve video de una presentación del dúo Besos de Neón, o a las entrevistas, todas agrupadas al principio jugando más bien como introducción. El relato oral entonces queda en manos de Lemos ya no en situación de entrevista sino al mismo tiempo que se suceden otras actividades: en los ensayos, durante las pruebas de maquillaje, en reuniones con amigos. Ahí es donde el protagonista se abre y va dirigiéndose menos al espectador que a su interlocutor del momento, contando sin particular orden episodios de su vida (algunos muy duros, como situaciones de abuso en su niñez), momentos amargos y festivos, los amores, el sexo, su carrera, la persecución, las fiestas clandestinas, la aparición del SIDA o sus viejos compañeros algunos de los cuales ya no están. En algunos casos con añadidos de sus amigos en un tono relajado y cómplice y también situaciones más íntimas donde alcanza un carácter confesional. Paralelamente asistimos a las audiciones de casting para la obra en el Teatro Margarita Xirgu, llevadas por su director Ariel Farace junto Verónica Llinás (otra figura clave del under de los 80 como integrante de Gambas al Ajillo), al poeta Fernando Noy y el propio Lemos. No parece casual en este contexto la elección de La Casa de Bernarda Alba por lo que significa Lorca como autor homosexual, perseguido y asesinado, así como el hecho de tratarse de una obra sobre la represión de los sentimientos, las apariencias, los deseos aplastados y las ansias de libertad. Al mismo tiempo Lemos va preparando su papel de Bernarda y el realizador se propone un ejercicio que es el de mostrarlo ensayando no en el escenario del teatro sino en contextos periféricos, como los pasillos y las salas de máquinas, en plena calle o un lugar que puede parecer disonante como un estacionamiento pero que en realidad es de lo más pertinente porque en ese mismo lugar es donde funcionó Cemento. El contraste entre un Lemos vestido y maquillado declamando sus partes asistido por su amigo Noy en esos escenarios produce un interesante efecto de extrañeza. Y así como somos testigos de sus preparativos nunca llegamos a ver la obra terminada. Lo importante aquí para Schipani es el proceso, del mismo modo que en el caso del propio documental que habla también de sí mismo y expone los resortes de su propia construcción. Con frecuencia Lemos, en tanto protagonista, habla del film que se está haciendo y se pone en discusión lo que es y lo que podría ser, así cómo se explicitan las diferencias entre el documental que quiere Lemos, el que quiere Schipani e incluso el que quiere su co-productora y co-guionista Albertina Carri que ya había realizado un similar ejercicio de cine dentro del cine en Los Rubios. En línea con otros documentales recientes que tomaron el fenómeno del under de los 80 como Cemento, el documental (2017) o La Organización Negra (2016), el ambiente gay de esa década como El silencio es un cuerpo que cae (2017) o El puto inolvidable, vida de Carlos Jáuregui (2018), o de ambos como La peli de Batato (2011), el documental de Schipani pone en juego con humor, a través de la historia y la voz desenfadada y lúcida de Lemos, temas como la sexualidad, la vanguardia, la libertad, las relaciones entre la vida privada y las luchas colectivas y el alto costo de algo tan inalienable como el derecho al goce. BERNARDA ES LA PATRIA Bernarda es la Patria. Argentina. 2020 Dirección: Diego Schipani. Intérpretes: Willy Lemos, Verónica Llinás, Fernando Noy, Ariel Farace, Víctor Anakarato, Mario Filgueira. Guión: Albertina Carri, Diego Schipani. Fotografía y Cámara: Federico Bracken. Edición: Lautaro Colace. Diseño de Sonido: Esteban Golubicki. Producción: Albertina Carri, Diego Schipani. Duración: 71 minutos.
Lina es peruana y trabaja como empleada doméstica para una familia de clase alta en Santiago de Chile. Tiene su familia en Lima y particularmente a su hijo adolescente con quien tiene una relación virtual no muy fluida. En los días previos a la Navidad, Lina se prepara para viajar a Lima a pasar las fiestas con su familia mientras reparte su tiempo entre su habitación (su cama en realidad) en una pensión para inmigrantes y la casa a estrenar de sus patrones en un barrio privado. Allí vigila las obras de construcción de la nueva piscina en ausencia de los dueños. En ese periodo Lina tiene que hacer también un replanteo emocional acerca de su realidad, sus relaciones y sus deseos. El primer largometraje de ficción de María Paz González se maneja en dos registros para contar esta historia y retratar a su protagonista. Uno de tipo naturalista, de observación precisa de la cotidianeidad de Lina (González afirma que hizo una investigación para un documental antes de decidirse por la ficción) donde la seguimos en su día a día, sus tareas diarias y sus relaciones bastante poco satisfactorias que incluyen las espaciadas y frustrantes comunicaciones con su hijo, los envíos de dinero a su familia, las visitas con amigas en Chile a los bares y locales bailables de la comunidad peruana. De sus patrones sabemos poco, es con la hija adolescente de estos con quien tiene una relación más fluida y con la que comparte cierta complicidad. Por otro lado hay un tipo de registro más lúdico, que puede pensarse opuesto pero es más bien complementario, que acude al artificio más descarado de los números musicales. Estos se van insertando en medio del relato naturalista y de algún modo su irrupción implica una ruptura con el tono que se viene siguiendo pero estos momentos no desentonan y se integran de manera orgánica, sirviéndose de las canciones para contar parte de la historia y dar lugar a que Lina exprese sus sentimientos por medio de las letras. Las canciones suponen un seleccionado de géneros populares que incluyen desde un inicial villancico a varios ritmos folklóricos. Con una puesta en escena particular a cada número que abraza el musical de Hollywood pero también la estética del especial televisivo y las de la religiosidad popular propias de la estampita con una intención pop. Aun así los límites que parecen definidos no lo son tanto. El relato más realista responde a la comedia y hasta algo de la estética pop se le cuela en la presencia regular del brillo, el neón y la profusión de los rosas y turquesas. Lina está a la espera de varias cosas: en la víspera de un viaje haciendo las compras de regalos, esperando que los trabajadores terminen la piscina con su patrones ausentes en una casa sin estrenar que tiene todos sus muebles envueltos en plástico, incluso el colchón donde Lina ocasionalmente duerme y (obviamente sus patrones no lo saben) a veces tiene sexo. Una suerte de tiempo suspendido en una especie de no-lugar, como para dar cuenta también de un momento de incertidumbre para su protagonista. Lina se da cuenta que su hijo no parece necesitarla demasiado y muestra escaso interés en hablar con ella. La relación con sus patrones si bien cordial no deja de guardar las distancias de clase. Prueba de ello es la escena en que al salir del barrio privado el encargado de seguridad le revisa el bolso para ver que no se robe nada, algo que se intuye cotidiano y naturalizado. En ese periodo particular Lina está como a la búsqueda de algo que no sabe bien cómo encaminar y mientras tanto sale con amigas, va a bailar, tiene algunos affaires de ocasión (que se muestran sin ninguna moralina) y trata de arreglar sus problemas cotidianos. María Paz González aborda un tema, el de la inmigración, que ha sido recorrido generalmente desde el realismo, el documental y el drama social. Algo de eso está presente en Lina de Lima pero la realizadora prefiere encararlo desde otro lado, integrando el costumbrismo, el musical y la comedia y a través del puro artificio hacer esa historia y esos personajes creíbles y cercanos. Cuenta también para ello con Magaly Soler que interpreta a Lina con gracia y la hace muy empatizable. Así es como muestra una realidad que para su protagonista es difícil, que tiene momentos incómodos, desaires y obstáculos inesperados, pero también tiene sus alegrías y sus momentos luminosos, y lo hace de manera original y sensible. LINA DE LIMA Lina de Lima. Chile/Argentina/Perú, 2019. Dirección: María Paz González. Elenco: Magaly Solier, Emilia Ossandón, Sebastián Brahm, Javiera Contador, Herodes Joseph, Edgardo Castro, Cecilia Cartasegna. Guión: María Paz González. Fotografía: Benjamín Echazarreta. Montaje: Anita Remón. Música: Cali Flores, José Manuel Gatica Eguiguren. Dirección de Sonido: Sofía Straface. Dirección de Arte: Susana Torres. Producción: Giancarlo Nasi, Maite Alberdi. Co-producción: Gema Juárez, Brian Jacobs. Duración: 83 minutos.