APRENDIZAJE DE GUERRA No deja de ser interesante lo que viene sucediendo en los últimos años con ciertos exponentes del cine colombiano y las formas en que abordan distintas etapas de su propia Historia. Si Ciro Guerra retrataba en El abrazo de la serpiente las primeras inmersiones de la civilización occidental en el Amazonas e indagaba (junto a Cristina Gallego) en Pájaros de verano en los orígenes del negocio del narcotráfico, siempre teniendo en cuenta el rol jugado por las culturas ancestrales y con una poética donde lo contemplativo se emparenta con distintas tonalidades genéricas; hay un camino que emprende Alejandro Landes en Monos que establece algunas coincidencias, pero sin dejar de tener un desarrollo propio. La película sigue a un grupo de jóvenes guerrilleros que quedan a cargo de una rehén (Julianne Nicholson) y una vaca lechera, siendo ambas tareas igual de importantes. Pero diferentes circunstancias se van acumulando, complicando esa misión, poniendo en crisis la dinámica relacional entre ellos y arrastrándolos a una especie de juego de supervivencia donde las reglas se van alterando constantemente. Las referencias y lazos que se pueden divisar en la puesta en escena son múltiples: si el arranque parece evocar a la Claire Denis de Bella tarea, con los cuerpos construyendo identidades propias desde los rituales de entrenamiento, la sexualidad latente y las muestras de poder por parte de las figuras de autoridad; hay también guiños a La violencia está en nosotros y La delgada línea roja en la contemplación de la naturaleza; y hasta una conexión casi subterránea con buena parte del cine estadounidense centrado en los recorridos de crecimiento de los jóvenes. Pero el gran mérito de Landes es cómo logra que esta enciclopedia referencial (que incluye a unos cuantos exponentes más) no se delinee desde la mera enumeración, sino que tenga una apoyatura narrativa y genérica. Monos avanza con fluidez y escala en tensión desde su contacto con una aventura que incorpora al paisaje de las montañas y selvas colombianas casi como un personaje más; sin descuidar el componente bélico, que en unos cuantos pasajes juega un rol desde el fuera de campo –de hecho, hay un trabajo notable que pone en relación el sonido con el encuadre de los planos-; y presentando personajes atractivos que se definen desde sus acciones, hablando sutilmente también sobre eventos históricos que todavía se siguen discutiendo, y no solo en Colombia. Desde ahí es que la película adquiere una universalidad potente, en cómo consigue retratar una época particular que interpela a cualquier espectador sin caer en paternalismos o facilismos. Es cierto que Monos le cuesta sostener esta estructura propia y libre: particularmente en su última media hora, el film va convirtiéndose en una especie de adaptación cinematográfica de El Señor de las Moscas, en la que también aparecen elementos propios de El corazón de las tinieblas y esa reimaginación que fue Apocalipsis now!, y es ahí donde adquiere un tono ciertamente sentencioso, que resulta contraproducente. En esos minutos finales, la película pareciera querer poner el mensaje por delante de los personajes y descuida un poco a sus protagonistas, que quedan un tanto sometidos al discurso político. Esa voluntad por querer decir algo más, por querer ser “importante” cuando ya lo que se estaba mostrando era claramente relevante, le quitan méritos a un film que previamente había construido un bello y a la vez inquietante relato de aprendizaje en el medio de un contexto bélico. Un aprendizaje corporal y violento, donde las identidades se configuran en el medio de los tiros, haciendo pedazos toda inocencia.
HABLARLE SOLO AL QUE PIENSA IGUAL Si ya el título del film indicaba no solo un posicionamiento sino también un recorte, el punto de partida de Que sea ley lo confirma por completo: el relato arranca cuando el proyecto de ley de legalización del aborto se aprueba en la Cámara de Diputados y se apresta a pasar por la Cámara de Senadores para tener fuerza de ley. No deja de ser llamativo cómo el documental de Juan Solanas obvia casi por completo que antes “pasaron cosas”, como dijo el Presidente que ya en la apertura de las Sesiones Ordinarias del Congreso de la Nación había dado el impulso inicial (y fundamental) para que se tratara la iniciativa, a pesar de estar en contra. Esa elección para construir la historia (y la Historia) puede ser válida –al fin y al cabo, es una mirada como cualquier otra- pero es indicadora de silencios y omisiones muy sugestivos. Borrar de un plumazo a Mauricio Macri sería como hacer un documental sobre la ley de matrimonio igualitario y no tener en cuenta el rol que jugó Cristina Fernández durante su presidencia. Es, de mínima, un tanto torpe. Y eso anticipa lo que viene después: una película que se dedica a avalar y celebrar todo lo afirmado por los sectores encolumnados dentro de la posición del “pañuelo verde”, casi sin matices. No hay atisbos de autocrítica o de interrogantes sobre las causas de la derrota del proyecto de ley en el Senado. En cuanto a los representantes de los pañuelos celestes (opuestos a la iniciativa), no se les dedica más de cinco minutos (dentro de una película que dura más de ochenta), y con un nivel de desprecio en el montaje y/o la puesta en escena bastante grande. Ese mirarse constantemente al ombligo, sin hacerse preguntas incómodas y sin interpelar al que piensa distinto –o directamente despreciándolo- termina incluso obturando las potencialidades que asoman en el film. Hay de hecho unos cuantos testimonios desde el terreno, de gente que pasó por experiencias traumáticas o que tiene pleno conocimiento de ellas –exponiendo el marco de desigualdad que acarrean y sus nefastas consecuencias- que podrían ser interesantes y hasta conmovedoras, pero que son presentadas casi como en un listado enumerativo, sin un hilo narrativo y estético que los haga fluir adecuadamente. Del mismo modo, hay una situación alrededor de la toma del Comité Nacional por parte de la Juventud Radical (ya que la mayoría de los senadores de ese partido iba a votar en contra de la legalización del aborto) que pedía a gritos indagar en las contradicciones e internas partidarias, pero la película apenas si la menciona a las apuradas. Todo el metraje de Que sea ley está atravesado por una urgencia superficial y hasta banal, donde no hay debate o ambigüedad posibles. Es un film hecho a las apuradas, casi como un mero compromiso y que interpela solo a los que comparten su opinión. Llamativamente, su tono auto-celebratorio termina siendo un indicador de una de las dificultades que afronta una iniciativa totalmente necesaria como es la legalización del aborto: cuando solo se habla con los convencidos, se hace cuesta arriba argumentar para informar al que no sabe o convencer al que piensa distinto.
LOS DILEMAS DEL CONTROL Primero lo primero: toda la polémica alrededor de si Guasón es una apología de una violencia no solo ficticia sino también real (y los supuestos efectos que tiene en el público) es de un nivel de estupidez importante. Es un poco agotador que todavía se deba seguir aclarando que la realidad es distinta a la ficción; que el cine (y el arte en general) es un ámbito que funciona con reglas propias; y que la gente, si copia conductas de personajes cinematográficos, es porque ya tiene componentes personales previos que le permiten verse reflejados. Es retornar a la vieja discusión de la influencia de los videojuegos en los jóvenes, sin hacerse cargo de que hay una violencia inherente en muchos individuos que se alimenta y construye con múltiples componentes sociales, y que solo está buscando una excusa para salir a la luz. Y es una confirmación de que estos tiempos de corrección política extrema funcionan para muchos sujetos como pretexto para ejercitar un rol de policía ideológico largamente anhelado. Dicho esto, Guasón es una decepción, pero solo ligera –realmente no me siento ofendido o enojado con la película- porque su visionado confirma ciertos peligros latentes que ya estaban presentes cuando se anunció el proyecto y después al conocerse los trailers. Su relato de construcción de villano, centrado en Arthur Fleck (un Joaquin Phoenix perfecto en su sobreactuación), un comediante fracasado con problemas psiquiátricos y una historia familiar decadente que va encarrillando un proceso de creciente locura y violencia, hasta transformarse en ese alter ego que es el Guasón, es una gran suma de cálculos y estructuras pre-fabricadas, con el fin preciso de generar la mayor cantidad de asociaciones e interpretaciones posibles. Eso de por sí no está mal -¿qué película no tiene componentes de planificación para buscar un público determinado?-, pero el gran problema del film de Todd Phillips es cuánto se nota ese diseño previo, a tal punto que se puede enumerar todas sus herramientas como si fuera una lista de compra para el supermercado. Ahí tenemos entonces la narración de tonalidades vinculadas al cine de Martin Scorsese, con elementos claramente reconocibles de El rey de la comedia y particularmente Taxi driver; la Ciudad Gótica con evidentes reminiscencias de la Nueva York sórdida de los setenta desde una ambientación planificada al detalle; la lectura sociopolítica sobre un tejido urbano plagado de desigualdades y a punto de estallar; el drama materno-filial, con una madre extraviada que explica desde su propio derrotero la psicología de su hijo; la figura femenina (encarnada por Zazie Beets) como un interés romántico que va precisando los estados de ánimo del protagonista –y que cumple un rol muy similar al de Cybill Sheperd en Taxi driver-; y la presencia de Robert De Niro como una especie de certificado de pertenencia a un cine ambicioso y la iconografía scorsesiana, pero también como un disparador para giros claves del guión. El cálculo atraviesa todo el metraje de Guasón e incluye no solo vueltas de tuerca bastante manipuladoras (particularmente en los minutos finales) sino también una discursividad que se pretende disruptiva pero en verdad es tranquilizadora –la violencia íntima y social no dejan de ocurrir en unos difusos y lejanos setenta, con lo que la interpelación al presente es limitada-; y la utilización de personajes emblemáticos de DC como una herramienta algo culposa, pretendiendo atraer a un público más “culto” que de otra manera no se acercaría a un producto masivo, mientras se colocan guiños puntuales a los fanáticos de los cómics. La lucha entre anarquía y control es ganada por el segundo, y quizás eso tenga mucho que ver con Phillips, que al fin y al cabo ha desarrollado una carrera donde la dialéctica entre control y descontrol es el gran dilema a superar: Amigos de armas, Todo un parto, la trilogía de ¿Qué pasó ayer?, Aquellos viejos tiempos y Viaje censurado giran alrededor de instancias donde el orden de los personajes entra en crisis pero en las que, en mayor o menor medida, se busca un retorno culposo a la “normalidad”. Y lo cierto es que Phillips suele manipular las circunstancias para posibilitar esa vuelta a lo que se considera “normal”, y en Guasón cimenta otra normalidad, pero desde un mensaje bastante superficial, en el que no queda claro del todo su posicionamiento. Al mismo tiempo, es la visión de Phillips la que salva a Guasón de ser un desastre al estilo Birdman. Podrá manipular situaciones y tomar decisiones improcedentes, pero nunca desprecia a los protagonistas de sus historias, algo que ratifica con su seguimiento de Arthur Fleck, al que pareciera entender como una versión oscura y trágica del Will Ferrell de Aquellos viejos tiempos, el Zach Galifianakis de Todo un parto y ¿Qué pasó ayer?, o el Tom Green de Viaje censurado. Todos seres incómodos, incomprendidos y que ocultan una gran angustia existencial. Cuando Phillips se deja llevar por la comedia que conoce y toca esas cuerdas inestables –por ejemplo, en una gran secuencia de humor horroroso alrededor de un enano-, aparece esa gran película que podría haber sido Guasón pero que no llega a concretarse más que tímidamente.
PEQUEÑAS ESCARAMUZAS Los primeros minutos de Mujer en guerra son más que interesantes: allí vemos a Halla, una activista ambiental que lleva a fondo sus convicciones, realizando un acto de sabotaje que apunta a desestabilizar a la industria del aluminio, para luego emprender una huida improvisada y eventualmente retornar, sana y salva, a su existencia habitual y “normal”, como una integrante más de la comunidad. Esas secuencias iniciales, tensas y vinculadas al thriller, pero que también se permiten recurrir a situaciones un tanto absurdas, prometían algo que nunca llega a concretarse por completo. Lo llamativo es que esa infructuosa concreción del potencial del comienzo se termina dando porque la película de Benedikt Erlingsson se pasa de ambiciosa, y no solo porque introduce un giro dramático cuando Halla se entera que su solicitud para ser madre adoptiva ha sido aceptada, con lo que el sueño maternal choca con sus propósitos políticos. Mujer en guerra quiere poner a dialogar lo afectivo con lo ideológico, lo oculto con lo explícito, a través de diversos dispositivos vinculados a la comedia absurda y el realismo mágico, pero solo lo hace por acumulación, sin una verdadera estructura narrativa que respalde las elecciones estéticas. Incluso hay pasajes puntuales donde Erlingsson pareciera querer evocar el humor absurdo del Aki Kaurismäki de El hombre sin pasado, pero esa apuesta tampoco llega a consolidarse. Si bien se podría decir que hay una búsqueda deliberada por incorporar distintas tonalidades y entregarse a lo ecléctico en las formas, lo que se impone es lo errático, la incapacidad para construir una narración consistente. De ahí que, a medida que pasan los minutos, la historia se va desinflando, con múltiples subtramas que nunca llegan a fluir adecuadamente y personajes que no alcanzan a generar una verdadera empatía. La sensación general es que Mujer en guerra es muchas películas en una –una comedia de medio tono, un drama familiar, un thriller político, un relato de aprendizaje sobre los lazos afectivos- y a la vez ninguna. Lo que amaga con ser un relato disruptivo y potente, se termina condenando a sí mismo a ser un híbrido carente de un real impacto. Solo quedan algunos chispazos, insinuaciones de un film que encuentra numerosas dificultades para delinear una identidad.
CÓMO LLEVAR A UN YETI DE REGRESO A SU HOGAR A pesar de que en sus comienzos amenazó con rivalizar mano a mano con Pixar por el liderazgo en la taquilla, en los últimos años DreamWorks Animation empezó a conformarse con ocupar un lugar secundario en la variedad de ofertas que tiene Hollywood destinada al público familiar. Esto no dejó de ser productivo, porque el estudio cambió la mecanización de armar productos tan masivos como superficiales –ahora ese lugar pareciera haber quedado para Illumination Entertainment- por la voluntad de construir films donde (con altas y bajas) lo que importa no es tanto el concepto como la historia y sus protagonistas. Un amigo abominable es una buena representación de lo dicho anteriormente: se estrena durante septiembre (o sea, fuera de los períodos vacacionales), su presupuesto es alto aunque para nada gigantesco, se plantea como un relato pequeño y con escasos personajes, pero cuidado en sus formas y diseño. La película de Jill Culton (primera mujer en escribir y dirigir un film animado de forma independiente para un estudio grande), a partir de la historia de Yi, una joven china que se encuentra en la terraza de su edificio en Shanghái con Everest, un yeti mágico al que debe ayudar a volver a su hogar, se presenta como un resumen de buena parte de los mayores referentes de la escudería DreamWorks. Si el camino de comprensión, entendimiento y amistad con lo mitológico remite a la saga de Cómo entrenar a tu dragón; la convivencia con lo mágico y la apropiación de la identidad conecta con la trilogía de Kung Fu Panda; los pasajes de humor lunático recuerdan al retorcimiento de la fisicidad de la franquicia de Magadascar; y el recorrido afectivo para retornar al lugar de origen está asociado con la temática y narración de Home – no hay lugar como el hogar. Claro que ese compendio no llega a aportarle una total lucidez al film, que no llega a explotar todo el potencial de su arranque con una huida frenética; tiene unos minutos iniciales un tanto indecisos; y le cuesta escaparse de algunas situaciones un tanto repetitivas y básicas, además de un grupo de antagonistas al que (desde ciertos giros en la parte final) pretende darle una vuelta de tuerca productiva, sin realmente conseguirlo. Lo mejor –por lejos- de Un amigo abominable está en su nudo, en ese camino que emprenden Yi y el yeti, acompañados por dos amigos que casi de casualidad se incorporan a la aventura. Ese viaje/retorno a la naturaleza es también una vuelta afectiva, un recuperar la memoria sobre el pasado y un hacerse cargo de lo que se perdió, sin por eso quedarse estancado en la melancolía. El gran mérito de Culton es construir estas interpretaciones con un lenguaje simple pero sincero, con un diseño audiovisual bellísimo y algunas secuencias –donde un violín se convierte en un instrumento cargado de significados que trascienden lo musical- sencillamente emocionantes. Si los desniveles de Un amigo abominable también pasan por una narración algo errática y una convivencia entre superficies modernas y contemporáneas que no llega a ser del todo armónica, lo compensa con creces desde el armado simple y honesto de sus protagonistas. Principalmente en ese dúo dinámico que van conformando Yi –una joven marcada por el dolor y la necesidad de aislarse, pero también por la voluntad de reencontrarse a sí misma- y Everest, que no es más que un niño peludo y gigante, un ser infantil, ingenuo y extremadamente creativo desde la anarquía que propone en sus acciones. Juntos hacen de Un amigo abominable una experiencia ciertamente despareja e imperfecta, pero también dulce y digna de recordar.
EL DILEMA ENTRE LO AMBIGUO Y LO CONCRETO Si la búsqueda –o el intento de reencuentro- interior suele ser una constante en buena parte del cine argentino independiente, la particularidad que introduce Magalí, ópera prima de Juan Pablo Di Bitonto, es que incorpora elementos oníricos y choques culturales que refuerzan una cierta ambigüedad que atraviesa buena parte del relato. Eso es lo que potencia mayormente al film centrado en una mujer que, tras el fallecimiento de su madre, retorna a su pueblo natal en el norte argentino del cual se fue hace varios años. Ahí se encuentra con su hijo de diez años pero también con un pueblo donde hay antiguas tradiciones que conservan sentido y propósito, por más que ella las haya querido olvidar. El relato es uno de aprendizaje, y de tipo afectivo, lo cual involucra para la protagonista reconstruir –o más bien construir prácticamente desde la nada- un vínculo con ese hijo que no termina de aceptarla como figura maternal y al que ella interpela casi desde el mero compromiso formal. A eso se agrega ese pueblo que ella en su momento decidió dejar, que no es solo un espacio físico sino también cultural y social, en el que conviven historias antiguas pero aún presentes y rituales con significados distintivos, que interpelan a la naturaleza y el paisaje norteños, pero también a sus personas. Allí es donde comienzan a aparecer sueños que tiene Magalí sobre un puma que está asolando el lugar y que se hacen cada vez más reales a medida que dejan claro su mensaje. Ese mensaje que construye lo onírico a la par de los espacios y relaciones concretos es la mayor fortaleza pero también la mayor debilidad de la película. Es que si bien en buena parte aporta elementos de desestabilización e imprecisión –en los mejores sentidos-, en los últimos minutos los significados quedan más explícitos, casi hasta forzando las decisiones finales de la protagonista y su hijo. En el medio hay subtramas –como el tenso vínculo de Magalí con un funcionario público- que quedan en el camino, porque indudablemente lo que realmente importa son las tradiciones como puente para reconstruir el lazo materno-filial. Pareciera incluso que toda la narración se hubiera diagramado en función de que se entienda la última secuencia que, por cierto, es realmente muy buena, a partir de cómo con un plano simple y concreto crea toda una carga de sentidos. Allí, en ese ritual que habla sobre el presente pero también el pasado (y hasta el futuro) de los personajes, parecieran resumirse los alcances y límites de Magalí, un film que gana cuando apuesta a lo inasible y que pierde cuando brinda todas las respuestas.
UNA HISTORIA SIN GRISES La idea que le da razón de ser a La Internacional del fin del mundo es más que atractiva: seguir la vida de cuatro jóvenes de principios del Siglo XX (Pedro Milesi, Mateo Fossa, Mika Etchebéhère y Liborio Justo) que tenían distintos orígenes sociales pero a los que los une el haber participado en movimientos culturales, feministas, sindicales y políticos que se inspiraron en la Revolución Rusa de 1917. Sin embargo, ya había un desafío importante, que era encontrar conexiones más fluidas y potentes entre las cuatro figuras, para así poder darle más sentido y energía al relato. Lamentablemente, el film de Violeta Bruck y Javier Gabino encuentra en pocos pasajes esa conexión, precisamente porque no termina de tener suficientemente en cuenta ese factor. De hecho, expande sus ambiciones en demasía, pretendiendo, desde las pequeñas historias de sus cuatro protagonistas, trazar un panorama socio-político –tanto a nivel nacional como internacional- de buena parte del Siglo XX y vincular los debates de esas décadas con la actualidad. A eso le suma una búsqueda por fusionar las formas documentales –que rara vez salen de lo esquemático y se nota demasiado cuando están manipuladas para construir determinadas escenas- con pasajes ficcionales, que recrean eventos determinados pero nunca llegan a aportar algo sustancial a la narración. El objetivo de fondo es claro: establecer una contraposición con los discursos históricos dominantes y darle una voz a la visión histórica de los movimientos de izquierda. El inconveniente es que, a pesar de partir de caminos individuales, termina privilegiando excesivamente la discursividad política en detrimento de sus personajes, que quedan por debajo del mensaje. Asimismo, esa Historia alternativa que pretende construir desde las imágenes es tan esquemática –o más- que la oficial: es otro relato de buenos y malos, con sus respectivos silencios u omisiones, solo que con los roles cambiados y sin ambigüedades. A pesar de tener recorridos apasionantes en los cuatro personajes que elige como punto de partida, el voluntarismo y simplismo con el que se maneja La Internacional del fin del mundo lleva a que desperdicie buena parte de sus potencialidades. Es un documental que pretende convencer pero solo le habla a los que ya están convencidos. Por eso tampoco reflexiona sobre las razones de las derrotas ni es capaz de insinuar autocríticas, haciendo del pasado supuestamente glorioso un presente eterno, que no deja de ser irreal.
IDEAS REMANIDAS Los documentales suelen portarse muchas veces como tesis de investigación, donde los realizadores se comportan como científicos que enuncian una hipótesis previa a la cual luego salen a comprobar para ver cuánto de verdad hay en lo que dicen. Claro que eso requiere de un método de comprobación, variables a las cuales seguir que funcionen como herramientas de testeo. El problema puede surgir principalmente por dos vertientes: que el método no esté bien configurado o que ese método se quiera forzar para avalar la hipótesis, cueste lo que cueste, aun cuando la realidad no arroja las respuestas esperadas. En Proyecto 55 se ven inconvenientes desde ambas vías. El film de Miguel Colombo parte de un sueño pesadillesco del realizador, que es también una idea, ya que le permite pensar el bombardeo a Buenos Aires de 1955 –en un intento de golpe fallido contra el entonces Presidente Juan Domingo Perón- como trampolín para delinear un ensayo sobre la violencia, donde también se citan episodios de las guerras mundiales, Vietnam y los enfrentamientos políticos en territorio argentino. La intención de hilvanar una investigación/reflexión que encuentre puntos de encuentro entre eventos aparentemente disímiles es totalmente válida e incluso interesante. Pero claro, esos cruces no pueden ser puramente arbitrarios, aun cuando recurran a herramientas oníricas y experimentales. Y lo cierto es que Proyecto 55 rara vez se muestra criteriosa para unir sus elucubraciones y sustentar su mirada, como si solo le interesara enumerar víctimas y victimarios, y no describir apropiadamente los procesos que los incluyen. De hecho, solo consulta con las fuentes que le convienen para avalar su argumentación, en vez de contraponer fuentes; une eventos y saca conclusiones al respecto que rara vez salen de lo arbitrario; y hasta formula preguntas –por ejemplo, sobre la lucha armada contra los gobiernos dictatoriales en la Argentina- que luego son dejadas de lado. Hay una sensación constante en todo el entramado narrativo que se podría asociar con la frase “el que mucho abarca, poco aprieta”, pero también de una necesidad casi imperiosa de confirmar el juicio previo, sin que importen realmente las formas. Si el documental argentino político viene encontrando en los últimos años notorias dificultades para salir de los diagnósticos apresurados y las conclusiones facilistas, Proyecto 55, a pesar de su mixtura de imágenes casi aleatorias y su puesta en escena de lo íntimo, no sale de ese brete. Es apenas un experimento fallido, que se pretende innovador pero rara vez sale del sentido común y que no llega a problematizar verdaderamente su temática.
UN SUEÑO AMERICANO EN LUTON Buena parte de la crítica anglosajona colocó a La música de mi vida en el lugar de “feel good movie” (algo así como “la película para sentirse bien”) de la temporada, lo cual es una verdad a medias. Es que el film de Gurinder Chadha retoma la senda de películas como Todo o nada y Billy Elliot, donde detrás de las historias de logros y auto-superación también rondan tonalidades amargas, de melancolía y pérdida, con el desempleo como fantasma amenazante y/o el proceso político encabezado por Margaret Thatcher como contexto traumático que influye en las acciones de los protagonistas. Pero hay un giro extra en esta historia (inspirada en eventos reales) sobre Javed, un joven proveniente de una familia pakistaní viviendo en Luton (una pequeña ciudad del Reino Unido) a finales de los ochenta y creciendo de la mano de la música de Bruce Springsteen, que se da a partir del diálogo con la tradición narrativa estadounidense. Si ya en Jugando con el destino –que a pesar de ser bastante discreta la había puesto en el mapa cinematográfico- Chadha tenía puesta su mirada en ciertos imaginarios vinculados al “sueño americano”, la operación que realiza en La música de mi vida es mucho más explícita, pero para bien, porque le permite dejar de lado ciertos cálculos y mostrarse mucho más honesta. Hay algo del espíritu del cine de Frank Capra en el film, un artificio deliberado que alberga tanto una esperanza vigorosa como una amargura innegable. El puente que utiliza la película para combinar el realismo con la artificialidad es el musical pautado por la poesía de Springsteen. O más bien, lo que hace es plantear un escenario de choque entre esa ficción explícita de los números musicales –que reflejan los deseos y sentimientos de Javed- y un contexto desafiante, casi brutal, donde se juntan la crisis económico-laboral con los mandatos familiares, o más precisamente, de un padre tan laburador como obstinado en sus principios. La música de mi vida no le teme a ese choque y hasta se permite incorporar un par de subtramas románticas y de amistad, que en vez de apabullar suman para el retrato personal y social. Si en Jugando con el destino Chadha no terminaba de encontrar la forma de contar la historia de crecimiento y se perdía entre el género deportivo mal filmado y un triángulo amoroso remanido, en La música de mi vida parece tenerla mucho más clara. O más bien, consigue comprender y transmitir fluidamente la conflictividad latente en las canciones de Springsteen y cómo reflejan lo que le pasa a Javed, ese muchacho que quiere huir de Luton y dedicarse a la escritura pero que no termina de confiar en sus capacidades, que es tan tímido como romántico, que se enfrenta constantemente con su padre precisamente porque ambos son un espejo del otro. Y si el relato podrá tener sus traspiés, pasajes un tanto remarcados y algunas resoluciones un poco apresuradas, también exhibe una gran potencia y convicción para contar el proceso de aprendizaje de su protagonista. Por eso los últimos minutos son sencillamente conmovedores, de una humanidad –con su carga respectiva de alegría y tristeza- innegable. El fracaso en la taquilla de La música de mi vida es una pésima noticia, porque refleja la injusticia de un sistema de producción y distribución donde las pequeñas grandes historias –fuente principal de la experiencia cinematográfica- tienen cada vez menos lugar. Pero eso no quita el hallazgo por parte de Chadha de un imaginario posible, de un punto de encuentro entre la idea del “sueño americano” –con toda su carga de potencialidad y creencia en los logros hechos desde el esfuerzo- y un territorio como Luton, donde la clase trabajadora puede ser tan británica como cosmopolita. La historia de Javed, allá lejos y hace tiempo, nos interpela y sacude, al igual que las letras del Jefe Springsteen.
ENTRE LO GENÉRICO Y LA BAJADA DE LÍNEA Entre el paternalismo y el trazo grueso que caracterizan tanto a la literatura de Eduardo Sacheri como al cine de Sebastián Borensztein, más la encarnación un tanto cómoda en ocasiones del argentino medio que es Ricardo Darín, La odisea de los giles tenía la potencialidad de ser un desastre. Y particularmente en sus primeros minutos amenaza con llevar a fondo esa promesa, a partir del planteo de su premisa: un grupo de gente bien de clase laburante que, en el contexto de la crisis del 2001/2002, junta todos sus ahorros para armar una cooperativa pero son estafados en una maniobra enmarcada en la implementación del famoso Corralito, y que encuentran la chance de una revancha a través de un robo. Si el comienzo se aferra en exceso al imaginario literario de Sacheri –apelando constantemente a la voz en off de Darín para contar todo lo que pasa y cómo son los protagonistas-, hace una lectura cuando menos superficial de la catástrofe económica del 2001/2002 –con la clase media como eterna víctima de las circunstancias- y acumula unas cuantas tragedias gratuitas, en cuanto termina de delinear el conflicto central, a sus héroes y al villano, encuentra el tono pertinente para seguir adelante. Ese tono está vinculado a ese sub-género inoxidable que es el relato de robos que parecen casi imposibles, donde la planificación suele ser tan apasionante como la ejecución del delito, lo que contribuye a la aceptación por parte del espectador de la ruptura de la ley. Borensztein, por suerte, no desprecia la narrativa de los robos, aunque no pueda evitar una mirada condescendiente respecto a algunos personajes –por ejemplo, al interpretado por Carlos Belloso-, y avanza en consecuencia. Y por eso La odisea de los giles se parece en unos cuantos pasajes a Robo en las alturas, otra película menor con una galería de laburantes un tanto torpes e inexpertos en el arte criminal que logran imponerse a las circunstancias y sus propias limitaciones desde el trabajo grupal y la solidaridad para cubrir los baches. Eso no implica que termine de redondear apropiadamente su propuesta, porque el film no puede evitar recurrir a subrayados dramáticos innecesarios y hay unas cuantas subtramas (la relación madre-hijo entre Rita Cortese y Marco Antonio Caponi, el vínculo romántico entre Chino Darín y Ailín Zaninovich) que se resuelven a las apuradas o sin el desarrollo suficiente. Donde La odisea de los giles se impone con potencia y fluidez es desde la pura acción, cuando abraza por completo la aventura del delito y deja de lado el discurso culposo y auto-justificatorio, esa necesidad de dejar en claro, como se dice en una escena, que lo que se busca es “recuperar lo nuestro”. En esa tibieza es también demostrativa de los límites de un mainstream argentino que, en su necesidad de interpelar al espectador de clase media, se apoya en demasía en la calidad de los actores y en un relato que descree cómodamente de las instituciones y responsabilidades de los ciudadanos que ayudan a cimentarlas. Desde ese posicionamiento, tiene un timing perfecto, pero no solo por la actual coyuntura económica, sino por la escala de valores con la que dialoga, que prevalece desde hace décadas en el país.