LUCES Y SOMBRAS DEL SUEÑO AMERICANO No viene mal recordar que Contra lo imposible es un proyecto que viene desarrollándose desde hace muchos años y que en un momento iba a titularse Go like Hell, con Brad Pitt y Tom Cruise como protagonistas, bajo la dirección de Michael Mann. Vale la pena detenerse en el último nombre, no solo porque el realizador terminó siendo el único involucrado en la versión final (aunque como productor ejecutivo), sino porque unas cuantas tonalidades de su cine están presentes en la película finalmente dirigida por James Mangold y con Christian Bale y Matt Damon en los protagónicos. Es que, al fin y al cabo, lo que vemos es una oda al profesionalismo pero también un lente para observar los claroscuros de ese imaginario conocido como el “american dream”. Es que el film, centrado en la historia real de cómo el piloto Ken Miles (Christian Bale) y el diseñador de autos Carroll Shelby (Matt Damon) se unieron para llevar a Ford a una victoria impensada contra Ferrari en la edición de 1966 de las 24 horas de Le Mans, es una verdadera suma de contrastes y confluencias. No solo por cómo son los protagonistas –Shelby un tipo carismático y entrador, Miles uno de esos lobos solitarios al que solo entienden su esposa e hijo-, sino también por el camino repleto de obstáculos que enfrentan, en el que el principal adversario es la propia organización que los contrata. Ford es retratada en la película como una corporación sustentada un pasado glorioso y que se propone actualizarse a los tiempos que corren, pero que a la vez no puede dejar de comportarse como una entidad burocrática y calculadora, plagada de ejecutivos que no tienen una verdadera conexión con el ámbito del automovilismo. De ahí que Mangold, así como en Logan se apoyaba en el western para entender a su protagonista y un mundo que lo dejaba marginado, en Contra lo imposible recurre al género deportivo para contraponer visiones éticas sobre lo que debe ser el profesionalismo. Miles y Shelby encarnan lo americano desde la aplicación entre metódica y artesanal del talento, desde la vocación por darle lugar a la creatividad e incluso la improvisación sin dejar de lado los planes preestablecidos, pero chocan con otra representación de lo americano, que son las estructuras corporativas, los comités de ejecutivos que para finales de los sesenta anticipaban la globalización. En Contra lo imposible hay máquinas y maquinaciones, cálculos y calculadores, gente que quiere alcanzar la gloria y gente que quiere adueñarse de la gloria. En ese despliegue de paradojas, el film de Mangold no busca salidas fáciles y se permite –al igual que El informante, esa gran película de Mann sobre la ética periodística enfrentándose con la corporativa- arribar a un cierre con conclusiones amargas aun en el marco del triunfo. Luego de seguir a dos tipos honestos como Shelby y Miles, de resaltar que con el talento individual no alcanza y que se necesita el apoyo del círculo profesional y afectivo –la mujer de Miles es probablemente el otro gran personaje del relato-, Contra lo imposible se ocupa de dejar en claro que hay costos a pagar. La escena final, conmovedora y confirmando la estupenda actuación de Damon –que junto a Bale construyen un dúo perfecto-, escapa al heroísmo banal y superficial, encontrando los pliegues y grises que la historia oficial muchas veces elude.
LOS PELIGROS DE LA CLONACIÓN CINEMATOGRÁFICA Viendo el tedioso film que es Proyecto Géminis, no podía evitar recordar otras películas fallidas, pero que ya tienen unos cuantos años a cuestas: la premisa remite a ese bodoque con Arnold Schwarzenegger llamado El 6° día y las peleas digitales a las de la saga Blade –solo la del Guillermo del Toro vale la pena-, pero también andan rondando atmósferas propias de Yo, robot o Soy leyenda. Pero en el caso de las dos últimas, no tanto por algunos de sus personajes que son pura invención de los efectos visuales y de capturas de movimientos, sino por la presencia de un Will Smith que, a fuerza de repetir eternamente un paquete limitado de gestualidades, ya es una especie de clon de sí mismo. Pero el problema no es solo de Smith, sino también de Ang Lee, un realizador que en su momento supo encontrar en las herramientas tecnológicas una vía más para potenciar sus narraciones –por ejemplo, en Una aventura extraordinaria, Hulk o El tigre y el dragón– pero que desde Billy Lynn´s long halftime walk parece no encontrar el rumbo, como si lo tecnológico se estuviera devorando su cine. En este film, centrado en un experto asesino a sueldo que se ve perseguido por un clon más joven de sí mismo, nunca hay un asomo de su personalidad capaz de crear imágenes impactantes o personajes con cierta carnadura. Apenas un relato sumamente rutinario, al que le cuesta una enormidad plantear su propia premisa y luego se muestra incapaz de generar sorpresas. Esa previsibilidad constante de la que Proyecto Géminis nunca logra salir decanta rápidamente en aburrimiento y el que pretende ser su principal motivo de atracción –ver a ese clon joven de Smith- se convierte en un punto más en contra: esa creación digital es tan irreal, tan palpablemente artificial a pesar de los millones de dólares volcados en la producción, que lleva a que nunca creamos en sus dilemas éticos y morales. Y eso que el film se la pasa enunciando sus conflictos, con unos cuantos parlamentos que nunca salen de lo obvio. Encima, progresivamente, vuelve a surgir una problemática cada vez más constante en las películas de Smith y que la puesta en escena Lee no puede evitar: la negación de la oscuridad, la búsqueda permanente de conclusiones y cierres tranquilizadores que eviten todo dolor o pérdida, aun a costa de que el espectador no conecte en absoluto con lo que se está contando. De ahí que Proyecto Géminis nunca se desvíe de lo pautado, no arriesgue nunca y jamás exhiba rasgos de ambigüedad que le brinden mayor volumen al choque entre antagonistas, más allá de un par de escenas de acción filmadas a reglamento. Sus resoluciones, apresuradas y torpes, llaman la atención para un proyecto que tardó más de veinte años en concretarse. Y quizás ese tiempo de concreción sea un indicador relevante: Proyecto Géminis, con sus efectos visuales que pretenden funcionar como remiendos de una narración que desperdicia todo su potencial pero que se revelan limitados –principalmente en la escena final, donde pareciera que se acabaron los dólares-, atrasa mínimo un par de décadas y parece un producto de otra época, un film que pretendió anticipar el futuro pero que solo remite a un pasado olvidable.
RITUALES Y APRENDIZAJE Si hay un problema casi crónico en el panorama del cine argentino es su dificultad para darle una voz consistente a los menores de edad de cualquier estrato social. Las películas nacionales no suelen hablar de la infancia y/o adolescencia, y menos aún interpelar al potencial público que abarca. De ahí que La vida en común no deje de ser un pequeño hallazgo, no tanto porque le hable a los niños y adolescentes, pero sí porque se atreve a darles una voz, o al menos un espacio-tiempo para que se expresen y un conflicto que los muestre en acción. El film de Ezequiel Yanco se centra primariamente en Uriel, un joven que, cuando un puma acecha a la comunidad en la que vive, a diferencia de sus pares (que quieren cazarlo para cumplir con un ritual que refiere a tradiciones de pueblos originarios) decide tomar otro rumbo, que lo coloca en un lugar particular y distintivo. Lo que contemplamos es un relato de aprendizaje pero también de rutina y convivencia en un lugar como el Pueblo Nación Ranquel, con sus reglas, perspectivas y convenciones que lo distinguen. Lo individual, íntimo y subjetivo se entrelazan con lo coral y comunitario en una narración concisa y a la vez potente. El otro gran protagonista de La vida en común es el paisaje, pero no como un mero conjunto de imágenes bellamente fotografiadas, sino como un factor que define a los distintos personajes que va sumando el relato. La voz en off de Uriel, subrepticiamente y en voz baja, como en un susurro, es un indicador de esta relación entre los sujetos y el entorno, entre los hombres –y los que procuran ser hombres- y una naturaleza que funciona como proveedora pero también como entramado hostil. La vida en común encuentra lo fascinante de estas ambigüedades y contradicciones, y en sus apenas 70 minutos encuentra las formas para transmitir los pequeños cambios que suceden, sin subrayados y con la dosis necesaria de empatía. Al fin y al cabo, lo que está contando es una pequeña aventura, y por suerte nunca se olvida de eso, dándole una vuelta de tuerca al género.
UN VIAJE INTERIOR Y EXTERIOR La apuesta de Mujer Medicina tiene sus particularidades y vetas de interés: el documental de Daiana Rosenfeld construye una puestas en escena distintiva para abordar la historia de Fedra Abrahan, una mujer que, luego del fallecimiento de su padre, emprende un viaje a la selva amazónica en Perú para atravesar el duelo, realizar una serie de rituales de sanación y consolidar su aprendizaje de las prácticas chamánicas. Esa decisión lleva al film a conseguir unos cuantos hallazgos, aunque también termina regodeándose en su estética. La vía que encuentra la lente de Rosenfeld –que por algo está no solo a cargo del guión y la dirección, sino también de la fotografía y el montaje- para conectar con el recorrido de Abrahan es la de convertir ese viaje interior en uno exterior. De ahí que el relato adquiera por momentos una estructura fragmentaria y cuasi atemporal, donde el paisaje dicta el ritmo y los diálogos quedan muchas veces fuera de campo. En unos cuantos pasajes, Mujer Medicina es una película más de sensaciones y percepciones ambiguas que de hechos o eventos concretos, lo cual incluso permite que fluya adecuadamente el discurso didáctico que impregna la narración. Lamentablemente, el film va entrando en un ciclo de repetición y cuasi regodeo en sus virtudes estéticas, lo cual le termina quitando potencia narrativa a lo que se está contando. Hay un estiramiento de las acciones, la premisa se va disolviendo y lo que se impone es el didactismo para explicar el proceso de aprendizaje y purificación interior de Abrahan. Aun así, Mujer Medicina no deja de ser un documental atractivo, que elude algunas convenciones y crea atmósferas subyugantes, que la colocan en un lugar distintivas dentro de la producción nacional.
ENTRE STEPHEN Y STANLEY Contrariamente a lo que podría pensarse en un vistazo inicial, Doctor Sueño no es una secuela cualquiera, o más bien, no sigue los parámetros habituales. Por un lado, adapta la premisa y la estructura narrativa de una novela de Stephen King que funciona como continuación de El resplandor, uno de los primeros –y más emblemáticos- éxitos literarios del autor. Por otro, no deja de referenciarse en la iconografía de la adaptación cinematográfica de 1980 dirigida por Stanley Kubrick, a la que (vale la pena recordar) que King detestó y detesta. Es desde ahí que se va constituyendo en una suma de contradicciones constantes, con las que lidia de manera ambivalente: por momentos abraza, acepta y explicita sus propias ambigüedades, y en otros pasajes parece sentirse un tanto incómoda con lo que tiene para contar. Hay un punto de partida que coloca al film de Mike Flanagan en un lugar distinto al de Kubrick y más cercano al de King, que se da a partir del protagónico: si la película de 1980 era más un retrato sobre la progresiva entrada en la locura del padre y marido alcohólico que era Jack Torrance, el libro era un drama familiar donde la disolución de un matrimonio, la caída final de un padre y marido y el horror cada vez más potente emanado por un hotel maldito eran observados por el lente que implicaba la mirada de un niño con poderes sobrenaturales. El verdadero protagonista de El resplandor para la pluma de King era el hijo de Jack, Danny Torrance, y eso lo termina de ratificar en Doctor Sueño, que sigue a un Dan ya adulto (Ewan McGregor), tratando de lidiar con los traumas de su pasado, repitiendo algunas miserias de su padre –el alcoholismo, la ira a flor de piel, la vocación autodestructiva- pero buscando posibles caminos para su redención. Es por eso que termina recalando en un tranquilo pueblito donde encuentra contención, amistad, apoyo y hasta un propósito: guiar a los ancianos de un geriátrico a una muerte pacífica. Sin embargo, no puede escapar por completo de sí mismo, ya que establece contacto con una niña con poderes parecidos a los suyos y, al mismo tiempo, con una organización siniestra, el Nudo Verdadero, que se alimenta de gente como ellos para mantenerse inmortales. Flanagan va desarrollando todo este marco de dilemas personales y conflictos entre fuerzas antagónicas de manera bastante pausada, incluso preocupándose por darle una entidad palpable a los villanos, que a pesar de sus actos horripilantes no dejan de tener un particular sentido de comunidad, solidaridad y pertenencia. A la vez, no deja de incurrir en subrayados excesivos en algunos diálogos –que por momentos amontonan lecciones de vida-, secuencias puntuales de horror y hasta ideas visuales (como la forma en que se retratan las mentes de las personas) que le quitan verosimilitud al relato. Tanto en lo virtuoso como en lo defectuoso, Doctor Sueño no deja de evocar a la escritura de King, que suele caer en palpables desniveles en sus narraciones. Pero Flanagan no puede dejar de lado la iconicidad de la película de Kubrick y eso se nota particularmente en la media hora final, donde intenta una operación de confluencia entre el imaginario cinematográfico y el literario. O más bien una mutua corrección –y no tanto complementariedad- entre ambas fuentes, que no llega a funcionar del todo. En esos minutos finales, prevalecen los parches, escasea el miedo y el drama interior luce forzado, arribando a una resolución definitivamente desangelada. Secuela problemática en su composición, casi vampírica en su entramado estético y narrativo, Doctor Sueño aprueba con lo justo más por la suma de las partes que por su totalidad.
BUENAS MUCHACHAS Desde antes de su estreno, Estafadoras de Wall Street venía haciendo mucho ruido, con rumores de posible nominación al Oscar para Jennifer Lopez y lecturas feministas superficiales incluidos. Todo eso no hacía más que generar desconfianza desde el diseño previo de la película como evento, pero el film de Lorene Scafaria sorprende eludiendo unos cuantos prejuicios y facilismos. Eso lo logra a partir de un par de decisiones relevantes a la hora de abordar la historia de un grupo de strippers que, en los años posteriores a la crisis financiera del 2008, montaron un esquema de estafas destinado a aprovecharse de los agentes de bolsa de Wall Street. La primera decisión que coloca a Estafadoras de Wall Street en un lugar distinto al pensado inicialmente empieza a quedar clara ya desde el mismo arranque, donde un plano secuencia sigue de manera casi obsesiva a Destiny (Constance Wu) y su recorrido por el club nocturno donde trabaja. Desde ahí –y un montaje por momentos frenético en su ritmo-, Scafaria se aferra a una puesta en escena donde el espíritu del cine de Martin Scorsese anda siempre rondando. Pero no solo eso: la estructura narrativa de la película –un típico relato de ascenso y caída- promueve también un retrato de un submundo que está a la vista y a la vez oculto, donde las líneas que separan lo legal y lo ilegal se van borrando rápidamente, y los personajes (principalmente las protagonistas) actúan con un nivel de impunidad casi infantil. En buena medida lo que vemos es una especie de reversión de Buenos muchachos o Casino pasado por un filtro femenino cuasi comunitario que no deja de retroalimentarse con la construcción objetual que parte de la mirada masculina. Es que la bajada de línea sobre una clase trabajadora vengándose de los tiburones de Wall Street es innegable y a la vez tan obvia que la película apenas si necesita mencionarla a partir de un par de frases que suelta Ramona, la experimentada stripper que encarna Lopez, quien impulsa a Destiny a meterse en su particular emprendimiento criminal. En lo que refiere a la interpretación vinculada a cuestiones de género (lo cual no es necesariamente feminista), requiere de un razonamiento un poco más complejo, porque las mujeres usan sus cuerpos para reventarles las tarjetas a tipos poderosos y ricos, cumpliendo con los mandatos masculinos y a la vez poniéndolos en crisis. Son mujeres que ansían cierta autonomía pero no la consiguen del todo –al fin y al cabo, siempre dependen de los encantos de sus cuerpos- pero a la vez con la astucia suficiente para usar la visión objetual que tienen los hombres sobre ellas a su favor. En Estafadoras de Wall Street lo objetual no implica algo inevitablemente pasivo, aunque la construcción de los cuerpos como mercancías atraviesa todos los planos: eso se puede ver, por ejemplo, en la secuencia que presenta a Ramona exhibiendo su figura frente a un conjunto de hombres hambrientos que no paran de arrojarle billetes. Donde el film es más directo y a la vez potente es desde su segunda gran decisión, que es la de privilegiar la historia de amistad entre Destiny y Ramona, marcada por la empatía casi instantánea, la lealtad, los desengaños, la decepción y las necesidades afectivas. Hay también una tensión sexual que no llega a estallar, pero que tanto Wu como Lopez manejan con sutileza e inteligencia en sus interpretaciones. Ambas están realmente muy bien y son el motor que empuja adelante a Estafadoras de Wall Street, incluso en los pasajes donde cae en un moralismo algo banal. Lo que se impone es el amor entre ellas y allí está la mayor carga de feminidad de la película.
LA META ES LA IDENTIDAD Hace algunos años, tuve mi etapa running, que me llevó en el 2015 a preparar una maratón. Llegué a hacer dos fondos de 30 kilómetros cada uno, pero justo cuando entraba en la etapa final de preparación me terminé lesionando y desde ahí nunca me recuperé adecuadamente como para volver a intentarlo. El sueño se frustró pero quedó la indumentaria y muchas medallas de carreras previas como testimonio. Recientemente, una alumna de la facultad me preguntaba sobre el porqué de tanto esfuerzo y dedicación para una actividad que, vista desde afuera, puede parecer un tanto aburrida y hasta un poco elitista –muchos runners se comportan con un dejo de superioridad un tanto irritante-, y la verdad que siempre me costó encontrar una respuesta precisa. Creo que hay un componente pasional difícil de explicar pero también otro psicológico, donde el running –al igual que otras actividades físicas- funciona como un ordenador de las rutinas, rituales, tiempos y espacios individuales. De repente, uno empieza a ponerse objetivos específicos y a calibrar componentes específicos de su existencia en función de correr determinadas distanciadas en determinados tiempos, convirtiendo al hobby en una especie de marca identitaria. Lo cierto es que, en sus mejores momentos, La carrera de Brittany consigue poner buena parte de lo dicho en el párrafo anterior en imágenes, a partir de la historia de una joven (Jillian Bell) que se va dando cuenta que su vida es un eterno loop de comida barata, alcohol y pastillas al que debe cortar de alguna forma. La vía que encuentra es, al principio, tímidos y un tanto aleatorios intentos de trotes, para luego encontrar esa rutina que implica el running, más un dúo de compañeros de ruta/amigos –a los que conoce casi de casualidad- con los que decide prepararse para la famosa Maratón de Nueva York. En el medio, su vida laboral se irá reacomodando, lo que implicará conocer nuevas personas y un potencial interés amoroso, mientras se enfrenta al mayor obstáculo: su propia personalidad, entre autodestructiva e incapaz de pedir ayuda cuando el momento lo requiere. En ese fino equilibrio que debe implementar entre el drama y la comedia en pos de llevar adelante su relato, La carrera de Brittany se muestra bastante más consistente a la hora de manejar el humor, delineando algunos personajes –particularmente el interpretado por Utkarsh Ambudkar- que son especímenes sumamente graciosos y dejando en claro que hay calamidades personales que vistas un poco a la distancia evidencian cierta ceguera. Distinto es cuando se adentra en los padecimientos de la protagonista: hay unos cuantos pasajes donde la película se pone entre sentenciosa y aleccionadora, sumándole incluso una escena en un almuerzo de amigos que roza lo miserabilista. Se puede apreciar entonces una alternancia entre tonos que no llega a ser del todo lograda y atenta contra los resultados generales del film. A pesar de esa dificultad para encontrar la veta pertinente para los aspectos más dramáticos –que se acumulan especialmente en la última media hora de forma bastante desordenada-, en sus últimos minutos La carrera de Brittany entra (un poco a los tropezones) en el terreno donde la épica deportiva se combina con la remontada personal. Allí, en esa meta que simboliza una auto-superación pero también el hallazgo de una identidad definida, es donde el film encuentra una buena dosis de emoción y enlaza de manera fluida con los hechos reales, otorgándole una emotividad moderada pero suficiente.
VOLVER AL 2009 Con diferencia de una semana, llegaron dos secuelas que ya desde sus respectivos anuncios planteaban la duda de su necesidad o utilidad: tanto Maléfica: dueña del mal como Zombieland: tiro de gracia arriban con una diferencia de tiempo considerable respecto a sus predecesoras y cuando no parece haber mucha demanda de nuevas entregas. Pero si el retorno de la villana interpretada por Angelina Jolie confirmó los peores prejuicios, a partir de una continuación carente de sentido y propósito aún en su gigantismo, las nuevas aventuras de Tallahassee (Woody Harrelson), Columbus (Jesse Eisenberg), Wichita (Emma Stone) y Little Rock (Abigail Breslin) funcionan como recordatorio de discursividades y estructuras narrativas que prevalecían hace apenas una década pero que hoy –cortesía del vértigo de estos tiempos- lucen casi imposibles de implementar. El planteo narrativo de Zombieland: tiro de gracia se hace cargo de cierto paso del tiempo, mostrando cómo esa familia disfuncional ha terminado de ensamblarse tanto que no solo encontró un cómodo hogar (que resulta ser la Casa Blanca), sino que incluso ha entrado en una rutina un tanto perjudicial. En esa cotidianeidad, Tallahassee ejerce de figura paterna de Little Rock de forma conservadora y hasta insensible, mientras que Columbus y Wichita ya son una pareja en la que el casamiento podría ser el próximo paso al cual no termina de asumirse. Una serie de eventos un tanto arbitrarios pero indispensables sacuden la estantería de los protagonistas, llevándolos nuevamente al terreno de la road movie, del descubrimiento y de un pequeño aprendizaje. Pero si el tiempo pasa para los personajes, no lo hace para la película, que asume plenamente ese tiempo congelado que deja el subgénero apocalíptico de zombies, dejando en claro que en su mundo todo se detuvo en el 2009. Eso implica hacer de cuenta que nunca existieron el #MeToo, los nuevos debates raciales y feministas, la caída de Harvey Weinstein o el ascenso de Donald Trump. Tampoco la adaptación televisiva del cómic The walking dead o el dominio incuestionable del Universo Cinemático de Marvel. De ahí que nos encontremos con un film que no tiene ningún problema en mostrar cómo Tallahassee despliega todo su imaginario cavernícola o a Zoey Deutch encarnando al estereotipo de la chica linda pero hueca, y que no parece especialmente preocupado por dejar abiertas las puertas para futuras secuelas, precuelas o spinoffs. Es una nueva entrega de un mundo que solo se expande un poco en función de presentar nuevos personajes, algunos conflictos adicionales y algo más de profundidad en sus protagonistas, hasta parecerse a las secuelas de finales del siglo XX, al estilo Arma mortal o Indiana Jones, sin ambiciones de alimentar franquicias eternas. En esa apuesta a la repetición de lugares conocidos y a la vez marginales, Zombieland: tiro de gracia parece una anomalía dentro de la actualidad de Hollywood, por más que no sea ni renovadora, ni extremadamente nostálgica. Sus chistes, ocurrencias, giros y decisiones rara vez salen de lo previsible, pero esa previsibilidad –que va de la mano con su ligereza- es de hace apenas diez años. En un punto, lo que nos proponen el director Ruben Fleischer –recuperando algo de la pericia perdida en Venom y Fuerza antigángster– y los guionistas Rhett Reese, Paul Wernick y Dave Callaham, es un retorno a un pasado inmediato antes de que se convierta en pura nostalgia. Como volver a visitar el colegio donde hicimos la primaria apenas un par de años después de haber arrancado la secundaria, temiendo haber olvidado nuestra infancia.
SECUELAS DE LO IRREAL El gran problema de Maléfica no era tanto su intención de establecer una reescritura de la villana de La bella durmiente, convirtiéndola más en un personaje maldito que en uno deliberadamente malvado, como la forma en que lo llevaba a cabo: con giros abruptos y arbitrarios, que llevaban a la protagonista a ser apenas un instrumento del guión, una suma de gestualidades superficiales en función del carisma –escaso por cierto- que aportaba Angelina Jolie. Era una película que arrancaba con un imaginario completo al cual se dedicaba a vaciarlo hasta convertirlo en una mera cáscara, continuando ese proceso que ya se venía insinuando en Alicia en el País de las Maravillas y que ya se ve consolidado en reversiones recientes de famosos relatos de Disney, como El rey león. De ahí que fuera válido preguntarse por el sentido de realizar una continuación para una estructura narrativa que ya se había saboteado a sí misma en la primera parte. Lo cierto es que Maléfica: dueña del mal está muy lejos de responder a ese interrogante, por más que se esfuerce bastante por plantear nuevos conflictos y obstáculos. Ahí tenemos a Aurora (Elle Fanning), la ahijada de Maléfica, decidiendo casarse con Philip, el Príncipe del reino cercano, lo cual crea tensiones por varias vías: si su madrina se muestra cuando menos escéptica, la madre de Philip, la Reina Ingrith (Michelle Pfeiffer), tiene sus propios planes, que involucran unos cuantos engaños y manipulaciones. A eso se irá sumando la irrupción de una nueva galería de personajes emparentados con Maléfica y que pretende ir delineando un enfrentamiento entre dos mundos aparentemente opuestos: el de los humanos y el de las criaturas mágicas y mitológicas. Claro que esa interacción entre los cruces familiares/personales/íntimos y la lectura seudo social que se quiere ir hilvanando tarda bastante en establecerse, con unos primeros minutos entre indecisos e incómodos. Cuando el film consigue dejar en claro las fuerzas en oposición, el relato cobra algo de dinamismo, lo cual no implica vitalidad, energía y menos aún empatía. En Maléfica: dueña del mal no hay una verdadera conflictividad, tampoco un crecimiento o aprendizaje con el que el espectador pueda identificarse. A lo que se asiste es a una mera acumulación de datos que rara vez pasan de lo técnico: el director Joachim Rønning solo se dedica a filmar el guión y jamás intenta darle un diseño mínimamente personal a lo que cuenta, como si estuviera llevando a cabo un mero trámite administrativo. Por eso en la película pasan cosas, pero nunca le pasan realmente a los personajes y menos aún al espectador. A lo sumo, Maléfica: dueña del mal procura utilizar al personaje de Pfeiffer para reflexionar un poco sobre la materialidad de los cuentos, la forma en que interviene la oralidad para crear esos conjuntos de sentidos que son los mitos y leyendas. Pero no pasa de un esbozo reflexivo, un par de líneas de diálogos que explican brevemente el accionar de una antagonista e insinúan un film que nunca llega realmente a concretarse. Lo que pareciera importar más es el desfile de efectos especiales, las toneladas de maquillaje y bellos vestuarios, como si el film solo estuviera interesado en una espectacularidad audiovisual que, de tan vacua, termina aburriendo. En verdad no hay nada real en Maléfica: dueña del mal. Cuando hablamos de “real”, no es en términos de realismo, porque sabemos que estamos ante un cuento de hadas situado en un universo que no existe más allá del campo puramente narrativo. A lo que nos referimos es a esa humanidad de los personajes que llevan a que los sintamos como reales porque sus conflictos no interpelan mínimamente. Acá no hay nada de eso, solo otra cáscara sin nada adentro, que confirma parte de esos prejuicios que pintan a Disney como una máquina impersonal solo interesada en generar nuevas formas de contar billetes.
BORDEANDO LOS LÍMITES DEL MELODRAMA La historia de El pasado que nos une es una de personajes unidos por una multiplicidad de secretos: tenemos a Isabel (Michelle Williams), que ha dedicado buena parte de su vida a trabajar con niños en la India y, a miles de kilómetros de distancia, en Nueva York, a Theresa (Julianne Moore), quien dirige una compañía de medios y parece vivir la existencia ideal con su esposo Oscar (Billy Crudup). Esos miles de kilómetros se acortan al mínimo cuando Isabel debe viajar a Nueva York para gestionar personalmente una potencial millonaria donación de Theresa, quien la termina invitando al casamiento de su hija mayor. Allí se producen una serie de revelaciones que acortan aún más las distancias, convirtiendo al film en un melodrama familiar que por la cantidad de giros que va acumulando está siempre a punto de descarrilar. Ese bordear constantemente por los límites del verosímil, coqueteando con lo que podría ser rebuscado, exhibicionista y hasta miserabilista, ya se intuye en la primera escena, que parte de un plano secuencia aéreo muy virtuoso, pero también innecesario, hasta llegar a enfocar a Isabel. El film de Bart Freundlich (remake de una película danesa del 2006 dirigida por Susanne Bier) es uno de guión y cálculo, que va revelando secretos a cuentagotas, como si buscara despabilar al espectador con vueltas de tuerca en momentos donde la trama pareciera arribar a un callejón sin salida. Lo cierto es que, a pesar de todas las manipulaciones que se van sucediendo, El pasado que nos une nunca llega a ratificar su amenaza de convertirse en un desastre. Quizás esa catástrofe cinematográfica que no llega a suceder se deba a que la película muestra ser bastante consciente de que todo lo que pasa es un poco increíble, casi digno de una tragicomedia. Incluso se hace bastante cargo del entorno que transita: uno de clase alta, donde la riqueza y el confort es algo habitual, y en el que la pobreza se mira a la distancia, como un conjunto de cifras casi abstractas. De hecho, se deja en evidencia que todos los personajes –incluida Isabel, con su dedicada y convencida labor-, de diferentes modos, están intentando lavar culpas más personales que sociales, usando el tema de los niños pobres como una forma de redención pero también como instrumento de poder y hasta extorsión. Esa autoconsciencia sobre la materialidad que maneja el relato hace más digeribles las arbitrariedades del film, aunque le quitan intensidad y hasta riesgo. De ahí que El pasado que nos une sea un melodrama de medio tono, lo cual la convierte por momentos en una especie de anti-melodrama, porque si algo caracteriza al género es su voluntad por abrazar con devoción los conflictos de los personajes y empatizar por completo con sus padecimientos. Acá se establece una distancia respecto a lo que sucede que evita el trazo grueso pero coloca al film en el terreno de la medianía. Donde quizás hay mayor atrevimiento es en las actuaciones, que a medida que progresa la historia se permiten un mayor ímpetu. Esto sucede principalmente en el caso de Moore, que en los últimos minutos construye un tour de force desatado pero ciertamente conmovedor, muy bien acompañado por la performance de Crudup, un actor que es toda una rareza en sí mismo a partir de cómo maneja una amplia gama de tonalidades, que van desde la introversión casi absoluta al definitivo estallido. Lo de Williams va por otro lado y en un punto refleja los dilemas de la película: lo suyo es una procesión que va por dentro, un tipo de expresión que elude las explosiones fáciles pero también aleja un poco al espectador de sus dilemas éticos y afectivos. También es cierto que ese apoyo en lo que pueden dar los intérpretes convierten a El pasado que nos une en un ensayo cinematográfico de carácter casi técnico, donde no nos sentimos afectados por las manipulaciones pero tampoco llegamos a conectar a fondo con los hechos narrados. Es que la frialdad contiene, pero también limita.